CAPÍTULO 3


Durante algún tiempo no tuvieron aliento para hablar, y ahora, pensó Índigo sombría, al menos ella no tenía siquiera fuerzas para hacerlo. Sujetó con más fuerza aun la capucha que el viento intentaba echar hacia atrás, pero sus manos no la obedecían, como si pertenecieran a un cuerpo que no fuera el suyo. El frío glacial se calaba entre sus ropas y carne hasta llegarle a los huesos, y no sabía cuánto tiempo podría seguir resistiendo con la cabeza gacha la fuerza de la ventisca mientras el viento aullaba cual alma en pena en sus oídos y la nieve la golpeaba como un millón de látigos de hielo.

Grimya era una masa oscura que avanzaba tambaleante un poco más adelante; la cabeza y el lomo estaban ya por completo cubiertos de nieve que le daba un estrafalario aspecto moteado, pero su respiración jadeante y pesada era ahogada por el estruendo de la tormenta. La loba hacía bastante tiempo que ni siquiera había intentado comunicarse por telepatía con Índigo y, aunque Índigo sabía que también ella necesitaba toda su concentración para mantenerse en pie bajo aquellas pésimas condiciones, se daba cuenta de que Grimya estaba profundamente avergonzada —eso le parecía— por su abyecta y cobarde conducta frente al tigre de las nieves, Índigo no podía intentar convencer a la loba de que su reacción había sido natural. Grimya seguiría culpándose dijera lo que dijese; y además, su actual situación no les dejaba energías para otra cosa que no fuesen las necesidades perentorias de la supervivencia.

La ventisca ganaba fuerza. Al principio, mientras avanzaban pesadamente a lo largo de la orilla del lago, no era demasiado violenta; incluso con el viento en contra y la nieve que se estrellaba en sus rostros habían conseguido avanzar bastante, Índigo se animó cuando por fin llegaron al final del lago y emprendieron la marcha en dirección a la granja que, según el mapa, estaba sólo a unos kilómetros de distancia. Pero a medida que se acercaba la puesta de sol el tiempo empeoró bruscamente, y al poco rato Índigo no podía ver más que a un palmo de distancia mientras una lóbrega oscuridad inundaba el mundo y el aullido del viento arrojaba nieve y aguanieve sobre ellas, en un salvaje ataque horizontal. La nieve empezaba a acumularse peligrosamente, en algunos lugares era demasiado espesa para vadearla; en dos ocasiones Índigo se encontró hundida hasta la cintura y sólo consiguió salir de la trampa con la ayuda de Grimya. Estaba empapada y le parecía que la ropa se le había congelado sobre el cuerpo, excepto en los pies, que ya no sentía en absoluto. No habían encontrado rastro del caballo y no se atrevían a abandonar el sendero para ir en su busca; perderse con aquel tiempo, con la noche a punto de caer sobre ellas como una maldición, no conduciría más que a sucumbir entre los horrores de los elementos.

Pero ¿qué esperanza tenían, se preguntó Índigo, sin el caballo? Se lo habían jugado todo a la carta de llegar hasta la granja que el mapa prometía; sin embargo temía que su apuesta hubiera fracasado, ya que parecía que llevaran una eternidad abriéndose paso entre la ventisca, y todavía no habían visto señales de ningún lugar habitado. En estas condiciones podrían fácilmente pasar de largo la granja sin verla siquiera; unos cuantos metros serían suficientes para alejarlas de la única posibilidad de encontrar refugio y de toda esperanza de rescate. Y con el caballo se habían ido todas sus provisiones. No tenían comida, combustible ni refugio. En medio de la locura de la tormenta no habría un solo ser viviente que pudiera ayudarlas.

