CAPÍTULO 16


El grito enloquecido del conde Bray quedó ahogado por un ensordecedor rugido. El tigre de las nieves saltó para colocarse entre Índigo y la demente figura que se acercaba. La joven se vio arrojada a un lado y el hipnótico hechizo de las mortíferas armas plateadas se hizo pedazos en el momento en que ella caía al suelo.

—¡No! —Recuperado el juicio, Índigo rodó, escupiendo la nieve antes de poder aullar con toda la potencia de sus pulmones—: ¡No te acerques a él, no lo intentes!

El tigre estaba medio agazapado para saltar, las orejas planas contra la cabeza, la cola balanceante. Rugió por segunda vez, el conde Bray se tambaleó hacia atrás, gritando como un alma en pena, cuando una garra gigantesca acuchilló el aire frente a él. Grimya se había colocado también junto al tigre, gruñendo enfurecida y, por un instante, algo parecido a la cordura parpadeó como un fuego moribundo en los enloquecidos ojos del hombre. El aullido se transformó en un gemido jadeante y baboso, y se quedó inmóvil, el hacha alzada sobre su cabeza, pero paralizada; el escudo centelleaba cargado de malignidad. No podía hablar (Índigo tuvo la terrible sensación de que el pobre hombre había olvidado cómo hacerlo), pero su boca colgaba desencajada y babeante como la de una patética criatura idiota; la embargó una profunda piedad al ver en lo que se había convertido; la vieja maldición lo había transformado en la caricatura de un ser humano.

Por un momento pareció que la mirada del conde y la del tigre de las nieves se encontraban; entonces los ojos del hombre se volvieron vidriosos al apagarse en su cerebro aquella chispa de razón. Su boca se contrajo en una mueca demente... De improviso se dio la vuelta, hundiendo una de sus botas con fuerza en la nieve y, con un aullido ensordecedor, salió corriendo en medio de la tormenta, gritando, riendo, sollozando mientras se perdía de vista.

Un estertor surgió de los pulmones de Índigo, que se arrodilló con dificultad mientras Grimya corría hacia ella.

¡Grimya! —Abrazó con fuerza a la loba, luchando por superar la conmoción que le había producido todo aquello—. ¡Oh, dulce Madre, pensé que nos haría pedazos!

«¡No se atrevió a enfrentarse al tigre!» Grimya lamió el rostro de Índigo. «¡El tigre nos ha salvado de él!»

—Fuis... —El aire helado acuchilló sus pulmones y empezó a toser violentamente, luego cambió a la comunicación telepática. «¡Fuisteis los dos tan valientes...!»

«No me detuve a pensar, Tenía miedo., pero el tigre me dio valor.»

Se percibía sorpresa tras las palabras de Grimya. Índigo hundió el rostro en el frío y húmedo pelaje del animal.

«Nos ha dado valor a las dos, cariño. Tenemos una gran deuda con él.»

Antes de que Grimya pudiera replicar, un retumbo enfurecido hizo que ambas levantaran la cabeza. El tigre se encontraba a unos pasos de distancia, tenso, la cabeza alzada, la cola agitándose nerviosa todavía. Al percibir que lo miraban volvió la cabeza hacia ellas y les mostró los colmillos con un gruñido inquieto, luego desvió rápidamente la cabeza.

«Percibe algo más», explicó Grimya. Alzó las orejas para escuchar, luego meneó la cabeza, desilusionada. «No puedo olería. El viento es fuerte; lo tenemos en contra.» Y dio un respingo cuando de repente el tigre volvió a rugir, lanzando un furioso desafío. Sus músculos se pusieron en tensión y salió disparado en persecución de algo que sólo él podía ver u oler. Consternada, Índigo se

puso en pie a duras penas, mientras gritaba:

—¡Espera!

Pero el tigre no le prestó atención y, en cuestión de segundos, se había desvanecido.

«¡Rápido!», la instó Grimya. «¡Sigamos sus huellas..., no podemos arriesgarnos a perderlo ahora!»

Y desapareció en pos del felino, Índigo corrió tras ella dando tumbos, resbalando, hundiéndose en la nieve, en pos de las profundas huellas que ya empezaban a cubrirse y desaparecer a medida que la nieve caía sobre ellas. En medio del rugido de la tormenta le llegó de nuevo el del tigre; y de repente le llegaron otros ruidos, débiles y apenas audibles como si provinieran de muy lejos... El frenético ladrido de perros.

Grimya se detuvo en seco.

«¡Indigo! Creo...»

