CAPÍTULO 7


—¿Lo viste? —Los ojos de Veness estaban llenos de asombro.

Índigo asintió, extendiendo el brazo para acariciar la cabeza de Grimya, mientras la loba se apretaba contra su pierna.

—Estaba a tres metros de mí, no más.

Y en silencio añadió para Grimya:

«Todo está bien, querida, todo está bien. Deja de inquietarte... ¡No hay motivo alguno para que te avergüences!»

—Bendita sea la tierra. —Veness se dio la vuelta, avanzó unos pasos, luego se detuvo. Estaba muy alterado, pero Índigo estaba demasiado ensimismada en sus esfuerzos por calmar a Grimya para darse cuenta de su estado. Por fin regresó para colocarse frente a ella—. ¿Intentaste dispararle? — inquirió.

—¿Qué? —Índigo levantó los ojos bruscamente.

—Tenías la ballesta... ¿Intentaste disparar contra el tigre?

—¡No! —Estaba anonadada—. ¡Claro que no! ¡No podía matar a una criatura tan hermosa! Además —añadió con una sombra de rencor—, tengo una deuda con él.

Veness enrojeció.

—Sí..., sí; claro. —Luego suspiró y meneó la cabeza—. Lo siento, Índigo. Tienes razón. No tenemos ningún motivo para hacer daño al tigre de las nieves. Aunque lo tuviéramos, no sé si un arma corriente podría lograrlo.

—¿Qué quieres decir? —El enigmático comentario despertó su atención en otro sentido, y advirtió un agudo e incómodo estremecimiento.

—Oh, nada. —Era evidente que Veness lamentaba su indiscreción—. No me prestes atención. Sólo era una especulación ociosa.

No le estaba diciendo la verdad. Había más en todo aquello; sus ojos lo traicionaban. Y de repente a Índigo le dio la impresión de que unos cuantos hilos inconexos empezaban a unirse.

—Veness, dime a qué te refieres —lo apremió—. Algo se está tramando..., los dos lo sabemos, así que de nada sirve fingir lo contrario. Tienes miedo del tigre. Lo veo en tu rostro, y es algo más que un temor racional. Por favor, dime por qué.

No tenía ningún derecho a interrogarlo, lo sabía, y supuso que él se la sacaría de encima con algún comentario desagradable. Pero no lo hizo. En lugar de ello, dudó durante un largo y tenso momento para luego decir:

—Muy bien. Si quieres saberlo, te lo contaré. O más bien, te lo mostraré. —Giró sobre sus talones y gritó a un grupo de leñadores que aguardaban a poca distancia, observando su conversación—. ¡Es hora de que regresemos! ¡Empecemos a cargar esos troncos!

Índigo lo miró mientras se alejaba para desenjaezar los caballos de la troika y conducirlos hasta la pila de material situada detrás de la cabaña. Lo hubiera seguido, pero Grimya alzó la cabeza para golpear su mano con el hocico.

«¿Índigo?» La loba seguía estando angustiada. «¡Te he vuelto a fallar! ¡Fui cobarde!»

«Oh, Grimya...» Índigo se agachó y clavó la mirada en los inquietos ojos de la loba. «Debes olvidar todo eso. No importa, y nadie te lo echa en cara.»

«¡Yo misma me lo echo en cara!»

«Esa es una característica muy humana, querida, y no es digna de ti. Sólo hiciste lo que cualquiera con un poco de sentido común habría hecho... Yo fui la estúpida por quedarme. Pero ahora me alegro de haberlo hecho porque se está tramando algo importante; hay algo que aún no te he contado». Levantó los ojos, vio que no había nadie que les prestara atención, y volvió su atención a la loba. «El tigre intentó comunicarse conmigo. No pude comprender sus pensamientos, pero sé que quería decirme algo. Grimya, existe una relación vital en todo esto, ¡sé que existe!»

Grimya meneó la cabeza dubitativa.

«¿Con el demonio?»

