1 LA LUZ DE ANTIGUOS ERRORES

Las barcazas descansaban en la oscuridad del tranquilo canal, con sus contornos difuminados por la nieve apilada en montículos sobre sus cubiertas. Las superficies horizontales de los caminos, los muelles, los bolardos y los puentes levadizos también cargaban con el mismo peso nebuloso de la nieve, y los altos edificios alejados de los muelles se cernían sobre la noche, con las ventanas, los balcones y los canalones rociados con una suave línea blanca.

Kabe sabía que aquella zona de la ciudad era tranquila a casi cualquier hora, pero aquella noche parecía y estaba más calmada todavía. Podía oír sus propios pasos hundirse en la blancura virgen de la nieve. Cada uno de ellos producía una especie de crujido. Se detuvo y levantó la cabeza, aspirando el aire frío. Reinaba la calma. Nunca había visto la ciudad tan silenciosa. Supuso que la nieve la hacía parecer más callada, amortiguando cualquier ínfimo ruido que pudiera dejarse oír. Aquella noche tampoco hacía viento, lo que significaba que, en ausencia de tráfico, el canal, pese a no estar helado, estaba perfectamente inerte y silencioso, sin gorgoteos de olas.

No había iluminación alguna que se reflejase sobre la negra superficie del canal, lo que hacía parecer que las barcazas reposaban sobre la nada, sobre una ausencia absoluta en la que apoyarse. Aquello tampoco era habitual. Las luces estaban apagadas en casi toda la ciudad, y en casi toda aquella cara del mundo.

Kabe miró hacia arriba. La nieve caía ahora con más suavidad. El remolino de nubes que cubría el centro de la ciudad y las montañas más alejadas se estaba disipando, revelando algunas de las estrellas más brillantes. Una tenue línea de luz iba y venía en función del movimiento de las nubes en el cielo. No había aeronaves ni buques; al menos, él no los vio. Incluso las aves parecían haber mitigado sus propias voces.

Y tampoco sonaba la música. Normalmente, en la ciudad de Aquime, siempre se oía alguna melodía procedente de un lugar u otro, si se prestaba la suficiente atención (y Kabe tenía muy buen oído). Pero, aquella noche, reinaba un absoluto silencio.

Sometido. Ese era el término. El lugar estaba sometido. Aquella era una noche especialmente sombría («¡Esta noche, bailaréis a la luz de antiguos errores!», había afirmado Ziller en la entrevista de aquella mañana… con cierto deleite) y ese humor parecía haber infectado a toda la ciudad, a toda la plataforma de Xaravve, en realidad, al orbital de Masaq al completo.

No obstante, pese a todo, parecía que la calma reinaba todavía más, gracias a la nieve. Kabe se quedó quieto durante un momento, preguntándose qué era lo que producía exactamente aquel silencio añadido. Era algo que había percibido ya antes, pero que nunca le había preocupado lo suficiente como para permanecer inmóvil e intentar descubrirlo. Algo relacionado con la propia nieve…

Se volvió a mirar el rastro que había dejado en el camino del canal. Tres líneas de huellas. Se preguntó lo que un humano o cualquier bípedo pensaría de aquellas pisadas. Seguramente, no se darían cuenta. Y, en caso de hacerlo, preguntarían y obtendrían una respuesta. El Centro se la daría: son las huellas del nuestro honorable embajador de los homomdanos: Kabe Ischloear.

Pocos misterios quedaban ya para entonces. Kabe echó un vistazo a su alrededor y luego realizó una breve danza saltando y arrastrando los pies, ejecutando los pasos con una delicadeza insólita para su peso y su tamaño. Volvió a mirar en torno a sí, aparentemente aliviado de haber escapado a cualquier observación. Estudió el rastro que sus movimientos habían dejado sobre la nieve. Aquello estaba mejor… Pero, ¿en qué habría estado pensando? En la nieve, y en su silencio.

Sí, de eso se trataba; lo que reinaba era algo parecido a una sustracción de sonido, porque todo el mundo estaba acostumbrado a que las condiciones climáticas fuesen acompañadas de algún ruido; el viento soplaba o rugía, la lluvia repiqueteaba o siseaba o, si era tan leve como para no producir por sí sola ningún sonido, al menos creaba goteos o gorgoteos. Pero la nieve, sin viento que la acompañase, parecía desafiar a la propia naturaleza; era como contemplar una pantalla con el volumen al mínimo, era como estar sordo. De eso se trataba.

Satisfecho, Kabe siguió caminando por el camino, justo cuando un montón de nieve acumulada en un tejado de un edificio alto cayó al suelo con un ruido sordo. Se detuvo, observó la larga cresta blanca que la avalancha en miniatura había creado cuando los últimos copos cayeron arremolinados a su alrededor, y se echó a reír.

Discretamente, para no perturbar el silencio.

Finalmente, las luces de una barcaza aún distante iluminaron la curva gradual del canal. Desde allí, sonaba una música suave, fácil de escuchar, pero música al fin y al cabo. Música de fondo, como la llamaban a veces. No era el propio recital.

Un recital. Kabe se preguntaba por qué lo habían invitado. El dron de Contacto E. H. Tersono había solicitado su presencia mediante un mensaje entregado aquella misma tarde. Estaba escrito con tinta sobre una tarjeta, que también había llegado en un dron de tamaño más reducido. En realidad, era más bien una «escudilla volante». El caso era que Kabe siempre acudía al recital del Octavo Día de Tersono sin ser expresamente invitado. El hecho de haberse asegurado de su asistencia tenía que significar algo. ¿Acaso le estaban diciendo que era un acto de osadía el haber ido en ocasiones anteriores en las que no había sido específicamente avisado?