Un nuevo rugido del tigre la hizo callar, y sus orejas se irguieron hacia adelante. Antes de que Índigo pudiera reaccionar, la loba saltó a toda velocidad, Índigo avanzó pesadamente tras ella, gritando su nombre. Y entonces vio el bulto oscuro algo más allá.

¡Grimya! —Su voz se quebró, rechinante—. ¡Grimya, ten cuidado!

Pero Grimya estaba demasiado excitada para prestar atención a la advertencia, y su frenético comunicado retronó en la mente de Índigo.

«¡Son ellos, es el trineo! ¡Indigo, los hemos encontrado!» Y aulló su alegría en voz alta mientras los gritos de los perros redoblaban, frenéticos, con más intensidad.

Para no perder el equilibrio, Índigo balanceaba los brazos mientras resbalaba sobre el hielo en dirección al trineo. Podía ver ya a los perros, todavía sujetos al trineo, saltando y brincando en una confusión de cuerpos peludos, pero no hicieron intención de correr hacia ella. Y entonces descubrió por qué.

El perro guía, un enorme animal negro y el mejor de las perreras de los Bray, yacía muerto entre los arreos, su sangre teñía la nieve. Tenía los ojos abiertos pero velados, y la mandíbula desencajada, paralizada en un gruñido de agonía. De su costado, atravesando el magnífico pelaje justo debajo del hombro y hundida hasta el corazón, sobresalía el asta de acero de una saeta de ballesta.

Índigo sintió la fría y potente garra del miedo cerrarse a su alrededor.

—No... —murmuró—. ¡Oh, no..., no...!

Los seis perros supervivientes ladraron su alegría y alivio al verla, intentando llegar hasta ella pero inmovilizados por el adiestramiento que les impedía abandonar su lugar si no recibían la orden del jefe de la jauría, Índigo miró frenéticamente a su alrededor en busca del tigre, pero éste se había desvanecido. De inmediato volvió su atención al trineo. Algo se movía en su interior, algo que yacía entre el montón de pieles apiladas dentro de él. Índigo se abrió paso entre la nieve, sujetándose a los patines del trineo para detenerse y no resbalar. Miró al interior, y sintió que una irresistible sensación de náusea le subía por el estómago.

¡Veness!

Estaba acurrucado en el fondo del trineo, intentando cubrirse con las pieles que lo rodeaban en un esfuerzo por protegerse del frío. Y ella comprendió al instante por su rostro lívido y crispado que estaba herido.

—¡Veness! —Trepó por el costado del trineo, y se agachó a su lado—. ¡Oh, Diosa todopoderosa! ¿Qué ha sucedido?

El la miró sin comprender.

—¿Índigo...? ¿Cómo, por la Madre, conseguiste...? —E hizo una mueca de dolor.

—No importa eso... ¡estás herido! Deja que te ayude a...

—¡No! —Su mirada se movió con rapidez de derecha a izquierda—. Está aquí: Kinter tiene tu arco, y...

La muchacha comprendió de repente lo que el tigre había hecho. Debían de haber dado con el trineo justo cuando Kinter y Veness luchaban, y el felino había intervenido para hacer huir a Kinter antes de que pudiera completar su criminal tarea. Kinter había huido, matando sin duda al perro al escapar, y el tigre fue tras él. Índigo sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que una saeta podía hacer al magnífico animal, y rezó en silencio para que a la criatura no le sucediese nada. Pero su mayor preocupación era Veness.

—Se ha ido, Veness —dijo—. El tigre lo hizo huir.

—¿El... tigre...? —Estaba perplejo, pero no había tiempo para más explicaciones. La mano enguantada de Índigo, al ayudarlo a colocarse en una posición menos incómoda, quedó cubierta de una mancha oscura. Veness se mordió con fuerza los labios—. Es... está bien, yo puedo hacerlo. Dame sólo un... momento...

Le castañeteaban los dientes a causa del frío y la conmoción, pero movió ligeramente el cuerpo, luego dejó que ella apartara las pieles y lo examinara con más atención. Tenía el abrigo empapado de sangre y, aunque Índigo no podía ver gran cosa en medio de la oscuridad y los arremolinados copos de nieve, le dio la impresión de que había más sangre rezumando lentamente de una herida situada justo debajo de la caja torácica.

—¿Qué sucedió? —Su voz delataba miedo y furia, y empezó a envolver con las pieles el cuerpo helado del muchacho.

Veness hizo una mueca.

