CAPÍTULO 2


Pitter el Comerciante era como Rin lo había pintado. Llevaba sus negocios desde una colección de desvencijados establos y almacenes situados detrás de los cobertizos de subastas del puerto. Cuando se presentó a sí misma, Índigo fue recibida como si se tratara de una vieja amiga. Pitter — bastante más bajo que ella, calvo y vestido con unas gastadas ropas de cuero que hubieran devorado la mitad de las ganancias anuales de un boyero— la llevó a hacer un recorrido que abarcaba desde caballos a velas, y, sin la menor vacilación, le facilitó un inventario de todo lo que necesitaría para viajar por el interior durante el invierno. No era fácil regatear con él y sus precios eran altos; pero Índigo se sintió instintivamente segura de que podría confiar tanto en él como en su mercancía.

—Desde luego —dijo Pitter cuando por fin llegaron a los establos y a la compra más importante de todas—, si fuerais una habitante de El Reducto, os diría que lo mejor sería uno de ésos. —Se dio la vuelta y golpeó con una mano los levantados patines de madera pulimentada de un trineo de una sola plaza que descansaba junto con otros bajo rollos de cuerda que festoneaban el techo bajo—. Es una versión reducida de la troika que todo granjero utiliza durante los meses de las nevadas. La única diferencia es que se le engancha un caballo en lugar de tres. Pero si nunca habéis conducido uno, lo más probable es que salgáis despedida de cabeza en el primer socavón que encontréis. —Lanzó una contagiosa y aguda carcajada que hizo dar un respingo a Grimya.

—Podría intentarlo —aventuró la muchacha.

—No hay duda de que podríais hacerlo, y podríais aprender. Pero no querréis malgastar un mes en aprender, ¿verdad? No; aquí está lo que necesitáis. —Se dirigió hacia los pesebres, donde unos quince caballos de diferentes tamaños empezaron a patear y a piafar al oír que se acercaba, y se detuvo junto a la grupa de un enorme y macizo bayo castrado—. Será vuestra mejor inversión, os doy mi palabra. Patas como troncos de árbol y un pecho bien sólido... Seguirá avanzando en las peores condiciones climáticas y jamás se quejará. Y tiene los pies tan planos como puede tenerlos un caballo, lo cual significa que es capaz de capear una nevada y mantenerse en pie.

Índigo contempló al animal. Había visto caballos similares en el continente occidental; enormes animales de tiro, peludos, resistentes y fiables. El caballo volvió la cabeza y la miró con especulativo interés, agitando su barbudo labio inferior. La muchacha contuvo una sonrisa.

—¿Cuánto queréis por él?

Pitter dijo una cantidad que le hizo enarcar las cejas, pero tras una mañana de duro regateo se sentía menos inclinada a discutir de lo que hubiera estado en otras circunstancias. Había conseguido salirse con la suya en algunos artículos, y sospechaba que el caballo valdría hasta la última moneda de cobre.

—Muy bien —asintió la joven—. Me lo quedaré.

Se dieron la mano para sellar el acuerdo, y la muchacha se sintió gratamente sorprendida al enterarse de que Pitter lo tendría todo listo para ella al amanecer del día siguiente. Era más de lo que se había atrevido a esperar, y regresó muy animada con Grimya a El Sol de la Mañana.

Rin no apareció aquella tarde. Cuando se encontraba ya descansando en su cama, Índigo volvió a oír la voz del viento del norte —el Quejumbroso— recorriendo la desierta calle y sacudiendo puertas y ventanas. El moribundo fuego de su chimenea llameó como en señal de protesta, y una corriente de aire gimió en su interior con turbadora armonía. La voz del norte... le pareció como si la llamase, la instara a abandonar este confortable y tranquilo oasis, para penetrar en un mundo nuevo y peligroso.

Grimya, dormida, lloriqueó y se dio la vuelta; soñaba y la cola y una oreja se estremecieron, Índigo cerró los ojos, dejando que su mente se deslizara ladera abajo por una larga pendiente, lejos de el Quejumbroso y de su llamada, para hundirse en la oscuridad y el silencio.

Las primeras nevadas empezaron cuando hacía ya seis días que habían salido de Mull Barya. La noche anterior, mientras permanecía abrazada a Grimya en el interior de la ligera tienda redondeada que constituía el grueso de su equipaje, mientras encaballo abrigado con una manta dormitaba a sotavento, Índigo oyó que la voz del viento empezaba a cambiar para pasar del ahora ya familiar gemido profundo a un fino y agudo chillido, y se despertó al amanecer encontrándose con que una terrible helada había cubierto el terreno de escarcha plateada. A primeras horas de la tarde empezaron a caer de un cielo uniforme y gris los primeros copos de nieve gruesos y, al llegar el atardecer, todo el paisaje había cambiado.