Aquello resultaría extraño; en teoría el evento estaba abierto a todo el mundo ¿Y qué no lo estaba, en teoría? pero las costumbres de los moradores de la Cultura, especialmente de los robots, y más de los viejos, como E. H. Tersono, todavía lograban sorprender a Kabe. No había leyes ni normas escritas, pero sí un montón de sutiles… cumplimientos, conjuntos de modales, formas de comportamiento cortés. Y modas. Había modas en casi todo, desde lo más trivial hasta lo más trascendental.

Trivial: aquella tarjeta entregada en una «escudilla volante»; ¿significaba acaso que todo el mundo iba a empezar a mover invitaciones físicamente? ¿Incluso la información rutinaria de un lugar a otro, en lugar de transmitirse con normalidad mediante un familiar, un dron, un terminal o un implante? ¡Qué tediosa y ridícula idea! La clásica afectación retrospectiva de la que podrían enamorarse, durante una temporada más o menos (¡ja! Como mucho).

Trascendental: ¡vivían o morían a su antojo! Algunas de sus personalidades más ilustres anunciaron que vivirían una vez y morirían para siempre, y miles de millones así lo hicieron. Y luego se inició una nueva tendencia entre la gente que ejercía la mayor de las influencias, consistente en renovar completamente sus cuerpos o cultivar cuerpos nuevos, o trasladar sus mentes a androides réplicas o diseños aún más extraños… Bien, en realidad, a cualquier cosa, no había límites. El caso era que todo el mundo empezaría a actuar así sin medida, solo porque se había puesto de moda.

¿Qué clase de comportamiento debía esperarse de una sociedad madura? ¿La mortalidad como un estilo de vida de libre elección? Kabe conocía la respuesta de su propio pueblo. Era una locura, una infantilidad, irrespetuosa con uno mismo y con la propia vida; una especie de herejía. Él, sin embargo, no estaba tan seguro, lo que podía significar que llevaba allí demasiado tiempo, o, simplemente, que estaba manifestando la empatía terriblemente promiscua hacia la Cultura que había ayudado a atraerlo allí en primer lugar.

De aquella forma, meditando sobre el silencio, la ceremonia, las modas y su propio lugar en la sociedad, Kabe llegó a la ornada pasarela que discurría desde el muelle hasta la extravagante e iluminada barcaza ceremonial de madera dorada, la Soliton. Allí, la nieve estaba plagada de pisadas, cuyo rastro conducía al acceso subterráneo de un edificio cercano. Obviamente, el raro era él, que disfrutaba caminando sobre la nieve. Pero Kabe no vivía en aquella ciudad; en su hogar nunca había nieve o hielo, con lo que aquello era toda una novedad para él.

Justo antes de subir a bordo, el homomdano levantó la vista hacia el cielo nocturno, para ver una bandada de grandes aves blancas, formando una uve y volando en silencio por encima de su cabeza, sobre las jarcias de la embarcación, en dirección al interior desde el litoral del mar Alto. Las vio desaparecer tras los edificios, se sacudió la nieve del abrigo, agitó su sombrero y subió a bordo.


* * *

Es como las vacaciones.

¿Vacaciones?

Sí. Vacaciones. Antes significaban lo opuesto a lo que ahora significan. Casi lo opuesto exacto.

¿A qué te refieres?

Oye, ¿esto se come?

¿El qué?

Esto.

No sé. Muerde a ver.

Pero se acaba de mover.

¿Se ha movido, dices? ¿Cómo? ¿Por voluntad propia?

Creo que sí.

Bueno, aquí tenemos algo. Con una evolución desde un auténtico depredador como nuestro amigo Ziller, la respuesta instintiva, probablemente, sea afirmativa, pero…

¿Qué es eso de las vacaciones?

Ziller era…

… lo que él decía. El opuesto exacto. Una vez, las vacaciones aludían al tiempo en que uno se marchaba.

¿En serio?

Sí. Recuerdo haberlo oído. Algo primitivo… de la Era de la Escasez.

La gente tenía que hacer todo el trabajo y crear riqueza para ella misma y para la sociedad, por lo que no podía permitirse pasar mucho tiempo fuera. Así que trabajaba, más o menos, la mitad del día, la mayor parte de los días del año. Y luego tenía unos días libres asignados durante los que podía marcharse, si había logrado ahorrar suficiente intercambio colateral…

Dinero. La palabra técnica es dinero.

… entre tanto. Entonces, se iban a pasar el tiempo libre a otro lugar.

Perdón, ¿es usted comestible?

¿En serio le estás hablando a la comida?

No sé. Es que no sé si es comida.

En las sociedades muy primitivas, ni siquiera tenían eso. ¡Solo tenían algunos días libres al año!

Pero yo pensaba que las sociedades primitivas podían ser…

Se refería a sociedades primitivas industriales. Ni caso. ¿Vas a dejar de pinchar eso? Lo vas a estropear.

—¿Pero se puede comer?

Cualquier cosa que puedas meter en tu boca y tragártela se puede comer.

Ya sabes a qué me refiero.

Pues pregunta, idiota.

Lo acabo de hacer.

¡Pero no a eso directamente! ¿Dónde está tu recordador, tu terminal, o lo que sea que tienes?

No, es que no quería…

Ya. ¿Se te han escapado todos de golpe?

¿Cómo iban a hacerlo? Las cosas dejarían de funcionar si no hicieran nada al mismo tiempo.

Ah, claro.

Pero, a veces, tenían días en los que una especie de armazón manejaba la infraestructura. Y sí no, escalonaban el tiempo en que se marchaban. Depende del lugar y del momento.

Aja.

En cambio, lo que hoy definimos como vacaciones, o tiempo esencial, es el hecho de quedarnos en casa, porque de otra forma, no habría momentos de reunión. No conoceríamos a nuestros vecinos.