—Lo en... encontramos. A mi padre: lo encontramos, pero... no pude dispararle, ¡no pude hacerlo! Kinter... to... tomó la ballesta, pero erró el tiro. Pensé que mi padre iba a atacarnos, pero se dio la vuelta. Huyó; no... no sé por qué. Y entonces... —Tosió, y la furia y la confusión se mezclaron con el dolor en su mirada—. Entonces Kinter... recargó la ballesta, y la apuntó contra mí. No comprendí, le grité, y él... él se echó a reír. A reír. Y entonces... no dijo nada, sencillamente disparó, a bocajarro. —Su voz traicionó su perplejidad, pero se recuperó y la sujetó por el antebrazo—, Índigo, Kinter es un...

—Sé exactamente lo que es Kinter —repuso ella sombría.

Veness volvió a toser y escupió por encima del costado del trineo.

—¿Lo sabes? Pero...

—Te lo contaré todo, Veness, pero más tarde. Es vital que primero te lleve de vuelta a la granja: necesitas calor, y tu herida necesita que se le eche una mirada. —Se interrumpió, mirando por encima del morro del trineo hasta donde estaban los perros apelotonados y aullando. ¿Correrían sin un cabecilla? Se dijo que no; o de lo contrario ya se habrían dirigido de vuelta a casa.

«¡Índigo!», le dijo Grimya rápidamente. «¡Yo puedo ocupar el lugar del perro muerto! Los perros no me temen, y sé cómo hacer que me entiendan y obedezcan. Me seguirán si los guío.»

Índigo se volvió hacia ella.

«Pero nosotras no conocemos el camino de regreso a la granja. Y Veness no está en condiciones de guiarte.»

«Losperros lo conocen. Ellos me lo dirán.»

Como si hubieran percibido y comprendido las palabras de la loba, los aullidos de los perros se transformaron en ladridos agudos. Empezaron a dar saltos y a morder el aire desde sus puestos. Estaban bastante descansados; el frío aún no había minado sus fuerzas. Y si Grimya estaba dispuesta...

A toda prisa explicó a Veness el plan de la loba. Este asintió con dificultad, y ella añadió:

—¿Podrás soportarlo, Veness? No será un paseo cómodo.

Un segundo gesto de asentimiento.

—Puedo soportarlo. Mejor esto que... quedarse aquí congelado. —Se pasó la lengua por los labios, y la saliva se convirtió en hielo casi al instante—. Arranqué la saeta. Creo que quizá... no debiera haberlo hecho...

Índigo reprimió un horrible temor al escuchar sus palabras, y saltó fuera del trineo, de regreso en medio de la tormenta, para arrastrarse hasta donde estaban los perros. Con dedos torpes y entumecidos emprendió la deprimente tarea de liberar al perro muerto de sus arreos, y apartó a un lado el cadáver, lamentando que un animal tan hermoso y noble tuviera como último lugar de descanso un sitio a tal punto ignominioso. Luego, entre el cada vez más sonoro clamor de los otros perros, sujetó los arreos alrededor del pecho y hombros de Grimya. No estaban demasiado bien colocados, pero Grimya dijo que serviría, Índigo percibió su excitación ante esta nueva y desconocida aventura. Por fin estuvieron listos y corrió a subirse de nuevo al trineo. Entonces dio un brinco al escuchar un débil sonido a su espalda.

El tigre había regresado. Pálido en medio de la nieve, permanecía inmóvil observándola, manteniéndose de forma que los animales del trineo no pudieran olerlo. No hizo el menor intento por acercarse y, obedeciendo un impulso, Índigo se dio la vuelta y se acercó a él. Ya no sentía el menor temor del animal: los acontecimientos de esa noche habían desvanecido cualquier duda que aún pudiera tener, sabía que se trataba de un amigo y aliado sincero. El tigre alzó la cabeza al acercarse ella, Índigo se detuvo a dos pasos de él.

—Tengo que llevarlo a casa. —Habló a la hermosa criatura en voz alta, sintiendo que tenía una deuda con ella y debía explicarse—. Sé que hay otra cosa que debo hacer... otra cosa que quieres que haga... pero debo anteponer la seguridad de Veness. Por favor: ¿lo comprendes?

Los peludos labios del tigre se echaron hacia atrás mostrando los dientes en una especie de sonrisa. Su profundo y gutural rugido de confirmación se dejó oír bajo el gemido del viento. Luego volvió el rostro en la dirección por la que habían venido y la contempló expectante. Comprendió que era, a la vez, un gesto de aceptación y de que no pensaba abandonarla. La muchacha sintió gratitud y un intenso alivio.

