—Pero podrías morir.
—Ahí está el tema.
—Ya veo.
—No, me parece que no, ¿no crees?
—No.
La mujer se echó a reír y continuó ajustando el arnés de vuelo. En torno a ellos, el paisaje era del color de la sangre seca.
Kabe estaba de pie sobre una maltrecha pero elegante plataforma de madera y piedra, suspendida en el borde de un gran barranco. Estaba hablando con Feli Vitrouv, una mujer de salvajes cabellos negros y piel oscura, con una musculatura bien desarrollada. Llevaba un traje azul ajustado con una pequeña riñonera, y se encontraba en pleno proceso de atarse un arnés alado, un complicado dispositivo lleno de listones de aletas comprimidas que cubrían la mayor parte de las superficies posteriores, desde los tobillos hasta la nuca, y que se extendían a lo largo de los brazos. Había unas sesenta personas más distribuidas sobre la plataforma, la mitad de ellas también ataviadas con los arneses. A su alrededor, un gran bosque de árboles dirigibles.
La aurora acababa de empezar a romper en dirección contraria al giro galáctico, lanzando rayos inclinados a través del nuboso cielo índigo. Las luces de las estrellas más débiles ya se habían visto sumergidas hacía rato en la luminosa bóveda celeste; solo unas pocas seguían resplandeciendo. Los únicos objetos visibles en el cielo eran Dorteseli, uno de los dos grandes planetas gaseosos del sistema, rodeado por un anillo, y la temblorosa nova de Portisia.
Kabe miró la plataforma. La luz solar era tan roja que casi parecía marrón. Brillaba desde las lejanísimas atmósferas que cubrían el orbital, por encima del acantilado sobre el que se hallaban y a través del oscuro valle, con sus pálidas islas de niebla, y se sumergía hacia el frente sobre las colinas bajas y las distantes llanuras del lado más alejado. Los gritos de los animales nocturnos del bosque se habían esfumado lentamente a lo largo de los últimos veinte minutos, y la llamada de los pájaros empezaba a llenar el aire helado del amanecer entre las ramas.
Los árboles dirigibles eran bóvedas oscuras esparcidas entre los árboles mayores que nacían del suelo. A Kabe le parecían amenazadores, especialmente bajo aquella rubicunda luz. Las gigantescas bolsas de gas se cernían sobre ellos, se arrugaban y se desinflaban, pero no dejaban de ser impresionantemente imponentes, sobre la henchida masa del depósito, con las estranguladoras raíces enrolladas en el suelo en torno a ellos, como tentáculos gigantes, marcando su territorio y manteniendo a raya a los árboles convencionales. Una brisa agitaba suavemente las ramas de estos últimos, cuyas hojas emitían un agradable susurro. Al principio, los dirigibles no parecieron afectados por el viento, pero luego empezaron a moverse lentamente entre crujidos y crepitaciones, aumentando así el efecto de monstruosidad del ambiente.
Los rayos solares carmesí ya comenzaban a posarse sobre las copas de los árboles dirigibles más lejanos, a cientos de metros del lado menos profundo del precipicio; un grupo de voladores ya había desaparecido y aterrizado en zonas apenas discernibles del bosque. Al otro lado de la plataforma, el paisaje se dividía entre barrancos, pedregales y árboles, que se fundían en las sombras del gran valle donde los serpenteantes giros y codos del río Tulume aparecían difuminados a través de los bancos de niebla.
—Kabe.
—Ah, Ziller.
Ziller llevaba un traje oscuro y ajustado, que solo dejaba al descubierto su cabeza, sus manos y sus pies. La zona donde el material de su vestimenta cubría su extremidad media estaba acolchada con un refuerzo de piel. En realidad, fue el chelgriano quien quiso salir a ver a los voladores. Kabe ya conocía aquel deporte desde hacía varios años, poco después de su llegada a Masaq. Su primer contacto, por aquel entonces, tuvo lugar en una gran barcaza articulada que descendía por el río Tulume hacia los lagos Enlazados, el Gran Río y la ciudad de Aquime. Desde cubierta, observó los lejanos puntos que formaban los voladores en el cielo.
Aquel era el primer encuentro entre Kabe y Ziller desde la reunión en la barcaza Soliton, cinco días antes. Kabe había terminado y presentado varios artículos y proyectos en los que había estado trabajando, y acababa de empezar a estudiar el material sobre Chel y los chelgrianos que el dron de Contacto E. H. Tersono le había enviado. Esperaba que Ziller no intentase contactar con él, con lo que se sorprendió al recibir un mensaje de este, convocándole en la plataforma de los voladores al amanecer.
