8 EL RETIRO DE CADRACET

Al cabo de un rato, apartó la vista del paisaje.

Estray Lassils llegó desde uno de los bailes de la ruidosa fiesta, con el rostro sonrojado y la respiración pesada, y lo acompañó a la sección de la barcaza dispuesta para su recepción.

¿Está seguro de que le apetece conocer a toda esta gente, comandante? le preguntó la mujer.

Sí, gracias.

Bien, no dude en decírmelo cuando quiera marcharse. No pensaremos mal de usted. He investigado un poco a su orden. Parecen algo… ascéticos y monásticos. Estoy segura de que todo el mundo lo entenderá si nuestro grupo le cansa o le resulta algo pesado.

~ Me pregunto hasta dónde habrán investigado.

Seguro que sobreviviré.

Así me gusta. Se supone que yo soy veterana en este tipo de cosas, pero a veces también me parecen algo tediosas. No obstante, las recepciones y las fiestas son panculturales, o, al menos, eso dicen. Nunca he sabido si sentirme reconfortada u horrorizada ante ello.

Supongo que ambas sensaciones son apropiadas, en función del estado de ánimo del momento.

~ Bien dicho, hijo. Creo que me vuelvo a mi retiro. Concéntrate en ella; parece muy astuta. Puedo sentirlo.

Comandante Quilan, espero que sea consciente de lo mucho que lamentamos lo que le ocurrió a su pueblo prosiguió la mujer, mirando al suelo y después al chelgriano. Imagino que ya estará harto de oírlo a estas alturas, en cuyo caso, me disculpo también por haberlo dicho, pero en ocasiones una siente que debe dejar constancia de ciertas cosas. Estray apartó la vista en dirección a la brumosa profundidad del paisaje. La guerra fue culpa nuestra. Enmendaremos y repararemos todo lo que podamos, pero, por si sirve de algo, y soy consciente de que no es demasiado, pedimos nuestras más sinceras disculpas. Hizo un ademán con sus viejas y arrugadas manos. Creo que todos nosotros sentimos que estamos en deuda con usted y con su gente. Volvió a bajar la vista antes de mirarlo de nuevo a los ojos. No dude en apelar a ello.

Gracias. Aprecio mucho su sentimiento y su ofrecimiento. Mi misión no es ningún secreto.

Ella entornó los ojos y esbozó una tímida e indecisa sonrisa.

Sí. Bien. Veremos lo que podemos hacer. Espero que no tenga demasiada prisa, comandante.

No demasiada repuso él.

Ella asintió y siguió caminando. En un tono más distendido, dijo:

Espero que la casa que le ha preparado el Centro sea de su agrado, comandante.

Como bien ha dicho, en mi orden no somos conocidos por gustar de grandes caprichos o lujos. Estoy seguro de que tendré más de lo que necesito.

Imagino que así será. Pero si necesita cualquier cosa, no dude en pedirla, aunque sea tener menos de lo que sea.

Supongo que la casa no estará junto a la de mahrai Ziller.

Ella sonrió.

Ni siquiera se encuentra junto a la siguiente plataforma, sino a dos de distancia. Pero me han dicho que tiene unas vistas fantásticas y acceso privado a su propia subplataforma. ¿Sabe a lo que me refiero? ¿Conoce el significado de todos estos términos?

Yo también he investigado, señora Lassils sonrió Quilan.

Sí, por supuesto. Bien, veamos qué clase de terminal o de dispositivo desea utilizar. Si ha traído con usted su propio comunicador, estoy segura de que el Centro podrá adaptárselo, y si no, puede proporcionarle un avatar o algún otro familiar a su disposición o… bueno, lo que usted decida. ¿Qué prefiere?

Creo que uno de sus terminales bolígrafo estándar será suficiente.

Comandante, tengo la fuerte sospecha de que, en el momento en el que llegue a su casa habrá alguien esperándolo allí. Se estaban acercando a una gran cubierta superior decorada con muebles de madera, parcialmente cubierta por marquesinas y salpicada de gente. Y será una bienvenida bastante más agradable que esta: una tropa de gente desesperada por hablar con usted. No olvide que puede marcharse cuando quiera.

~ Amén.

Todo el mundo se volvió a mirarlo.

~ Unamos fuerzas, comandante.


* * *

Había unas setenta personas para recibir a Quilan, entre las que se encontraban tres miembros de la Junta General a quienes Estray Lassils reconoció, saludó, y con los que se reunió en cuanto el decoro se lo permitió, varios eruditos en asuntos chelgrianos o cuya especialidad incluía el prefijo xeno, profesores en su mayor parte, y un grupo de seres no humanos, de especies que Quilan desconocía completamente y que se enroscaban, flotaban, se mecían o se despatarraban por la cubierta, las mesas y los sillones.