«No tengo ninguna prueba, pero eso creo. Y por eso debemos intentar no tener miedo del tigre, y descubrir qué es lo que quiere de nosotras.»

La loba permaneció en silencio un rato. Su mente no podía estar más agitada, pero al fin dijo:

«Si; comprendo lo que dices. E intentaré no tener miedo. Lo intentaré.»

«Eso es todo lo que pido.»

Índigo se incorporó al tiempo que le dedicaba una sonrisa, luego añadió en voz alta:

—Vamos. Lo mejor será que vaya a ayudar con la carga. Cuanto antes esté terminada, antes nos pondremos en camino.

Poco tiempo después se despedían de los leñadores. Aunque Veness se unió a los alegres comentarios de despedida, a Índigo no le pasó por alto que su ligereza era una máscara que ocultaba una tensión soterrada. Cuando dejaron atrás el campamento se quedó callado, con los ojos grises entrecerrados y pensativos mientras se concentraba en controlar a los caballos y el cargado trineo.

Llegaron al pie de la larga cuesta que conducía al bosque, Índigo se dio cuenta de que Veness no pensaba regresar a la granja. En lugar de conducir los caballos hacia la casa, los hizo girar en dirección sur. A pesar de correr paralelos al linde del bosque, los árboles quedaban ocultos por detrás de la loma nevada, Índigo miró a su alrededor mientras intentaba, sin conseguirlo, encontrar una señal que pudiera indicarle dónde se encontraban.

Llevaban viajando unos diez minutos cuando Veness habló por fin:

—Sabes que hubiera podido matarte, ¿verdad?

La muchacha volvió la cabeza y lo miró. Su expresión resultaba inexcrutable; su mirada siguió fija al frente, contemplando los balanceantes lomos de los caballos.

—Sí —respondió Índigo—. Pero no creo que yo corriera ningún tipo de peligro.

Veness torció la boca hacia un lado. Lo mismo podría ser una mueca cínica que un gesto reacio de asentimiento, no estaba segura.

—Cuando Grimya regresó... —El trineo pasaba ahora sobre un tramo de nieve más dura, y el ruido de los patines aumentó hasta convertirse en un fragor ensordecedor, que lo obligó a levantar la voz—. Cuando Grimya regresó sola y tan nerviosa, no me atrevía a imaginar qué podría haberte sucedido. —Vaciló—. Entonces pensé en el tigre. Me pregunté...

—Lo siento, Veness. Sé que lo que hice fue muy estúpido. Pero...

—¿Pero? —La miró fijamente, y ella sacudió la cabeza.

—No lo sé. No puedo explicarlo con claridad, pero sentí que tenía que quedarme. —Se preguntó si debía contarle el intento del tigre de comunicarse con ella, o hablarle de la figura humana que había vislumbrado entre los árboles, pero algo en su interior la instó a la cautela. No quería llevar su indiscreción demasiado lejos y, además, no estaba segura de que fuera sensato contárselo todo, al

menos por el momento.

—Ya —repuso Veness.

—Debe de sonar ridículo.

—No. No, no es así. —Su expresión volvía a ser sombría, pero antes de que ella pudiera decir nada más, cogió las riendas con una sola mano y señaló hacia adelante con la otra—. ¿Ves esos árboles allá a lo lejos? ¿Donde el bosque baja para cruzarse en nuestro camino?

—Sí. —No estaba segura, pero le resultaba ligeramente familiar; quizá se tratara incluso del emplazamiento de uno de los campamentos temporales que Grimya y ella habían encontrado durante su viaje.

—Allá es donde se inicia la cadena de lagos aunque ahora no se pueden distinguir sus superficies.

Y hay algo más allá. Algo que debes ver.

