A medida que se acercaba el momento en que ambos sabíamos que tendría que dejarlo, resultaba complicado distinguir los relámpagos de los centelleos de las armas de energía de los Invisibles.
Un súbito estallido de luz azul atravesó el cielo, creando un paisaje invertido con la tosca superficie inferior de las nubes y revelando, a través de la lluvia, el halo de destrucción que nos rodeaba: el armazón de una lejana construcción cuyo interior había desintegrado un cataclismo previo, los enmarañados restos de torres de alta tensión cerca de la boca del cráter, cañerías y túneles destrozados descubiertos por este, y el inmenso y descuartizado cuerpo del destructor terrestre, medio sumergido en la piscina de agua mugrienta del fondo del hoyo. Cuando la luz de la bengala murió, apenas dejó un recuerdo en el ojo y el tenue parpadeo del fuego del interior del destructor.
Quilan apretó mi mano con más fuerza.
—Debes marcharte. Ahora, Worosei.
Un nuevo centelleo, más débil esta vez, iluminó su rostro y el barro aceitoso que rodeaba su cintura, por donde desaparecía bajo la máquina de guerra.
Tuve que completar todo un ritual para consultar los datos de información del control de mi casco. El piloto de la nave ligera estaba de regreso, solo. La pantalla me decía que ninguna otra máquina lo acompañaba, y la ausencia de comunicaciones en el canal abierto implicaba que no había buenas noticias. No habría sobrecargo, no habría rescate. Cambié al modo de visión táctica. Tampoco decía nada bueno. La esquemática parpadeante indicaba una gran incertidumbre en la representación (mala señal por sí misma) pero parecía que nos encontrábamos justo en la línea de avance de los Invisibles, y que pronto nos veríamos invadidos por ellos. En diez minutos, tal vez. O quince. O cinco. A saber. No obstante, sonreí e intenté hablar con la mayor calma posible.
—No puedo llegar a ningún lugar seguro hasta que la nave llegue aquí —dije—. Ninguno de nosotros puede.
Intenté hacer pie en una posición más cómoda de la embarrada pendiente. Una serie de explosiones resonó en el aire. Me incliné sobre Quilan para proteger su descubierta cabeza. Oí el ruido sordo de los escombros deslizándose por la bajada sobre la que nos encontrábamos y de algo que se zambullía en el agua. Eché un vistazo a la piscina formada en el fondo de cráter cuando las olas rompieron contra la afilada coraza delantera del destructor terrestre y cayeron de nuevo. Al menos, el nivel del agua parecía mantenerse en su sitio.
—Worosei —dijo Quilan—, no creo que yo pueda ir a ninguna parte. No con esto encima de mí. Por favor. No intento hacerme el héroe y tú tampoco deberías. Vete ya.
—Todavía hay tiempo —respondí—. Te sacaremos de aquí. Siempre has sido un impaciente. —La luz nos cegó de nuevo, iluminando cada una de las gotas de lluvia en la oscuridad.
—Y tú siempre…
Lo que quiera que pensase decir quedó ahogado por otra ráfaga de penetrantes detonaciones; el sonido nos ensordeció como si el propio aire se estuviera desgarrando.
—Vaya noche más ruidosa —dije, mientras me inclinaba de nuevo sobre él. Un zumbido se adueñó de mis oídos. Más luces. Al acercarme, pude ver el dolor en sus ojos—. Incluso el mal tiempo se nos ha puesto en contra, Quilan. Menudo trueno.
—Eso no ha sido un trueno.
—¡Claro que sí! Allí. Y un relámpago —repuse, mientras me inclinaba todavía más sobre él.
—Vete ya, Worosei —susurró—. No seas imbécil.
—Yo… —empecé. Pero entonces, mi rifle resbaló de mi hombro y lo golpeó en la frente.
—¡Ay! —se quejó.
—Lo siento —me disculpé, cargándome de nuevo el arma.
—Culpa mía, por perder el casco.
—Bueno —contesté, dando una palmada en los fragmentos de raíles que teníamos encima—, pero has ganado un destructor terrestre.
