CAPÍTULO 1


No era en absoluto el tipo de establecimiento en el que esperaba alojarse. Visto desde el exterior, el hostal parecía modesto; cuadrado y sólido, pero sin nada que lo distinguiera. Sólo el letrero situado sobre la puerta ofrecía una indicación de que aquél no era un sitio frecuentado habitualmente por marinos o ganaderos, ya que en lugar del acostumbrado dibujo estilizado que representaba el nombre del hostal, las palabras El Sol de la Mañana aparecían escritas con trazo pulcro y vigoroso. Al parecer, este establecimiento esperaba que sus clientes poseyeran al menos un mínimo de conocimientos. Y era una indicación muy clara de que los elementos menos respetables de la siempre en movimiento población de Mull Barya no eran bien recibidos más allá de las enceradas puertas de madera.

Cuando La, Flecha del Norte, el carguero que la trajo desde el continente occidental, había atracado hacía dos horas, las intenciones de la muchacha eran alquilar una habitación en una de las posadas del puerto. El estruendoso y ordinario griterío de la vida portuaria no le producía el menor temor: tanto en calidad de tripulante como de pasajera había recalado en muchos de los puertos más bulliciosos del mundo y estaba familiarizada con sus costumbres y peligros; y era más que capaz — como atestiguaban la ballesta que le colgaba a la espalda y el cuchillo que pendía de la funda sujeta al cinturón— de defenderse a sí misma si era necesario. Pero el capitán de La Flecha del Norte le aconsejó que esta vez haría bien en buscar otro tipo de alojamiento. El invierno amenazaba con llegar muy temprano ese año y, en consecuencia, Mull Barya hospedaba a una anormalmente nutrida afluencia de ganaderos procedentes de las alquerías del interior, llegados para vender su ganado bien cebado durante el verano y embarcarlo antes de que la nieve cerrara los senderos y el hielo bloqueara las vías marítimas. Los mercados estaban atestados, se bebía mucho y la gente se encolerizaba con facilidad. Una mujer sola, por muy buena luchadora que fuese, resultaría vulnerable entre tantos boyeros hastiados de andar por los caminos y en busca de diversión; y ni siquiera la compañera sentada ahora a su lado, la lengua colgando a un costado y los ambarinos ojos de loba muy atentos, podría garantizar su seguridad. Una vez finalizadas las formalidades portuarias y hechas las despedidas, la muchacha echó una mirada a la ciudad y decidió seguir el consejo del capitán. No le faltaba dinero (la moneda del sudoeste resultaba tan aceptable aquí como cualquier otra) y además, deseaba ardientemente encontrarse en un ambiente más tranquilo después del ruido y las incomodidades del viaje. El Sol de la Mañana parecía el mejor lugar. Dos jovencitas muy bien vestidas, acompañadas de una señora de compañía con ojos de lince, se acercaron por el sendero de tablas, las faldas levantadas para mantenerlas alejadas del polvo y mostrando pantorrillas y tobillos cubiertos por elegantes botas de piel anudadas. Un grupo de hombres que venía por el centro de la calle se detuvo y gritó una grosera invitación; la dama de compañía les dedicó una mirada furibunda y empujó a toda prisa a sus pupilas hacia la puerta de El Sol de la Mañana. La muchacha dio un paso atrás para dejarlas pasar, recibió un breve saludo con la cabeza a modo de agradecimiento y una oleada de aire cargado de olor a fuego de leña se filtró entre las puertas cuando el pequeño grupo penetró en el hostal. Los hombres se mofaron, desilusionados, y uno de ellos sugirió que quizá le gustara a ella mostrarles sus atributos en lugar de las jovencitas; la muchacha hizo caso omiso y bajó la mirada hacia su compañera.

—Bien, Grimya, media un gran abismo entre nuestra cabina en La Flecha del Norte y esto. Veamos qué pasa, ¿no te parece?

El enorme animal gris de aspecto perruno alzó el hocico moteado y olfateó con agrado el aroma que salía por las puertas. Por un instante la muchacha se preguntó cómo reaccionaría la clientela de El Sol de la Mañana ante la aparición entre ellos de un pariente próximo a los lobos salvajes de El Reducto; la idea le provocó una leve sonrisa. Por lo menos proporcionaría nuevo tema a los cotillees locales.

Empujó las puertas, y entraron.