Alzó la voz de repente para lanzar un fuerte grito y chasqueó las riendas sobre los lomos de los caballos, instándolos a ir más deprisa. El trineo dio un bandazo al pasar los tres animales de un rápido trote a un medio galope, Índigo se aferró a la barandilla, desconcertada y preguntándose qué espectro personal acosaba los pensamientos de Veness. No dijo nada más, se limitó a contemplar la lejana tira oscura de bosque verde azulado que se aproximaba cada vez más, hasta que finalmente Veness empezó a reducir la velocidad del tiro, primero al trote, luego al paso. Parecía estar examinando el suelo a su alrededor, como si buscase algo, y de repente tiró de las riendas, deteniendo a los caballos.

Se hizo el silencio. El caballo que iba en cabeza resopló y golpeó la nieve con los cascos, luego se tranquilizó, y en los oídos de Índigo resonó el eco del ruido de la troika. El trineo crujió al incorporarse Veness.

—Ven —dijo—. No está lejos.

Saltó del trineo tras él, y Grimya la siguió. La joven se dio cuenta de que se encontraban sobre un capa de hielo de la que la tormenta había barrido toda la nieve a excepción de una capa fina. Este debía de ser el primer lago que Veness había mencionado, pero no le resultaba familiar.

«Me parece que nosotras nos encontramos con los canales más al norte», observó Grimya, mirando a su alrededor. «No recuerdo este lugar».

No... Flotaba una atmósfera peculiar, pensó Índigo. No se trataba de nada que pudiera señalar con precisión y podría no ser más que la tensión que flotaba en el aire entre Veness y ella; de todas formas el lugar le producía una sensación... curiosa.

«Tienes razón» Grimya, había recogido el mensaje de su subconsciente. «Hay algo extraño aquí. No me siento a gusto. Y también los caballos lo han notado. No querían venir y Veness los tuvo que obligar.»

Índigo miró a la loba.

«,¿A qué clase de cosa extraña te refieres? ¿Puedes describirla con más claridad?»

«No. Pero creo que es algo que viene de muy antiguo.»

Veness, que se había alejado siguiendo la orilla del lago, se detuvo y las llamó. Avanzaron, moviéndose con mucho cuidado sobre la resbaladiza superficie, hasta donde él se había detenido junto a lo que parecían casi los muñones petrificados de varios árboles talados. En ese lugar terminaba el lago. Delante de ellos el sendero quedaba bloqueado por un terraplén de nieve espesa, y a unos cien metros más o menos el bosque describía una curva que bloqueaba el extenso paisaje.

—¿Adonde vamos? —preguntó Índigo.

—Hemos llegado. —Veness golpeó el tocón de un árbol con un pie, luego señaló un poco más allá—. Mira.

En un principio creyó que las formas oscuras que sobresalían de la nieve eran los restos de más árboles, pero luego se dio cuenta de que estaba equivocada. Aquellas formas caídas no eran troncos sino piedras..., las piedras de una casa en ruinas.

Veness no dijo nada más, se limitó a avanzar hacia las ruinas. Lejos del lago, la nieve era lo bastante profunda como para cubrir la parte superior de sus botas, pero no hizo caso mientras la vadeaban en dirección a las piedras. Al cabo de un momento Índigo y Grimya lo siguieron con grandes dificultades.

Casi no quedaba nada de la casa. Sólo la desigual parte superior de una pared derrumbada, con los cimientos enterrados en la nieve, y algunos bloques enormes caídos que sobresalían de la espesa capa blanca. Veness empezó a andar junto a la pared, pasando una mano enguantada por su superficie; entonces se detuvo, se inclinó y tanteó aquí y allá, apartando la nieve de algo colocado en una abertura de la pared donde en alguna ocasión habría habido una puerta.

La tosca losa que descubrió debía de haber sido, se dijo Índigo, la piedra angular de la entrada principal de la casa. Era un pedazo de granito enorme de una sola pieza. Cuando Veness terminó de limpiar su superficie la joven vio algo grabado en él. Una representación estilizada, pero con toda seguridad trabajo de un hábil artesano, que representaba la figura ágil de un tigre en plena carrera.

Índigo contempló el grabado durante largo rato, luego levantó la cabeza y se encontró con los ojos de Veness. Éste la observaba con atención, y su expresión era una mezcla de amargura, agitación y, curiosamente, alivio.