La situación aún se complicaba más con otras criaturas varias que, excepto el avatar, Quilan podía haber confundido con otros alienígenas inteligentes, pero que resultaron ser simples mascotas de compañía. Y todo aquello se sumaba a una apabullante diversidad de otros humanos que ostentaban títulos que no eran títulos y oficios que nada tenían que ver con el trabajo.

~ ¿Transcripcionista mimético cultural? ¿Qué demonios significa eso?

~ Ni idea. Imagínate lo peor. Debe de ir por debajo de informador.

El avatar del Centro le había presentado a todo el mundo; alienígenas, humanos y drones, a los que se trataba realmente como ciudadanos con plenos derechos y libertades como el resto. Quilan asentía con la cabeza y sonreía, o asentía y estrechaba manos y efectuaba cualquier otro ademán que le pareciera apropiado.

~ Supongo que este tipo raro de piel plateada es el anfitrión perfecto para toda esta tropa. Los conoce a todos. Y los conoce íntimamente, también, con sus debilidades, sus gustos, sus aversiones y demás.

~ No es eso lo que nos han dicho.

~ Ah, claro. Solo sabe tu nombre y que estás bajo su jurisdicción. Eso es lo que dicen. Solo sabe lo que tú quieres que sepa. ¡Ja! ¿No te parece un poco difícil de creer?

Quilan no sabía lo cerca que podía vigilar el Centro de un orbital de la Cultura a todos sus ciudadanos. En realidad, tampoco importaba. Pero se dio cuenta de que sabía muchas cosas sobre aquellos avatares cuando pensó en ello, y lo que Huyler había comentado sobre su don de gentes era totalmente cierto. Incansables, amables hasta la saciedad, con una memoria de elefante, y con algo similar a una capacidad telepática para determinar quién se llevaría bien con quién, la presencia de un avatar era comprensiblemente considerada indispensable en cualquier evento social de determinada magnitud.

~ Con una de esas cosas plateadas y un implante, aquí la gente no tiene ni que molestarse en recordar los nombres de los demás.

~ Me pregunto si también olvidarán los suyos.

Quilan habló, cautelosamente, con un montón de gente, y probó los alimentos que se ofrecían sobre las mesas, todos servidos en platos y bandejas con imágenes codificadas para indicar cuáles eran aptos para cada especie.

Miró hacia arriba, y se percató de que habían dejado atrás el colosal acueducto y navegaban a través de una inmensa llanura de hierba verde, salpicada por lo que parecían estructuras de gigantescas tiendas de campaña.

~ Arboles bóveda.

~ Ah.

El río fluía con mayor lentitud en aquella zona y se ensanchaba en más de un kilómetro de una ribera a la otra. Al frente, asomando por entre la niebla, otra especie de montaña empezaba a hacerse visible.

Lo que había juzgado momentos antes como nubes lejanas resultaron ser los picos de las montañas recubiertos de nieve, ensartados en la cima de una cordillera. Los ondulados precipicios se erigían casi en vertical, coronados con finos velos blancos que podían ser cascadas de agua helada. Algunas de esas esbeltas columnas se extendían hasta la base de los acantilados, mientras que otras, hebras blancas aún más delgadas, desaparecían a medio camino o se perdían y reaparecían con más fuerza deslizándose lentamente por la enorme pared rocosa.

~ El macizo de Aquime. Aparentemente, este riachuelo suyo rodea ambos lados y luego sigue en línea recta. La ciudad de Aquime, justo en el centro, en las costas del mar Alto, es donde vive nuestro amigo Ziller.

Quilan miró el enorme barranco y las montañas rociadas de nieve, que se iban tornando más y más reales con cada latido de su corazón.


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En las montañas Grises se encontraba el monasterio de Cadracet, que pertenecía a la Orden Sheracht. En una ocasión, Quilan estuvo allí de retiro, para intentar superar su duelo. Solicitó un permiso especial al Ejército, que le concedió la excedencia manteniéndolo en su rango. También le ofrecieron la baja permanente, con licencia honrosa y una modesta pensión.

Él ya tenía todo un lote de medallas. Le concedieron una por pertenecer al Ejército, una por haber sido un combatiente armado, otra por ser un Entregado que podía haber evitado fácilmente la lucha en primer lugar, otra por haber resultado herido (con un lingote porque sus lesiones eran especialmente graves), otra por haber participado en una misión especial y una última decretada cuando se descubrió que la guerra había sido responsabilidad de la Cultura y no de la especie chelgriana. Los soldados la llamaban el premio de los No-Culpables. Quilan guardaba las medallas en una caja pequeña, dentro de un cofre que había en su celda, junto con las póstumas que habían concedido a Worosei.

