CAPÍTULO 9


—En mi opinión —dijo Grimya—, estás tan prrreocupada por lo sucedido con Veness como por la historia del conde Bray.

Índigo contempló ceñuda el creciente montón de troncos partidos que tenía delante.

—Eso es una estupidez, Grimya. —Su voz denotaba que estaba a la defensiva.

—No es una estu... estupidez; es cierto. Lo sé. Puedo percibirlo. Siempre sé cuando me ocultas algo.

Índigo vaciló, luego con un suspiro dejó el hacha que sostenía y se llevó la mano a los cabellos para apartárselos de los ojos. A pesar de las protestas de Livian y Carlaze de que no era trabajo de mujeres, esa mañana se había ofrecido a preparar los troncos para los fuegos de la casa. Era una tarea individual y le daba la oportunidad de estar a solas con Grimya y contarle lo sucedido la noche, anterior. Le había contado la desdichada historia del conde Bray, y los temores de la familia de que pudiera volverse loco e intentar utilizar el hacha y el escudo malditos contra aquellos que lo habían traicionado; y, con un poco de vergüenza, también le relató a la loba lo sucedido tras las revelaciones de Veness. Intentó quitar importancia al incidente y pintarlo como una aberración momentánea, pero incluso mientras lo contaba se daba cuenta de que no era sincera y Grimya también lo notó.

El problema, se dijo, es que resultaba imposible ocultar sus pensamientos a Grimya durante mucho tiempo. Habían estado demasiado unidas, y demasiados años, para tener secretos una con otra; y si percibía que su amiga estaba preocupada, Grimya era lo bastante honrada y sencilla como para decirlo sin reservas.

—De acuerdo —admitió Índigo—. Es verdad, Grimya: lo sucedido con Veness me tiene preocupada. Los dos estábamos borrachos anoche —arrugó la frente, al recordar la resaca con la que se había despertado y que todavía no había desaparecido por completo—, y dejamos que las emociones del momento se apoderaran de nosotros... Ha creado una complicación que no deseaba en absoluto. Y no sé qué hacer.

Durante unos instantes reinó el silencio, roto sólo por los distantes ruidos de otras tareas que se llevaban a cabo en el patio, amortiguados por las gruesas paredes de la leñera. Entonces Grimya dijo:

—¿Cre...es que Veness está enamorado de ti?

Era una de las preguntas que Índigo había procurado evitar. Temió tener que enfrentarse a Veness por la mañana, pero cuando se encontraron a la hora del desayuno él se comportó como si nada hubiera sucedido, y sólo la miró en una ocasión con una sonrisa tímida, privada y ligeramente avergonzada. Sin embargo, aunque intentó disimularlo, percibió cierto cambio de actitud, una ansiedad reprimida y, lo más desconcertante de todo, esperanza.

Volvió a mirar a Grimya con ojos entristecidos.

—Me temo que así sea. O puede que él crea que así es, cosa igual de inconveniente.

¿Y tú?

Se quedó rígida y pareció a punto de intentar fingir, pero entonces comprendió que no servía de nada.

—La verdad es que no lo sé —dijo—. Veness se parece tanto a Fenran que me asusta. Tiene el rostro de Fenran, la figura de Fenran y, ¡que la Diosa se apiade de mí!, incluso la voz de Fenran algunas veces. Cuando desperté esta mañana, pensé que había cometido un terrible error anoche. Estaba borracha, confundida, pensé que por un loco instante creí que Veness era Fenran. —Calló un

momento—.

Pero ahora no creo que sea cierto. No lo creí. Sabía lo que hacía y... me gustó.

Se estremeció al revivir el recuerdo. Un instante cuando la cerveza derrumbó sus inhibiciones; un beso; un instante resplandeciente de un deseo que no había experimentado desde la última vez que los labios y manos del propio Fenran la tocaran. En la calma del amanecer intentó, intentó con tanta intensidad, convencerse de que no significaba nada... Pero seguía sin conseguir desterrar los ecos de las emociones que despertó aquel breve momento.