—Ah, compositor Ziller —dijo Feli Vitrouv mientras el chelgriano se acercó trotando y se acomodó entre ella y Kabe. La mujer levantó rápidamente un brazo. Un ala membranosa se desplegó unos metros; era traslúcida con un leve matiz de azul grisáceo. Enseguida, se volvió a plegar. La mujer adoptó una expresión de visible satisfacción.
—Aún no le hemos convencido a usted de que lo intente, ¿no? —preguntó.
—No. ¿Y a Kabe?
—Yo peso demasiado —repuso este.
—Eso me temo —dijo Feli—. Demasiado peso como para arriesgarse. Podría ponerse un arnés de flotación, supongo, pero eso sería hacer trampas.
—Pensaba que la gracia de esta práctica era precisamente esa.
La mujer levantó la mirada desde su posición, ajustándose una cinta de sujeción en torno al muslo. Sonrió al chelgriano.
—¿Eso creía?
—Hacerle trampas a la muerte.
—Ah, eso. Bueno, es una forma de definirlo.
—¿Solo es eso?
—Hacer trampas en el sentido de… impedir. No en el sentido técnico de aceptar el cumplimiento de ciertas reglas y luego no hacerlo en secreto, como todo el mundo.
El chelgriano guardó silencio durante un momento, y luego repuso:
—Aja.
La mujer se incorporó, sin dejar de sonreír.
—¿Cuándo estará de acuerdo con una aseveración mía, compositor Ziller?
—No estoy muy seguro. —Ziller echó un vistazo por la plataforma, donde los voladores que aún no habían salido seguían completando su preparación, y el resto recogía las cestas de desayuno y las transfería a las pequeñas naves que flotaban junto a ellos—. ¿No forma parte de las trampas?
Feli intercambió varios gritos de buena suerte con otros compañeros, así como algunos consejos de última hora. A continuación, miró a Kabe y a Ziller, y asintió hacia una de las naves.
—Vamos. Haremos trampas y tomaremos el camino fácil.
La nave era poco más que una astilla con forma de flecha, con una gran cabina abierta. A Kabe le parecía más una lancha a motor que un artefacto volador. Calculó que su tamaño era suficiente como para transportar a unos ocho humanos. Él pesaba lo mismo que tres de aquellos bípedos, y Ziller, probablemente, tendría la masa de otros dos, con lo que viajarían por debajo del máximo de su capacidad, aunque Kabe no lo veía excesivamente claro. La nave se tambaleó ligeramente cuando subió a bordo. Los asientos mórficos se reajustaron para acomodar a las dos siluetas no humanas. Feli Vitrouv se sentó en la butaca principal. Las aletas dobladas emitieron un pequeño clack cuando las apartó de en medio al acomodarse. Tiró de una palanca del tablero de la cabina de pilotaje y dijo:
—Control manual, por favor, Centro.
—Control manual activado —respondió la máquina.
La mujer recolocó la palanca de control en su lugar y, a continuación, tras un rápido vistazo a su alrededor, tiró de ella, la giró y la presionó para despegar de la plataforma y salir a toda velocidad por encima de las copas de los árboles del bosque. Una especie de campo energético invisible impedía el paso del viento al compartimento de pasajeros. Kabe extendió un brazo y lo tocó con un dedo, sintiendo una invisible resistencia como de plástico.
—Bien, ¿qué les parecen las trampas? —preguntó Feli a sus pasajeros.
—¿Podría estrellar la nave? —preguntó Ziller mirando hacia un lado, con aparente indiferencia.
—¿Es una petición? —La mujer se echó a reír.
—No. Solo una pregunta.
—¿Quiere que lo intente?
—No especialmente.
—Bien. Entonces, la respuesta es: probablemente, no. Yo estoy pilotando la nave, pero si cometiera alguna estupidez, el control automático tomaría los mandos y nos sacaría de cualquier apuro.
—¿Y eso es hacer trampas?
—Depende. No es lo que yo llamo hacer trampas. —Feli viró la nave en dirección a un grupo de árboles dirigibles que yacía en un claro—. Yo lo definiría como una combinación razonable de diversión y seguridad. —Se volvió para mirarlos. La nave serpenteó ligeramente en el aire, para esquivar dos árboles altos—. Aunque, claro está, un purista podría decir que no debería utilizar una nave para llegar a mi dirigible en primer lugar.
Los árboles pasaban a toda velocidad, uno a cada lado, muy cerca de la nave. Kabe se estremeció. Se oyó un ruidito sordo y, al mirar atrás, vio algunas hojas y tallos girando en remolinos en la estela de la nave. Esta se inclinó hacia delante, apuntando al árbol dirigible de mayor tamaño, volando hacia la parte inferior de la gran bolsa de gas donde las gigantescas raíces tentaculadas se unían y salían hacia la vaina bulbosa y oscura del depósito.
—¿Un purista iría caminando? —sugirió Ziller.