El monasterio yacía sobre un arrecife rocoso en la ladera de una modesta montaña, rodeado por un grupo de árboles junto a un pequeño arroyo. Desde allí, se veía el desfiladero bajo los peñascos, los precipicios, la nieve y el hielo de los picos más altos de la cordillera. Detrás de él, cruzando el río sobre un modesto y muy antiguo puente de piedra celebrado en canciones y cuentos de tres mil años de antigüedad, pasaba el camino desde Oquoon hasta la llanura central, olvidando en ese tramo sus precipitadas curvas.

Durante la guerra, una tropa de sirvientes de los Invisibles, que ya había dejado morir a sus amos en otro monasterio más lejano que aquel, había tomado Cadracet y capturado a la mitad de los monjes que no habían conseguido escapar, principalmente, los más ancianos. Los lanzaron por encima del parapeto al arroyo rocoso. La caída no fue suficiente para matarlos a todos, y algunos sufrieron, se lamentaron y gimieron durante un día y una noche hasta morir de frío antes del siguiente amanecer. Dos días más tarde, una unidad de las tropas de los Leales invadió el monasterio y torturó a los Invisibles antes de quemar vivos a sus líderes.

Y la misma historia de horror, malevolencia y castigo escalatorio fue la que tuvo lugar en todas partes. La guerra había durado menos de cincuenta días; y muchas guerras la mayoría de las guerras, incluso las que se limitaban a un único planeta apenas llegaban a iniciarse en ese período de tiempo por la preparación de las movilizaciones, la colocación estratégica de las fuerzas, el establecimiento del pie de guerra en la sociedad y el ataque, la posesión y la consolidación previos a los siguientes ataques entre los bandos. Las guerras en el espacio y entre planetas y otro tipo de hábitats, efectivamente, podían concluir en tan solo unos minutos o incluso segundos, pero normalmente se prolongaban durante años, a veces siglos o generaciones enteras, antes de llegar a su final, en función casi enteramente del nivel de tecnología de las civilizaciones implicadas.

La guerra de Castas había sido diferente. Una guerra civil; una especie y sociedad en guerra consigo misma. Aquel tipo de conflicto era de los más terribles, y la proximidad inicial de los combatientes, repartidos entre la población militar y la civil en prácticamente cualquier estamento e institución, se traducía en la existencia de una especie de salvajismo explosivo en el conflicto prácticamente en el mismo momento en que se desencadenaba, llevándose a la primera oleada de víctimas totalmente por sorpresa: familias enteras eran acuchilladas en sus camas, ajenas a la existencia de cualquier posible problema, dormitorios enteros de sirvientes eran pulverizados con gas, y los leales agonizantes apenas tenían tiempo de creer que aquellos a quienes habían dedicado sus vidas los estuvieran asesinando; conductores o pasajeros de vehículos, capitanes de barco, pilotos de aeronaves o buques espaciales se veían de pronto asaltados por sus acompañantes, o atacaban a quienes los acompañaban.

El monasterio de Cadracet había sobrevivido relativamente indemne a la guerra, a pesar de su breve ocupación. Habían saqueado algunas de las estancias, y quemado y profanado algunos iconos y libros sagrados, pero los daños estructurales eran mínimos.

La celda de Quilan se encontraba en la parte posterior del tercer patio del edificio, y daba al camino adoquinado que se adentraba en la húmeda ladera verde de la montaña, junto a los marchitos y amarillentos árboles que lo rodeaban. En su celda había un banco sobre el suelo de piedra, un pequeño cofre para sus pertenencias, un taburete, un escritorio de madera y un lavamanos.

No se permitía forma alguna de comunicación en la celda, excepto leer y escribir. La primera debía realizarse con libros o marcos encordados, y la segunda para aquellos que no dominaban los nudos, los abalorios y los trenzados se limitaba a la utilización de hojas sueltas y bolígrafos de tinta.

También estaba terminantemente prohibido hablar con nadie en la celda y, según la interpretación más estricta de las leyes, incluso un monje que hablase consigo mismo o en sueños, debía confesarse ante su superior y aceptar funciones extraordinarias como penitencia. Quilan sufría unas terribles pesadillas, como era habitual desde su estancia en el hospital de Lapendal, y solía despertarse presa del pánico en plena noche, pero nunca estaba seguro de haber gritado. Preguntó a los monjes de las celdas contiguas y ellos aseguraron no haberlo oído nunca. Quilan los creyó.

Hablar estaba permitido antes y después de las comidas, así como durante las tareas comunales en las que se consideraba que la conversación no interfería. Quilan hablaba menos que los demás en los campos escalonados donde cultivaban los alimentos y en los trayectos que recorrían por los senderos de la montaña para recoger madera. A los demás no parecía importarles. El ejercicio físico lo fortaleció y le ayudó a recuperar su buena forma. Ellos también lo agotaban, pero no lo suficiente como para impedir que se despertase cada noche con sueños de tinieblas y rayos, dolor y muerte.