Aguardó a que Grimya volviera a hablar, pero la loba permaneció en silencio. En un intento por desviar sus propios pensamientos, Índigo colocó otro tronco en posición y volvió a tomar el hacha. El golpe sólido y fuerte de la hoja al hundirse en la madera medio helada pareció despejar un poco su cabeza, como el puño metafórico que se estrella contra una mesa; y aquello la obligó a tomar una decisión.

Terminó de cuartear el leño y lo colocó en el montón cada vez mayor que tenía detrás, luego cogió otro. Lo sostuvo unos instantes en la mano, contemplando meditabunda los intrincados dibujos de la corteza, luego volvió a mirar a Grimya.

—Sea lo que sea lo que yo pueda o no sentir por Veness —dijo con gravedad—, tengo que olvidar lo sucedido anoche, Grimya. Tengo que distanciarme de él y del incidente. Cualquier otra cosa resultaría demasiado peligrosa.

Aspiró con fuerza y balanceó el hacha, descargando parte de su frustración en la violencia del hachazo. Una astilla irregular e inútil se desprendió del tronco, Índigo juró en voz baja, luego hundió los hombros mientras volvía a bajar el hacha.

—Sabemos —continuó Índigo—, que nuestro próximo demonio se encuentra bajo el techo de esta granja. Pero aunque creemos conocer la forma que ha tomado, no podemos estar seguras. — Recuerdos antiguos y desagradables desfilaron ante sus ojos—. Ha habido tantos engaños y pistas falsas en el pasado... Y ahora la complicación de Veness. ¡Se me ocurre que el hecho de que se parezca de forma tan extraordinaria a Fenran podría ser el cebo de una nueva trampa!

—No lo... crrreo.

—Quizá no. Pero ¿puedes estar segura?

Grimya vaciló, luego hundió la cabeza al triunfar la honradez sobre su deseo de complacerla.

—No —repuso—, no pu... puedo estar segura.

—Entonces no me atrevo a correr ningún riesgo. En lo que se refiere a Veness, yo... —Y se interrumpió cuando Grimya lanzó un suave gruñido de advertencia.

El picaporte de la puerta chasqueó, y una fuerte ráfaga de aire helado anunció la entrada de Reif. Éste se detuvo en el umbral y miró con sorpresa el montón de troncos preparados. Pero si le impresionó su laboriosidad no hizo el menor comentario sobre el tema; en su lugar paseó la mirada rápidamente por la leñera, luego arrugó el entrecejo.

—¿No está Veness aquí?

—No. —Los esfuerzos de Reif por disimular su actitud hostil hacia ella no pasaban, en el mejor de los casos, de cubrir las apariencias, Índigo detectó una implicación en su tono que la puso a la defensiva—. ¿Por qué iba a estar aquí?

Reif se encogió de hombros.

—Te oí hablar con alguien. Pensé que te había oído mencionar su nombre.

—No —repitió Índigo; sus ojos mantuvieron con firmeza la mirada de él.

—Ah. Bueno, quizás estarías hablando con Grimya, entonces, ¿eh? —Le dedicó una leve sonrisa—. Yo vigilaría ese tipo de cosas si estuviera en tu lugar; dicen que es uno de los primeros síntomas de demencia. Bien, si ves a Veness, dile que el caballo gris se las ha apañado para herirse en la pata con una astilla en el establo, y necesita que le echen una mirada. Oh, y Rimmi acaba de salir para anunciar que la comida está lista cuando queramos.

Se inclinó para tirar a Grimya afectuosamente de la oreja y rascarle la coronilla; luego salió con paso rápido, dejando la puerta abierta de par en par. Índigo contempló cómo se alejaba con una mezcla de exasperación y perplejidad. Había dado por imposible intentar averiguar por qué Reif era tan inflexible en su comportamiento; aquel pequeño gesto hacia Grimya parecía otro deliberado desaire más.