Corrió de regreso al trineo y saltó a su interior, acurrucándose en el suelo junto a Veness y sosteniéndolo lo mejor que pudo. Los perros estaban en pie, agitando las colas; y a la cabeza del tiro Grimya levantó el hocico, ladró y la jauría le respondió con un coro de ladridos. Se inclinaron sobre los tirantes, el trineo empezó a moverse, dando sacudidas sobre la nieve, ganando velocidad, y, con la imponente y fantasmal figura del tigre corriendo con agilidad a su lado, el convoy viró y se puso en marcha en dirección a la granja.

Entraron en el patio como una tromba en medio de un alboroto de ladridos y aullidos, del siseo de patines que sacó a Reif corriendo de la casa. El tigre se había separado de ellos medio kilómetro antes de llegar al arco de piedra de la granja, desapareciendo en la noche tempestuosa. Grimya condujo a los perros hacia adelante, lanzando aullidos de ánimo cuando por fin avistaron luces frente a ellos.

Reif echó una mirada a Veness, acurrucado en el trineo mientras el brazo de Índigo lo sujetaba con fuerza, y sus ojos se clavaron en los de la muchacha con una expresión de horror y remordimiento.

—No digas nada, Reif —dijo Índigo—. Ayúdame a llevarlo dentro.

Entraron a Veness al vestíbulo y de allí a la cocina. Carlaze se levantó de un brinco del lugar en el que estaba sentada a la mesa, Índigo contempló furiosa a la rubia muchacha, por un momento. Luego se dio la vuelta y regresó corriendo al patio, diciéndose que su primer deber era ocuparse de Grimya y de los perros, pero a sabiendas al mismo tiempo de que si hubiera permanecido en presencia de Carlaze un minuto más la hubiera matado.

Soltó los tirantes de los perros y los condujo a las perreras situadas tras el granero grande. La ventisca había empezado a amainar y, aunque el viento seguía rugiendo, la nieve caía con menos fuerza y sobre su cabeza el cielo nocturno aparecía despejado en algunas zonas dejando entrever estrellas que enviaban su frío fulgor a la tierra. Los compañeros de los perros los recibieron con un frenesí de ladridos, lametones y mordiscos cariñosos, Índigo permaneció unos instantes contemplándolos, forzándose a tomarse su tiempo. Por fin, cuando juzgó que había recuperado en cierta medida el dominio sobre sí misma, regresó con Grimya a la casa.

Reif estaba solo en la cocina, Índigo se detuvo en seco en la puerta, y ambos intercambiaron una mirada, sin que ninguno quisiera ser el primero en hablar. Por fin fue Índigo quien rompió el silencio.

—¿Dónde está Veness?

—Arriba. —La voz de Reif sonaba apagada y algo temblorosa—. Livian está con él, ocupándose de la herida. —Desvió la cara, no quería que ella viera la emoción de su rostro.

Entonces Índigo se obligó a hacer la pregunta.

—¿Y... Carlaze?

—La he encerrado abajo, en uno de los sótanos.

Índigo se puso rígida.

—¿Entonces Veness te lo ha contado?

—Sí. Todo. —Se produjo una larga pausa, luego Reif se obligó a volver la cabeza y a encontrarse con su mirada. La vieja hostilidad, la incertidumbre, la desconfianza se habían convertido en cenizas; todo lo que ella vio que un hombre desolado y amargamente arrepentido—. Índigo, no sé qué decir, cómo disculparme...

—No lo intentes, —Índigo se le acercó y le posó una mano sobre el brazo—. En tu lugar yo hubiera pensado lo mismo, Reif. ¿Por qué tenías que creerme? ¿Qué motivo tenías para aceptar mi palabra en contra de la de ella?

La miró apesadumbrado.

—Esa no es la cuestión, ¿no es así? Cuando pienso en lo que ha sucedido... y ahora esto... Tendría que haberlo evitado, ¿no te das cuenta? ¡Si me hubiera dado cuenta!

—Reif, ninguno de nosotros se dio cuenta. ¿Cómo íbamos a pensarlo? Kinter y Carlaze ocultaron sus planes con tanto cuidado... Y nadie tenía ningún motivo para sospechar que fueran traidores. — «Excepto», pensó llena de tristeza, «que yo sí tenía motivos para sospechar de alguien y fui tan

estúpida que miré en dirección equivocada».

Reif aspiró con fuerza y miró hacia la puerta del sótano.