La biblioteca era la zona de estudio por excelencia. Las pantallas de lectura se hallaban censuradas de forma inteligente, para que los monjes no pudieran malgastar el tiempo en distracciones vanas o trivialidades; tenían acceso a material religioso, a obras de referencia y poco más. Aunque aquello seguía dejando material para varias vidas enteras. Las máquinas también podían actuar como enlace con el Puen-Chelgriano, los desaparecidos, los ya sublimados. Pero habría de pasar cierto tiempo antes de que un recién llegado como Quilan pudiera utilizarlas con tal propósito.

Su mentor y consejero era Fronipel, el monje más anciano que sobrevivió a la guerra. Se había escondido de los Invisibles en un bidón de cereales de uno de los sótanos, y había permanecido allí durante dos días después de la invasión del monasterio por parte del destacamento de los Leales, ignorando que ya estaba a salvo. Demasiado débil como para salir de allí, casi murió deshidratado de no haber sido porque los soldados lo descubrieron al organizar un operativo de búsqueda para localizar algún posible Invisible rezagado.

En las zonas que sus hábitos dejaban al descubierto, el pelo del anciano monje era escaso y áspero. Tenía otras partes del cuerpo casi desnudas que permitían ver su agrietada piel grisácea. Se movía con dificultad, especialmente cuando el clima era húmedo, lo que resultaba habitual en Cadracet. Sus ojos, escondidos tras unas antiguas gafas, parecían proyectados, como si hubiera una especie de humo gris entre las dos esferas. El viejo monje llevaba su decrepitud sin un atisbo de orgullo ni desdén. En aquella era de regeneración corpórea y órganos de recambio, semejante decadencia no podía sino ser voluntaria, o incluso deliberada.

Normalmente, hablaban en una pequeña celda vacía destinada a tal fin. Solo contenía un asiento ondulado en forma de ese y una pequeña ventana.

El anciano monje tenía la prerrogativa de utilizar el primer nombre de sus acólitos, de forma que llamaba Tibilo a Quilan, lo que le hacía sentir de nuevo como un niño. Imaginó que ese sería precisamente el propósito. A su vez, él debía dirigirse a Fronipel como Custodio.

En ocasiones siento… siento celos, Custodio. ¿Es eso una locura? ¿O algo malo?

¿Celos de qué, Tibilo?

De su muerte. De que ella muriese. Quilan miró por la ventana, incapaz de enfrentarse a los ojos del monje. Desde allí, las vistas eran prácticamente idénticas a las de su propia celda. Si pudiera pedir una sola cosa, pediría su regreso. Creo que ya he asumido que eso es imposible, o muy poco probable al menos, pero, ¿sabe? Ya casi no queda nada seguro. Esto es otra cosa; todo es contingente en nuestros días, todo es provisional gracias a nuestra tecnología y nuestra comprensión.

Quilan miró a los ojos nebulosos del anciano monje.

Antiguamente prosiguió la gente moría y eso era todo. Se podía albergar la esperanza de reencontrarse con alguien en el cielo, pero cuando uno moría, moría. Era simple, era definitivo. Y ahora… Agitó la cabeza con furia. Ahora la gente muere y los Guardianes de Almas la reviven, o la llevan al cielo que sabemos que existe, sin necesidad alguna de la fe. Tenemos clones, cuerpos regenerados (yo mismo estoy regenerado en mi mayor parte)… A veces me despierto y pienso si sigo siendo yo. Sé que se supone que uno es su mente, su juicio y su pensamiento, pero no creo que sea tan fácil. Agitó de nuevo la cabeza y se secó la cara con la manga de su hábito.

Entonces, sientes celos de eras más tempranas.

Quilan guardó silencio durante unos momentos y dijo:

Esto también. Pero estoy celoso de ella. Si no puedo tenerla conmigo, solo me queda el deseo de no vivir. No es un deseo de matarme, sino de no haber sobrevivido. Si no puedo compartir mi vida con ella, quiero compartir su muerte. Y no puedo, por eso siento envidia. Celos.

Las dos cosas no son lo mismo, Tibilo.

Lo sé. Algunas veces, lo que siento es… no estoy seguro… como un débil anhelo por lo que no tengo. En ocasiones es lo que creo que quiere decir la gente cuando utiliza la palabra envidia, y otras veces son auténticos y rabiosos celos. Casi la odio por haber muerto sin mí. Quilan negó con la cabeza, casi sin creer lo que estaba diciendo. Era como si sus palabras, al fin expresadas ante otro, dieran forma a unos pensamientos que no había querido reconocer hasta esconderlas incluso de sí mismo. Miró al anciano monje a través de sus lágrimas. Pero yo la quería, Custodio. La quería.