«No confía en nosotras», comentó sabiamente Grimya, pasando por cuestión de prudencia a la comunicación telepática. «Tiene la impresión de que somos una amenaza para él.»

«¿O será él una amenaza para nosotras?».

«¿Qué quieres decir?»

«Ohh..., nada; veo fantasmas en la oscuridad.» Índigo apartó de sí la momentánea idea. «Tenemos que hablar, Grimya. No sobre Veness, eso debe ser dejado a un lado y olvidado. Tenemos que hablar sobre el demonio, y decidir qué vamos a hacer.»

Grimya levantó la cabeza hacia ella.

«¿Ha de ser ahora? ¿No podemos esperar un poquito más? Estoy...»

«¿Hambrienta?» Índigo se echó a reír en voz alta cuando la quejumbrosa y eterna súplica de Grimya aflojó un poco la tensión. «Muy bien. Regresemos a la casa y veamos qué nos ha preparado Livian para comer. Pero más tarde habrá mucho que discutir. Y...», se estremeció de repente, aunque no de frío, «no quiero posponerlo más de lo estrictamente necesario».

Esa noche, Índigo hizo frente a las inevitables chanzas alegando dolor de cabeza, el precio de los excesos de la noche anterior, y se retiró a su habitación temprano. Creía (aunque no podía estar completamente segura) que había conseguido evitar cualquier riesgo de un encuentro embarazoso con Veness sin dejar que su estratagema fuera demasiado evidente. Grimya y ella se acomodaron ante el moribundo fuego para examinar cuidadosamente lo que hasta ahora habían averiguado sobre la fuerza maléfica instalada en la casa de los Bray.

El mayor problema, como Índigo señalara ya durante el día, era que, a pesar de que podían conocer la naturaleza del demonio, aún no podían estar seguras de la forma que había escogido. Hasta ahora, la evidencia parecía sugerir que el viejo escudo y el hacha, colgados sobre la chimenea del comedor, odiados y rehuidos por todos, eran el foco del poder del demonio; un vehículo físico para su de momento intangible presencia. Pero esa evidencia se basaba en poco más que conjeturas e intuición; carecía de base sólida. La verdad podía muy bien estar localizada en otro sitio; en un ser humano. Y existían muchas posibilidades: el conde Bray en persona, Reif, Kinter, Carlaze, incluso la tosca y en apariencia inofensiva Rimmi, o (a Índigo se le puso la piel de gallina ante la idea) Veness.

«Oh», dijo Grimya sombría, «puede que exista otra respuesta. Puede que el mayor peligro no esté en absoluto dentro de esta casa.»

Índigo la miró, curiosa, y percibió de inmediato lo que quería insinuar.

—¿El tigre de las nieves? ¡Oh, no, Grimya... no puede ser!

Grimya la contempló indecisa.

«No podemos estar seguras. No podemos estar seguras de nada aún.»

—Pero... —Y entonces Índigo se dio cuenta de que, igual que con todo lo demás, no tenía más apoyo que su propia intuición. Suspiró—. No sé, cariño. Es posible, supongo. Pero no percibo nada maligno en esa criatura. Por el contrario ha sido nuestro aliado más que nuestro enemigo.

«Hasta ahora, sí. Pero ¿quiénpuede decir que no vaya a cambiar?»

Tenía razón; y aunque su juicio podía estar alterado por su miedo innato al gran felino, sería prudente no correr riesgos, Índigo cambió de postura y extendió las puntas de los pies en dirección al fuego contemplándoselas pensativa.

—Entonces —concedió—, no estamos mucho mejor que el día en que llegamos aquí. Lo único que sabemos con seguridad es lo que la piedra-imán nos dijo: que el demonio está aquí. Pero en cuanto a qué es exactamente o a cómo puede manifestarse, apenas si tenemos una pista que nos guíe. Sólo la leyenda que va unida al hacha y el escudo... e incluso eso podría ser una pista falsa. Así pues, ¿qué hacemos?