Era algo así como penetrar en un capullo acogedor y cálido pero ligeramente irreal. Los ruidos de la calle bulliciosa se transformaron bruscamente en un murmullo apenas audible al cerrarse las puertas a sus espaldas; aquí brillaba la luz tenue y reposada de las lámparas, el resplandor de la madera y el cobre bruñidos, el calor de un enorme fuego que ardía en el hogar y dibujaba sombras en el techo de la sala. Todo el suelo estaba cubierto de alfombras; incluso la escalera que conducía a las habitaciones de los huéspedes estaba alfombrada para reducir al mínimo el sonido de pisadas.

Tuvo el tiempo justo de ver cómo las dos jovencitas y su dama de compañía desaparecían bajo una arcada cubierta por una cortina que, al parecer, conducía al comedor. Tras el brillante mostrador de madera, la dueña de la posada la contemplaba con curiosidad, Índigo se volvió, acercándose al mostrador.

—Quisiera una habitación.

La propietaria la contempló con evidente perplejidad. Con voz envarada y cautelosa, le dijo:

—Creo, señora, que os han informado mal.

La implicación era muy clara, el cortés calificativo, pronunciado con gran delicadeza. La muchacha suspiró, y su voz adoptó un ligero tono cortante.

—No, no me han informado mal. Deseo una habitación tranquila, un baño caliente y comida abundante. —Sacó tres valiosas monedas de una bolsita que le colgaba de la cintura y las arrojó sobre el mostrador—. Supongo que podréis satisfacer mis necesidades...

La propietaria se puso muy nerviosa. Con aquel abrigo de cuero desgastado, los pantalones masculinos y los cabellos sujetos de forma tan descuidada en una larga trenza, la muchacha tenía el mismo aspecto que cualquier golfillo de los muelles; sin embargo su voz estaba bien modulada y sus modales llenos de seguridad en sí misma, casi aristocráticos. La mujer hizo un gesto conciliador mientras intentaba ocultar su confusión.

—Desde luego que podemos, señora. Pero... —Indicó a Grimya—. Lo lamento, carecemos de instalaciones para animales. No tenemos perreras, ¿comprendéis?

La joven sonrió.

—No importa. Se quedará conmigo. Es decir, ¿podéis facilitarme comida apropiada para ella?

La propietaria inclinó la cabeza. Todavía no se sentía muy segura con respecto a esta forastera, pero sabía por experiencia que el aspecto exterior no va necesariamente parejo con la posición social, y que nunca era aconsejable rechazar un buen cliente.

—Estoy segura de que eso no será ningún problema, señora —respondió con cierto envaramiento y, dándose la vuelta, sacó de una estantería un libro encuadernado en piel y lo empujó hacia la joven junto con pluma y tinta—. ¿No os importa firmar en el registro?

La joven se inclinó sobre el libro y, por un instante, sintió el impulso de firmar con su nombre auténtico; el antiguo nombre que había perdido tanto tiempo atrás. Sería divertido ver la reacción de la patrona cuando se diera cuenta de que su inverosímil huésped era la hija de un rey.

Pero refrenó el impulso de inmediato; no podía ni debía hacerlo. Mojó la pluma en el recargado tintero, y escribió una simple palabra: Índigo. Ningún título, ni siquiera apellido. Solo Índigo. Había sido suficiente durante más años de los que quería recordar.

La patrona contempló sorprendida la anotación, luego guardó el libro de registro sin hacer el menor comentario.

—Gracias —dijo sin ningún énfasis y se volvió para seleccionar una llave de la hilera que colgaba de la pared a su espalda—. Vuestra habitación está en el último piso, al final del descansillo.

—¿Y es tranquila y reservada?

La mujer inclinó la cabeza.

—Ni siquiera nuestros huéspedes más exigentes se han quejado jamás, señora.

—Os estoy muy agradecida. —La sonrisa que le devolvió Índigo fue fría y ligeramente irónica—. Habéis sido muy servicial.

La desconcertada mirada de la patrona la siguió mientras, con Grimya pisándole los talones, se encaminaba hacia la escalera.

Una voz en la mente de Índigo dijo zalamera:

«Te encuentras mejor ahora, ¿verdad? Cantabas mientras te bañabas; eso es siempre buena señal.»