Grimya, a quien siempre había gustado la nieve, recibió el cambio de tiempo muy excitada. También Índigo disfrutó con el desafío que significaba el primer soplo del invierno; el frío tonificante, la pureza del ambiente, la sensación de que el mundo se renovaba. Habían adelantado mucho en su viaje; el caballo, haciendo honor a la promesa de Pitter, parecía virtualmente incansable, y la carretera que llevaba al norte estaba desierta ahora que había terminado la trashumancia de otoño. Y poco a poco el paisaje que las rodeaba iba cambiando, a medida que las hundidas llanuras costeras daban paso a territorio más abrupto y empinado. Incluso bajo la capa de nieve que fundía sus características más delicadas en una mancha de inidentificable blancura, El Reducto era hermoso. Y en cierta forma no parecía más que un pequeño atrevimiento seguir adelante sin detenerse entre las nevadas diurnas y las enormes y silenciosas heladas nocturnas, acampando en hondonadas o bajo salientes, contemplando el lento crecimiento de la luna hasta alcanzar su punto máximo en el firmamento helado. Había gran cantidad de caza que se podía perseguir y capturar, bien con la ayuda de la rapidez y habilidades de Grimya o con una certera saeta de la ballesta de Índigo; e incluso el plácido y paciente caballo, con la instintiva sabiduría de sus ancestros criados en aquellas tierras, forrajeaba y comía bien.

A lo largo del camino había algunos poblados, caseríos más que ciudades, que habían crecido con los años para satisfacer las necesidades de aquellos que realizaban las migraciones de primavera y otoño entre el interior y la costa. Y entre pueblo y pueblo había alguna que otra granja donde el viajero podía comprar o trocar comida fresca, y donde siempre se agradecían noticias de Mull Barya. Cada vez que se detenían en uno de tales lugares, Índigo sacaba la piedra-imán de su escondrijo y contemplaba de nuevo el tembloroso punto de luz de su interior. El mensaje de la piedra era siempre el mismo: al norte, y más allá. Su viaje no había terminado aún. Y sin poder explicar la causa, la muchacha se alegraba de que así fuera.

Cambiaron de mes y la luna empezó a menguar, cediendo el cielo nocturno a la luz de estrellas desconocidas. También cambiaba el paisaje; no habían encontrado ningún lugar habitado desde hacía cinco días, y el terreno que las rodeaba era un caos salvaje y desierto de ríos, lagos y colinas, con zonas de oscuros bosques que bordeaban el horizonte. Y entonces, un día helado y deslumbrante, mientras el sol se ponía, Grimya alzó la cabeza, olfateó el aire con atención, y advirtió a Índigo que se iba a producir un cambio. Se acercaba una ventisca; el primer ataque violento procedente del ártico. La loba lo había percibido mucho antes de que Índigo advirtiera las primeras señales que lo delataban, pero cuando la muchacha se protegió los ojos del resplandor que brillaba en el oeste y miró con atención hacia el norte, le pareció vislumbrar en el horizonte una línea de nubes de un color rosa violáceo.

Aquella indicación y la palabra de Grimya eran suficientes. En ese lugar la carretera estaba expuesta por completo a los elementos y, además, nadie con un mínimo instinto de supervivencia se enfrentaría z. lo que se avecinaba a menos que no tuviera elección, Índigo hizo girar su montura hacia el lado sur del cinturón de coniferas que daba a un valle poco profundo y descendía en dirección a un lago helado. Los árboles las ayudarían a refugiarse de lo peor de la tormenta y tenían comida suficiente. Podrían resistirla sin demasiados problemas.

La ventisca cayó aullando sobre ellas un poco antes de la medianoche y siguió bramando durante todo el día y la noche siguientes. El descanso resultaba imposible bajo el rugido del viento, Índigo repartió su tiempo entre luchar con los elementos de cuando en cuando para asegurarse de que el caballo estaba a salvo —sujeto en una zona resguardada lejos del límite del bosque, parecía el menos inquieto de los tres—, y acurrucarse en el interior de la tienda con Grimya mientras ambas intentaban mantenerse calientes y dormir todo lo que pudieran. Por fin la galerna empezó a perder fuerza, su aullido se transformó primero en un fino gemido para luego desvanecerse en un silencio que en sí mismo parecía ensordecedor. La nevada fue perdiendo intensidad hasta cesar al tiempo que el cielo se aclaraba y el sol se alzaba rojo y enfurecido sobre un amanecer sin ruido alguno.