Estoy seguro de que así es, Tibilo asintió Fronipel. Si no, no estarías sufriendo de esta manera.

Quilan volvió a apartar la mirada.

Ya ni siquiera lo sé con seguridad dijo. Afirmo que la quería, creo que lo hacía, estaba seguro de hacerlo, pero, ¿realmente era así? Tal vez lo que realmente siento es culpabilidad por no haberla querido. No lo sé. Ya no sé nada.

El anciano monje se rascó una de sus calvas.

Sabes que estás vivo, Tibilo, y que ella está muerta, y que podrías verla de nuevo repuso.

¿Sin su Guardián de Almas? No lo creo, señor. Ni siquiera estoy seguro de creer en verla de nuevo aunque se hubiera recuperado dijo Quilan, mirándole a los ojos.

Como tú mismo has dicho, vivimos en una era en la que los muertos regresan, Tibilo.


Ambos sabían que llegaba un momento en el desarrollo de cualquier civilización que viviese durante un tiempo suficiente en el que sus habitantes podían registrar sus condiciones mentales, y realizar una lectura efectiva de una personalidad que podía ser almacenada, duplicada, leída, transmitida y, finalmente, instalada en cualquier dispositivo u organismo complejo y compatible.

En cierto sentido, era la postura reductivista real más radical; un conocimiento de que la mente nacía de la materia y podía ser definida de la forma más absoluta y fundamental en términos materiales, y como tal, no era válida para todo el mundo. Algunas sociedades habían alcanzado el horizonte de ese conocimiento y se habían encontrado al límite del control que implicaba, solo para darse la vuelta, no dispuestas a perder los beneficios de las creencias que podían verse amenazadas por semejante desarrollo.

Otros pueblos habían aceptado el intercambio y lo habían sufrido, perdiéndose en caminos que parecían fiables, incluso loables en su momento, pero que finalmente les condujeron a la extinción definitiva.

La mayoría de sociedades que se habían adherido a aquellas tecnologías se implicaron y cambiaron para afrontar las consecuencias. En lugares como la Cultura, dichas consecuencias se traducían en que la gente podía hacer copias de seguridad de sí misma justo antes de emprender alguna acción peligrosa, podía crear versiones de su propia mente que podían ser utilizadas para enviar mensajes o vivir una gran variedad de experiencias en muchos lugares distintos y con una enorme diversidad de formas físicas o virtuales. Cualquiera podía transferir su personalidad completa a un cuerpo o dispositivo distintos al suyo, o podía fusionarse con otros individuos equilibrando la individualidad conservada contra una totalidad consensual en dispositivos específicamente concebidos para tal intimidad metafísica.

Entre los miembros del pueblo chelgriano, el curso de la historia había divergido de la norma. El dispositivo que se les emplazaba, el Guardián de Almas, rara vez era utilizado para revivir a un individuo. En lugar de ello, lo usaban para asegurarse de que el alma, la personalidad del que moría, era apta para ser aceptada en el cielo.

La mayor parte de los chelgrianos había creído, durante mucho tiempo, lo mismo que la mayor parte de las especies inteligentes, en un lugar al que los muertos acudían tras su muerte. En el planeta, había existido una gran variedad de distintas religiones y cultos, pero el sistema de creencias que había terminado por dominar a Chel y que fue exportado a todas las estrellas a las que viajó la especie incluso si, para entonces, se tomase como una verdad más simbólica que literal era aquel que seguía abogando por la mítica vida de ultratumba, donde la bondad se recompensaba con una eternidad de felicidad y la maldad se condenaba independientemente de la casta del individuo en el mundo mortal a la servidumbre eterna.

Según los registros cuidadosamente mantenidos y minuciosamente analizados de las antiguas civilizaciones de la galaxia, los chelgrianos habían persistido en su religiosidad durante un significativo período de tiempo posterior a la llegada de la metodología científica, y al continuar fieles al sistema de castas no tenían por costumbre retener tan manifiestamente discriminatorio orden social durante mucho tiempo posterior a la historia postcontacto. No obstante, nada de todo eso preparó a ninguna de las sociedades observadoras para lo que ocurrió poco después de que los chelgrianos adquiriesen la capacidad de transcribir sus propias personalidades a otros medios ajenos a sus propios cerebros individuales.

Sublimarse era una parte aceptada, aunque no exenta de cierto misterio, de la vida galáctica. Significaba abandonar la vida normal del universo, basada en la materia, dejándola atrás para ascender a un estado ensalzado de la existencia, basado en la energía pura. En teoría, cualquier individuo, biológico o mecánico, podía sublimarse, mediante la tecnología adecuada, pero la pauta consistía en que ringleras enteras de una sociedad o especie desaparecieran al mismo tiempo, por lo que, a menudo, la totalidad de una civilización se marchaba de un plumazo (y, que se supiera, solo a la Cultura le preocupaba que semejante absolutismo implicase un determinado grado de coacción. Para ella).