Índigo salió de detrás del biombo pintado que, con cierta mojigatería, ocultaba la bañera de arcilla refractaria del resto de la habitación. La piel le brillaba de tanto frotar y por los efectos del agua caliente. Se había envuelto en una fina túnica bordada (un viejo recuerdo de sus años de estancia en el continente oriental), mientras se secaba los cabellos con la toalla. Miró a Grimya, tumbada sobre la pulcra cama, y sonrió.

—Me siento mucho mejor, Grimya. ¡Y contenta de estar completamente limpia por primera vez en muchos meses!

Se sentó junto a la loba, frotándole el espeso pelaje del cuello. Era un alivio poderse comunicar por fin libremente con su amiga; la telepatía que compartían, y la mutación que permitía a Grimya comprender y hablar las lenguas de los humanos, era un secreto que había costado mucho guardar durante el largo e incómodo viaje, y las dos agradecían haberse podido liberar por fin de aquella coacción.

Las mandíbulas de Grimya se abrieron en una demostración de placer.

—Me gus...ta el mar —dijo con su voz gutural y entrecortada—. Pero es agradab...le estar de nuevo en tierra fir...me. Y hace frrrío aquí; no como los días y noches que pasamos en el estrecho de las Fauces de la Serpiente. El aire huele a limpio. Cre... creo que me gus...tará estar en este país.

Los músculos del rostro de Índigo se crisparon, pero sólo por un instante, antes de que el reflejo que había inculcado con decisión en su mente viniera en su rescate y la obligara a relajarse de nuevo. No debía pensar en las terribles asociaciones que la isla-continente de El Reducto tenían para ella. Al llegar a las costas del enorme continente occidental, le resultó imposible hacerse a la idea de que debía seguir hacia el norte. No quería ir allí. Temía los dolorosos recuerdos y las emociones que el lugar resucitaría, y aceptó cualquier trabajo que pudo encontrar en los muelles y los botes locales de pesca, para poder comer Grimya y ella y no tener que seguir adelante. Fue aplazando así durante dos años el viaje antes de enfrentarse al hecho de que, quisiera o no, debía superar su cobardía y hacerse a la mar. Una vez que la decisión estuvo por fin tomada resolvió ignorar sus temores y mirar al futuro con, al menos, cierto grado de estoicidad. Hasta ahora lo había conseguido, y no era ése el momento de dejarse desmoralizar. «Aparta semejantes pensamientos», se dijo. Para ella ése era un país nuevo, y los vínculos que tuviera de forma indirecta con él en otra ocasión habían quedado enterrados cuarenta años atrás.

Grimya volvió a hablar, esta vez en tono lastimero.

—Tengo ham... hambre. —Inclinó la cabeza hacia el suelo—. ¿Cuándo com...irnos por última

vez?

Índigo se sacudió las preocupaciones y su mente regresó al presente. Su última comida la hicieron a primeras horas de aquella mañana y de forma precipitada; un inesperado viento de popa empujó a La Flecha del Norte hasta el atestado puerto de Mull Barya con varias horas de antelación sobre lo calculado, y en las prisas por preparar el barco para el atraque no hubo tiempo de pensar en nada más.

—Lo siento, cariño —repuso con una sonrisa—. Bajaremos a ver qué te puede ofrecer la cocina de este lugar.

—Extendió la mano hacia el pequeño tocador y tomó una tablilla que la camarera le había traído poco antes. En ella estaban anotados los platos que el hostal serviría a sus huéspedes aquella noche; le impresionó la oferta—. Habrá un buen surtido de carnes —añadió.

—Preferiría ir de ca...za —observó Grimya—. Pero no creo que eso fue... fuera sssensato aquí.

—No. Pero no te inquietes; será diferente cuando abandonemos Mull Barya y nos dirijamos hacia el norte a tierras deshabitadas.

—¿Cu... cuándo crees que será eso?

—No lo sé. Dentro de dos días; quizá tres. No quiero retrasarlo, pero debemos asegurarnos de que estamos bien pertrechadas y aprovisionadas. —Miró en dirección a la ventana—. El invierno llega adelantado este año, según dicen. Los vientos del norte ya han empezado a soplar.

—Sssí; mi nariz me dice que pronto ne...vará. Sería prudente llegar a nuestro des...tino antes de que empiecen las nevadas más fuertes. —Parpadeó—. Sea cual sea nuestrrrro des...tino.