Entumecida y aterida de frío, las manos y los pies sin tacto a pesar de las botas y guantes forrados de piel, Índigo se arrastró fuera de la tienda justo cuando las primeras sombras alargadas se proyectaban sobre el suelo. Su intención era encender fuego y preparar algo caliente para combatir el paralizante frío interior. Pero lo que vio al salir la hizo detenerse en seco y observar a su alrededor con contrariada sorpresa.

El mundo fuera de la tienda era irreconocible. Donde antes estaba el espejo helado del lago, la carretera y algunas matas aún visibles bajo la nevada anterior no tan espesa, ahora no había nada excepto una uniforme y reluciente alfombra blanca, Índigo parpadeó y sacudió la cabeza cuando la inmaculada blancura de la nieve distorsionó por completo su sentido de la perspectiva. ¿Dónde estaban la carretera y el lago? Incluso la ladera misma del valle había quedado borrada casi por completo. La nieve se había depositado en traicioneros ventisqueros, cubriendo y borrando de la vista lo que, en algunos lugares, debían de ser profundidades mortales. No había nada que sirviera de indicación.

Se volvió con rapidez para contemplar los árboles. Al parecer el bosque resultó una barrera bastante fuerte contra la ventisca ya que, aparte de una fina capa de nieve sobre su cara norte, la tienda estaba incólume, y pudo ver al caballo, resguardado del frío por la gruesa manta y las polainas de cintas que Pitter había facilitado, pateando el suelo con los cascos y hociqueando desconsolado entre la maleza. Flexionó los dedos para intentar reanimarlos y luego escarbó en la nieve que rodeaba la tienda. Descubrió que tenía un espesor de sólo dos centímetros. Habían sobrevivido a la ventisca sin sufrir ningún daño. Pero ¿se atreverían a continuar adelante por aquel terreno alterado y peligroso?

Llamó a Grimya en voz baja, y la loba salió al exterior, sacudiéndose mientras se erguía sobre las patas y miraba a su alrededor.

—Ja...más había vi... visto una nevada así —anunció solemne—. Ni siquiera en los in...viernos más frrríos. ¿Dónde está la car...retera? ¿Y el lago?

—Es imposible saberlo. Y no me gustaría correr el riesgo de intentar localizarlos, —Índigo se

puso en pie—. Encenderé fuego y comeremos algo, luego debemos decidir qué hacer.

—Iré de caza. —Grimya agitó la cola, animada por la perspectiva de una vigorizante cacería—. Habrá muuuuchos animales escondidos en el bosque des...pues de la tormenta. Será fácil cazar.

Desapareció entre los árboles, un fantasma gris en medio dejas largas sombras de la mañana. Mientras estuvo fuera; Índigo preparó el fuego y cocinó un puré bien caliente con sus provisiones de harina de avena para dárselo al caballo. Mientras el animal comía, Grimya regresó con un pájaro enorme; no era una especie que Índigo conociera, pero bastante grande para las dos. Lo desplumó y lo puso a asar. La loba se había ido acostumbrando a preferir las carnes cocinadas durante el tiempo que llevaban viajando juntas y se comió su parte con fruición, mientras Índigo, lamiéndose los restos de jugo de los dedos, se dedicaba a contemplar el paisaje blanco y, de mala gana, volvía su atención al día que tenían por delante.

No merecía la pena siquiera intentar encontrar otra vez la carretera. La capa de nieve era demasiado gruesa, y más valía arriesgarse a perderse por completo que caer en un ventisquero oculto. Volvió la cabeza observando la hilera de árboles y preguntándose hasta dónde llegaría el bosque. Podían seguir su linde y sentirse bastante seguras de pisar terreno firme. Si llegaban al límite dejarían que el aspecto del terreno decidiera su siguiente movimiento. Al menos sería una especie de avance. Y además —de momento— el día era soleado y claro, sin que amenazaran más tormentas.