—Ésta era su granja —dijo—. La de la familia que los Bray traicionaron y masacraron. —Sonrió apenas—. Es un lugar extraño, ¿no crees? No queda mucho para ver, pero la atmósfera que se respira aquí es tan densa que podrías tomar un poco en tu mano y exprimirla.

—¿La... quemaron?

—No. Creo que se derrumbó, después de unos cientos de años de abandono. Nadie quería vivir aquí, claro, después de lo sucedido; de modo que se dejó que se pudriera durante todo ese tiempo. — Encogió los hombros y aspiró con fuerza, produciendo un curioso silbido—. No había estado aquí desde que Reif y yo vinimos como desafío cuando éramos pequeños. Nadie viene nunca aquí, si puede evitarlo.

A Índigo no le costó creerlo. Volvió a mirar la desplomada piedra angular.

—Y el grabado...

—Era el emblema de su familia, lo mismo que el caballo es el emblema de los Bray. Por estos alrededores, todos los propietarios tienen animales a modo de tótem, para que les dé buena suerte y prosperidad: el buey, el ciervo, el oso...

—Y el tigre.

—Y el tigre. —Había estado contemplando la piedra, pero entonces volvió a mirarla a ella—. Para nosotros, el tigre de las nieves es el recuerdo viviente de lo que hizo nuestro antepasado y de la maldición que atrajo sobre nuestra casa. Pero de hecho son criaturas que no se encuentran fácilmente. Por lo que yo sé, hasta hace poco no se había visto ninguno por estos sitios durante décadas. Pero ahora parece que el tigre, o al menos un tigre, ha regresado a los bosques. —Sus ojos tenían una intensidad sombría, y una leve, humilde sonrisa temblaba en las comisuras de sus labios—. ¿Puedes imaginar qué significa para nosotros, Índigo? ¿Puedes comprender los temores y

supersticiones que se han despertado?

Índigo se volvió hacia la derruida pared y, sin preocuparle su gélida superficie, se sentó en ella.

—Creo —dijo despacio—, que puedo comprenderlo, Veness. —Sus ojos se encontraron con los de él de nuevo, y su propia expresión se entristeció de repente—. El tigre se ha convertido en un símbolo de la némesis de los Bray.

—Némesis. —Ignorante del amargo escalofrío que había recorrido el cuerpo de Índigo cuando pronunció aquella palabra, Veness consideró durante unos instantes lo que la joven había dicho—. Es una palabra curiosa de utilizar, pero... sí, tienes razón. Y su regreso es un presagio. ¡Si alguna vez he estado seguro de algo en toda mi vida, es de esto!

Había una convicción en su voz que daba a entender que no se refería sólo a una superstición. La idea alertó a Índigo. Con cuidado, examinó sus sospechas y dijo:

—Parece que tienes una buena razón para estar tan seguro.

—¡Oh, claro que la tengo! Puede que tú lo llamases una desagradable coincidencia.

Se produjo un silencio.

—¿Quieres contarme de qué se trata? —inquirió Índigo con afabilidad.

Él sacudió negativamente la cabeza.

—No. No serviría para nada; es un asunto familiar, y no quiero involucrar a nadie que no sea de la familia. Por favor... —Alzó las manos en un gesto defensivo al ver que ella parecía dispuesta a insistir—, no me preguntes más, Índigo. Te he traído aquí porque me pareció que debías conocer el lazo de unión entre el tigre y nuestra historia, pero aparte de eso no quiero decir nada más. —Volvió a mirar la piedra angular caída, y le dio una patada—. No hay nada más que decir.

Índigo se dio por vencida. Se daba cuenta de que su conversación había perturbado a Veness. Éste quería batirse en retirada y, a pesar de que ella necesitaba saber más, no quiso seguir perturbándolo. Regresaron al trineo, donde los caballos les dieron la bienvenida con relinchos ansiosos, aliviados ante la perspectiva de abandonar aquel lugar lleno de viejos y desagradables recuerdos. Mientras se colocaba en el pescante y soltaba las riendas, Veness vaciló, luego miró a Índigo.