Índigo se giró hacia el lugar donde dejara las ropas. Entre ellas había una vieja bolsita de cuero sujeta a una tira también de cuero en forma de lazo. Abrió la bolsita y la colocó boca abajo sobre la palma de la mano. De ella cayó un pequeño guijarro, de superficie lisa y forma curiosamente simétrica, pero aparte de eso, a primera vista, no tenía nada de extraordinario, Índigo lo sostuvo en alto, se concentró por un momento y un diminuto punto de luz dorada apareció en el interior de la piedra. Durante un instante parpadeó justo en el centro, luego con un único pero decidido movimiento se trasladó a un lado y se mantuvo fijo en el extremo del guijarro.

—Sigue indicando hacia el norte, —Índigo mostró la piedra-imán a Grimya—. Así pues, no vamos a encontrar nuestro objetivo en Mull Barya.

Devolvió el guijarro al interior de la bolsa y se la colgó al cuello, sintiendo que la piedra se instalaba en el lugar acostumbrado entre sus pechos. Durante años de vagabundeo había demostrado ser una guía infalible, pero la muchacha notó por un momento una punzada de inquietud mientras se preguntaba cuánto más allá tendrían que viajar antes de que la piedra-imán les informara de que habían encontrado lo que buscaban. Igual que su propio hogar en el lejano sur, los inviernos aquí eran duros e impredecibles, y nadie con una pizca de seso se lanzaría alegremente en dirección a las regiones polares sabiendo que el tiempo empeoraría aún más. Había estudiado un mapa de El Reducto, y sabía que en el interior, lejos de las zonas costeras más densamente pobladas, los municipios y a veces incluso los poblados eran escasos y estaban muy apartados entre sí. Era un territorio extenso, y las distancias resultaban engañosas en la pequeñísima escala de un mapa. Podían quedarles aún tres semanas o un mes como máximo antes de que el clima hiciera la marcha adelante demasiado peligrosa; debía asegurarse de escoger una ruta que les permitiera esperar en algún pueblo o granja a que pasara el invierno si es que era necesario. El proyecto precisaba una cuidadosa planificación.

Un suave lloriqueo se escapó de la garganta de Grimya.

—¿Comeremos pronto? —inquirió, quejumbrosa.

—¿Qué? Oh..., perdóname, cariño; estaba en la luna. Debes de estar hambrienta. —Dio a sus cabellos una última y vigorosa fricción, y se puso en pie—. Deja que me ponga ropa limpia, y comeremos. Nuestros planes pueden esperar hasta mañana.

—De modo que vais hacia el norte... ¿no? —El hombre sonrió y sus ojos casi desaparecieron entre los pliegues de su rostro curtido por el viento.

Índigo le devolvió la sonrisa e, incapaz de recordar ningún nombre de los municipios de su mapa, disimuló.

—Sí, voy en esa dirección.

—Bien. —Estiró los pies en dirección al fuego que chisporroteaba en la enorme chimenea—. Como dije, lo mejor que podéis hacer es ir a Pitter para buscar todo lo que necesitéis. Durante los últimos veinte años le he comprado a él los caballos y avíos, y siempre me ha tratado bien. Y podéis decirle que yo os lo he dicho.

—Gracias, lo haré.

Índigo le había cogido simpatía a aquel desconocido, cuyo nombre, cuando se presentó, había sonado a algo parecido a «Rin» o «Reene»... Aunque la lengua de El Reducto era similar a la de las Islas Meridionales, la joven todavía tenía algunas dificultades con los dialectos locales. Sin la menor timidez ni preámbulo, el hombre se había acercado a la mesa a la que ella estaba sentada en el comedor del hostal preguntándole si podía acompañarla. No muy segura de sus motivos, la joven tuvo intención de rehusar cortésmente pero algo en sus francos modales la hizo vacilar. «Sin tonterías», había dicho el hombre con una sonrisa carente del menor rastro de artificio; «simplemente pensaba que sería más agradable para ambos disfrutar de la comida en mutua compañía que solos». Y así, pues, habían iniciado la conversación, y Rin o Reene pidió una jarra de vino de miel que le aseguró era el mejor que podía encontrarse en Mull Barya aunque costara la mitad que alguno de las otras cosechas.

Índigo dedujo que aquel hombre era lo que los habitantes de Mull Barya denominaban un barrin, un comerciante que compraba ganado vivo a los boyeros para luego sacrificarlo, salarlo, revenderlo y ser enviado al exterior; en esa época del año, le dijo él, pasaba la mayor parte del día en el puerto, y El Sol de la Mañana, le facilitaba comida y un bien merecido descanso antes de regresar a su casa situada a las afueras de la ciudad. Aunque su aspecto y modales eran sencillos, la joven tuvo la impresión de que era un hombre muy rico.