Quilan empezó a reír, pero luego su rostro se transformó en una mueca de dolor. Forzó una sonrisa y apoyó una mano sobre la superficie de una de las ruedas directrices del vehículo.
—Es curioso —dijo—. Ni siquiera estoy seguro de si es nuestro o de ellos.
—Pues yo tampoco —repuse. Eché un vistazo al armazón roto. El fuego de su interior se estaba propagando: unas llamas amarillas y azuladas emergían ya del orificio del lugar que había ocupado la cabina.
El mutilado destructor terrestre se había deslizado parcialmente dentro del cráter. En su lado más alejado, la oruga de la máquina reposaba sobre la pendiente del hoyo, una gran banda metálica que ascendía hasta su superficie como una destartalada escalera mecánica. Frente a nosotros, las gigantescas ruedas directrices sobresalían del casco del vehículo: algunas sostenían los enormes ejes de la trayectoria superior de la oruga, y otras quedaban en la parte inferior. Quilan estaba atrapado bajo ellas, encallado en el barro, con la parte superior del torso al descubierto.
Nuestros camaradas habían muerto. Solo quedábamos Quilan y yo, y el piloto de la nave ligera, que volvía a recogernos. El buque, situado a poco menos de dos kilómetros por encima de nosotros, no podía ayudarnos.
Yo ya había tratado de tirar de Quilan, ignorando sus quejidos, pero estaba totalmente atrapado. Intenté desplazar la oruga de la máquina con la unidad antigravitatoria de mi traje, y maldije nuestros presuntamente maravillosos proyectiles de última generación, tan útiles para matar a nuestra propia especie y para penetrar en blindajes, pero tan inútiles para cortar metales pesados.
Cerca de nosotros, se oyó un nuevo ruido; una ráfaga de chispas saltó desde la abertura de la cabina para desvanecerse entre la lluvia. Sentí la vibración de las detonaciones en el suelo, transmitidas por el cuerpo de la malograda máquina.
—Es la munición —dijo Quilan, con un hilo de voz—. Hora de que te marches.
—No. Sea lo que sea lo que ha volado la cabina, ha terminado con todas las reservas de munición.
—No lo creo. Esto podría estallar en cualquier momento. Sal de aquí.
—Ni hablar. Aquí estoy bien.
—¿Estás… qué?
—Estoy bien.
—Pareces idiota.
—No soy idiota. Deja de intentar deshacerte de mí.
—¿Por qué? Eres idiota.
—Deja de llamarme idiota, ¿quieres? Eres muy pesado.
—No soy pesado. Solo intento que actúes racionalmente.
—Estoy actuando racionalmente.
—Mira, no me impresionas nada. Tu obligación es salvar tu vida.
—Y la tuya es no desesperar.
—¿No desesperar? Tú estás haciendo el idiota, y yo tengo un… —Quilan abrió los ojos de pronto—. ¡Ahí! ¡Arriba! —siseó, señalando detrás de mí.
—¿Qué pasa? —Me volví, con el rifle a punto para disparar.
El soldado de los Invisibles estaba en la boca del cráter, observando los restos del destructor terrestre. Llevaba puesto una especie de casco, pero no le cubría los ojos y, presumiblemente, no era demasiado sofisticado. Levanté la mirada entre la lluvia. El soldado quedaba iluminado por la luz de las llamas del destructor terrestre, pero nosotros nos encontrábamos en la penumbra. Sostenía el rifle con una mano, no con ambas. Yo permanecí completamente inmóvil.
Entonces, el soldado se llevó algo a los ojos y empezó a escrutar el entorno. Se detuvo, apuntando directamente hacia nosotros. Yo ya había levantado el rifle y disparado cuando él dejó su dispositivo de visión nocturna y se dispuso a apuntar con su arma. Explotó en una ráfaga de luz, justo cuando otra explosión iluminó el cielo. La mayor parte de su cuerpo se tambaleó y se precipitó por la pendiente del cráter, hacia nosotros. Todo, excepto un brazo y la cabeza.
—Vaya. Ahora resulta que tienes buena puntería —dijo Quilan.