La mujer realizó una especie de movimiento repetitivo con la palanca de control y la nave se detuvo entre las raíces. Feli guardó la palanca de mando en el panel de control que tenía delante.
—Aquí está nuestro chico —dijo, señalando el inmenso globo verde oscuro que ahora ocultaba la mayor parte del cielo matinal.
El árbol dirigible ascendía unos quince metros por encima de ellos y proyectaba una profunda sombra. La superficie de la bolsa de gas era áspera y veteada, pero parecía fina como el papel. Daba la impresión de haber sido remendada, torpemente, con hojas gigantes. A Kabe le pareció una nube de tormenta.
—¿Y cómo iban a llegar a este bosque en primer lugar? —preguntó Ziller.
—Creo que ya veo adonde quiere llegar —dijo Feli, saltando al exterior de la nave, sobre una gran raíz. Comprobó de nuevo las sujeciones de su arnés, forzando la vista en la oscuridad—. La mayoría llegaría por vía subterránea —explicó, mientras miraba el árbol dirigible y levantaba la vista hacia los árboles enraizados—. Algunos lo harían planeando —añadió, contemplando el dirigible, que parecía estirarse y tensarse. A Kabe le pareció que la mujer detectaba sonidos procedentes del depósito—. Y otros tomarían una nave espacial —prosiguió. Seguidamente, les dedicó una sonrisa a sus compañeros—. Perdonen. Ha llegado el momento de ocupar mi lugar.
Extrajo un par de enormes guantes de su riñonera y se los puso. Extendió las manos, dejando al descubierto unas uñas negras, la mitad de largas que sus dedos, que salían desde las puntas. Seguidamente, Feli se volvió y se encaramó a uno de los laterales del depósito, trepando hasta llegar al borde, donde el material elástico se enrollaba bajo el dirigible. El árbol crujía con fuerza. La bolsa de gas se expandía y se tensaba.
—Otros podrían llegar en vehículo terrestre o en bicicleta, o en barco y después a pie —continuó Feli, colocándose en la boca del depósito—. Por supuesto, los auténticos puristas, los adictos al cielo, viven allí en sus tiendas y sobreviven gracias a la caza, la fruta y verdura silvestres. Van a todas partes a pie o con el arnés alado, y nunca se dejan ver en las ciudades. Viven para volar; es un ritual, un… ¿cómo lo llaman? Un sacramento, casi una religión para ellos. Odian a la gente como yo porque lo hacemos por mera diversión. Muchos ni siquiera nos hablan. En realidad, tampoco se dirigen la palabra entre ellos, y me parece que algunos incluso han perdido el don del lenguaje, aunque… ¡Aaay! —Feli se volvió de pronto, cuando el dirigible se separó del depósito y se elevó hacia el cielo como una gigantesca burbuja negra emanando de una enorme boca oscura.
Bajo la bolsa de gas, sujeta a ella por una espesa masa de filamentos, surgió una extensa lámina verde del grosor de una hoja, de unos ocho metros de ancho, estriada por nervios más oscuros.
Feli Vitrouv se puso en pie, estiró las manos y, con las garras de los guantes, se lanzó hacia la masa de filamentos que yacía justo bajo el dirigible, golpeando la gran lámina verde, que se onduló y se estremeció. Le dio una patada con los pies, y otra serie de cuchillas perforó la membrana. El dirigible titubeó en su ascenso, pero luego continuó elevándose hacia el cielo.
Liberado de la sombra del dirigible, el aire que rodeaba la nave espacial pareció iluminarse mientras la enorme forma seguía arrastrándose hacia arriba, con un sonido similar al de un suspiro.
—¡Ja, ja! —gritó Feli.
Ziller se volvió hacia Kabe.
—¿La seguimos? —preguntó.
—¿Por qué no?
—¿Máquina voladora? —dijo Ziller.
—Aquí el Centro, comandante Ziller —dijo una voz desde los reposacabezas de sus asientos.
—Elévanos. Queremos seguir a la señora Vitrouv.
—Por supuesto.
La nave despegó casi en línea recta, con suavidad pero veloz, hasta ascender al mismo nivel que la mujer de negros cabellos, que se había girado de tal forma que miraba hacia el exterior de la lámina bajo el dirigible. Kabe miró hacia un lado. En aquellos momentos, se encontraban a unos sesenta metros de altitud y ascendían a un ritmo respetable. Al bajar la vista hacia el exterior, pudo ver el interior de la base del dirigible, donde las resmas de la lámina se desplegaban desde el depósito y se estiraban ondeando al viento.
Feli Vitrouv les dedicó una gran sonrisa mientras su cuerpo se movía de un lado al otro al son del batir de la lámina entre el clamor del ascenso.