Grimya aceptó su sugerencia, y una vez digerida la comida, Índigo empaquetó el equipo, ensilló el caballo y se pusieron en marcha. Mientras su montura avanzaba pesada y estoicamente siguiendo la línea de árboles, deteniéndose de vez en cuando para arrancar algún pedazo de hierba que todavía se esforzaba por sobrevivir entre la nieve como testimonio del lejano verano, la joven tuvo que admitir que la hermosura de aquel paisaje helado era impresionante. La nieve centelleaba bajo el sol rojo que apenas si había empezado a levantarse, como si alguien hubiera pulverizado innumerables diamantes para luego esparcirlos al descuido por doquier, y el silencio, roto sólo por el crujiente sonido de los cascos del caballo y de las patas de Grimya sobre la nieve, era como un bálsamo. El mundo permanecía en silencio bajo la enorme cúpula azul del cielo, y el simple hecho de estar vivo despertaba una sensación maravillosa.

No obstante, Grimya no se sentía tan subyugada como Índigo y, a medida que el día progresaba, empezó a inquietarse más y más. Por fin, de regreso de una incursión para explorar el terreno, se colocó junto al caballo y dijo:

—El viento del norte viene de nuevo. Lo huelo. Pronto volverá a nevar.

Índigo la miró, repentinamente alarmada.

—¿Estás segura?

—Del todo. Estará aquí antes de que anochezca. Lo más sssensato es que empecemos a pen...sar dónde refu...giarnos.

Índigo volvió la cabeza para examinar el bosque. Por el sol juzgó que debía de ser una o dos horas pasado el mediodía y, durante algún tiempo, su camino a lo largo del borde del bosque había ido desviándose poco a poco, sin que cupiera la menor duda, hacia el oeste. Es decir, a menos que corrigieran el rumbo, no tardarían en haber completado un ancho círculo para encontrarse otra vez en el lugar donde habían acampado. Tiró de las riendas, detuvo su montura y miró en dirección norte. Un vacío llano y blanco se extendía ante ella hasta donde alcanzaba la vista, y, como para confirmar lo que Grimya había dicho, un viento helado empezó a soplar de repente haciendo que le hormiguearan las mejillas.

Podían refugiarse en el bosque. Pero aquella ventisca no sería la última, y no podían ocultarse entre los árboles eternamente. En algún momento tendrían que salir de allí y regresar a la ruta planeada, con tormentas o sin ellas.

Sus ojos se volvieron otra vez hacia Grimya.

—¿Has dicho antes de que anochezca?

—Eso crrre...o.

Índigo intentó recordar el mapa, que había estudiado algún tiempo en el campamento anterior durante lo peor de la ventisca. Si no recordaba mal, el lago situado junto al bosque era uno de los tres que alimentaba un río subterráneo y, justo un poco más allá del tercero, existía una granja de considerable tamaño. Si consiguieran encontrar el camino de regreso a los lagos, seguramente sería posible que consiguieran llegar a aquella granja antes de que la tormenta se les viniera encima.

Transmitió sus reflexiones a Grimya, y la loba meneó la cabeza vacilante.

—Depende de lo rápido que podamos encontrar el lago —dijo—. Puede que haya nieve tan abundan...te que el caballo no pu... pueda seguir. Pero yo puedo ir delante y lo... localizar cualquier peligro que nos ace...che.

Índigo volvió a mirar en dirección al sol. Tenían tres horas —quizá cuatro, pero era mejor mostrarse pesimista— antes de que oscureciera. La precisión de los finísimos sentidos de Grimya era fiable. Así pues, tenían tres horas para encontrar aquel lugar habitado. Tendría que ser suficiente. El intervalo entre la ventisca que se acercaba y la que la seguiría sería probablemente más reducido...

—Sí —dijo a Grimya—. Ve delante. Creo que debemos arriesgarnos.

Un nuevo soplo de aire helado le azotó el rostro mientras la loba se alejaba saltando sobre la nieve, lejos de los árboles. La muchacha hizo girar la cabeza del caballo y lo condujo con mucho cuidado en la dirección que había tomado Grimya. Casi al momento el animal se hundió hasta las rodillas en la nieve, pero ella lo obligó a seguir, animándolo con un chasqueo de la lengua y palabras cariñosas, al tiempo que daba las gracias en silencio a Pitter por haberle vendido una montura tan bien dispuesta.