Normalmente, aparecían varios signos de alerta de que una sociedad estaba a punto de sublimarse: cierta tendencia de hastío social extendido, el renacimiento de religiones y otras creencias irracionales inactivas desde un determinado tiempo atrás, un interés repentino por la mitología y la metodología de la propia sublimación… Y, normalmente, todos estos síntomas se daban en civilizaciones longevas y establecidas.

Florecer, establecer contacto, desarrollarse, expandirse, alcanzar la estabilidad y, finalmente, sublimarse, era aproximadamente el equivalente a la secuencia estelar para las civilizaciones, aunque también existía una tradición igualmente honorable y venerable de vivir con tranquilidad, de ocuparse uno de sus asuntos (casi siempre) y de quedarse sentado sintiéndose agradablemente invulnerable y saturado de conocimiento.

De nuevo, la Cultura era una excepción. Ni se sublimaba y se apartaba de en medio, ni reivindicaba su lugar junto al resto de sofisticados unidos que rememoraban su existencia en la sabiduría galáctica. En lugar de ello, se comportaba como un adolescente idealista.

En cualquier caso, sublimarse consistía en apartarse de la vida normal de la galaxia. Las pocas excepciones poco más que imaginadas a aquella regla habían sido poco más que excentricidades: algunos de los sublimados regresaron y eliminaron su planeta natal, o escribieron sus nombres en nubes de gas del espacio interestelar o los esculpieron a mayor escala, o erigieron curiosos monumentos, o dejaron artefactos incomprensibles desperdigados por el espacio o los planetas, o volvieron con alguna forma extraña para realizar una aparición normalmente breve, y topológicamente limitada, en lo que solo podía concebirse como alguna especie de ritual.

Todo ello, por supuesto, era conveniente para quienes se quedaban atrás, porque la consecuencia era que sublimarse conducía a poderes y habilidades que proporcionaban un estatus casi divino a quienes habían sufrido la transformación. Si el proceso hubiera sido solo un paso tecnológico más en el camino de cualquier sociedad ambiciosa, como la nanotecnología, la IA o la creación de agujeros de gusano, presumiblemente, todo el mundo lo llevaría a cabo en cuanto pudiera.

En lugar de ello, la sublimación parecía cualquier cosa menos útil tal y como se entendía el mundo normalmente. En vez de permitir jugar al gran juego galáctico de la influencia, la expansión y el logro mejor que en otros tiempos, aparentemente, lo que hacía era apartar al sublimado de todo aquello.

La sublimación no era un acto comprendido en su totalidad por lo visto, la única forma de entenderlo era llevarlo a cabo y pese a los inestimables esfuerzos de varios Implicados por estudiar el proceso, los resultados habían sido sorprendentemente frustrantes (se había comparado a intentar sorprenderse a uno mismo cayendo dormido, mientras que se creía que era tan fácil como ver dormirse a otro), pero existía una fuerte y fidedigna pauta ante su probabilidad, comienzo, desarrollo y consecuencias.

Los chelgrianos se habían sublimado parcialmente; aproximadamente un seis por ciento de su civilización había abandonado el universo material en el decurso de un solo día. Pertenecían a todas las castas, y a todas las creencias religiosas, desde los ateos hasta los devotos de diversos cultos, y entre ellos, se encontraban diversas máquinas inteligentes y sensibles que Chel había desarrollado, pero nunca explotado a pleno rendimiento. Fue imposible determinar un patrón discernible en el evento de sublimación parcial.

Nada de todo aquello resultaba especialmente extraño propiamente dicho, aunque para algunos de ellos, el hecho de haberse marchado del todo cuando los chelgrianos solo llevaban unos pocos cientos de años en el espacio parecía de forma perversa un acto inmaduro a ojos de otros. Lo más destacable, e incluso alarmante, era que los sublimados no habían cesado de mantener el contacto con una gran parte de su civilización, que no se había movido con ellos.

Dichos enlaces tomaban forma de sueños, manifestaciones en lugares religiosos (y eventos deportivos, aunque la gente tendía a pasarlo por alto), alteraciones de datos presuntamente intactos y secretos del Gobierno y de archivos de clanes, y manipulaciones de ciertas constantes físicas absolutas en laboratorios. Un gran número de artefactos supuestamente perdidos fue recuperado, y un montón de carreras resultaron arruinadas cuando se revelaron los escándalos y cuando tuvieron lugar grandes avances científicos inesperados.

Y todo eso fue bastante ignorado.