Grimya meditó durante unos momentos. Luego dijo:

«En mi tierra, cuando tenía hambre y no podía encontrar ninguna presa, acostumbraba hacerme esta pregunta, Y la respuesta era: espera y vigila». Levantó los ojos hacia Índigo. «No es fácil de hacer cuando el estómago te roe por dentro como si poseyera dientes, la boca se te hace agua al recordar el sabor de la comida y busca ansiosa volver a sentir ese sabor. Pero es la única salida. Lo aprendí rápidamente cuando los míos m? arrojaron fuera de su lado y me quedé sola. Espera y vigila. Y persigue cualquier cosa que aparezca, no importa lo pequeña que sea ni lo difícil que resulte de capturar.»

Índigo consideró sus palabras. Eran un consejo cargado de frustración, pero ¿qué otra elección tenía? No podía hacer nada más de momento; no podía forzar la mano del demonio y provocar un enfrentamiento, porque eso sería (acuñando otra de las analogías de Grimya) como intentar morder el viento.

«Aparecerá» dijo Grimya. «Igual que la presa, saldrá al descubierto. Pero no sé cuándo.»

Índigo se puso en pie. Se sentía cansada y desanimada. Ya no quiso seguir hablando más, no quedaba nada por decir que valiera la pena. Podían pasarse toda la noche dando vueltas y más vueltas al problema, y no conseguir otra cosa que el mismo estado de deprimente impotencia. Sería mejor, o al menos un poco menos inútil, irse a la cama y dormir, en lugar de perder el tiempo en infructuosas especulaciones.

Grimya la observó mientras cruzaba la habitación.

«No eres feliz.»

Índigo volvió la cabeza y sonrió aunque con poca convicción.

—No soy feliz. Pero no hay nada que pueda hacerse sobre eso. Vamos a dormir. Estoy exhausta, y la Madre sabe muy bien que no tardará en volver a ser de día.

La loba volvió la cabeza hacia otro lado.

«Lo siento. No te he servido de ayuda».

—No, no; has dicho la verdad, y que a mí no me guste la verdad no la hace menos válida. Vamos, ya. Échate conmigo mientras la habitación sigue aún caliente. A lo mejor por la mañana encontramos algo que nos inspire.

Eran palabras valerosas, pero huecas, como Índigo admitió para sí más tarde cuando, incapaz de dormir, permanecía tendida contemplando los vagos contornos del pie de la cama. Había oído cómo el resto de los habitantes de la casa, solos o en pareja, se dirigían en silencio a sus camas entre el crujido de las tablas del suelo y algún que otro murmullo ahogado; y en una ocasión, alguien se detuvo frente a su puerta al acecho de cualquier indicación de que pudiera estar despierta. Adivinó quién podía ser, pero contuvo la respiración, permaneció inmóvil y silenciosa y, tras algunos segundos, las suaves pisadas se alejaron despacio.

Grimya yacía, con el hocico entre las patas delanteras, su respiración producía un sonido rítmico y ronco en contraste con el silencio ambiental, Índigo hundió la palma de una mano varias veces en su almohada que parecía haber formado una ondulación tan dura como la piedra bajo su cuello y, envidiando la paz de la loba, intentó de nuevo conseguir el descanso que tanto anhelaba. Por fin, las primeras señales del sueño empezaron a llegar; la agradablemente desorientadora sensación de flotar, la realidad que empezaba a confundirse con pensamientos inconexos y sin sentido; se iba quedando dormida...

Pero fue devuelta violentamente al mundo de la vigilia por un sonido que le sacudió como una descarga toda la espalda.

«¡Índigo!»

El mudo grito de alarma de Grimya fue lanzado inmediatamente después del ruido que había hecho pedazos sus embrionarios sueños. La loba estaba de pie y con el pelaje erizado por el sobresalto, Índigo se sentó de golpe en la cama. El tigre..., y estaba cerca, tan cerca que casi podía creer que...