El trayecto se convirtió en un avance lento y tambaleante que en varias ocasiones estuvo a punto de lanzar a Índigo e su silla cuando socavones que habían soportado el peso más ligero de Grimya cedían bajo los cascos menos seguros del caballo. Las violentas ráfagas de aire aumentaban poco a poco en frecuencia e intensidad, amenazando con fundirse en un vendaval continuado. Le pareció oír a lo lejos —aunque podía tratarse de su sobreexcitada imaginación— el fino gemido de la galerna que se acercaba. Pero de repente su atención se vio desviada por un ladrido, y vio que Grimya venía corriendo hacia ellos, la cola bien enhiesta.

—¡Ín...digo! ¡He encontrado el lago!

El caballo se asustó y estuvo a punto de perder el equilibrio cuando la loba dio un salto a su lado, pero Grimya estaba demasiado nerviosa para darse cuenta.

—¡Por aquí! —exclamó—. ¡No hay agujeros profundos... Vamos!

Índigo acortó las riendas y espoleó al caballo hacia adelante una vez más. Y de repente lo vio, el revelador brillo liso del hielo allí donde el viento había barrido las capas de nieve que lo cubrían.

—Escarbé para averiguar dónde empezaba el hielo —le contó Grimya—. No tiene por qué haber ningún agujero a la orilla del lago... Si yo voy delante y tú me si... sigues, seguro que iremos de prisa y sin de... masiados problemas.

Se pusieron en marcha por el hielo. Grimya abría la marcha, olfateaba y arañaba la nieve para asegurarse de que seguían junto a la orilla. Al caballo no le gustaba el hielo que tenía bajo los cascos, pero siguió adelante estoicamente, aunque sus pasos eran ahora vacilantes y avanzaba más despacio. El viento se tornaba cada vez más fuerte; las ráfagas dispersas se habían convertido en un constante soplo del norte que azotaba las mejillas de Índigo y hacía que su dentadura y los huesos de detrás de las orejas le dolieran. Se subió la capucha de piel del abrigo pero el viento la volvió a echar atrás de inmediato y, después de intentarlo tres veces consecutivas, acabó dándose por vencida, apretó los labios con fuerza y entrecerró los ojos para protegerlos de las ráfagas heladas. Podía distinguir las nubes que se iban acumulando en forma de abanico en el horizonte delante de ella, y se preguntó por un instante si su decisión de seguir adelante no habría sido un error imperdonable. Grimya estaba cada vez más nerviosa a medida que el caballo, incapaz de seguir su paso, iba quedándose poco a poco atrás. La loba se detenía a cada momento ahora, volvía la cabeza y escarbaba la nieve, intranquila, Índigo intentó obligar a su montura a ir más deprisa, al tiempo que esperaba que no resbalase y se cayese.

Cuando llegaron al final del lago, los primeros copos empezaban a caer describiendo espirales, Índigo detuvo al caballo y esperó mientras Grimya rastreaba. No sabían si aquél era el segundo o el tercero y último de los lagos consecutivos —Índigo rezó en temeroso silencio para que no fuera el primero de ellos— y su ánimo se vino abajo cuando su mente recibió el mensaje de Grimya.

«He encontrado una corriente de agua. Eso significa que tiene que haber otro lago después de éste.» Se produjo un silencio; la loba no quería decir con palabras lo que las dos pensaban.

«Debe de ser el último», transmitió Índigo como respuesta, con más seguridad de la que en realidad sentía. «Sigue adelante, Grimya. A ver si lo encuentras.»

La nieve espesaba, atrayendo su mirada de tal forma que le parecía contemplar un vórtice. De momento caía con bastante suavidad, pero sabía que aquello no duraría mucho y espoleó los ijares del caballo con los talones, obligándolo a emprender de mala gana un arriesgado trote. Grimya, que estaba a unos cien metros de distancia olfateando el suelo, le gritó de repente:

«¡Aquí! ¡El hielo se hace más ancho..., hay otro lago!»

«¡Recemos a la Madre Todopoderosa para que sea el último!», repuso Índigo. «Sí...» Se interrumpió al ver que Grimya se había puesto en tensión y miraba hacia el noroeste, las orejas bien erguidas y echadas hacia adelante. «¿Grimya? ¿Qué sucede?»

La loba le lanzó una rápida e inquieta mirada.

«Algo se acerca», respondió.

«¿Qué?» Índigo intentó mirar, pero la nieve se arremolinaba ante sus ojos.

«Caballos, creo. Y algo más. No... sé lo que es. Nunca había oído este sonido.»

Y entonces, también Índigo lo oyó. El sonido de algo que se acercaba rápidamente, con un tronar sordo. Y —le resultó difícil dar crédito a sus oídos, pero no podía pensar en otra cosa— tintineo de campanillas.