La mejor decisión que pudo tomarse fue que algo había que hacer con el propio sistema de castas. Su vigencia a lo largo de varios milenios había hecho arraigar entre los chelgrianos la idea de formar parte, y de disgregarse, de un gran todo; la perspectiva que implicaba tenía consecuencias jerárquicas y de continuidad que habían demostrado ser más fuertes que cualquier otro proceso que dirigiera el curso normal de un evento de sublimación y sus consecuencias.

Durante varios cientos de años, muchos Implicados empezaron a vigilar muy de cerca a los chelgrianos. De ser una especie poco interesante y casi tildada de barbárica, con capacidades mediocres y perspectivas modestas, pasaron a adquirir de pronto un glamur y una mística que la mayor parte de civilizaciones llevaba milenios intentando conseguir. Por toda la galaxia, se instituyeron programas de investigación de la sublimación, que se energizaron y salieron de la letargia a medida que se asimilaban las horribles posibilidades de tal acto.

Los temores de los Implicados resultaron ser infundados. Lo que el Puen-Chelgriano hizo con sus superpoderes aún vigentes fue construir un Cielo. Convirtieron en algo real y palpable algo cuya creencia antes requería un acto de fe. Cuando un chelgriano moría, su dispositivo Guardián de Almas era el puente que los transportaba hacia la vida eterna.

Existía una inevitable imprecisión asociada al proceso completo que los Implicados de toda la galaxia acostumbraban a practicar con cualquier cosa relacionada con la sublimación, pero se había probado, para satisfacción incluso de los observadores más escépticos, que las personalidades de los chelgrianos muertos sobrevivían tras la muerte, y la comunicación con ellas era posible a través de determinada gente o de dispositivos aptos para ella.

Aquellas almas describían un cielo muy similar al de la mitología chelgriana, e incluso hablaban de entidades que podían ser las almas de chelgrianos fallecidos mucho tiempo antes del desarrollo de la tecnología de los Guardianes de Almas, aunque ninguno de dichos remotos ancestros se comunicaba directamente con el mundo mortal, lo que hizo crecer la sospecha de que eran conceptos creados por el Puen-Chelgriano, imágenes de lo que aquellos ancestros podían ser si el Cielo hubiera existido realmente desde el principio.

No obstante, no cabía duda alguna de que la gente era salvada por su Guardián de Almas e ingresaba en el cielo, recreado por el Puen-Chelgriano en la imagen de un paraíso que idearon sus ancestros.


Pero, los muertos que regresan, ¿son realmente aquellos a los que conocíamos, Custodio?

Eso parece, Tibilo.

¿Y con eso basta? ¿Con que lo parezca?

Tibilo, también podrías preguntar si, al despertarnos, somos los mismos que se acostaron la noche anterior.

Quilan esbozó una amarga sonrisa.

Eso ya lo he preguntado dijo.

¿Y cuál fue la respuesta?

Que, por desgracia, sí lo somos.

Dices «por desgracia» porque te sientes triste.

Digo «por desgracia» porque si fuéramos distintos a cada despertar, el yo que se despierta no sería el que ha perdido a su esposa.

Y, sin embargo, también somos distintos, aunque sea ligeramente, en cada nuevo día.

Somos distintos, aunque sea ligeramente, con cada nuevo parpadeo, Custodio.

Solo en el sentido más trivial, por el tiempo que ha transcurrido desde el momento de ese parpadeo. Crecemos a cada momento, pero los incrementos reales de nuestra experiencia se miden en días y noches. En dormir y soñar.

Soñar repitió Quilan, apartando de nuevo la mirada. Sí. Los muertos escapan de la muerte en el Cielo, y los vivos escapan de la vida en los sueños.

¿Hay algo más que te hayas preguntado?

No era raro, en aquella época, que la gente con terribles recuerdos se sometiera a una extirpación de los mismos, o se retirase a sus sueños, y viviese de ellos en un mundo virtual desde el que resultase relativamente fácil excluir los recuerdos y sus efectos, que convertían a la vida normal en algo insoportable.

¿Quiere decir si he considerado esa posibilidad?

Sí.

No me lo he planteado seriamente. Me sentiría como si estuviera renegando de ella. Quilan suspiró. Lo siento, Custodio. Debe de estar aburrido de escucharme decir lo mismo días tras día.

Nunca es exactamente lo mismo, Tibilo. El monje sonrió. Porque existe un cambio.

Quilan también sonrió, aunque lo hizo por ofrecer una respuesta cortés.

Lo que no cambia, Custodio, es que lo único que deseo de verdad con toda mi sinceridad y mi pasión ha muerto.

Tal y como te sientes en estos momentos, resulta difícil creer que llegará un momento en que pienses que la vida vale la pena, pero llegará.