—Me he estado haciendo una pregunta desde que se vio al tigre por primera vez en el bosque hace un mes. Me he estado preguntando: ¿es una criatura de carne y hueso, o es otra cosa, algo que ha surgido del pasado para perseguirnos?

—Es de carne y hueso —afirmó Índigo despacio—. De eso estoy segura.

—Sí; pero no sé si es un consuelo. Después de todo, ¿cuál es la diferencia entre una amenaza viviente y una sobrenatural? Al final, puede que resulten ser la misma cosa. —Alzó la cabeza, y paseó la vista por el paisaje silencioso y blanco—. Este lugar apesta a cosas viejas y corrompidas. Vayámonos antes de que su veneno penetre en nuestros huesos.

La troika se puso en marcha con una sacudida entre el alegre campanilleo que contrastaba con el estado de ánimo de sus pasajeros. Los caballos retomaron su ritmo suave mientras giraban al norte en dirección a casa.

Índigo y Veness hablaron poco durante el viaje de regreso. El tema del tigre y de la familia desaparecida, hacía tanto tiempo, estaba cerrado y podía reabrirse, y los tópicos más ligeros y cotidianos del día parecían irrelevantes. Incluso Grimya tenía pocas ganas de comunicarse: daba vueltas todavía a lo sucedido antes, y a Índigo le pareció que lo mejor era dejarla tranquila y permitir que, a su manera, pusiera en orden sus pensamientos.

El sol empezaba a descender por el oeste cuando avistaron la granja Bray. El ahogado batir de los cascos de los caballos se transformó en un escandaloso chacoloteo cuando penetraron en el patio, del que se había retirado durante el día la mayor parte de la capa de nieve y, mientras la troika se detenía con un patinazo, Veness miró a Índigo y le dirigió una sonrisa forzada.

—Al final no recibí mi lección sobre cómo utilizar tu ballesta.

—Y yo no traje nada para el puchero. Lo siento.

La disculpa tenía implicaciones más profundas y Veness lo sabía. Extendió la mano y le apretó el hombro; un gesto amistoso, casi fraternal, pero que sin embargo daba a entender algo que ninguno de los dos quería examinar más a fondo. El momento de intimidad se quebró cuando la puerta se abrió de golpe y Brws salió a saludarlos; el comportamiento de Veness cambió de inmediato y se transformó en el activo y eficiente cabeza de familia. Desenganchó los caballos y dio instrucciones para descargar el trineo. También Kinter salió de la casa y les informó de que Livian los esperaba con una buena infusión caliente. Así pues, dejaron a Brws y él para que condujeran a los caballos al establo y les dieran una buena fricción, y ellos entraron en la granja, acogedora y cálida.

La turbación se disipó en la atmósfera atareada y rutinaria de la casa y, tras una bien recibida taza de la infusión de Livian, Índigo se dirigió a su habitación para lavarse y cambiarse de ropa. Carlaze, que la había ayudado a subir un barreño de agua caliente, se quedó mientras se preparaba para la noche, ofreciéndose a cepillarle los cabellos, que a pesar de la práctica trenza que llevaba se habían enredado de mala manera. Charlaron de cosas intrascendentes durante un rato, luego Carlaze preguntó:

—¿Te gustó la lección de conducir?

—Una barbaridad... ¡aunque no creo que sea una alumna muy aventajada!

—Oí que Veness le contaba a Reif que prometías mucho, y él debe saberlo.

—Lo más probable es que se limitase a ser amable.

—Oh, yo creo que lo decía en serio. —Se produjo un silencio, luego Carlaze siguió—: ¿Te gusta Veness?

Índigo volvió la cabeza para mirar a la muchacha rubia. Carlaze sonreía, y en sus ojos había un destello de picardía.