Una violenta ráfaga de nieve la obligó a volver la cabeza a un lado. Cuando hubo pasado y pudo mirar otra vez, vio una mancha en movimiento sobre el terreno blanco que se empinaba desde el lago. Y de repente otro sonido se mezcló con el ruido de algo que se arrastraba y las campanillas: una ronca pero inconfundible risa humana.

La troika surgió entre la nieve como una aparición. Los tres caballos robustos y peludos iban sujetos uno detrás del otro; el elevado morro del trineo se alzaba detrás de ellos. Grimya gruñó y se encogió asustada cuando el trineo giró describiendo un arco; entonces una voz masculina gritó:

—¡Soooo! ¡Deteneos, estúpidos bastardos!

Nuevas risas surgieron de la troika mientras ésta se detenía.

El caballo de Índigo lanzó un largo y estremecido relincho que podría haber sido un saludo o un desafío; el caballo guía del trineo respondió con otro relincho y golpeó los cascos contra el suelo levantando una nube de nieve. Los cuatro hombres cubiertos de pieles que se amontonaban en la troika la miraron con incredulidad desde los cien metros que los separaban de ella, Índigo, en un repentino impulso premonitorio, se llevó la mano a la espalda para coger su ballesta. Luego se detuvo. Los hombres le sonreían, pero la potente nevada le enturbiaba la vista y le resultaba imposible interpretar sus sonrisas.

Estalló entonces una voz:

—Me parece imposible de creer. ¡Aquí, en medio de ninguna parte, y totalmente sola!

Sus palabras surgieron con cierta dificultad. Alguien lanzó un grito de júbilo que se convirtió en hipo.

—A lo mejor es un weyer.

—¡No! Ningún weyer viene a esconderse por aquí. Además, por lo que se ve está en plena posesión de sus facultades. —La sonrisa se convirtió en una expresión lasciva y rapaz—, ¡Todas!

Grimya se acercó corriendo, con el vientre pegado al suelo, hasta donde estaba Índigo.

«¡Índigo! ¡Esto no me gusta!»

«Han estado bebiendo», dijo la muchacha a la loba. Su mano enguantada se había cerrado con más fuerza alrededor de la ballesta y empezaba a sacarla muy despacio del arnés. «No te muevas; no hagas nada todavía.»

—No habla mucho, ¿verdad? —comentó uno de los hombres—. Eh, belleza... ¿No tienes lengua?

—¡Dale un beso y descúbrelo!

Rompieron en tales carcajadas que sus caballos se agitaron nerviosos, Índigo tensó las riendas, pero siguió sin decir nada, esperando, aunque era una débil esperanza, que se cansaran de sus tonterías y siguieran adelante. Lo último que deseaba era meterse en una pelea, bajo circunstancias tan adversas. Pero ¿cómo razonar con borrachos?

Una nueva ráfaga de nieve la azotó; el viento que la acompañó sonó como el maullido de un gato, y su montura empezó a agitarse inquieta.

—Vamos, guapa, ¿qué te parece? ¿Qué tal un beso?

—¿U otra cosa?

—Algo que nos caliente un poco en este día tan frío, ¿eh?

Se escuchó un nuevo torrente de carcajadas. Uno de los hombres —el que parecía el mayor y más fornido, y, sin la menor duda, el cabecilla— empezó a salir de la troika por uno de los lados sonriendo como una hiena. El cerebro de Índigo tomó una rápida decisión: sacó la ballesta del arnés colocándola frente a ella de golpe, al tiempo que ponía la saeta que siempre tenía preparada en la ranura y montaba el cebo del arma con un «clic» sonoro y seco.

—Da tres pasos más y te mataré —dijo con tono categórico.

El hombretón se detuvo, mirándola fijamente. Luego se dobló sobre sí mismo y lanzó una risotada. Cuando volvió a enderezarse, exclamó:

—¡Nunca lo creeríais! ¡Una dama a quien le gusta jugar duro..., vaya vaya, esto es todo un regalito!

Alguien desde la troika lanzó un aullido de júbilo.

—¡Vamos, Corv, ve a ver de qué está hecha! ¡Vamos, cógela!

Grimya lanzó un gruñido y mostró los dientes; los ojos de Corv se desviaron hacia la loba.

—¡Ah, mirad eso! Un perrito fiel, ¿lo veis? Vamos, perrito... ven aquí, vamos, deja que el viejo Corv te rasque la barriga, ¿quieres? —Dio otro paso vacilante.