Se tambaleó de pronto y se irguió bruscamente con un tremendo esfuerzo de voluntad, al darse cuenta de que había estado a punto de caer de cara sobre la nieve. En un momento de delirio le pareció tan seductora como una mullida cama de plumas, y deseó arrojarse sobre su adormecedor y frío suelo, cerrar los ojos y dejar que la embargara el sueño. Furiosa y asustada, se clavó los dientes con fuerza en el labio inferior en un intento por despertar los sentidos, pero tenía los labios azulados, entumecidos, y no sintió nada, ni siquiera cuando la sangre empezó a resbalar lentamente para mezclarse con el hielo que había formado una máscara grotesca sobre su rostro. Debía seguir adelante. No podía tumbarse a dormir allí, sobre la nieve, por mucho que lo deseara. Y no debía permitir que la risa que intentaba brotar histérica de su garganta consiguiera dominarla, porque si empezaba a reír, sabía que ya no podría parar. Había que seguir adelante, adelante. Hablar con Grimya, hablar consigo misma, cualquier cosa que impidiera que la locura de la nieve la poseyera. De lo contrario empezaría a ver cosas, alucinaciones en la nieve, gente, caballos, tigres...

«¡Índigo!»

El grito silencioso de Grimya interrumpió el hilo de sus pensamientos y se detuvo, balanceándose hacia atrás y hacia adelante, mientras la primera de las alucinaciones —que casi, casi se había alzado frente a ella surgiendo de la atronadora oscuridad— se desintegraba y desaparecía. Parpadeó y se dio cuenta de que no podía ver a la loba; no veía más que la oscuridad, la tormenta y la cegadora vorágine de nieve.

«¿Grimya...?» De regreso momentáneamente a la racionalidad, advirtió que empezaba a invadirla el pánico. «¿Grimya, dónde estás»?

«Justo delante de ti.»

La voz mental de la loba era débil y vacilante, pero había una nota nueva en ella. ¿Excitación? Índigo se estremeció sin atreverse a albergar esperanzas.

«Hay una luz. ¡Puedo ver una luz!»

«Una alucinación», protestó Índigo, demasiado asustada para admitir aquella posibilidad. Pero no, Grimya no sufriría alucinaciones...

Dio unos pasos vacilantes y de repente vio a la loba. Grimya estaba inmóvil, presa de un temblor incontrolable, pero cuando alzó el hocico y miró a su alrededor, sus ojos cubiertos por una costra de hielo estaban llenos de luz.

«La he visto», insistió. «Justo delante de nosotras. ¡Nopuede estar lejos, Índigo! ¡Y tiene que ser la granja!»

Se puso en marcha de nuevo, lanzándose entre la tormenta con todas las energías que aún le quedaban, Índigo avanzó pesadamente tras ella, agitando los brazos con desmayo, apenas capaz de mantenerse en pie. Diez agonizantes pasos, doce, catorce: y la vio. Un débil fulgor amarillento entre el torbellino de aguanieve, como si alguien hubiera encendido una lámpara para que brillara cual un faro en una ventana que de momento resultaba invisible.

Un torrente de adrenalina se agitó en su interior provocándole mareo. Grimya intentaba correr, saltando y vadeando penosamente la nieve acumulada, Índigo echó a andar en pos de la loba. La luz era cada vez más brillante y nítida... se veían otras luces, y la borrosa silueta de un arco que se alzaba en la oscuridad. Intentó lanzar un grito de alivio pero sus labios y lengua estaban congelados; y de repente se encontró fuera de la nieve espesa y sobre terreno firme sólo unos centímetros por debajo de la capa blanca. Piedra, madera..., el arco estaba encima de su cabeza, ofreciendo un momentáneo y agradecido alivio al ataque de los elementos. A través de las pestañas heladas distinguió un patio, faroles, caballos, figuras humanas que se movían...

Y, con los patines alzados como los cuernos de una bestia en medio del caos de la tormenta, una

troika desenjaezada.

«¡Índigo, mira!» Grimya se había detenido y miraba al frente con sorpresa. «¡El caballo!»

Por un momento la muchacha temió que las temidas alucinaciones se hubieran por fin apoderado de lo que le quedaba de cordura. Allí delante, temblando, la cabeza doblada con aspecto fatigado mientras dos hombres se ocupaban de él, estaba el caballo, cargado aún con todas sus pertenencias.

Incapaz de reprimir su excitación, Grimya lanzó un agudo ladrido que se dejó oír incluso por encima del estruendo de la tormenta. El caballo agitó la cabeza al instante, relinchó y pateó el suelo, y los hombres se volvieron sorprendidos.