—Siempre la he tenido, amigo —respondí, dándole una palmada en el hombro—. Lo mantenía en secreto para no avergonzarte.
—Worosei —dijo, agarrando de nuevo mi mano—. Ese soldado no debía de estar solo. En serio, ahora debes marcharte.
—Yo… —empecé. Pero entonces, los restos del destructor terrestre y el cráter dieron una enorme sacudida al explotar algo dentro del armazón, y una intensa ráfaga de metralla salió del hueco de la cabina de la máquina. Quilan se estremeció de dolor. Varias placas de barro se deslizaron por la pendiente, rodeándonos, y los restos del soldado muerto se acercaron más a nosotros. Todavía tenía el rifle sujeto con el guante blindado. Volví a mirar la pantalla de mi casco. La nave ligera estaba a punto de llegar. Mi amor estaba bien, y había llegado el momento de marcharme.
Me volví para decirle algo.
—Alcánzame el rifle de ese cabrón —me pidió, señalando con la cabeza al soldado muerto—. A ver si me puedo llevar a un par de ellos conmigo.
—De acuerdo —repuse, alejándome a escarbar entre el barro y los escombros para coger el arma del soldado muerto.
—¡Mira a ver si hay algo más! —gritó Quilan—. Granadas… ¡lo que sea!
Bajé de nuevo junto a él y sumergí mis botas en el agua.
—Era todo lo que tenía —le dije, entregándole el rifle.
—Bien. Servirá.
Quilan apoyó el arma contra su hombro y volvió el torso en la medida en que lo permitieron sus piernas atrapadas, adoptando lo más parecido a una posición de disparo.
—Ahora, ¡vete de una vez, antes de que yo mismo te pegue un tiro! —Tuvo que levantar la voz, mitigada por otra serie de explosiones en al armazón del destructor terrestre.
Me incliné hacia delante y le di un beso.
—Nos veremos en el cielo —dije.
Por un momento, su rostro adoptó una expresión de ternura. Dijo algo, pero las detonaciones hicieron temblar el suelo y tuve que pedirle que lo repitiera, mientras el eco moría y las imágenes estroboscópicas de las luces invadían el cielo que nos cubría. Una señal parpadeó de pronto en mi visera, indicándome que la nave estaba justo encima de mí.
—He dicho que no hay prisa —me dijo, sereno, y sonrió—. Vive, Worosei. Vive por mí. Por los dos. Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Buena suerte, Worosei. —Miró hacia la ladera del cráter.
Quise desearle lo mismo, o despedirme tal vez, pero fui incapaz de pronunciar una sola palabra. Solo pude mirarlo, sin esperanza; contemplé a mi marido por última vez, me volví y me arrastré hacia arriba, deslizándome sobre el barro y alejándome de él. Pasé por encima del cadáver del Invisible al que había matado, junto al flanco de la máquina en llamas, bajo los cañones de la cabina de popa, mientras nuevas explosiones disparaban pedazos de armazón hacia el lluvioso cielo, que se zambullían después en el agua del fondo del cráter.
La pendiente enfangada y llena de aceite no me facilitaba el ascenso; parecía que bajaba en lugar de subir y, por un momento, llegué a pensar que nunca podría salir de aquel inmenso agujero, hasta que me agarré a la gran plancha de metal que quedaba de la oruga del destructor terrestre. Lo que mataría a mi amado iba a salvarme a mí: utilicé las secciones entrelazadas de la oruga incrustada a modo de escalera, y conseguí llegar a la cima.
Fuera del cráter, en la lejanía iluminada por el fuego, entre construcciones demolidas y ráfagas de lluvia, pude ver los contornos de otras enormes máquinas de guerra y las minúsculas siluetas que corrían tras de ellas.
La pequeña nave descendió en picado desde las nubes. Me lancé a bordo y nos elevamos de inmediato. Intenté volverme a mirar atrás, pero las puertas se cerraron de golpe y me precipité al interior mientras el pequeño módulo esquivaba los rayos y misiles, y ascendía hacia la nave Tormenta de nieve, que lo estaba esperando.