En realidad, creo que no los conozco.

Porque somos muy volátiles.

Largas vacaciones.

En el sentido antiguo del término.

Y hedonista.

Nos pica el gusanillo de movernos.

Nos pica el gusanillo, las zarpas, las aletas, las barbas…

Centro, ¿puedo comerme esto?

Las bolsas de gas, las costillas, las alas, las ventosas…

Vale, creo que la idea queda clara.

¿Centro? ¿Hola?

Las pinzas, las babas, las membranas móviles…

¿Te callarás de una vez?

¿Centro? ¿Me recibe? Mierda, no me funciona el terminal. O el Centro no contesta.

A lo mejor está de vacaciones.

Las aletas, los músculos, ¡mmpf! ¿Qué pasa? ¿Me he atragantado con algo?

Sí, con un gusanillo, creo.

Creo que por ahí empezamos.

Muy apropiado.

¿Centro? ¿Centro? Vaya, nunca antes me había ocurrido esto…

¿Embajador Ischloear?

—¿Mmm? —Habían pronunciado su nombre. Kabe se dio cuenta de que debía de haberse sumido en uno de aquellos extraños estados de trance que experimentaba a veces en reuniones como aquella, cuando la conversación (o, más bien, varias conversaciones simultáneas), zumbaban de un lado al otro de forma abrumadora y lo mareaban de tal forma que no podía seguir quién decía qué a quién, y por qué.

Había descubierto que, posteriormente, solía recordar las palabras exactas que se habían pronunciado, pero todavía debía esforzarse para determinar el sentido que se ocultaba tras ellas. Pero, en el momento, se sentía extrañamente perdido. Hasta que se rompía el hechizo, como ahora, y su propio nombre lo despertaba.

Se encontraba en el salón de baile superior de la barcaza ceremonial Soliton, con varios cientos de individuos más, la mayoría humanos, pero no todos antropomórficos. El recital del compositor Ziller, con un antiguo mosaicordio chelgriano, había terminado hacía media hora. Había consistido en la interpretación de una pieza contenida, solemne, en concordancia con el ambiente de aquella tarde, aunque fue agradecida con entusiastas aplausos. Ahora la gente comía y bebía. Y hablaba.

Kabe estaba de pie, con un grupo de hombres y mujeres junto a una de las mesas del bufé. La atmósfera era cálida, agradablemente perfumada y amenizada con una suave música de fondo. Sobre los asistentes se alzaba una marquesina de madera y cristal, de la que emanaba una antigua forma de iluminación, a gran distancia del espectro corporal de todos, pero que otorgaba a la estancia una atractiva calidez.

El anillo de su nariz le había hablado. Cuando llegó por primera vez a la Cultura, no le había gustado la idea de tener que insertarse un transmisor de comunicaciones en el cráneo (ni en ningún otro lugar). El anillo de su familia era prácticamente lo único que siempre llevaba consigo, por lo que le hicieron una réplica perfecta que también funcionaba como terminal de comunicaciones.

Siento molestarlo, embajador. Aquí el Centro. Usted que está más cerca, ¿me haría el favor de decirle al señor Olsule que está hablando con un broche convencional y no con su terminal?

Sí. Kabe se volvió hacia un joven vestido con un traje blanco que sostenía una pieza de joyería entre las manos, con el semblante perplejo. ¿El señor Olsule?

Sí, ya lo he oído repuso el hombre, observando detenidamente al homomdano. Parecía sorprendido y Kabe tuvo la impresión de que lo había confundido con una escultura o algún artículo monumental de decoración. Era algo que le ocurría con relativa frecuencia. Cuestión de magnitud y silencio, básicamente. Era una de las pegas de ser un trípedo piramidal negro y reluciente de tres metros y pico de estatura, en una sociedad de bípedos escuálidos de piel mate y dos metros de altura. El joven miró de nuevo el broche. Hubiera jurado que era…

Perdóneme, embajador dijo el anillo. Gracias por su ayuda.

Ah, de nada.

Una centelleante bandeja se acercó flotando hasta el joven, se inclinó frente a él en una especie de reverencia y dijo:

Hola. Aquí el Centro otra vez. Lo que tiene aquí, señor Olsule, es una pieza de azabache con forma de cerepelo, esmaltada con platino y sumitio. Del estudio de la señora Xossin Nabbard, de Sintrier, seguidora de la escuela Quarafyd. Un trabajo fino de arte sustancial. Pero, desgraciadamente, no es un terminal.

Vaya. ¿Y dónde está mi terminal, entonces?

Se ha dejado todos los dispositivos en casa.

—¿Por qué no me han avisado?

Usted no me lo pidió.

¿Cuándo?

Ciento veinti…

Bueno, da igual. Sustituye… ejem… cambia esa instrucción. La próxima vez que salga de casa sin un terminal, que me monten un escándalo o algo.

Muy bien. Así será.

A lo mejor debería ponerme un cordón. Uno de esos implantes.

Innegablemente, olvidar la cabeza sería harto complicado. Y, entretanto, yo le propondría uno de esos controles remotos de a bordo para acompañarlo el resto de la velada, si lo desea.

Bien, de acuerdo. El joven dejó el broche donde estaba y se volvió hacia la mesa del bufé. Bueno, ¿esto se puede comer…? Vaya, se ha ido.

Las membranas móviles dijo la bandeja, flotando en el aire.

¿Eh?

Ah, Kabe, mi querido amigo. Aquí estás. Muchas gracias por venir.