Ahítos de buena comida y con la mitad de la jarra de vino todavía llena, se retiraron a la enorme chimenea de la sala principal, con sus bancos, sus almohadones y su rugiente fuego, para reposar mientras caía la noche y el viento empezaba a gemir en el exterior como un poderoso espíritu agonizante.

—La gente de por aquí llama a eso el Quejumbroso —le dijo Rin. (No muy segura todavía, había decidido de forma totalmente arbitraria pensar en él como Rin)—. Se trata del viento del norte; un signo seguro de que las primeras nevadas fuertes del invierno están en camino. Si queréis un buen consejo, Índigo, cuando veáis a Pitter mañana debéis decirle adonde vais. Sabrá exactamente lo que necesitaréis para tal viaje y os lo facilitará todo.

—Eso haré.

Índigo no opuso la menor objeción cuando él ofreció servirle más vino. El hombre llenó los dos vasos —de cristal verde oscuro, una rareza e, imaginó la muchacha, muy caros—; luego pareció vacilar.

—Índigo, me perdonaréis si soy impertinente, pero... ¿estáis segura de estar equipada para esta empresa? —Vio que la joven arrugaba el entrecejo, y se apresuró a añadir—: No me malinterpretéis, no intento fisgar. No es asunto mío adonde vais ni por qué, pero El Reducto puede ser un país complicado para aquellos que no están acostumbrados a él. Aquí en Mull Barya no habéis tenido motivo de preocupación; se pone algo violento a veces cuando los ganaderos vienen en gran número, pero básicamente es un lugar relativamente civilizado. En cambio el interior... Bueno, allí la cosa es bastante diferente.

La muchacha le dirigió una amable sonrisa.

—Puedo cuidarme. Y tengo a Grimya conmigo.

Grimya levantó la cabeza, miró a Rin y éste extendió la mano para palmearle la cabeza aunque lo desconcertó un poco la extraña expresión que había en sus ojos, como si el animal hubiera comprendido sus palabras.

—Lo sé —repuso—, y no hay mejor guardaespaldas que un perro lobo. Pero puede que ni siquiera Grimya pueda protegeros de algunas de las cosas que podéis encontraros.

—¿Qué clase de cosas?

—El tiempo no os favorecerá —replicó con un encogimiento de hombros—, eso para empezar. Ventiscas, ceguera producida por el reflejo de la nieve, incluso el frío. Será peor de lo que esperáis.

—Lo dudo. Nací y me crié en el lejano sur; he experimentado suficientes inviernos polares como para no correr riesgos.

—Bueno, eso es un punto a vuestro favor —concedió Rin con un gesto conciliador—. Pero aquí tenemos animales salvajes que no habéis visto antes. No sólo los lobos; son inofensivos a menos que estén hambrientos, y hay suficiente caza para asegurar que no suceda muy a menudo. Son los otros los que me preocupan; los osos, y los grandes felinos... Tigres de las nieves les llamamos. No desdeñan atacar a pequeños grupos, y mucho menos a viajeros solitarios. Y desde luego también están las sabandijas humanas con las que hay que tener cuidado.

—Existen sabandijas humanas en todas partes.

—Lo sé. Pero cuando los poblados y hasta las granjas están como mínimo a casi cien kilómetros de distancia unos de otros, la civilización es más bien escasa. Gran cantidad de gente se gana la vida aprovechándose de otros; algunos weyers ni siquiera toleran la presencia de un extraño en lo que ellos consideran su territorio y los matan en cuanto los ven.

—¿Weyers? —inquirió Índigo, perpleja.

—Gentes raras, disidentes..., resulta difícil de explicar. Gentes que viven tan aisladas que han desarrollado todo tipo de curiosas creencias y costumbres. No se mezclan con otras gentes, se casan entre ellos, y no quieren que aparezca ningún extraño para contaminar su locura con una bocanada de sensatez.

—Comprendo lo que queréis decir. —Le sonrió—. Pero eso no me hará cambiar de idea.

—No. —Rin le devolvió la sonrisa con expresión apesadumbrada—. No creí que lo consiguiera. Pero al menos os he advertido, ¡de modo que esta noche puedo meterme en la cama con la conciencia tranquila!