—Lo siento —dijo Carlaze—. Fue una impertinencia. Pero... Bueno, me he dado cuenta de que a Veness le caes muy bien. Nos sucede a todos, claro, pero él... —Mordisqueó su labio inferior—. Sé que no soy yo quien debería decirlo, pero Veness es nuestro primo, y el amigo más querido de Kinter... Lo apreciamos mucho. Las cosas no han sido fáciles desde que el conde Bray se puso enfermo; Veness ha tenido que cargar con un exceso de responsabilidades y ha disfrutado poco de la vida últimamente. Me gustaría pensar que puede encontrar algo (o alguien) que anime su existencia.

Índigo no supo qué decir. Carlaze había sido franca hasta la candidez. Y estaba claro que deseaba que Índigo confirmara sus esperanzas. Desvió de nuevo la mirada, para luego clavarla en sus manos.

—Eres muy amable, Carlaze —repuso despacio—. Y sí, me gusta Veness. Pero no quiero que tú, ni nadie, piense que hay entre nosotros más que simpatía. —Sus dedos se cerraron con fuerza—. En especial, no quiero que lo piense Veness.

—Desde luego. —Carlaze tiró de un nudo rebelde, disculpándose al hacer Índigo una mueca—. Lo siento... Ahora, ya está. Perdóname, Índigo. No era mi intención que creyeras que estaba haciendo de casamentera. Simplemente quería..., bueno, supongo que quería asegurarme de que estabas dispuesta a ser amiga de Veness; nada más que eso. Me temo que lo he expresado de un modo un poco torpe. No debiera haber hablado.

Índigo le sonrió.

—Me alegro de que lo hicieses.

—Gracias. —Carlaze depositó el peine sobre la mesa y se echó hacia atrás—. Realmente creo que ése fue el último de los nudos. Tienes unos cabellos maravillosos, Índigo. Ojalá los míos fueran igual de largos.

—¿No lo son? —Índigo sólo había visto a Carlaze con trenzas arrolladas alrededor de la cabeza.

Carlaze se echó a reír.

—¡No, con gran pesar por mi parte! Cuando los suelto, apenas si me llegan más abajo de los hombros. —La risa se transformó en una mueca—. Cuando tenía quince años, se me metió la idea en la cabeza que quería ser igual que cualquier hombre, de modo que una noche me llevé a escondidas un cuchillo a mi dormitorio y, a la mañana siguiente, bajé a desayunar esquilada como una oveja. Mis padres se quedaron horrorizados... y yo lo he lamentado desde entonces. De todas formas, un día de éstos acabará de crecer del todo. Cuando llegue ese momento, ¡prometo que te haré la competencia!

Permanecieron en amistoso silencio algunos minutos. Carlaze atizó el fuego, haciendo que un surtidor de chispas se elevara por el hueco de la chimenea. Por fin Índigo volvió a hablar.

—Carlaze... —No estaba muy segura de que su pregunta fuese sensata, ni de si tenía derecho a hacerla, pero la curiosidad la abrasaba y, de todos los miembros de la familia Bray, Carlaze parecía la que con más probabilidad le daría una respuesta sincera—. ¿Qué aflige al conde Bray?

Carlaze dejó de hurgar en los leños. Puso el atizador de nuevo en su soporte, se enderezó y suspiró:

—Si he de ser franca, Índigo, no lo sabemos. No es una enfermedad en el sentido normal de la palabra. Es más bien una... enfermedad mental.

Hubo un largo silencio. Luego Índigo inquirió:

—¿Quieres decir que está loco?

—No, no es eso. —Carlaze la miró; sus ojos verdes expresaban preocupación—. No sé cómo describírtelo. Hacemos lo que podemos por él, pero su enfermedad es algo que está fuera del alcance de ningún médico. Verás, él... —Y se interrumpió cuando el picaporte de la puerta chasqueó y Rimmi penetró en la habitación.