Kabe se volvió sobre sus pasos para encontrarse con el dron E. H. Tersono flotando junto a él, a un nivel algo por encima de la cabeza de un ser humano y por debajo de la de un homomdano. La máquina medía poco menos de un metro de estatura, y la mitad en anchura y fondo. Su armazón rectangular con aristas redondeadas era de una delicada porcelana rosa en un entramado de petrelumen azul brillante. A través de la superficie traslúcida de porcelana, se podían apreciar los componentes internos del dron, como sombras ocultas en su piel de cerámica. Su campo de aura, confinado a un reducido volumen situado justo bajo la base plana, era un suave rubor magenta que, si Kabe no recordaba mal, significaba que estaba ocupado. ¿Ocupado hablando con él?

Tersono respondió. Sí. Bueno, tú me invitaste.

Lo hice, es cierto. Solo se me ocurrió más tarde que pudieras malinterpretar mi invitación y pensar que era una especie de citación, o incluso una reclamación imperiosa. Claro que, una vez enviada…

Ya. ¿Quieres decir que no era una reclamación?

Era más bien una petición. Es que tengo que pedirte un favor.

¿Ah, sí? Eso era toda una novedad.

Sí. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado?

Privado, pensó Kabe. No era una palabra que sonase demasiado en la Cultura. Posiblemente, se utilizase en el contexto sexual más que en cualquier otro. Y ni siquiera entonces.

Por supuesto repuso. Te sigo.

Gracias dijo el dron, flotando hacia la zona de popa mientras ascendía para observar por encima de las cabezas de la gente reunida en el espacio de funciones. La máquina viró de un lado al otro, indicando claramente que estaba buscando algo o a alguien. En realidad dijo, nos falta quórum… Ah. Ya estamos. Por aquí, embajador Ischloear.

Se acercaron a un grupo de humanos agrupados en torno al mahrai Ziller. El chelgriano medía tanto de largo como Kabe de alto, y estaba cubierto de pelo, que se difuminaba desde el blanco del rostro hasta el marrón oscuro de la espalda. Tenía constitución corporal de depredador, con grandes ojos penetrantes y amplias mandíbulas. Sus patas traseras eran largas y fuertes. Una cola de rayas entrelazada con una cadena de plata se escondía entre ellas.

Donde sus lejanos ancestros habían tenido dos patas medias, Ziller tenía una sola extremidad, parcialmente cubierta por un chaleco oscuro. Sus brazos eran muy similares a los de un humano, aunque estaban recubiertos de pelo dorado y terminaban en grandes manos de seis dedos, que más bien parecían pezuñas.

En cuanto él y Tersono se unieron al grupo que rodeaba a Ziller, Kabe se encontró atrapado por otro balbuceo de conversación confusa.

Claro que no sabes a lo que me refiero. No tienes contexto.

Absurdo. Todo el mundo tiene un contexto.

No. Se tienen entornos o situaciones. Esto no es lo mismo. Tú existes. Eso no se puede negar.

Vaya, pues gracias.

Claro. De lo contrario, estarías hablando contigo mismo.

Estás diciendo que, en realidad, no vivimos, ¿no es eso?

Depende de lo que se entienda por vivir. Pero sí, digamos, que sí.

Es fascinante, apreciado Ziller dijo E. H. Tersono. Me pregunto…

Porque no sufrimos.

Porque apenas parecéis capaces de sufrir.

¡Bien dicho! Pero, ahora, Ziller…

Bah, esa es una discusión muy antigua…

Pero la capacidad de sufrir es la única que…

¡Eh! Yo he sufrido. Lemil Kimp me rompió el corazón.

Cállate, Tulyi.

…la única que te hace sensible, o lo que sea. No es el sufrimiento en sí.

¡Pero lo hizo!

¿Una discusión antigua, dice, señora Sippens?

Sí.

¿Antigua equivale a mala?

Antigua equivale a desacreditada.

¿Desacreditada? ¿Por quién?

No es quién, sino qué.

¿Y ese «qué» es…?

La estadística.

Bien, pues ya lo tenemos. La estadística. Bueno, ahora, Ziller, querido amigo…

No puedes estar hablando en serio.

Creo que ella cree que es más seria que tú, Zil.

El sufrimiento desfavorece más que ennoblece.

¿Y esa aseveración deriva en su totalidad de la supuesta estadística?

No. Verás que también se necesita inteligencia moral.

Uno de los prerrequisitos de la sociedad civilizada, y creo que ya estamos todos de acuerdo. Escucha, Ziller…

Una inteligencia moral que nos inculca que el sufrimiento es malo.

No. Una inteligencia moral que se inclina por considerar malo el sufrimiento hasta que se demuestre que es bueno.

¡Ah! Entonces admites que el sufrimiento puede ser bueno.

Excepcionalmente.

Aja.

Bien, de acuerdo.

¿Qué?

¿Sabías que eso funciona en varios idiomas distintos?

¿El qué?

Tersono dijo Ziller, volviéndose al fin hacia el dron, que había descendido hasta la altura de sus hombros y se acercaba cada vez más, intentando atraer la atención del chelgriano a lo largo de los últimos minutos, durante los cuales, su campo de aura se había ensombrecido al azul grisáceo que denotaba una frustración reservada.

El mahrai Ziller, compositor, medio marginado, medio exiliado, se alzó de su butaca y se balanceó sobre sus ancas traseras. Su extremidad media tomó por un instante la forma de una bandeja y depositó el vaso sobre la suave superficie peluda, mientras utilizaba sus extremidades delanteras para estirar su chaleco y peinarse las cejas.

Ayúdame pidió al dron. Estoy intentando hablar en serio y tu compatriota me sale con juegos de palabras.

En ese caso, le sugiero que desista y la aborde más tarde, cuando se encuentre en un estado de ánimos más serio y menos mordaz. ¿Ya conoce al embajador Kabe Ischloear?

Sí. Somos viejos conocidos. Embajador…

Me honra, señor repuso el homomdano. No soy más que un periodista.