Índigo le espetó:

¡Quédate donde estás! —Sus ojos eran duros como el acero—. No te lo volveré a advertir.

Corv fingió pedir clemencia con gesto burlón.

—¡Ah, vamos, guapa! ¡Sólo queremos ser amables!

Índigo y Grimya tenían los ojos clavados en él, y por eso ninguna de las dos vio al hombre que, oculto tras los otros dos ocupantes del trineo, levantaba algo que llevaba en las manos y apuntaba. De repente, una pequeña piedra silbó en el aire con un débil gemido, y el caballo de Índigo lanzó un relicho asustado, echándose a un lado. Cogida por sorpresa, Índigo gritó y se echó hacia atrás en la silla mientras el animal se alzaba sobre los cuartos traseros. Sus músculos se encorvaron bajo el peso de la muchacha y se desbocó. Por instinto, sin dejar de sostener la ballesta, la muchacha intentó sujetar las riendas con una mano, pero no lo consiguió y se le escaparon ambos estribos. Se aferró apenas un instante a la silla con las rodillas, pero el caballo corcoveó, y salió despedida por encima de su cabeza para aterrizar en la nieve mientras el rocín huía al galope.

¡Índigo!»

Grimya corrió hacia ella mientras los hombres se retorcían de risa, Índigo rodó sobre el suelo, se sacudió la nieve de los cabellos y pestañas, y se incorporó de rodillas hecha una furia. No se detuvo a pensar. Una figura humana estaba ante ella y, alzando con gesto brusco la ballesta, disparó.

Se escuchó un alarido de dolor y Corv cayó al suelo. Las risas se desvanecieron al punto al darse cuenta sus amigos de lo que Índigo había hecho. Cuando ésta levantó los ojos vio tres rostros sorprendidos que la miraban desde el trineo. Corv estaba de rodillas, inclinado hacia adelante y lanzando ahogados sonidos guturales; la nieve aparecía salpicada de sangre, pasando del rojo al rosa pálido al mezclarse con los blancos cristales, pero la saeta se había clavado en el brazo y la herida era más aparatosa que grave.

Uno de los hombres lanzó un juramento, y alguien saltó fuera del trineo para ayudar a Corv. Éste dejó de gemir y levantó los ojos. Apretaba los dientes a causa del dolor, pero su expresión era cada vez más vengativa.

—Eso... no está bien... —chilló irritado—. ¡Perra cochina..., eso no es amistoso!

Sus acólitos lanzaron un gruñido de asentimiento, Índigo se llevó la mano a la espalda para sacar otra saeta de su carcaj, pero descubrió con horror que el carcaj no estaba allí. Debía de haberse soltado cuando el caballo se desbocó, y, paralizada por un repentino terror, pensó llena de desesperación: «Cuatro contra dos... No podemos con ellos si están armados...»

La troika crujió amenazadora al salir de ella los otros ocupantes. Corv había cerrado los ojos y maldecía en voz baja, animado por las palabras pronunciadas por un segundo hombre que avanzaba hacia Índigo.

—Muy bien, señora, ya te has divertido. ¡Pero a nosotros no nos gustan las mujeres que hacen cosas desagradables!

Corv sacudió la cabeza violentamente con gesto afirmativo.

—¡Ajústale las cuentas! —susurró—. Pequeña weyer asesina... ¡Cógela!

—La cogeré. —El otro hombre siguió avanzando lentamente hacia ella, Índigo vio que había

sacado un cuchillo—. ¡Y le daré una lección que no olvidará fácilmente!

Grimya volvió a gruñir, interponiéndose entre Índigo y el atacante que se acercaba, Índigo exclamó:

¡Grimya, no! Tiene un cuchillo. —Se aferró al peludo cuello de la loba en un intento de obligarla a retroceder cuando ésta se agazapaba para atacar, pero Grimya la empujó, retorciéndose para desasirse, y la muchacha perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.

Entonces, inesperadamente, a su espalda, un rugido aterrador atravesó el aire cargado de remolinos de nieve.

Grimya lanzó un gañido, y el pelaje del lomo se le erizó como si un rayo la hubiera atravesado. El hombre que se dirigía hacia Índigo se detuvo en seco, levantó la vista, y un terrible sonido inarticulado surgió del fondo de su garganta.

—¡Corv! —Los otros dos hombres lanzaron un aullido de pánico.