—Y yo os lo agradezco. —Índigo bajó la mirada en dirección a Grimya—. Las dos os lo agradecemos. —Terminó su vino, y negó con la cabeza cuando él dirigió la mano otra vez a la jarra—. No, la verdad es que creo que debo retirarme ahora si quiero estar en condiciones por la mañana. —Se puso en pie—. Gracias por vuestra compañía y vuestro consejo. He disfrutado mucho con nuestra conversación.

—Yo también. —Rin se levantó, extendiendo la mano para tomar los dedos de la joven—. Sólo lamento que no os quedéis más tiempo en Mull Barya. Incluso todo el invierno. Pero quizá volvamos a encontrarnos. —Eso espero. Buenas noches... y adiós.

Mientras tomaban la curva de la escalera que las ocultaba de cualquiera que estuviese abajo, Grimya dijo mentalmente a Índigo:

«Me gusta ese hombre. Es honrado. Y lo que dice tiene mucho sentido.»

«A mi también me gusta», resaltó Índigo.

«¿Seguiremos su consejo?»

«Desde luego. Y después de lo que nos ha dicha, creo que me compraré un cuchillo mejor junto con las otras cosas que necesitaremos para nuestro viaje.»

Llegaron ante la puerta de la habitación y entraron. Durante su ausencia alguien había vaciado la bañera y dejado tres velas encendidas en una palmatoria sobre la repisa de la ventana. Mientras se sentaba en la cama, Índigo encontró tiempo para sentirse satisfecha por no haberse alojado en una de las tabernas del puerto, donde tales atenciones eran inexistentes. De abajo llegaba todavía un ahogado murmullo, pero al otro lado de la ventana la calle estaba casi desierta, sólo algunas farolas ardían a intervalos a lo largo del sendero de tablas. Por encima de las siluetas de los tejados bajos de las casas, el cielo nocturno mostraba un aspecto plano y quebradizo; las nubes habían tapado luna y estrellas, y el viento había disminuido su violencia hasta quedar reducido a un silbido suave interrumpido por ocasionales ráfagas. Resultaría extraño estar tumbada en una cama en lugar de una litera, sin el arrullo del mar ni el balanceo de un barco para acunarla, pensó Índigo, pero estaba tan cansada que dormiría profundamente a pesar de encontrarse en un ambiente desconocido.

Grimya se acercó a la ventana, olfateando las corrientes de aire que se filtraban entre las rendijas del marco de madera.

—¡Hace frío! —exclamó con satisfacción.

Índigo sacó un camisón de su bolsa y lo desplegó con una sacudida.

—¿Quieres ir afuera a explorar?

—N...O. No creo que fue...ra sensato aquí. Además habrá muuucho tiempo para cor...rer y cazar cuando iniciemos nuestro viaje. —La loba se dio la vuelta y se dirigió despacio hacia la alfombra situada junto a la cama—. Voy a dormir.

Índigo echó hacia atrás las dos gruesas mantas de lana que cubrían la cama y empezó a ahuecar las almohadas. Le vino a la mente un fragmento de una canción y, sin pensar, se puso a tararearla... Luego se detuvo.

Grimya alzó la cabeza, la miró y dijo:

—Esa es una canción de la Compañía Cómica Brabazon.

—Sí... —respondió Índigo con voz tensa.

Se produjo un incómodo silencio. Luego la loba continuó:

—Es extrrraño, ¿no es así?, pensar que para ellos la primavera justo emp... empieza. De...be ser casi el mes de la Floración en Bruhome ahora.

Índigo asintió, incapaz de contener las imágenes que se agolpaban de repente en su cerebro. Veía los primeros brotes que aparecían en árboles y arbustos, los ríos crecidos, los rebaños que aumentaban. Y los rostros de Constancia Brabazon y sus trece hijos, la familia de cómicos itinerantes con quienes Índigo y Grimya habían vivido y viajado durante diez años. Los Brabazon habían sido auténticos amigos, y la separación, cuando por fin llegó de forma inevitable, le produjo a Índigo una pena abrumadora. Pero no tenía elección: mientras Grimya y ella habían permanecido inalterables y sin envejecer durante el tiempo que permanecieron juntos, los años empezaban a notarse en los Brabazon y el contraste se hacía demasiado evidente para pasar inadvertido mucho más tiempo.