Sí. Tienden a llamarnos embajadores, ¿no es cierto? Será por halagarnos.

Sin duda. Lo hacen con buena intención.

Aunque a veces, resultan ambiguos dijo Ziller, volviéndose por un instante hacia la mujer con la que había estado hablando. Ella levantó su copa e inclinó ínfimamente la cabeza.

Cuando los dos hayan terminado de criticar a sus decididamente generosos invitados… intervino Tersono.

Tendríamos la conversión privada a la que te referías, ¿no? preguntó Ziller.

Eso es. Démosle el capricho al excéntrico dron.

Muy bien.

Por aquí, entonces.

El dron continuó su camino, bordeando la hilera de mesas, hacia la popa de la embarcación. Ziller siguió a la máquina, aparentemente flotando sobre la cubierta, con agilidad y gracilidad sobre su gran extremidad media y sus dos fuertes patas traseras. Kabe se percató de que el compositor todavía llevaba su copa de vino en una mano. Ziller utilizó la otra para saludar a un par de personas que se inclinaron al verlo pasar.

Kabe se sintió muy pesado y torpe en comparación. Intentó erguirse al máximo, para parecer menos voluminoso, pero chocó contra un antiguo y complicado aplique que colgaba del techo.


* * *

Los tres se sentaron en una cabina de la popa de la gran barcaza, con vistas a las oscuras aguas del canal. Ziller se había plegado sobre una mesa baja, Kabe se acuclilló plácidamente sobre unos cojines que reposaban en el suelo y Tersono se acomodó sobre una silla de madera, de antiquísima apariencia. Kabe conoció al dron Tersono al inicio de los diez años que llevaba viviendo en el orbital de Masaq, y desde entonces, sabía que le gustaba rodearse de objetos antiguos, como aquella vieja barcaza y su vieja decoración, con sus viejos complementos.

Incluso la composición de la máquina recordaba a una especie de antigualla. Generalmente, en la cultura, cuanto mayor era un dron, más edad tenía. Los primeros ejemplares, que databan de ocho o nueve mil años atrás, eran del tamaño de un humano corpulento. Los modelos siguientes habían ido menguando gradualmente hasta llegar a los drones más avanzados que, durante un tiempo, fueron lo suficientemente pequeños como para guardarlos en un bolsillo. El metro de estatura de Tersono podía sugerir que lo habían construido hacía milenios, cuando en realidad solo tenía unos siglos de edad, y el espacio extra que ocupaba se justificaba por la separación de sus componentes internos, lo que le permitía exhibir mejor la fina transparencia de su poco ortodoxo caparazón de cerámica.

Ziller terminó su copa y extrajo una pipa de su chaleco. La chupó una y otra vez hasta que empezó a salir humo de la cazoleta, mientras el dron intercambiaba comentarios con el homomdano. El compositor todavía intentaba espirar aros de humo cuando Tersono, finalmente, dijo:

… lo que me ha llevado a solicitar la presencia de los dos hoy aquí.

¿Y cuál es el motivo? preguntó Ziller.

Estamos esperando a un invitado, compositor Ziller.

Ziller miró al dron de arriba abajo. A continuación, echó un vistazo por el amplio camarote y dirigió la vista hacia la puerta.

¿Cómo? ¿Quién? ¿Ahora? preguntó.

No, ahora no. Dentro de unos treinta o cuarenta días. Me temo que aún no sabemos exactamente de quién se trata. Pero será uno de los suyos, Ziller. Alguien de Chel. Un chelgriano.

El rostro de Ziller era básicamente una esfera de pelo con dos grandes ojos negros, casi semicirculares, posicionados sobre una zona nasal gris y rosada, y una boca grande, parcialmente prensil. Ahora mostraba una expresión que Kabe no había visto nunca, aunque debía reconocer que solo conocía por encima al chelgriano, y desde hacía menos de un año.

¿Va a venir aquí? preguntó Ziller. Su voz sonó… gélida, fue la palabra que decidió Kabe.

Exactamente. A este orbital, y, posiblemente, a esta plataforma.

¿Casta? dijo, aunque más que pronunciar la palabra, la escupió.

Uno de los… ¿Tactados? Posiblemente un Entregado respondió Tersono, con suavidad.

Por supuesto. El sistema de castas chelgriano. Al menos, parte de la razón por la que Ziller estaba con ellos y no allí. El compositor contempló su pipa y espiró otra bocanada de humo.

Posiblemente un Entregado, ¿eh? murmuró. Todo un honor. Espero que conserven su etiqueta de una forma exquisitamente correcta. Ya pueden empezar a practicar desde ahora mismo.

Creemos que viene a verlo a usted dijo el dron, removiéndose en la silla sin tocarla, a la vez que extendía un campo de manipulación para tirar de las cuerdas de las cortinas doradas, bajándolas y ocultando las vistas al oscuro canal y a los muelles nevados.

¿En serio? Ziller golpeó suavemente con el dedo la cazoleta de su pipa, frunciendo el ceño. Qué lástima. Estaba pensando en embarcarme en un crucero dentro de unos días. Por el espacio interplanetario. Durante medio año, como mínimo. Tal vez más largo. En realidad, ya lo tenía decidido. Espero que se comuniquen mis disculpas a cualquier diplomático autosuficiente o noble desdeñoso enviado aquí. Estoy seguro de que lo comprenderán.

Estoy seguro de que no murmuró el dron.

Y yo también. Era una ironía. Pero lo del crucero es en serio.

Ziller dijo el dron, pausadamente, quieren reunirse con usted. Aunque se embarque en un crucero, no le quepa duda de que lo seguirán y se encontrarán con usted en la nave.

Y, por supuesto, no intentaréis detenerlo.