—¡Ah, estabais aquí! —Rimmi paseó la mirada con avidez por la habitación, como si le pareciera que se había perdido alguna diversión secreta y de gran importancia—. Carlaze, madre dice que la cena estará lista en media hora y necesita que la ayudemos.

—Ahora bajaré. —La irritación centelló en los ojos de Carlaze cuando éstos se posaron sobre su hermana política—. No fastidies, Rimmi, estaba ocupada aquí con Índigo.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó Rimmi.

—No, no lo hay. —Carlaze la condujo hasta la puerta—. Regresa abajo. Me reuniré contigo en un minuto.

Rimmi dejó de mala gana que la sacaran de la habitación y Carlaze se volvió hacia Índigo encogiéndose de hombros con gesto de impotencia.

—Lo siento. Debo ayudar a Livian, y no quiero decir nada más mientras Rimmi pueda estar escuchando. Tiene tan poco tacto...; podría fácilmente decir algo fuera de lugar a Veness o a Kinter. —Vaciló—. Quizá tengamos posibilidad de hablar más tarde. Me gustaría. Hay muchas cosas que no sabes, y... resultaría un alivio para mí poder hablar libremente con alguien sin tener la impresión de herir susceptibilidades.

—Claro —asintió Índigo—. Más tarde, pues.

—Sí; te veré abajo.

Cuando Carlaze se hubo marchado, Grimya levantó la cabeza de la alfombra donde estaba tumbada.

«Parece muy preocupada», dijo.

«Lo sé.» Índigo miró hacia la puerta cerrada, sintiendo una leve sensación de nerviosismo. «Es

una nueva hebra en el tapiz, Grimya. Y me parece que Carlaze estará más dispuesta que Veness a contarme toda la historia.»

La cena empezó sin incidentes. Veness, Reif y Kinter tenían que intercambiar noticias: asuntos rutinarios de la finca que los mantuvieron ocupados mientras Livian, que presidía la mesa, servía un caldo caliente para luego traer un asado de cordero y una enorme bandeja de verduras. La conversación se interrumpió mientras Veness se ponía en pie para cortar la carne. De repente la puerta de la sala se abrió. Kinter, sorprendido en el acto de pasar los platos, volvió la cabeza y se detuvo en seco. Otras cabezas se volvieron y el silencio se adueñó de la habitación.

Un hombretón grandote como un oso apareció de pie en el umbral. Sus cabellos canosos estaban despeinados, como si acabara de despertarse, y parecía que no se hubiera cambiado de ropa en un mes por lo menos. Se balanceó sobre las puntas de los pies, agarrándose al marco de la puerta para no perder el equilibrio. Los ojos grises que recorrían la habitación expresaban extravío y desesperación.

Reif se puso en pie de un salto, mascullando un juramento, Brws palideció, y Carlaze exclamó en voz baja:

—¡Oh, por la Diosa...!

Veness, que estaba de espaldas a la puerta, giró muy despacio como si supiera, antes de que sus ojos se lo confirmaran, lo que vería. Su mirada se encontró con la del hombretón, y entonces Índigo pudo ver el parecido que existía entre ambos. En ese momento, Veness dijo:

—Padre...

El conde Bray avanzó despacio pero con decisión al interior de la habitación. Sus ojos se clavaron en las personas inmóviles sentadas a la mesa, observando sus rostros uno a uno, y sus labios se movieron pronunciando nombres, contándolos. Llegó por fin a Índigo y se detuvo.

—¿Moia? —Alzó una mano, como si fuera a tocarla, pero interrumpió el gesto bruscamente—. No. —Su voz, que de haber sido normal habría sonado como la de un potente barítono, tembló con indefinible emoción—. No; no te conozco, mujer. ¿Quién eres?

Índigo no sabía qué contestarle. El hombre dio un traspiés hacia adelante, sin dejar de mirarla fijamente, y ella vio que, en medio de su locura, sus ojos expresaban dolor y aflicción.

—¿Quién eres? —exigió él de nuevo—. ¡Dime tu nombre! ¡Y por la Madre, dime qué noticias traes de mi mujer!

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