—¿Están bien por ahí? —preguntó riendo. Sus cabellos volaron contra su rostro y sacudió la cabeza.
—Sí, creo que sí —respondió Ziller a gritos—. ¿Qué tal usted?
—¡Mejor que nunca! —exclamó ella, mirando arriba y abajo, primero al dirigible y después al suelo.
—Volviendo a lo de las trampas… —prosiguió Ziller.
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
—Todo este lugar es como una gran trampa.
—¿Por qué dice eso? —Feli soltó una mano y quedó peligrosamente suspendida por un solo brazo, mientras se apartaba el cabello de la boca con las garras del guante. Aquella maniobra puso nervioso a Kabe. Él no habría dudado en ponerse una gorra o algo así.
—Está hecho para que parezca un planeta —continuó Ziller—. Y no lo es.
Kabe estaba contemplando el amanecer. Ahora el sol lucía un tono rojo intenso. Un amanecer en un orbital, lo mismo que una puesta de sol, duraba mucho más tiempo que el mismo acontecimiento en un planeta. En primer lugar, el cielo se iluminaba, y luego el astro emergente parecía disgregarse del infrarrojo, un resplandeciente espectro bermellón que surgía de la neblina y se deslizaba a continuación por todo el horizonte, fulgurando suavemente a través de los muros de la plataforma y las lejanas masas de aire, y ganaba altura gradualmente, poco a poco. No obstante, una vez iniciado el día, su luz duraba más tiempo que en un planeta. Y todo aquello era una ventaja discutible, a ojos de Kabe, puesto que los amaneceres y las puestas de sol eran los que proporcionaban las mejores y más espectaculares vistas.
—¿Entonces? —preguntó Feli, colgada de nuevo por ambas manos.
—Entonces, ¿por qué molestarnos con esto? —gritó Ziller, señalando el dirigible—. Volar hasta aquí. Utilizar el arnés alado…
—¡Hacerlo todo en sueños! ¡En realidad virtual! —repuso ella, riendo.
—¿Acaso resultaría menos falso?
—Esa no es la cuestión. La pregunta es: ¿sería menos divertido?
—Bien, ¿lo sería?
—¡Pues claro que sí! —asintió ella, entre risas. Sus cabellos, atrapados de pronto por una corriente de aire, se arremolinaron sobre su cabeza como si fueran llamas negras.
—Entonces, ¿piensas que solo es divertido si contiene un determinado grado de realidad?
—Es más divertido —gritó ella—. Hay gente que salta en dirigible por puro pasatiempo, pero solo lo hacen en… —Su voz se perdió con el rugido de una ráfaga de viento. El dirigible sufrió una sacudida y la nave tembló ligeramente.
—¿En qué? —bramó Ziller.
—En sueños —gritó Feli—. ¡Hay puristas aficionados al vuelo con arnés alado en realidad virtual que ni se plantean hacerlo de verdad!
—¿Los desprecia? —preguntó Ziller.
La mujer parecía desconcertada. Se inclinó desde la membrana ondulada y se soltó de una mano (pero esta vez, dejó el guante donde estaba, anclado en el grueso filamento), escarbó en su riñonera y se encajó un minúsculo objeto en una de sus fosas nasales. Después, introdujo de nuevo la mano en el guante y adoptó una postura más relajada. Cuando volvió a hablar, su tono de voz se volvió normal y, con la transmisión a través del anillo nasal de Kabe y el terminal de Ziller, fuese cual fuese, la conversación se reanudó como si ella estuviera sentada entre ambos.
—¿Despreciarlos, dice?
—Eso es —contestó Ziller.
—¿Y por qué demonios iba a despreciarlos?
—Porque consiguen con el mínimo esfuerzo y sin riesgo alguno lo que usted hace jugándose la vida.
—Es su elección. Yo también podría hacerlo así, si quisiera. Y, de todas formas —prosiguió, mirando hacia el dirigible que tenía encima y contemplando los cielos que la rodeaban—, no se consigue exactamente lo mismo, ¿no creen?
—Ah, ¿no?
—No. Uno sabe cuando es real o cuando es RV.
—Eso también se puede fingir.
Dio la impresión de que la mujer suspiraba, y, acto seguido, hacía una mueca.
—Miren, lo siento, pero es hora de volar y preferiría estar sola. No se ofendan. —Feli volvió a sacar la mano del guante, guardó el terminal nasal de nuevo en la riñonera y, con ciertas dificultades, volvió a introducir la mano en el guante. A Kabe le pareció que tenía frío. Se encontraban a más de medio kilómetro del barranco y el aire que corría sobre el campo energético de la nave le estaba helando el caparazón. El ritmo de ascenso se había reducido notablemente, y el cabello de Feli volaba ahora hacia un lado, en lugar de arremolinarse sobre su cabeza.