Índigo clavó sus ojos en las dos caras bien conocidas, y vio que se quedaban tan atónitos como ella, al reconocerla a su vez. Pero no pudo reaccionar. De repente lo que sucedía ante sus ojos resultaba irreal, imposible. Los faroles, el caballo, los nombres boquiabiertos del grupo de borrachos de la troika. No estaba sucediendo en realidad. No podía estar sucediendo.

El cuadro se hizo pedazos cuando uno de los hombres lanzó un juramento.

—¿Es ella?

—¡Que la Madre ciegue mis ojos, pensé que esa zorra acabaría en el estómago del felino!

—Maldición... —El más fornido de los dos empezó a avanzar, y el pelaje del lomo de Grimya se erizó al tiempo que la loba gruñía amenazadora.

—¡Y el maldito perro! —El hombre apretó con fuerza el puño al ver que Grimya le cerraba el paso mostrando los colmillos—. ¡Apártate del camino, bicho bastardo, de lo contrario...!

El segundo gruñido de Grimya estalló en un potente ladrido, y el caballo se alzó sobre las patas traseras entre relinchos. De pronto se escuchó un fuerte golpe y una gruesa puerta situada al otro extremo del patio se abrió violentamente de par en par y derramó un haz de luz sobre el suelo nevado.

—¿Grayle? ¿Morvin? Por la Madre que tanto nos ama, ¿qué está pasando aquí afuera?

Era una voz masculina, aguda y furiosa; alguien surgió de la granja llevando otra linterna. Al principio no era más que una silueta, pero al cruzar el patio y acercarse más, Índigo pudo verlo de repente con total claridad. La muchacha lanzó un tremendo grito inarticulado cuando una nueva y terrible conmoción, ante la cual todo lo demás perdía importancia, la golpeó como un mazazo.

—¡Que la Diosa me arrebate la visión!

Los ojos del recién llegado se abrieron desmesuradamente al ver el rostro extraviado de la joven.

Y Fenran, su amor, su amor perdido, avanzó hacia ella a grandes zancadas con la mano extendida.

Los ojos de Índigo parecieron a punto de saltarle de las órbitas y se desvaneció.

Cuando recobró el conocimiento se encontró envuelta en algo grueso y cálido. Intentó mover brazos y piernas, pero parecían de plomo. Por un momento se sintió invadida por el pánico al recordar la nieve y su insensato deseo de tumbarse en ella y dejar que la cubriera. Pero no, esto no era nieve, no era el engañoso y mortífero frío que entumecía el cuerpo hasta sumirlo en letal ilusión de calor. Notaba un calor auténtico en el rostro, oía el crepitar de las llamas, y el incesante aullido de la ventisca se había convertido en un rugido ahogado, distante, que había dejado de ser amenazador.

Hubo una luz. Grimya la había visto, y las dos habían avanzado en medio de la tormenta en dirección a ella, y... el caballo estaba allí. Y los dos hombres. Y...

El recuerdo acudió a su mente de forma tan brusca que sintió náuseas. ¡Fenran!

—¡Fenran! —repitió con un débil grito, y al instante oyó unos pasos rápidos que se acercaban.

Una mano, encallecida pero de tacto femenino, tocó su frente y se deslizó hacia la nuca,

intentando ayudarla a levantar la cabeza. Una voz desconocida dijo:

—Vamos, vamos, todo está en orden. Bebe un poco de esto.

Sintió el borde de una taza contra los labios, y a su nariz llegó el fuerte olor del alcohol. Demasiado confundida para discutir, Índigo tomó un sorbo que suavizó su garganta bloqueada, luego lo siguió otro trago mucho más largo y notó que el licor se deslizaba hacia abajo dejando un rastro de calor.

—Te hemos lavado los ojos —dijo la voz—. Estaban cubiertos de una costra de hielo, pero ahora ya deben de estar bien. Intenta abrirlos.