La lucidez la golpeó con violencia. Saltó de la cama y corrió a la ventana, ignorando las protestas de Grimya mientras abría los postigos. La fría luz de la luna inundaba el patio: y allí, enmarcado en el arco de piedra y resaltado dramáticamente por un rayo de aquel plateado resplandor, estaba detenido el tigre de las nieves como algo surgido de una visión febril. Tenía el hocico levantado, buscaba; y aunque su rostro quedaba entre las sombras Índigo supo que miraba a su ventana. Durante un tiempo que ni siquiera podía suponer cuánto fue —podría haber sido un minuto, quizá menos— lo contempló como hipnotizada y, en lo más profundo de su psiquis, sintió que una fuerza innominada salía de su sopor y tiraba de su conciencia. La criatura la llamaba. Y con un escalofrío de emoción que era en parte excitación y en parte terror, Índigo comprendió que debía responder.

—Índigo, ¿qué haces? —En su agitación Grimya gritó en voz alta al ver que Índigo se apartaba de la ventana y empezaba a vestirse precipitadamente—. ¡Índigo!

—¡Chist!

Era vital, vital, que nadie más de la casa se despertara e Índigo se volvió con rapidez para sujetar el hocico de la loba con ambas manos. Sus ojos tenían una expresión ansiosa y cambió a la comunicación telepática.

«Voy a salir, Grimya. El tigre ha venido a buscarme, y debo intentar descubrir qué quiere.»

Grimya temblaba.

«¡Es peligroso!»

«No; no lo creo. Por favor, Grimya..., ven conmigo o espera aquí, como prefieras, ¡pero date cuenta de que debo ir!»

Un escalofrío recorrió el cuerpo de la loba desde la cabeza a la punta de la cola.

«No te dejaré ir sola, iré. ¡Pero tengo miedo!»

«No hay nada que temer, cariño. Si alguna vez he estado segura de algo es de esto aunque ni siquiera pueda empezar a explicar por qué.»

Índigo siguió vistiéndose, se puso de cualquier manera la camisa y los pantalones, metió los pies en las botas y, finalmente, recogió el abrigo. Ya lista se detuvo, cogió la ballesta y se la colgó junto con el carcaj al hombro. Era, estaba segura, una precaución innecesaria; pero por lo menos serviría para mitigar los temores de Grimya por su seguridad. Esperaba que el tigre lo comprendiera.

Atravesar el rellano a oscuras y bajar por las escaleras era peligroso, pero no se atrevió a encender un farol. Llegaron al vestíbulo y corrieron a la puerta principal, cerrada y atrancada como todas las noches. La barra se alzó con relativa facilidad, pero uno de los cerrojos chirrió como una rata agonizante e Índigo cerró los ojos y contuvo la respiración mientras contaba hasta veinte, y rezaba para que el ruido no hiciera bajar corriendo a alguno de los hombres. Su plegaria tuvo éxito; no le llegó el menor signo de movimiento desde el piso superior, y al fin se sintió lo bastante segura como para entreabrir ligeramente la puerta. Con Grimya detrás de ella se deslizó al exterior, a la brillante y gélida noche.

El patio tenía un aspecto extraño y etéreo. La engañosa luz de la luna transformaba formas, que durante el día eran acogedoras y familiares, en siluetas ajenas a la casa envueltas en una aureola amenazante. Sobre la nieve brillaba una nueva capa de escarcha, helada y quebradiza como el cristal, Índigo oyó a Grimya gimotear, llegándole el sonido con peculiar claridad en medio de la quietud.

Por un momento, andando cautelosa en dirección al arco, pensó que el tigre se había ido; pero enseguida lo vio, su pelaje formaba parte del dibujo de sombras y nieve. Y entonces pudo ver el profundo y cálido brillo interno de sus ojos ambarinos que la contemplaban sin parpadear. El corazón le palpitaba sobresaltado y tenía todos los nervios en tensión mientras avanzaba muy despacio hacia él con la inquieta cautela del cazador experto.