¿Cómo íbamos a hacerlo?

Supongo que querrán que vuelva musitó Ziller, aspirando de su pipa. ¿Es correcto?

No lo sabemos respondió el dron, con el aura del color del bronce, en señal de desconcierto.

¿De verdad?

Compositor Ziller, le estoy diciendo todo lo que sé.

Bien. ¿Y se le ocurre alguna otra razón para esta expedición?

Muchas, amigo, pero ninguna de ellas es especialmente prometedora. Como ya he dicho, no lo sabemos. No obstante, si me viera obligado a especular, coincidiría con usted en que solicitar su regreso a Chel sería el motivo más probable de esta inminente visita.

Ziller mordió la cánula de su pipa con tal fuerza que Kabe pensó que se rompería.

No pueden obligarme a volver.

Querido Ziller, ni siquiera se nos ocurriría sugerírselo repuso el dron. Ese emisario puede venir con tales intenciones, pero la decisión le corresponde enteramente a usted. Es un invitado honrado y respetado, Ziller. La ciudadanía de la Cultura, en la medida en que tal cosa exista hasta cierto nivel de formalidad, es suya por poderes. Sus muchos admiradores, entre los que me incluyo, hace tiempo se la habrían otorgado por aclamación, sí tal hecho no hubiera parecido un acto presuntuoso.

Ziller asintió con aire pensativo. Kabe se preguntó si aquella expresión era chelgriana por naturaleza o bien un gesto adquirido o traducido.

Muy halagador dijo Ziller. A Kabe le dio la impresión de que la criatura realmente intentaba sonar elegante. Pero sigo siendo chelgriano. Aún no estoy naturalizado.

Por supuesto. Su presencia ya es un honor suficiente. Declarar que este es su hogar ya sería…

Excesivo cortó Ziller. El campo de aura del dron cambió de color, adquiriendo una tonalidad similar a la del barro, que indicaba vergüenza, aunque la escasez de flecos rojos denotaba que tampoco era muy aguda.

Kabe carraspeó. El dron se volvió hacia él.

Tersono dijo el homomdano, no tengo del todo claro por qué estoy aquí, pero ¿puedo preguntar si, en todo este asunto, estás hablando como representante de Contacto?

Por supuesto que puede. Y sí, hablo en nombre de la sección de Contacto. Con plena cooperación del Centro de Masaq.

No me faltan amigos entre mis admiradores dijo Ziller de pronto, mirando fijamente al dron.

¿Faltan? dijo Tersono, con el campo de aura anaranjado. Ya le he dicho que…

Me refiero entre algunas de las Mentes de aquí; las naves, Tersono, dron de Contacto repuso Ziller con frialdad. El dron se echó hacia atrás en la silla. Un poco melodramático todo aquello, a ojos de Kabe. Podría convencer a alguno de ellos para acogerme y proporcionarme mi propio crucero privado. Un crucero en el que al emisario le costaría mucho introducirse.

El aura del dron se tornó de color púrpura. Se tambaleó sobre la silla.

Está en su derecho de intentarlo, estimado Ziller dijo. Pero eso podría tomarse como un terrible insulto.

Que los jodan.

Sí, bueno. Me refería a nosotros. Un terrible insulto a nuestra comunidad. Terrible, en tales circunstancias, ya tristes y lamentables…

Ah, déjame ya. Ziller miró hacia otro lado.

Claro, la guerra, pensó Kabe. Y la responsabilidad. La sección de Contacto consideraría el asunto como algo muy delicado.

El dron, medio vaporizado en el halo púrpura, guardó silencio durante un momento. Kabe se removió en los cojines.

El caso es continuó Tersono que incluso la nave más voluntariosa podría no acceder a la clase de petición que acaba de mencionar. En realidad, apostaría a que ninguna lo haría.

Ziller volvió a morder la pipa. Se había extinguido por completo.

Lo que significa que Contacto ya lo tiene todo bien atado, ¿no es así? preguntó.

Digamos que se han contemplado posibilidades dijo Tersono, temblando de nuevo.

Digámoslo, sí. Por supuesto, siempre dando por hecho que ninguna de esas naves Mentes a las que usted hace referencia estuviera mintiendo.

Ah, no, nunca mienten. Aparentan, evaden, prevarican, confunden, desconciertan, distraen, ocultan, distorsionan sutilmente y malentienden con lo que acostumbra a presentarse como un deleite positivo, y suelen ser perfectamente capaces de lograr darle a uno una impresión completamente inequívoca de sus futuras acciones cuando, en realidad, su intención es justo la contraria, pero nunca mienten. Donde va a parar.

Kabe se asombró de la gélida mirada que Ziller lanzó a Tersono. Incluso sintió alivio de que esos grandes ojos oscuros no se dirigieran a él. Sin embargo, el dron parecía imperturbable.

Ya veo prosiguió el compositor. Bien, entonces supongo que no puedo moverme. Imagino que puedo negarme a abandonar mi apartamento.

Por supuesto que puede. Tal vez no sea muy digno, pero está en su derecho.

Efectivamente. Pero si no tengo alternativa, que nadie espere que sea amable y cortés. Ziller inspeccionó la cazoleta de la pipa.

Esa es la razón por la que he solicitado la presencia de Kabe. El dron se volvió hacia el homomdano. Kabe, te agradeceríamos mucho que nos ayudaras a recibir y acoger a nuestro invitado o invitada de Chel cuando aparezca. Lo haríamos a medias, posiblemente con la ayuda del Centro, si se acepta. Todavía no sabemos cuándo será exactamente ni cuánto durará la visita, pero, obviamente, si se alarga más de lo previsto, ya lo arreglaríamos sobre la marcha. La máquina se inclinó unos grados hacia un lado en su silla de madera. ¿Nos harías ese favor? Ya sé que es pedir mucho, y no es necesario que respondas ahora mismo. Piénsalo y, si lo deseas, solicita toda la información que quieras. Pero nos harías un gran favor, dada la reticencia del compositor Ziller, por otro lado, perfectamente comprensible.

