PRÓLOGO


En la intimidad de la habitación silenciosa en una tierra que no es la suya, una joven se mira al espejo que le devuelve el reflejo algo deformado merced a defectos en su superficie. Cualquiera que la mirara no le daría más de veinticinco años, a pesar del aspecto ligeramente ojeroso del rostro y de las arrugas que el sol y el viento han dejado alrededor de sus sorprendentes ojos de color azul-violáceo. Ni siquiera los mechones grises que le surcan los largos cabellos rojizos disminuyen su aparente juventud..., pero ella, sólo ella entre toda la humanidad, sabe que esta apariencia es mentira: ha sido así como está ahora, sin envejecer, sin cambiar,, durante más de cuarenta años.

Es Índigo. E Índigo es inmortal.

En una ocasión, hace mucho tiempo, en una época que ahora se le aparece como un capítulo en la vida de otra persona, fue la hija de un rey, bailó y rió y amó entre los seguros muros de la fortaleza de su padre en Carn Caille. Pero eso fue antes de que su propia temeridad arruinara una paz de siglos que, de lo contrario, se habría convertido en su herencia. Antes de que desafiara y violara los tabús de la Torre de los Pesares, para arrojar sobre el mundo una nueva especie de caos.

Antes de que aparecieran los demonios.

En sus pesadillas, Índigo rememora todavía la carnicería que su insensata acción provocó sobre su hogar y la familia que tanto amaba. Y desde aquel día aciago ha viajado por todo el mundo en incesante y desesperada misión para localizar a los siete demonios que, por su mandato, surgieron como furias de la torre, para enfrentarlos y destruirlos. Hasta que no haya completado su tarea, no podrá morir. Y tampoco podrá liberar al hombre que ama, cuya vida y espíritu están paralizados en un limbo situado más allá del tiempo.

En la silenciosa habitación piensa ahora en Fenran, su amor perdido, desbordada por un dolor que intensifica aún más el saber que esa tierra a la que ha llegado es la tierra que lo vio nacer a él. Índigo ha eliminado ya a tres demonios, y ahora, al ir en busca del cuarto, debe también enfrentarse a otro más sutil que está en ella misma: el demonio del recuerdo.

Índigo se contempla de nuevo en el espejo. Pero esta vez el espejo le muestra una imagen diferente e, instintivamente, retrocede, al tiempo que siente una mano helada que se posa sobre su espina dorsal mientras observa el rostro sonriente y los ojos plateados de otro poder más, que realmente puede ser apodado «demonio». Un poder y una figura convertidos en su sombra, un ser surgido de la parte más tenebrosa del suyo: su Némesis. Adondequiera que vaya, el ser la seguirá; haga lo que haga, esa cosa intentará por todos los medios desbaratar sus planes. Y, además, le ha enseñado el significado del odio.

La imagen de Némesis se disuelve, y en su lugar Índigo se encuentra contemplando unos dulces ojos dorados y un rostro que refleja serenidad total y voluntad implacable. Sus ojos se cierran, pero la imagen permanece, y su mente regresa de nuevo a las ruinas de Carn Caille, y al resplandeciente ser, emisario de la Madre Tierra, que fue hasta ella en su momento más sombrío y depositó la carga de su misión sobre los jóvenes hombros de la muchacha.

Dos poderes inhumanos: luz y tinieblas, árbitros y jueces. Y no obstante, se pregunta Índigo... y no obstante... ¿son en realidad lo que parecen? Ha empezado a aprender que la oscura frontera que separa el mundo exterior del interior está a menudo muy desdibujada, que el destino es una palabra que puede poseer muchos significados distintos. Y, por encima de todo, ha empezado a comprender

la naturaleza del engaño.

A su lado, una figura gris se agita y una cabeza moteada se alza, mientras unos ojos que despiden un ligero brillo la contemplan con afecto y preocupación: los ojos de Índigo se abren; la muchacha se vuelve y extiende una mano para acariciar las orejas de la loba que yace a su lado. Su eterna amiga; la mutante Grimya que decidió compartir su búsqueda y con ella su carga, y que ha sido su compañera durante todos estos años de vagabundeo. En medio de las rarezas y engaños del mundo, Grimya es una constante que jamás varía, un ancla en las cambiantes mareas de la vida de Índigo. Y sólo por eso, Índigo le debe más de lo que jamás podrá expresarle.

Mira otra vez al espejo, y su rostro la contempla desde el distorsionado cristal. Vuelve la mirada hacia otro lado; es el reflejo, sólo eso. La realidad la espera más adelante en el frío país septentrional, donde algo siniestro y maligno aguarda para ser reanimado. Y ella lo encontrará. «Debe» hacerlo.

Índigo se ha dormido por fin. Y Grimya, criatura de la noche, mantiene inquieta vigilia y contempla las extrañas constelaciones que brillan distantes desde el nítido y helado cielo septentrional mientras escucha los débiles sonidos que Índigo lanza en sueños. Los sueños de la loba son más sencillos; los recuerdos ancestrales de bosques y llanuras, de las cacerías durante las siempre cambiantes estaciones del año. Pero una porción de su mente, que no es exactamente la de una loba sino de algo que cubre el abismo que media entre el animal y el ser humano, se pregunta qué les reservará este nuevo futuro a ella y a su amiga.

Y se alegra de que la respuesta, de momento, le sea esquiva...

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