Índigo recordó en especial a sus tres amigos más queridos entre los hijos de Constancia. Franqueza, que se había enamorado de ella pero había aprendido a aceptar que no era para él. Modestia, extravagante e imprudente, con su melena de rojos cabellos y su intensa mirada. Caridad, serena y prudente para su edad, una segunda madre para los hermanos más pequeños. Uno por uno, a medida que transcurrían los años, habían ido cambiando e independizándose. Se derramaron lágrimas de tristeza y de alegría al mismo tiempo en la boda de Cari con el hijo de un ciudadano de Bruhome, y hubo risas y bailes cuando Esti se casó con un pícaro de negros cabellos que tenía tal habilidad para tocar el violín que rivalizaba con la del propio Constancia, aportando un nuevo actor que engrosó as filas familiares. Transcurrieron más años; hubo otras bodas, nacimientos y hasta los más pequeños dejaron atrás la infancia para convertirse en adultos bellos o sin demasiado atractivo según les hubiera tocado en suerte. Y cuando llegó por fin el día en que Piedad, la más joven de los hijos de Constancia, anunció su compromiso, Índigo pasó bruscamente de su feliz ensoñación a advertir que su estancia con la familia debía terminar. Piedad tenía seis años cuando Constancia Brabazon tomó bajo su protección a Índigo y a Grimya: ahora la niña era ya una mujer hecha y derecha, Índigo miró a su alrededor, a los muchachos que habían crecido, desarrollado músculos y tomado esposa, a las muchachas con los hijos chillando alrededor de sus faldas. Y contempló al mismo Constancia, cuyos cabellos que habían sido de un violento color rojo eran ahora entrecanos y empezaban a blanquear en las sienes, y se dio cuenta de que era hora de partir.

Fue una separación muy dolorosa. No había podido decir a los Brabazon el auténtico motivo por el que los dejaba, y supo que su marcha los hería, quizá más allá del perdón. Pero de eso hacía ya ocho años. Ocho años desde aquella despedida definitiva, bañada en lágrimas. Por lo que ella sabía, podrían haberla olvidado hacía ya tiempo.

El rostro de Índigo se ensombreció momentáneamente mientras se imaginaba a la familia tal y como estaría esa noche, reunida alrededor de un fuego al abrigo de sus cinco carromatos pintados... Al principio eran sólo tres, pero la familia había crecido tanto que adquirieron dos nuevas carretas para acomodar a la creciente prole. Ahora estarían comiendo, riendo y charlando, ensayando quizás algunas canciones para el espectáculo de la tarde siguiente; y dirigió una rápida mirada al petate que guardaba su arpa mientras recordaba con melancolía las veces que ella misma apareciera en el escenario con ellos. Pero entonces recordó que la compañía que había conocido ya no era la misma que recorría ahora las tierras occidentales. Las personas que sonreían y reían en su recuerdo se habían desvanecido en un pasado, y el pasado no podía recuperarse.

—A lo mejor vol...vemos a encontrrrarlos algún día —dijo Grimya con suavidad.

—No lo creo. Y aunque así fuera...

Índigo sacudió la cabeza, dejando el resto sin decir. Algún día. A lo mejor Constancia ya habría muerto; desde luego dentro de diez años más, o veinte, o treinta, ya haría mucho tiempo que habría abandonado este mundo. Sus hijos habrían envejecido, sufrirían de artritis y pensarían que sus vidas tocaban ya a su fin. Una nueva generación divertiría a las gentes en las ferias y las fiestas, una generación que Grimya y ella no habían conocido; e incluso esos descendientes desconocidos envejecerían llegada su hora, mientras Grimya y ella seguían luciendo la máscara de la juventud. No podía soportarlo. Lo mejor era recordar a aquellos queridos amigos tal y como los había conocido, inmortalizarlos en su memoria y no buscarlos de nuevo en el mundo real.

Índigo se tumbó en la cama. El colchón era blando y cómodo. Con una ligera pena dejó que los rostros de su mente se desvanecieran antes de inclinarse fuera de la cama y apagar las velas una por una.

La ventana se convirtió en un rectángulo más pálido en la oscuridad; el cielo había adquirido la luminosidad curiosa pero el aspecto descolorido de las noches invernales cubiertas de nubes. Grimya bostezó y sus colmillos brillaron en la penumbra, Índigo tiró de las mantas hasta cubrirse los hombros.

—Duerme bien, cariño —dijo la muchacha en voz baja. Y pensó: «Madre Todopoderosa, no me envíes sueños tristes esta noche».

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