Kabe se acomodó en los cojines y parpadeó unas cuantas veces.

Bueno, en realidad, puedo contestar ahora mismo repuso. Me encantaría ayudar. Kabe miró a Ziller. Por supuesto, sin ánimos de molestar al mahrai Ziller…

Todo depende le dijo Ziller. Si puede distraer a ese saco de bilis, también me hará un favor a mí.

El dron emitió una especie de suspiro, elevándose y descendiendo de forma mínima sobre su asiento.

Bien, eso resulta… satisfactorio concluyó. Kabe, ¿podemos seguir hablando mañana? Nos gustaría informarte a lo largo de los próximos días. Nada demasiado intenso, pero, teniendo en cuenta las desafortunadas circunstancias de nuestra relación con los chelgrianos en estos últimos años, está claro que no queremos perturbar a nuestro invitado o invitada con alguna falta de conocimiento sobre sus usos y costumbres.

Ziller pronunció un sonido similar a un ¡ja!

Por supuesto dijo Kabe a Tersono. Lo comprendo perfectamente. Kabe extendió sus tres brazos. Mi tiempo es vuestro.

Y nuestra gratitud es tuya. Ahora dijo la máquina, elevándose, me temo que hemos estado aquí de charla durante tanto rato que nos hemos perdido el pequeño discurso del avatar del Centro, y si no nos apresuramos, llegaremos tarde al evento principal de la velada.

¿Ya es tan tarde? preguntó Kabe, levantándose también.

Ziller abrió la funda de su pipa y la guardó de nuevo en su chaleco. Se desplegó de la mesa y los tres regresaron al salón de baile, justo cuando se apagaban las luces y el techo se enrollaba con un fuerte estruendo, para dejar al descubierto un cielo de nubes finas y esparcidas, multitudes de estrellas, y el centelleante halo de luz del lado lejano del orbital. Sobre un pequeño escenario situado en el extremo del salón, el avatar del Centro con la forma de un humano de piel plateada estaba de pie, con la cabeza inclinada hacia delante. El aire frío se coló entre los humanos reunidos y los demás asistentes. Todos, excepto el avatar, levantaron la vista hacia el cielo. Kabe se preguntó en cuántos lugares más de la ciudad, de toda la plataforma y de todo aquel lado del gran mundo en forma de brazalete, se estaban produciendo escenas similares.

Kabe inclinó su enorme cabeza y miró hacia arriba, como el resto. Sabía más o menos dónde debía mirar; el Centro de Masaq llevaba insistiendo en ello los últimos cincuenta días, aproximadamente.

Silencio.

Entonces, algunos de los congregados murmuraron algo y varios de los terminales personales repartidos en aquel inmenso espacio emitieron sendos pitidos.

Y una nueva estrella brilló en los cielos. Al principio, solo era un mínimo parpadeo, pero después, el minúsculo punto de luz empezó a fulgurar cada vez con más fuerza, exactamente igual que si fuera una lámpara de intensidad regulable. Las estrellas más próximas empezaron a desaparecer, con sus débiles centelleos ahogados por el torrente de radiación que vertía la recién llegada. En unos momentos, la estrella había adquirido un resplandor homogéneo, de un color azul grisáceo que casi hacía sombra a las luces de las plataformas más lejanas de Masaq.

Kabe oyó algunas expresiones de admiración e incluso algún grito contenido.

¡Madre mía! dijo una mujer. Alguien sollozó.

No es precisamente bello murmuró Ziller, tan bajito que Kabe sospechó que solo él y el dron lo habían oído.

Todos contemplaron la escena durante unos momentos más. A continuación, el avatar de piel plateada y traje oscuro dijo:

Gracias.

Su voz sonó hueca. No era alta, pero sí profunda, la típica voz de los avatares. Bajó del escenario y se marchó, abandonando el salón y dirigiéndose al muelle.

Vaya, era auténtico dijo Ziller. Pensaba que solo se trataba de una imagen. Miró a Tersono, que se permitió un débil resplandor de modestia aguamarina.

El techo empezó a desenrollarse, sacudiendo suavemente la cubierta bajo los tres pies de Kabe, como si los motores de la antigua barcaza se hubieran despertado de nuevo. Las luces alumbraban más bien poco; el resplandor de la nueva estrella seguía filtrándose entre las juntas del tejado, y luego a través del cristal cuando los segmentos se hubieron cerrado definitivamente. El salón era mucho más oscuro que antes, pero la gente veía perfectamente.

Parecen fantasmas, pensó Kabe, observando a los humanos. Muchos seguían mirando a la estrella. Otros salían a la cubierta exterior. Algunas parejas y varios grupos más numerosos se reunieron, reconfortándose unos a otros.

No pensaba que fuera a afectarlos tan profundamente, pensó el homomdano. Creía que incluso se reirían de ello. En realidad, no los conozco. Ni siquiera después de tanto tiempo.

Esto es casi morboso observó Ziller, levantándose. Me marcho a casa. Tengo trabajo que hacer. Y no precisamente porque la noticia de esta noche haya resultado inspiradora o motivadora.

dijo Tersono. Perdone a un dron impaciente y grosero, pero quisiera preguntarle en qué ha estado trabajando últimamente, compositor Ziller. Hace tiempo que no edita nada, pero parece que ha estado muy ocupado.

En realidad repuso Ziller, se trata de una pieza por encargo.