Lo hizo, y poco a poco lo que la rodeaba empezó a resultar más nítido. La cama enorme, la habitación modestamente amueblada pero confortable y la chimenea de piedra en forma de arco donde ardía un buen fuego que proyectaba su juego de luces y sombras sobre el techo bajo de vigas. De pie junto a ella había una mujer alta y delgada de mediana edad, cabellos oscuros recogidos en una trenza y ojos que en aquella luz parecían negros. La mujer le sonrió con cierta reserva.

—¿Mejor? ¿Puedes verme?

—Ssssí... —Índigo intentó incorporarse, y la mujer la ayudó, ahuecándole las almohadas detrás de la cabeza.

—Bueno, tuviste mucha suerte, ¿no es verdad? —La sonrisa se hizo más amplia y cálida, los ojos oscuros mostraron simpatía—. Es mejor no pensar en lo que podría haberte sucedido si no nos hubieses encontrado. Pero no has sufrido ningún daño. Volverás a estar en pie antes de que te des cuenta.

En la mente de Índigo se agolpaban un centenar de preguntas, pero el licor, en un estómago vacío, empezaba ya a subírsele a la cabeza y a marearla. Fenran... Pero no: debía de haber sido una alucinación. Fenran estaba muerto...

—¿Dónde está Grimya? —musitó.

¿Grimya? —La mujer pareció perpleja por un instante, luego su rostro se animó—. Oh, ¿tu perra loba? Está bien y contenta. Le hemos dado una buena friega y un buen plato de comida. Ahora duerme delante del fuego de la cocina. —Le dedicó otra sonrisa, casi una mueca de oreja a oreja esta vez—. Es un animal extrañamente inteligente, ¿sabías? Estuve medio tentada de creer que comprendía lo que le decía.

Una parte de la tensión de Índigo desapareció al enterarse de que Grimya estaba ilesa. Pero la otra cuestión volvía a aflorar; aquella cuestión imposible, demencial, y no podía sofocarla, en especial ahora que el alcohol que le habían dado empezaba a hacer efecto.

—Fenran... —dijo vacilante—. Pero yo vi a Fenran...

—¿Viste a. quién? —La mujer parecía desconcertada.

—Fen... Fenran. —Índigo comprendió que iba a echarse a llorar. Estaba tan confundida... Nada tenía el menor sentido.

—No hay nadie llamado Fenran aquí.

—¡Tiene que haberlo! Lo vi..., fue a la puerta, y tenía un farol; y detuvo a los otros cuando ellos... —Su voz se apagó y cerró los ojos para impedir que las lágrimas se abrieran paso entre sus pestañas.

La mujer la contempló pensativa, luego se dio la vuelta, Índigo volvió a abrir los ojos a tiempo para verla llegar hasta la puerta. La mujer la abrió y llamó:

—¡Veness! Sube, ¿quieres?

Se escuchó una voz que contestaba y se oyeron pisadas sobre los desnudos peldaños de madera. Esta vez Índigo estaba mejor preparada para la sorpresa, pero el corazón todavía le dio un vuelco cuando lo vio entrar en la habitación agachando un poco la cabeza para pasar por el dintel con su elevada estatura. El parecido era increíble: podría haber sido el hermano gemelo de Fenran. Aquella cabellera negra, los ojos grises, el tipo, incluso la forma de moverse... y debía de ser exactamente de la misma edad que Fenran.

La edad de Fenran. Pero eso fue hacía casi medio siglo. Si Fenran estuviera vivo ahora, tendría casi setenta años...

Hizo un esfuerzo por recuperar el aliento y calmarse mientras el hombre moreno cuchicheaba con la mujer y se acercaba a la cama. Precisó de todo su valor y fuerza de voluntad para obligarse a mirarlo a la cara... Pero al hacerlo, vio algo que le permitió, de repente, aferrarse a una apariencia de cordura y perspectiva. El hombre tenía una cicatriz. No lo afeaba ni tampoco era muy evidente; sólo una línea desigual bajo la mandíbula, la secuela de algún viejo accidente. Sin embargo fue suficiente para asegurarle, por fin, que no era su amor perdido.

El hombre se agachó junto a la cama y posó una mano con suavidad sobre su hombro.