—¡Corred! ¡Por la Madre, volved aquí!

—¡Salid de ahí, deprisa, por lo que más queráis!

Empezaron a regresar desordenadamente al trineo, arrastrando a Corv entre todos. Los tres caballos, encabritados, no cesaban de relinchar mientras el conductor sujetaba como podía las riendas luchando por evitar que se desbocasen como había hecho el otro caballo. Todo sucedió tan deprisa que Índigo se sintió demasiado aturdida para hacer otra cosa que permanecer muy quieta allí donde había caído; y golpeando con fuerza su mente y aumentando su confusión le llegaba, desde la mente de Grimya, una oleada de terror que inundaba su conciencia.

Los caballos volvieron a relinchar, y de repente la troika se puso en movimiento, lanzándose hacia adelante y levantando una oleada de nieve en forma de arco que cegó a Índigo. Esta giró a un lado, intentando protegerse los ojos; escuchó el sonido de las campanillas repicando enloquecidas y el rasgueo de los patines del trineo mientras ganaba velocidad y se alejaba con tanta rapidez como los caballos podían arrastrarlo. Y luego, de forma aterradora, todo quedó en el más profundo silencio.

«Índigo...» Era la voz de Grimya en su interior, y la mente de la loba estaba poseída de un temor incontrolable. «Índigo...»

Muy despacio, Índigo empezó a levantar la cabeza. El corazón le latía violentamente con una mezcla de sobresalto, incomprensión y terror que recogía de Grimya. Oyó algo; se quedó inmóvil. El ahogado sonido de una respiración, mezclada con lo que parecía un fuerte y profundo ronroneo. Y su nariz se ensanchó cuando detectó el olor cálido de un animal.

Sus ojos se esforzaron por mirar hacia arriba, luego se concentraron en un punto.

Y su voz se quebró llena de asombro y temor mientras murmuraba:

—Por la Diosa...

Era tres veces el tamaño de Grimya; pesaba cinco veces más que ella misma. Un pelaje espeso y cremoso cubierto de rayas de un negro intenso le caía sobre los hombros inmensos y el lomo alargado y flexible; su cola se agitó nerviosa, y las patas delanteras enormes y engañosamente blandas se flexionaron para mostrar unas uñas parecidas a pequeñas dagas. Las redondeadas orejas estaban vueltas hacia adelante, y los dorados ojos del tigre de las nieves la contemplaban fijamente y con preternatural inteligencia.

Grimya no dejaba de gimotear, impotente, incapaz de contenerse. Tenía las orejas pegadas a la cabeza y el rabo entre las piernas mientras se acurrucaba en el suelo, intentando deslizarse hacia atrás. Su lealtad hacia Índigo, el deseo de proteger a su amiga, no podían oponerse al instinto mucho más antiguo y profundo inculcado a los de su especie durante miles de generaciones: el terror a ese rey de todos los depredadores del bosque.

Índigo no se movió. Estaba hipnotizada por la serena y sanguinaria mirada del tigre, y no podía hacer otra cosa que pensar, de una forma espantosamente ilógica que superaba todo instinto por su propia supervivencia, que era la criatura más hermosa que había visto nunca. En algún lugar, en otro universo, era consciente de que en cualquier momento podía saltar sobre ella y destrozarla: pero de todas formas era hermoso. Y ninguna otra cosa tenía el menor sentido.

El tigre parpadeó, y de repente el loco trance de Índigo se rompió. Un temor real y físico la atravesó como una puñalada en el estómago, sacándola bruscamente de su hipnosis y llenándole la boca de bilis. Con un violento gesto reflejo sintió que sus manos arañaban el suelo, su boca se abría para dejar salir todo el horror acumulado en un grito. Pero antes de que el grito saliera, el tigre alzó el peludo hocico; luego su cabeza giró a un lado, se dio la vuelta con elegante soberbia, tensó los recios músculos y se lanzó muy lejos de allí. Con los ojos abiertos de par en par y sorprendidos, Índigo lo contempló mientras se perdía en la ventisca cada vez más potente. En tanto el animal corría, los sentidos aturdidos de la muchacha registraron otra cosa: una forma oscura que corría sobre dos piernas —humana— interceptó al tigre y marchó corriendo a su lado. Perpleja, la joven la llamó, pero la figura no se inmutó. En pocos instantes, ambos, la figura y el tigre, habían desaparecido. Grimya, y ella estaban solas en medio de la nieve arremolinada y silenciosa.

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