Se encontraba quizás a unos diez metros del felino cuando éste alzó apenas la cabeza y lanzó un suave y vacilante ronroneo. Grimya se quedó paralizada por el terror, pero Índigo reconoció instintivamente el sonido como un saludo y un mensaje tranquilizador a la vez. El tigre de las nieves no quería hacerles ningún daño. A su manera, y en su propia inescrutable lengua, les decía: amigo.

Índigo se detuvo. El felino y ella se contemplaron mutuamente. Una vez más volvió a sentir aquella sensación de que trataba de establecer una comunicación que le hormigueó en los límites de la mente; pero una vez más le fue imposible interpretar lo que la criatura intentaba decirle. Las ondas nerviosas de Grimya, que la loba luchaba sin éxito por controlar, dificultaban más aún la posibilidad de comprenderlo.

La muchacha bajó los ojos rápidamente hacia Grimya, que permanecía inmóvil y rígida a su lado, luego volvió a levantarlos para mirar al tigre.

—No sé si puedes comprenderme —dijo, repitiendo mentalmente lo que decía en voz alta—. Pero no tengo el poder de comunicarme como haces tú. Por favor: muéstrame qué es lo que quieres.

Durante unos instantes el tigre no respondió. Luego, bruscamente, se dio la vuelta. La joven pensó que estaba a punto de salir huyendo y empezó a andar hacia él. Pero el animal se detuvo y volvió la cabeza para mirarla. Agitó la cola como si se impacientara.

«Quiere que lo sigamos», dijo Índigo a Grimya.

La loba se estremeció.

«No creo que debamos hacerlo. No creo que sea prudente.»

El tigre aguardaba, Índigo volvió a hablarle.

—Mi amiga te tiene miedo. No quiere ir contigo, por si tienes intención de hacernos daño.

Los dorados ojos parpadearon despacio, luego la enorme cabeza giró hasta que el tigre quedó mirando directamente a la loba. Sus labios peludos se tensaron hacia atrás ligeramente, y volvió a lanzar su suave ronroneo. Mientras lo hacía, Índigo sintió cómo un torrente de energía le atravesaba a gran velocidad el cerebro. Percibió cordialidad, espíritu invencible, un vestigio de compasiva indulgencia; y entonces advirtió la oleada de perplejidad en la mente de Grimya cuando también la loba notó toda la fuerza de la emoción trasmitida por el tigre. Grimya dejó escapar un peculiar gorjeo ahogado; no exactamente un gemido, tampoco un gruñido; luego levantó la mirada hacia Índigo, los ojos llenos de confusión.

«¡He comprendió sus pensamientos!», anunció, asombrada. «Los he sentido...»

«Yo también, cariño. Este no es un animal corriente. ¿Crees ahora que no pretende hacernos daño?»

Las mandíbulas de Grimya se movieron espasmódicamente.

«Yo... sí; creo que ahora debo creerlo...»

La cola del tigre se agitó de nuevo, transmitiéndoles mayor urgencia, Índigo se inclinó para acariciar la cabeza de la loba con un gesto tranquilizador.

«Vamos, pues. Veamos adonde quiere conducirnos.»

Cruzaron bajo el arco de piedra y penetraron en el mundo nocturno del invierno de El Reducto. El cielo estaba despejado, una inmensidad negra como el azabache que contenía un millón de estrellas relucientes, y la luna aparecía ligeramente difuminada por una gélida aureola teñida de colores etéreos que arrojaba un brillo misterioso y vago sobre la nieve. Sus sombras, delgadas, nítidas y grotescamente alargadas se extendían a sus espaldas. El frío hirió la piel de Índigo y al respirar le abrasó los pulmones.