¿En serio? El aura del dron adoptó varias tonalidades, en señal de sorpresa. ¿Para quién?

Kabe vio la mirada del chelgriano dirigirse brevemente hacia el escenario del que había descendido el avatar momentos antes.

Todo a su debido tiempo, Tersono contestó Ziller. Pero es una composición importante, y aún falta un tiempo para su estreno.

Ah. Qué misterioso.

Ziller se estiró, colocó una de sus peludas patas detrás de él y se relajó. Miró a Kabe.

Sí, y si no me pongo enseguida a trabajar en ello, no llegaré a tiempo. Se volvió hacia Tersono. ¿Me mantendrás informado sobre el maldito emisario?

Tendrá acceso a toda la información de la que dispongamos.

De acuerdo. Buenas noches, Tersono. El chelgriano hizo un movimiento de cabeza a Kabe. Embajador.

Kabe le devolvió el mismo saludo. El dron descendió. Ziller se alejó con gráciles pasos a través de la multitud.

Kabe miró a la estrella nova, con aire pensativo.

La luz de ochocientos tres años era la que brillaba con fuerza.

La luz de antiguos errores, pensó. Así era como Ziller la había denominado en la entrevista que Kabe había escuchado aquella mañana: «Esta noche bailaréis a la luz de antiguos errores». Con la salvedad de que nadie estaba bailando.

Había sido una de las últimas grandes batallas de la guerra idirana, y una de las más feroces y de las menos contenidas, ya que los idiranos lo arriesgaron todo, incluido el oprobio de los que consideraban amigos y aliados, en una serie de intentos desesperados y brutalmente destructivos de alterar el cada vez más evidente y probable resultado de la guerra. Solamente (si la palabra pudiera utilizarse en un contexto tal) seis estrellas habían sido destruidas durante los casi cincuenta años que duró la devastadora guerra. Aquella batalla por un ínfimo tallo de porción galáctica, que se prolongó algo menos de cien años, provocó entre tanto desastre la explosión de los dos soles Portisia y Junce.

Pasó a ser conocida como la batalla de las Dos Novas, pero, realmente, lo que habían sufrido los dos soles había generado algo más que una supernova en cada uno de ellos. Ninguno de los dos astros había brillado en un sistema inhóspito. Varios mundos habían muerto, biosferas enteras se habían extinguido y miles de millones de criaturas pensantes habían sufrido aunque brevemente y perecido en aquellas catástrofes gemelas.

Los idiranos habían cometido los actos, los bautizados como «atroces crímenes»; su monstruoso armamento, incomparable al de la Cultura, se había ensañado primero con una de las estrellas y después con la otra. Aún así, podía afirmarse que la Cultura podría haber prevenido lo que ocurrió. Los idiranos intentaron demandar la paz en varias ocasiones previas al inicio de la batalla, pero la Cultura persistió en el intento de la rendición incondicional, de forma que la guerra había proseguido y los dos astros habían muerto.

Ya hacía tiempo de aquello. La guerra había finalizado ochocientos años antes y la vida continuó. Pero la verdadera luz espacial llevaba todos aquellos siglos arrastrándose a través de la distancia intermedia, y dado su parámetro relativístico, ahora era cuando los astros debían estallar, y aquel era justo el momento de la muerte de aquellos miles de millones de seres, mientras la deslumbrante cáscara de luz invadía el sistema de Masaq.

La Mente que era el Centro del orbital de Masaq tenía sus razones para querer conmemorar la batalla de las Dos Novas, y había solicitado tolerancia por parte de sus habitantes, anunciando que, durante el intervalo que transcurriera entre la primera nova y la segunda, llevaría a cabo su propia forma de luto, aunque sin que ello afectase al cumplimiento de sus obligaciones. Había dado a entender que habría un evento conmemorativo para definir el fin de aquel periodo, aunque aún no se había revelado la forma exacta que tomaría.

Kabe sospechaba que, a aquellas alturas, ya lo sabía. Se encontró mirando involuntariamente hacia la dirección que Ziller había tomado, cuando su presencia se había esfumado momentos antes, tras preguntarle quién le había encargado cualquiera que fuese la composición en la que estaba trabajando.

Todo a su debido tiempo, pensó Kabe. Aquellas habían sido las palabras de Ziller.

Para aquella noche, el Centro solo había deseado que la gente mirase al cielo y viese la repentina y silenciosa luz, y pensase; tal vez que contemplase el acontecimiento durante un rato. Kabe tenía cierta esperanza de que los habitantes del orbital no le diesen el suficiente valor y prosiguiesen con sus ocupadas vidas individuales, pero, aparentemente, y allí por lo menos, el deseo del Centro se había cumplido.

Todo muy lamentable dijo el dron E. H. Tersono a Kabe, emitiendo el sonido de un suspiro. A Kabe le sonó casi sincero.

Cuando menos, revulsivo para todos nosotros coincidió Kabe. Sus propios ancestros habían sido mentores de los idiranos, junto a quienes lucharon en las primeras batallas de aquella antigua guerra. El homomdano sentía el peso de sus propias responsabilidades con la misma intensidad con que la Cultura sentía el suyo.

Intentamos aprender dijo Tersono, pero seguimos cometiendo errores.

Kabe sabía que ahora hablaba de Chel, de los chelgrianos y de la guerra de Castas. Se volvió y miró de frente a la máquina mientras la gente seguía marchándose bajo aquella fantasmagórica y homogénea luz.

Siempre se puede no hacer nada, Tersono repuso. Aunque tales trayectorias siempre conllevan sus propios lamentos.

A veces soy demasiado simplista —pensó Kabe, les digo con demasiada exactitud lo que quieren escuchar.

El dron se inclinó hacia atrás, para hacer patente que estaba mirando al homomdano. Pero no medió palabra.

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