—Si le sucede algo a mi hermano...

—No. No lo pienses siquiera. —También ella lo había pensado, incesantemente, desde el momento en que el trineo iniciara su viaje de regreso a casa, y necesitaba con desesperación no hacer hincapié en semejante posibilidad—. Iré arriba..., quizá pueda ayudar a Livian.

Reif asintió con la cabeza. Lo dejó allí y recorrió a toda prisa el vestíbulo y las escaleras. Cuando se acercaba a la puerta de la habitación de Veness, ésta se abrió y aparición Livian. La anciana la vio y se detuvo.

—¡Livian! —Índigo corrió hacia ella—. ¿Está bien?

—Duerme.

Livian tenía aspecto agotado y envejecido, Índigo sintió una punzada de culpabilidad al darse cuenta de que en medio de todo el furor no había pensado ni una sola vez en lo que estaría sufriendo Livian. Su hija herida y debatiéndose entre la vida y la muerte; su hijo un traidor, sin el menor atisbo de duda, y presunto asesino. Era un doble golpe brutal y, mientras miraba a la mujer, Índigo se dio cuenta de lo delgada que se había vuelto la cuerda que mediaba entre el dominio de sí misma y el colapso total.

Livian se volvió y cerró la puerta de Veness con cuidado a su espalda.

—Es mejor no molestarlo ahora —dijo con voz tensa y remota que traicionaba lo encarnizadamente que se aferraba a la cuerda—. Dejémoslo dormir. —Entonces se relajó un poco—. No creo que la herida sea tan grave como temimos al principio.

Índigo ansiaba entrar en la habitación y comprobarlo, pero Livian tenía razón; sería mejor para Veness que no lo molestaran.

—¿Cómo está Rimmi? —preguntó.

—¿Rimmi? Oh... está muy débil, pero creo que empieza a recuperarse. —Se produjo una larga y dolorosa vacilación, luego—: Si no hubiera sido por ti...

—Por favor, Livian.

Índigo no buscaba su gratitud, y sentía que no la merecía. Su posición era demasiado ambigua: podía haber salvado la vida de Rimmi, pero también había revelado la verdad sobre Kinter y Carlaze, y, cualquiera que fuese su sentido de la justicia, esa herida debía resultarle tan dolorosa a Livian como las heridas físicas de Rimmi y Veness.

Pero Livian no estaba dispuesta a dejarse disuadir. Hinchó el pecho y dijo con voz débil:

—No: debe decirse y se dirá. Has salvado la vida de mi hija. Si no hubiera sido por ti, los habría perdido a los dos. No lo olvidaré, Índigo. No lo olvidaré. —Y pasando junto a Índigo se alejó en dirección a las escaleras.

Índigo la siguió hasta el vestíbulo sintiéndose pequeña y avergonzada. Allí se encontraron con Reif que venía de la cocina, poniéndose el abrigo..., el abrigo que Índigo se había llevado antes al huir. Por un momento su rostro expresó temor al mirar a Livian, pero ésta se limitó a decir:

—No está demasiado mal, Reif. Prepararé algo de comida para todos nosotros. —Y se dirigió a la cocina.

Reif la siguió con la mirada unos instantes, luego miró a Índigo.

—Voy a ir a dar de comer a los perros —anunció con voz ronca—. Raciones dobles. La Diosa sabe muy bien que sellas han ganado esta noche.

Índigo asintió.

—Iré contigo si me lo permites.

—Sí..., sí, y eres bien recibida.

Reif fue a buscar varios pedazos descarne de cordero, y un cubo de puré caliente mientras Índigo se ponía el abrigo y llamaba a Grimya. Juntos abandonaron la casa y atravesaron el patio en dirección a las perreras. Había dejado de nevar aunque el viento seguía soplando con violencia, y el cielo, asombrosamente despejado, era una vasta bóveda negra llena de estrellas heladas.

—No hay luna —dijo Reif—. Pero sí luz suficiente para proyectar sombras. No me gusta esta clase de tiempo tan a principios del invierno. Ventiscas repentinas, cielos de pronto despejados... Las condiciones climáticas resultan así impredecibles. Podríamos tener problemas cuando iniciemos la caza.

Era la primera vez que mencionaba plan alguno, Índigo lo miró de reojo.

—¿Qué piensas hacer?

Reif se encogió de hombros.

—Reunir a tantos hombres como pueda conseguir con las primeras luces del día, armarlos y empezar a registrar a fondo la zona. —Hizo una pausa—. Tenemos que encontrarlos a los dos: a Kinter y a mi padre. Y no me atrevo a decir cuál de los dos es más peligroso.