»¡Nos vemos! —gritó en el aire. A continuación, se soltó.
Primero soltó los guantes y después, las botas. Kabe vio de nuevo las brillantes uñas negras, con el reflejo amarillo anaranjado de la luz del sol, mientras Feli se dejaba caer. Liberado, el dirigible reanudó su ascenso hacia el cielo.
Kabe y Ziller echaron un vistazo por el mismo lado de la nave, que retrocedió, manteniendo la altitud y, seguidamente, se dio la vuelta, de forma que ambos pudieran observar la caída en picado de la mujer. Feli extendió brazos y piernas y las aletas se desplegaron, convirtiéndola, desde una simple silueta, en un gigantesco pájaro azul verdoso. Pese al bramido del viento, Kabe oyó su grito de victoria. Ella viró, encarándose con el amanecer, y luego siguió girando y desapareció momentáneamente tras la gran hoja verde. Kabe vislumbró otros muchos voladores en el cielo, minúsculos puntos y siluetas recorriendo el espacio aéreo bajo los globos de los árboles dirigibles.
Feli se ladeó, ganó cierta altura y tomó una curva en ascenso que la conduciría justo bajo ellos. La nave se inclinó ligeramente en el aire, permitiendo así que no la perdieran de vista.
Pasó a unos veinte metros por debajo de ellos, ejecutó una voltereta y les dedicó una aclamación acompañada de una gran sonrisa. Seguidamente, se balanceó para darse la vuelta de espaldas al cielo y realizó una nueva caída en picado, plegando las alas y descendiendo a toda velocidad. Dio la impresión de que se había hundido en el suelo.
—¡Oh! —exclamó Kabe.
¿Acaso habría muerto? Kabe ya había empezado a componer en su cabeza el próximo artículo verbal que enviaría al Servicio Homomdano de Noticias de Corresponsales a Larga Distancia. Llevaba ya nueve años enviando aquellas cartas ilustradas a su hogar cada seis días, y ya había acumulado una fiel minoría de oyentes. Nunca se había encontrado con la necesidad de describir una muerte por accidente en uno de sus registros, y no le atraía en absoluto la idea de tener que hacerlo ahora.
Pero, entonces, las alas azules se desplegaron de nuevo y la mujer apareció una vez más, a un kilómetro de distancia, antes de desaparecer finalmente tras una cerca de láminas verdes.
—Nuestro ángel no es inmortal, ¿no es cierto? —preguntó Ziller.
—No —repuso Kabe. No tenía claro lo que era un ángel, pero pensó que sería una grosería solicitar aquella información a Ziller o al Centro—. No. No tiene reserva.
Feli Vitrouv formaba parte de la mitad aproximada de los voladores cuyas mentes no tenían registro para ser revividas si caían al suelo y se mataban. Aquel dato produjo una desagradable sensación en Kabe, solo de pensarlo.
—Se llaman a ellos mismos los Desechables —añadió.
Ziller guardó silencio durante unos segundos.
—Resulta algo extraño que esta gente adopte epítetos que matarían por erradicar si les hubieran sido impuestos. —Un reflejo amarillo anaranjado iluminó una parte del pulido casco de la nave—. Existe una casta chelgriana denominada los Invisibles.
—Lo sé.
—Cierto, ¿cómo progresan sus estudios? —preguntó Ziller, levantando la vista.
—Ah, bastante bien. Solo he tenido cuatro días y tenía que terminar varios trabajos míos. Pero ya he empezado con ellos.
—Se ha embarcado en una tarea poco envidiable, Kabe. Yo le ofrecería una disculpa de parte de mi especie, pero siento que sería algo superfluo, dado que eso es más o menos en lo que consiste todo el cuerpo de mi trabajo.
—Ah, bien —repuso Kabe, avergonzado. Sentir tanta vergüenza por uno mismo resultaba… bueno, vergonzoso.
—Y en cuanto a esta gente —dijo Ziller, señalando hacia el lado de la nave desde donde se vislumbraban las siluetas de los voladores—, es un poco rara. —Se recostó en su asiento y extrajo la pipa de uno de sus bolsillos —.¿Nos quedamos aquí un rato para admirar el amanecer?
—De acuerdo —repuso Kabe.
Desde allí arriba, la vista abarcaba cientos de kilómetros de la plataforma de Frettle. El sistema estelar, Lacelere, seguía iluminándose progresivamente en un color amarillo, brillando a través de los continentes de aire en dirección contraria al giro galáctico, con un resplandor que borraba cualquier detalle de las tierras en las que aún reinaba la penumbra. En dirección al giro galáctico, bajo la confusa línea amplia y afilada, que iba menguando lentamente, de las plataformas totalmente iluminadas por la luz del día, y colgadas del cielo como un brazalete de perlas, emergían las montañas Tulier, cubiertas de nieve en las cimas. A la derecha, el paisaje se fundía hacia las sabanas, desapareciendo en la niebla. A la izquierda, se vislumbraban unas colinas en la lejanía azul, y el filo de un amplio estuario donde el Gran Río de Masaq se entregaba al mar de Frettle y a las aguas de más allá.