El tigre las condujo lejos de la granja, en dirección al bosque distante. En la mayoría de los lugares la nieve no tenía más de treinta centímetros de espesor; estaba claro que el felino había escogido su ruta con sumo cuidado aunque Índigo se sorprendió (un poco desconcertada) al no ver ningún rastro que fuera en dirección a la granja. Se dijo que la criatura se habría acercado desde otra dirección y se estremeció bajo el abrigo de cuero.

El silencio que impregnaba la noche era impresionante. La nieve absorbía cualquier sonido que sus pisadas pudieran hacer, y no había el menor soplo de viento que alterase la quietud. A Índigo le pareció que si se concentraba podría escuchar la respiración misma de la Tierra, o el canto lejano y fantasmal de las estrellas. Delante de ella el tigre semejaba una aparición, claramente visible un momento, para fundirse al siguiente con la nieve y perderse casi de vista; a su lado, Grimya corría como una silenciosa sombra gris, sus temores apagados pero todavía con algún vestigio de inquietud.

La muchacha se preguntó cuan lejos pensaba conducirlas el tigre. El único punto de referencia que podía ver ahora era el bosque, una mancha oscura y borrosa irrumpiendo en el paisaje blanco que tenía delante. La luz de la luna jugaba malas pasadas a su sentido de la perspectiva, de modo que el bosque parecía estar muy cerca y muy lejos alternativamente. Esperaba que el felino no tuviera la intención de ir demasiado lejos; no sabía qué hora era y temía que los Bray se despertaran y descubrieran su ausencia antes de que pudieran regresar a la granja.

Pero en el mismo instante en que empezaba a vacilar, preguntándose si no debería llamar al tigre y pedirle que indicara (si quería, o podía) cuánto más debían andar, vio una figura solitaria sobre la nieve unos cien metros más allá. Estaba aún demasiado lejos para poder reconocerla, pero se trataba de una figura humana, Índigo sintió que el pulso se le aceleraba con repentina excitación al recordar a la misteriosa figura cubierta de pieles que había visto corriendo junto al tigre en el bosque.

El tigre levantó la cabeza y llamó a la figura; no con un rugido retador ni amenazante sino con un sonoro grito amistoso, como un saludo. El animal echó a correr, saltando por la nieve con la cola bien erguida. Mientras Índigo y Grimya se apresuraban a seguirlo, la figura empezó a avanzar hacia ellas.

Estaban a pocos pasos de distancia cuando el tigre se volvió de repente, en actitud defensiva, para impedirles el paso. Las orejas se le pegaron a la cabeza y echó los labios hacia atrás, mostrando los colmillos que eran como dagas de marfil; una clara advertencia para que se detuvieran, Índigo se detuvo y Grimya se agazapó en el suelo con el pelaje del lomo erizado. La figura (era pequeña, pero aparte de eso Índigo no pudo distinguir más detalles) extendió una mano enguantada en dirección al felino, y el amenazador gruñido del tigre se transformó en un ronroneo y se dejó caer sobre la nieve.

—Habéis venido. —Era una voz de mujer: en cierta forma Índigo no se lo esperaba—. Gracias por confiar en nosotros.

Sus ojos se clavaron en la desconocida. Su rostro quedaba oculto por las sombras de una capucha de piel, y su voz era adulta pero sin edad, Índigo arrugó el entrecejo, y preguntó:

—¿Quién eres?

La encapuchada cabeza hizo un rápido gesto negativo.

—Mi nombre no significaría nada para ti, y no tiene importancia. Por favor, perdona este subterfugio, pero tenía que hablarte a solas. Necesito tu ayuda.

Índigo estaba anonadada.

—¿Mi ayuda? Pero no me conoces.

—Creo que sí. Creo saber quién eres y por qué estás aquí en El Reducto.

—¡No es posible!

—Lo es, si se posee la necesaria capacidad para adivinar. Por favor, escucha lo que tengo que decir. Vives en la granja del conde Bray. Me parece que a estas alturas ya debes saber que su familia está en peligro.

Un helado presentimiento recorrió la espalda de Índigo y dijo abruptamente:

—¿Qué sabes sobre eso?