—¿Cómo te encuentras? Mi tía dice que pareces un poco aturdida.

—Es... estoy bien, creo. Gracias. Sólo fue...

—¿Mencionaste a alguien llamado Fenran?

—Yo... —Se mordió el labio— ... me equivoqué. Cuando te vi, pensé... —Le fue imposible terminar la frase.

—Bueno, como dice mi tía, no hay nadie aquí con ese nombre. —Le dedicó una leve sonrisa—. Hemos tenido muchos Fenrans en nuestra familia en el pasado, pero ninguno desde hace tiempo, de hecho desde antes de que naciera mi padre. Yo me llamo Veness y mi tía, Livian. ¿Y tú? —Su sonrisa se volvió más abierta—. No tenemos la menor idea de quién eres.

—Me llamo... Índigo. —En un impulso loco estuvo tentada de dar su nombre auténtico, Anghara.

—Índigo. Tú no eres de El Reducto, ¿verdad?

Negó con la cabeza y Livian dijo con dulzura:

—No le hagas demasiadas preguntas ahora, Veness. Ya habrá tiempo mañana.

Este asintió, dando su conformidad, y se puso en pie.

—Bien, Índigo, me alegro de que consiguieras llegar hasta nosotros. Es casi un milagro que no pasaras la granja de largo en medio de la tormenta. Oh, y... en cuanto a Grayle, a Morvin y a los otros... Mira, sólo he oído su versión de la historia, pero tengo una idea bastante clara de lo que sucedió y quiero pedirte disculpas en su nombre. Estaban borrachos; son buenos ganaderos pero más impulsivos de lo que les convendría por su propio bien. Se sienten reprimidos con este tiempo y eso, combinado con algunas otras cosas, descontroló un poco su fogosidad. —Hizo una pausa y luego siguió—: No los estoy disculpando, créeme que no lo hago. No tenían por qué andar por ahí con la tormenta a punto de caer, y mucho menos atacar a una desconocida. No te culpo en absoluto por dispararle a Corv, y tampoco lo hará él cuando haya tenido tiempo de despejarse y reflexionar.

—¿No... está malherido? —La verdad era que no le importaba pero la generosa disculpa de Veness le hacía sentir remordimiento.

—No es más que un rasguño; mucho ruido y pocas nueces. El y los rostros se disculparán personalmente por la mañana.

—No es necesario.

—Lo es, y me ocuparé de que lo hagan y de que lo hagan con sinceridad. Después de todo eres nuestra invitada, a pesar de que ésa no fuera tu intención. —Le sonrió de nuevo y a Índigo le pareció detectar cierta tensión en su rostro.

La muchacha asintió despacio.

—Gracias. Eres muy amable.

—Creo que ya es suficiente, Veness —intervino Livian—. In... Índigo, ¿no es así? Bueno, pues Índigo tendría que dormir ahora. Hay un poco de caldo en los fogones. Dile a Rimmi que traiga un cuenco de caldo aquí arriba junto con un poco de pan, y luego no quiero que se moleste más a Índigo por esta noche.

Los ojos de Índigo se posaron en la mujer. Estaba cansada, terriblemente cansada. Pero...

—¿Puede Grimya....? —empezó a decir.

—Subirá con Rimmi y puede dormir aquí sobre la alfombra. Es la perra loba —explicó Livian a Veness.

—Ah. Sí. Y eso me recuerda... Está bien, Livian, no voy a cansar más a Índigo, pero debo hacer una última pregunta. —Volvió a mirar a Índigo y de repente sus ojos oscuros adquirieron una expresión más intensa y parecieron muy preocupados—. ¿Es cierto que visteis un tigre de las nieves ahí afuera junto a los lagos?

Índigo arrugó la frente y repuso:

—Sí; es cierto. Es lo que hizo huir a tus... a los otros. Pensé que iba a atacarme, pero... —Frunció aún más el entrecejo—. No lo hizo. Se limitó a... mirarme, y luego se fue. —Recordó de repente la figura humana que había vislumbrado corriendo junto al tigre, pero decidió no mencionarla. Veness no la creería; pensaría que había sufrido una alucinación, y ahora ni ella estaba muy segura de que no fuera así. Pero el tigre era real. No cabía la menor duda.