—¿Cree que soy demasiado provocador con los humanos? —preguntó Kabe, chupando insistentemente la pipa.
—Me parece que usted les gusta —contestó Kabe.
—¿En serio? —Ziller pareció decepcionado.
—Los ayudamos a definirse. Y eso les gusta.
—¿Definirse? ¿Nada más?
—No creo que esa sea la única razón por la que les gusta que estemos aquí. Al menos, no en su caso, Ziller. Les damos un parámetro alienígena contra el que pueden calibrarse.
—Mejor eso que ser mascotas de alta cuna.
—Usted es diferente, querido Ziller. Lo llaman compositor Ziller, un apelativo jerárquico que nunca antes había oído. Se sienten orgullosos de que escogiera venir aquí; la Cultura en general y el Centro y el pueblo de Masaq en particular, obviamente.
—Obviamente —murmuró Ziller, insistiendo con la pipa aún apagada y contemplando el paisaje.
—Usted es una estrella entre ellos.
—Un trofeo.
—En cierto modo, sí, pero muy respetado.
—Tienen sus propios compositores. —Ziller golpeó la cazoleta de su pipa con el ceño fruncido y chasqueó la lengua—. Las Mentes, esas máquinas que tienen, podrían descomponer lo que quisieran y luego reunido a su antojo.
—Pero eso sería hacer trampas —repuso Kabe.
El chelgriano se encogió de hombros y emitió una especie de bramido que podía haber sido interpretado como una risa.
—No me dejarán hacer trampas para evitar a ese puto emisario, no… —Ziller miró fijamente al homomdano—. ¿Hay alguna noticia nueva sobre ese asunto?
Kabe ya sabía, gracias al Centro de Masaq, que Ziller había ignorado solícitamente cualquier dato relacionado con el enviado que llegaría desde su hogar.
—Han enviado una nave para traerlo o traerla hasta aquí —repuso—. Bueno, para iniciar el proceso. Aparentemente, hubo un cambio de planes de última hora en el lado chelgriano.
—¿Y eso?
—Según me han dicho, no lo saben. Había una cita concertada, que luego fue cambiada por Chel. —Kabe guardó silencio durante unos segundos—. Algo sobre los restos de una nave.
—¿Qué nave?
—Ah… mmm. Tendríamos que preguntar al Centro. ¿Hola, Centro? —dijo, golpeando innecesariamente su anillo nasal con cierta vergüenza.
—Kabe, aquí el Centro. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Esa nave naufragada donde recogen al enviado chelgriano…
—¿Sí?
—¿Tienes más detalles?
—Era una nave articulada privada de Itirewein, de la facción de los Leales, que se perdió en las últimas fases de la guerra de Castas. Fue descubierta cerca de la estrella Reshref hace unas semanas. Se llamaba Tormenta de nieve.
Kabe miró a Ziller, que permanecía al tanto de toda la conversación. El chelgriano se encogió de hombros.
—Nunca había oído hablar de ella.
—¿Tenemos más información sobre la identidad del emisario que va a venir? —preguntó Kabe.
—Algo. Todavía no sabemos su nombre, pero por lo visto es, o era, un oficial militar moderado que luego entró en una orden religiosa.
Ziller gruñó.
—¿De qué casta? —preguntó con rudeza.
—Creemos que se trata de un Entregado de la casa Itirewein. Debo señalar que existe cierto grado de incertidumbre en todos estos datos. Chel no ha proporcionado demasiada información al respecto.
—No me digas —respondió Ziller, mirando hacia atrás para contemplar el amarillo sol consumando su ascenso.
—¿Y para cuándo esperamos la llegada del emisario? —preguntó Kabe.
—Para dentro de unos treinta y siete días.
—De acuerdo. Muchas gracias.
—No hay de qué. Tendrá noticias mías o del dron Tersono, Kabe. Los dejo en paz.
Ziller estaba añadiendo algo a la cazoleta de la pipa.
—¿Supone alguna diferencia la casta del enviado? —preguntó Kabe.
—En realidad, no —repuso Ziller—. Me da igual qué o a quién envíen. No quiero hablar con ellos. Está claro que mandar a uno de tantos camarillas militantes que, además, resulta ser una especie de violento venerado demuestra que no están intentando congraciarse conmigo, precisamente. No sé si sentirme insultado o halagado.
—A lo mejor es un devoto de sus composiciones.