No, Custodio. No creo que llegue. Porque no quisiera ser aquel que se había sentido como me siento ahora y luego hubiera avanzado u olvidado ese sentimiento hasta estar mejor. Ese es precisamente mi problema. Prefiero la idea de la muerte a sentirme como me siento ahora, pero preferiría sentirme así para siempre que sentirme mejor, porque sentirme mejor significaría haber dejado de ser aquel que la amó, y eso no podría soportarlo.

Quilan miró al anciano con lágrimas en los ojos.

Fronipel se acomodó en el siento, parpadeando.

Debes creer que incluso eso puede cambiar dijo, pero no significará que la ames menos.

Quilan se sintió casi tan bien como se había sentido antes de enterarse de que Worosei había muerto. No era placer, pero sí una especie de claridad, de ligereza. Sintió que, al menos, había tomado algo parecido a una decisión, o que estaba a punto de hacerlo.

No puedo creerlo, Custodio.

Entonces, ¿qué, Tibilo? ¿Tu vida será un mar de dolor hasta el momento de tu muerte? ¿Es eso lo que quieres? Tibilo, yo no veo ninguna señal de eso en ti, pero existe una forma de vanidad en el dolor, por la que se disfruta en lugar de sufrir. He visto a gente que piensa que el dolor les proporciona algo que nunca antes han tenido, y, por terrible y real que sea su pérdida, prefiere abrazarse a ese horror a apartarlo de su vida. Odiaría ver que te pareces siquiera a este tipo de masoquistas emocionales.

Quilan asintió. Intentó parecer tranquilo, pero una aterradora rabia se había adueñado de él mientras el anciano pronunciaba aquellas palabras. Sabía que Fronipel tenía las mejores intenciones, y que era sincero cuando decía que no consideraba así a Quilan, pero solo el hecho de haber sido comparado con gente tan egoísta y caprichosa casi lo hizo temblar de furia.

Habría preferido morir con honor a tener que soportar esta carga.

¿Es eso lo que quieres, Tibilo? ¿Morir?

Me parece la mejor opción. Cuanto más pienso en ello, más me gusta.

Y dicen que el suicidio conduce al olvido total.

La antigua religión se había mostrado ambivalente con respecto a quitarse uno la vida. Nunca había sido un acto apoyado, pero existieron muchas visiones de sus pros y sus contras a lo largo de varias generaciones. Desde el advenimiento de un cielo real y demostrable, el Puen-Chelgriano lo desaconsejó fervientemente tras una serie de suicidios en masa y aclaró que aquellos que se quitaban la vida solo para llegar antes al Cielo no tendrían permitido entrar en él. Ni siquiera permanecerían en el limbo; sus almas no serían salvadas. No todos los suicidios se tratarían necesariamente con la misma dureza, pero la impresión que quedó era que era mejor tener un motivo irrecusable para presentarse en las puertas del Paraíso con las manos manchadas de sangre propia.

Sería algo poco honorable, Custodio. Preferiría que mi muerte no fuera en vano.

¿En una batalla, por ejemplo?

Por ejemplo.

En tu familia no existe una gran tradición de tal rigor marcial, Tibilo.

Los miembros de la familia de Quilan habían sido terratenientes, comerciantes, banqueros y aseguradores durante mil años. Él fue el primero en sostener algo más letal que un arma ceremonial en varias generaciones.

Tal vez ha llegado el momento de empezar esa tradición.

La guerra ha terminado, Tibilo.

Siempre hay guerras.

Pero no siempre son honrosas.

Uno puede morir de forma deshonrosa en una guerra honrosa. ¿Por qué no iba a poder aplicarse eso a la inversa?

Además, nos encontramos en un monasterio, no planeando estrategias en barracas.

Yo vine aquí a pensar, Custodio. Nunca renuncié al servicio.

Entonces, ¿estás decidido a volver al Ejército?

Creo que sí.

Fronipel miró a los ojos del joven durante un rato. Finalmente, estirándose en su lado del asiento curvado, dijo:

Eres un comandante, Quilan. Un comandante que dirige a sus tropas cuando su único deseo es solo morir podría resultar muy peligroso.

No arrastraría a nadie más a mi decisión, Custodio.

Eso es fácil decirlo, Tibilo.

Lo sé. Y hacerlo no es fácil. Pero no tengo ninguna prisa por morir. Estoy preparado para esperar hasta estar seguro de estar haciendo lo correcto.

El anciano monje se recostó en su asiento, se quitó las gafas y sacó un paño grisáceo y mugriento de un bolsillo. Respiró sobre las dos grandes lentes y las limpió. Las estudió atentamente. Quilan pensó que no estaban más limpias que antes. El monje se las puso de nuevo y lo miró, parpadeando.

Esto, comandante, ya es un cambio.

Quilan asintió.

Es más como un… como una aclaración dijo. Señor.

El anciano asintió lentamente.


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