Veness asintió con semblante grave.

—Ya. Gracias. Quería estar seguro, y en estas circunstancias no podía confiar totalmente en lo que Corv y los otros dijeron. —Se dirigió hacia la puerta—. Espero que pases una buena noche. Te veré de nuevo por la mañana. —Y la puerta se cerró tras él.

Índigo lanzó un lento y prolongado suspiro mientras los pasos de Veness se desvanecían por las escaleras. Livian se había dirigido al otro extremo de la habitación para atizar el fuego y añadir más leña. Cuando se enderezó, Índigo le dijo:

—Lamento causaros tantos inconvenientes.

Livian la miró, de un modo un tanto curioso le pareció, y repuso:

—No digas tonterías. Cualquiera de esta zona habría hecho lo mismo. O casi cualquiera.

—Veness... ¿Es él... el cabeza de familia?

Livian vaciló. Luego dijo:

—Sí; supongo que lo es. Es el hijo de mi hermano, ¿sabes?, y... —Se interrumpió, aparentemente aliviada, al oírse nuevas pisadas en la escalera y que alguien llamaba a la puerta con los nudillos. La puerta se abrió y Grimya entró corriendo; miró ansiosa a su alrededor, luego vio a Índigo y se precipitó hacia ella.

«¡Índigo! ¡Dijeron que estabas bien, pero no sabía, si podía creerles!» Meneando la cola se alzó sobre las patas traseras para lamerle el rostro, Índigo la abrazó.

¡Grimya!

Y en silencio, de modo que Livian no pudiera oírla, añadió:

«Estoy bien, cariño, y me siento estupendamente. No tienes por qué preocuparte.»

Vio que tras Grimya había entrado una jovencita regordeta de aspecto ordinario, que llevaba una pesada bandeja. La curiosidad brillaba en sus ojos color de avellana, pero Livian sólo le dio la oportunidad de echar una breve ojeada a la forastera antes de despedirla.

—Aquí está. —Empujó a Grimya a un lado con firmeza y colocó la bandeja en equilibrio sobre el lecho—. Bébete este caldo, luego debes intentar dormir hasta mañana. —Dirigió una rápida mirada hacia la ventana—. Sólo la Madre sabe el tiempo que seguirá soplando esta ventisca. Me da la impresión de que seguirá igual algunos días todavía. Así que —se dio la vuelta, con expresión ligeramente divertida—, disfrutarás de nuestra hospitalidad durante un tiempo, quieras o no.

El caldo olía muy bien y era suculento, Índigo vio que tenía cebada, tubérculos y resultaba bastante apetitoso como para superar la ligera sensación de náusea que aún sentía.

—Me siento muy agradecida —declaró. Luego añadió como si se le acabara de ocurrir—: Aunque no conozco el nombre de la familia con la que estoy en deuda.

Livian lanzó una carcajada.

—Oh, bueno, no somos demasiado ceremoniosos en cuanto a estas cosas —dijo sin darle demasiada importancia—. Y somos suficientes como para confundir a cualquier forastero. Pero si quieres darnos un nombre a todos nosotros, puedes expresar tu agradecimiento a la casa del conde Bray.

Índigo se quedó inmóvil con la primera cucharada de sopa a medio camino de su boca.

—¿Conde... Bray?

—Eso es. Bébete la sopa ahora, y lo retiraré todo para que puedas dormir.

Índigo no dijo nada más. Pero para sus adentros todo en su interior era un torbellino, y sólo el cansancio evitó que la paralizante sensación producida por la sorpresa y el temor se apoderaran de ella.

Conde Bray. Conocía muy bien aquel nombre, y la llevó de regreso a un pasado perdido que ansiaba recuperar. A pesar de que jamás lo había conocido, a pesar de que no era más que un nombre y una figura borrosa en su imaginación, alejado de ella por la enorme distancia que los separaba, un conde Bray de El Reducto había sido el padre de Fenran.

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