—Sí, a lo mejor se desdobla o se triplica como profesor de musicología en las universidades de mayor prestigio —respondió Ziller, chupando de nuevo la pipa. Un hilillo de humo salió de la cazoleta.
—Ziller —continuó Kabe—, quiero preguntarle algo. —El chelgriano lo miró a los ojos—. Esa extensa obra en la que está trabajando, ¿marcará el final de la era de las Dos Novas? ¿Se la ha encargado el Centro? —De pronto, Kabe se encontró a sí mismo mirando sin querer en dirección a la luz de Portisia.
—¿Entre nosotros? —sonrió Ziller.
—Por supuesto. Tiene mi palabra.
—En ese caso, sí —dijo Ziller—. Una sinfonía desarrollada para conmemorar el fin del periodo de luto del Centro y abarcar una meditación sobre los horrores de la guerra, así como una celebración de la paz que ha reinado desde entonces, excepto por alguna mancha puntual y trivial. Será interpretada en directo, justo tras la puesta de sol del día de la ignición de la segunda nova. Si mi dirección es tan precisa y minuciosa como de costumbre y calculo correctamente el tiempo, la luz se hará justo al inicio de la última nota. —Ziller hablaba con deleite—. El Centro tiene previsto preparar alguna especie de espectáculo de luces para el concierto. No estoy seguro de permitirlo, pero ya veremos.
Kabe sospechó que el chelgriano sintió cierto alivio de que alguien le preguntase y pudiese hablar del tema.
—Ziller, esa es una maravillosa noticia —dijo. Sería la primera pieza musical completa del compositor desde su exilio autoimpuesto. Había gente, entre la que se incluía Kabe, preocupada por si Ziller no volvía a crear otra obra de la monumental escala de la que se había proclamado maestro—. Estoy ansioso por escucharla. ¿Está terminada?
—Casi. Ahora estoy con los arreglos. —El chelgriano levantó la vista hacia la luz que desprendía la nova de Portisia—. Ha quedado realmente bien —continuó, pensativo—. Una materia prima maravillosa. Algo de lo que puedo sentirme bien orgulloso. —Sonrió a Kabe con frialdad—. Incluso las catástrofes de los otros Implicados parecen encontrarse a otro nivel de elegancia y refinamiento estético comparadas con las de Chel. Las abominaciones de mi propia especie son lo suficientemente eficaces en cuanto a muerte y sufrimiento, pero no dejan de ser pedestres y horteras. Cualquiera pensaría que tuvieron la decencia de proporcionarme una inspiración mejor.
Kabe guardó silencio durante unos momentos.
—Es triste odiar tanto a su pueblo, Ziller —observó.
—Lo es —coincidió el compositor, contemplando el lejano Gran Río—. Aunque, afortunadamente, ese odio me aporta una inspiración realmente vital para mi trabajo.
—Sé que no existe la posibilidad de que vuelva con ellos, Ziller, pero al menos, podría ver a ese emisario.
—¿Debería? —preguntó Ziller, mirándolo fijamente.
—Si no lo hace, podría parecer que tiene miedo de sus argumentos.
—¿En serio? ¿De qué argumentos?
—Supongo que le dirá que lo necesitan a usted —prosiguió Kabe, con paciencia.
—Para ser su trofeo, en lugar de ser el de la Cultura.
—Creo que «trofeo» no es la palabra adecuada. Símbolo, diría yo. Los símbolos son importantes, los símbolos funcionan. Y cuando el símbolo es una persona, el símbolo entonces se vuelve… dirigible. Una persona simbólica que, hasta cierto punto, puede guiar su propio recorrido, determinar su destino e incluso el de su sociedad. En cualquier circunstancia. A cierto nivel, le dirán que la sociedad a la que usted pertenece, su civilización entera, debe reconciliarse con su disidente más notorio, de forma que también pueda hacerlo consigo misma, y reconstruirse a continuación.
—Han hecho una buena elección con usted, ¿no, embajador? —dijo Ziller, mirando fijamente a Kabe.
—No de la forma a la que creo que se refiere. Ni coincido ni discrepo con tal argumento. Pero es probable que sea el que vengan a ofrecerle. Incluso si usted no ha pensado en ello, ni ha intentado anticiparse a sus propuestas, debe saber que, de haberlo hecho, se lo habría imaginado de todas formas.
Ziller miró a los ojos del homomdano. Kabe se percató de que no era tan complicado como creía encontrarse con aquella mirada oscura y penetrante. Pero tampoco era algo que habría escogido como mero divertimento.
—¿Realmente soy un disidente? —preguntó finalmente Ziller—. Es que me he acostumbrado a verme a mí mismo como un refugiado cultural, o como alguien que busca asilo político. Esta es una recategorización potencialmente inquietante.