Índigo no dijo nada. No le había contado a Reif su breve y aterrador encuentro con el conde Bray, y no se decidía a agobiarlo con eso ahora. Lo más probable era que tuviese la oportunidad de ver por sí mismo la terrible verdad antes de que todo aquello acabara.

Grimya, que avanzaba a su lado, le comunicó:

«Si el cielo permanece despejado y no nieva más, serán buenas las condiciones para seguir un rastro. Si nosotras...» Y su voz mental se interrumpió de improviso.

¿Grimya? —Índigo la miró frunciendo el entrecejo, y Reif volvió la cabeza sorprendido—. ¿Qué sucede?

Grimya no respondió, por el contrario clavó la mirada en dirección al arco, que era una cuña de oscuridad en el paisaje nevado que brillaba débilmente más allá. Entonces Índigo musitó:

—¡Oh, por la Madre...!

El tigre surgió entre las sombras del arco y penetró con sigilo en el patio, Índigo notó que Reif se inmovilizaba a su lado y lo oyó lanzar un ahogado y sorprendido juramento, pero el gigantesco felino lo ignoró. Sus profundos y expresivos ojos la miraban a ella con fijeza; alzó la cabeza y profirió un rugido ronco y desafiante.

Reif salió bruscamente de su trance, y desenvainó la espada con un ruido metálico.

—¡Índigo! —susurró—. ¡Retrocede!

—¡No! —protestó ella—. ¡No lo amenaces, no intentes hacerle daño! ¡Es un amigo! —Y, al ver su incomprensión, recordó que no sabía nada del tigre; para él era un símbolo de algo terrible y letal; no un aliado sino un enemigo.

El tigre volvió a rugir y avanzó hacia ellos. Reif, casi presa del pánico, intentó agarrar el brazo de Índigo, procurando apartarla de en medio y protegerla tras él, pero ella se desasió, había oído la llamada del tigre (no, más que oído, la había sentido, una demanda urgente e imperiosa que penetraba con fuerza en su cerebro).

—No —repitió, pero esta vez hablaba al felino—. Debo esperar..., se me necesita aquí; cuando amanezca...

Se vio interrumpida por un espantoso bramido, y la llamada resonó otra vez en su cerebro. No había palabras en ella, pero el significado era claro e inconfundible. Ven, le decía. Ven. Ahora. Y no aceptaba excusas.

Dirigió una rápida mirada a Grimya. La loba tenía los ojos fijos en el tigre, había en ellos una curiosa mezcla de temor, respeto y, ante la sorpresa de Índigo, impaciencia. De repente Grimya habló:

«¡Indigo, tenemos que hacer lo que dice! ¡Es de suma importancia..., siento que es de suma importancia!»

El felino hizo una mueca y sacudió la cabeza, Índigo se volvió hacia Reif.

—Reif, tengo que ir con él. No puedo explicártelo ahora. Pero tengo que ir.

Reif la miró como si estuviera loca.

—¿Ir con esa criatura? En el nombre de la Madre, ¿qué estás diciendo?

El tigre rugió, y ella volvió a sentir lo perentorio de su llamada: «Ahora, rápido; no hay tiempo que perder», Índigo sacudió la cabeza con desesperación.

—Regresaré, Reif. Díselo a Veness...

—¡Aguarda un minuto!

Ella había empezado a andar hacia atrás por el patio cubierto de nieve. De repente Reif se lanzó detrás. Sus dedos se cerraron en torno a la muñeca de la joven, pero antes de que pudiera tirar de ella el tigre saltó sobre él. Sus enormes patas delanteras lo lanzaron por los aires; cayó pesadamente contra el suelo y, mientras estaba allí tendido sin aliento, el felino retrocedió, mostrando los colmillos y gruñendo por lo bajo. Se colocó entre Índigo y Reif, como para protegerla. Reif empezaba a incorporarse cuando Índigo le dijo:

—Reif, lo siento... pero no puedo explicarlo. Te lo contaré todo cuando regrese, pero ahora, por favor, confía en mí. Y... dile a Veness que volveré pronto. —Hizo una pausa, luego—: ¡Dile que le quiero!

Y Reif, de pie aturdido en medio del patio, tuvo una última impresión del trío (una extraña e insólita troika) mientras Índigo, Grimya y el tigre de las nieves atravesaban el arco corriendo y desaparecían en la noche.

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