—Sus comentarios previos los han incitado a actuar, Ziller. Lo mismo que sus actos; primero viniendo aquí y luego quedándose en segundo plano, hasta el fin de la guerra.
—La tesitura de la guerra, querido compañero estudioso homomdano, son tres mil años de opresión despiadada, imperialismo cultural, explotación económica, tortura sistemática, tiranía sexual y el culto a la avaricia arraigado hasta el punto de la herenciabilidad genética.
—Eso no es más que amargura, estimado Ziller. Ningún observador externo resumiría con mayor hostilidad la historia reciente de la especie chelgriana.
—¿Tres mil años conforman una historia reciente?
—Está cambiando de tema.
—Sí, es que me parece cómico que tres milenios le parezcan «recientes». Está claro que eso resulta más interesante que discutir sobre el grado exacto de culpabilidad atribuible al comportamiento de mis compatriotas desde que se nos ocurrió la brillante idea del sistema de castas.
—Nosotros somos una especie longeva —dijo Kabe, con un suspiro—, y formamos parte de la comunidad galáctica desde hace muchos milenios. Tres mil años distan mucho de resultar insignificantes según nuestros cálculos, pero en la historia de una especie inteligente que ha viajado por todo el espacio, sí se pueden definir como recientes.
—Todo esto le molesta, ¿verdad, Kabe?
—¿A qué se refiere?
El chelgriano señaló, con la caña de la pipa, hacia un lado de la nave espacial.
—Lo ha sentido por esa hembra humana cuando parecía que iba a estrellarse contra el suelo y salpicar con sus sesos el paisaje, ¿no es cierto? Y, como mínimo, le ha incomodado mi amargura, como usted la ha llamado, y también que odie a mi gente.
—Todo lo que ha dicho es verdad.
—¿Su propia existencia está tan repleta de ecuanimidad que no encuentra salida para preocuparse si no es en nombre de los demás?
Kabe se apoyó en el respaldo de su asiento, pensando.
—Supongo que eso parece —repuso.
—De ahí, tal vez, proceda su identificación con la Cultura.
—Tal vez.
—Entonces, ¿sentiría la actual… llamémosla «vergüenza», referente a la guerra de Castas?
—Englobar a los treinta y un trillones de ciudadanos de la Cultura podría incluso desplegar un poco de mi empatía, sí.
Ziller esbozó una mínima sonrisa y levantó la vista hacia el horizonte del orbital suspendido en el cielo. El gran ribete iluminado empezaba en la neblina del giro galáctico, estrechándose y desapareciendo en el cielo; una sola línea salpicada por inmensos océanos y por las desiguales barreras de hielo de las costas de las sierras Mamparas, de superficies moteadas de verde, marrón, azul y blanco; aquí más anchas, allí más estrechas, rodeadas casi siempre por los mares del Filo y sus islas dispersas, aunque en algunas zonas (invariablemente, donde se erigían las sierras Mamparas) se extendían directamente hacia los muros de retención. La amenaza que suponía el Gran Río de Masaq era visible tan solo en algunas regiones cercanas. Arriba, el lado lejano del orbital no era más que una línea brillante, cuyos detalles geográficos se perdían en aquel bruñido filamento.
En ocasiones, si se era poseedor de buena vista, al mirar hacia el lado lejano en línea recta ascendente, se podía vislumbrar el pequeño punto que era el Centro de Masaq, flotando libremente en el espacio, a un millón y medio de kilómetros en el vacío centro de aquel gran brazalete de tierra y mar.
—Sí —concluyó Ziller—. Son muchos, ¿verdad?
—Y fácilmente podrían haber sido más. Han escogido la estabilidad.
Ziller seguía mirando al cielo.
—¿Sabe que hay gente que navega por el Gran Río desde que se terminó el orbital? —preguntó.
—Sí. Algunos ya van por el segundo circuito. Se autodenominan los Viajeros del Tiempo, porque, al ir en contra del giro galáctico, se mueven a menos velocidad que el resto de la gente del orbital, con lo que incurren en una pena de dilatación relativista del tiempo, insignificante, aunque real.
Ziller asintió. Sus enormes ojos oscuros se sumergieron en las vistas.
—¿Y hay gente que navegue a contracorriente? —preguntó.
—Algunos lo hacen. Hay gente para todo. —Kabe hizo una pausa—. Nadie ha completado todavía un circuito del orbital entero; necesitarían vivir mucho tiempo para hacerlo. La suya es una ruta mucho más dura.
Ziller estiró su extremidad media y los brazos, y guardó la pipa.
—Debe serlo. —Su boca adoptó una forma que Kabe sabía que era una sonrisa genuina—. ¿Volvemos a Aquime? Tengo trabajo que hacer.