—Lo suficiente para hacerme temer por el futuro. Hay una nube de tormenta sobre la casa de los Bray, y la tormenta va adquiriendo fuerza. Esa fuerza toma la forma de dos antiguas armas: un escudo y un hacha.

—¿Conoces la maldición?

—Sí; y debes creerme cuando digo que también sé que no se trata simplemente de una vieja leyenda. Hay que poner fin a la disputa entre el conde Bray y su primo o esas armas traerán algo más que un derramamiento de sangre; traerán una carnicería. —La mujer hizo una pausa, luego añadió con una nota de súplica en la voz—: No se cómo puedo convencerte de que digo la verdad. Pero te ruego que me creas.

Índigo tardó unos instantes en contestar. Grimya se había puesto en pie y estaba toda ella alerta; se dio cuenta de que la loba intentaba sondear más allá de las palabras de la desconocida para llegar a su subconsciente, pero la frustración de su cerebro informó a Índigo de que había encontrado una barrera que no podía traspasar. Bruscamente, Grimya levantó los ojos hacia ella, y dijo en silencio:

«Nopuedo llegar hasta ella, Índigo. Algo me lo impide. Pero... mi instinto me dice que debemos hacer caso de lo que nos dice.»

Eso fue suficiente para Índigo. Se volvió hacia la mujer, y dijo:

—Te escucho. Por favor, dime todo lo que puedas.

La figura envuelta en pieles se encogió de hombros.

—El escudo y el hacha son más poderosos de lo que suponen los Bray —empezó sombría—. Mucho más poderosos. Están más allá del control humano. Nadie puede contener la maldad de esas armas; ningún cuerpo mortal tiene fuerza suficiente para vencerlas. Y si la mente del conde Bray perdiera la batalla entre la cordura y la demencia...

—Somos suficientes para protegerlo —interrumpió Índigo.

—No, te equivocas... porque existe un traidor bajo su techo.

Índigo sintió que el estómago le daba un vuelco al repetir las palabras de la mujer sus propios temores a medio formar.

—¿Un traidor? —Su voz sonó ronca—. ¿Quién?

La figura volvió a negar con la cabeza.

—No lo sé. Mis poderes son limitados: no puedo ver en el interior de la granja; no puedo leer en las mentes de los que viven entre sus paredes. Pero sí sé que lo que digo es verdad. —Levantó los ojos y, por un instante, Índigo vio un destello de color al reflejarse la luz de la luna en ellos. Azul..., un raro y vivo azul zafiro.

—Gordo es el único que puede haberlo descubierto —dijo, y ahora una nota desesperada, suplicante, había aparecido en su voz—. Gordo..., el hijo de Olyn. Puede que él sepa quién es el traidor.

Índigo se dio cuenta de que empezaba a sentir escalofríos.

—Gordo ha desaparecido.

—Lo sé. He intentado encontrarlo, lo he intentado... He buscado y buscado, pero no hay rastro de él. Y es el único que puede contar toda la verdad.

—¿Su padre... no podría ayudarnos?

—Quizá. Siempre estuvieron muy unidos: puede que Olyn sepa adonde puede haber ido Gordo. Pero tiene demasiado miedo de hablar. Teme lo que pueda hacer su primo. —Otra pausa, más larga, y luego—: Olyn y su familia son inocentes, pero el conde Bray no se dejará convencer de su inocencia. Otras voces murmuran al oído del conde; otras voces lo instan a vengarse. Y ahí es donde está la maldad. De ella se alimenta la maldición, y le da nuevas fuerzas. —Dio un paso hacia adelante de pronto, con una mano extendida como si quisiera tocar a Índigo, luego retrocedió rápidamente—. Debes encontrar esa raíz y arrancarla —dijo lastimera—. Y la disputa entre las dos familias debe solucionarse sin derramamiento de sangre; si no es así... —Su voz tembló, se quebró; recuperó el control con gran esfuerzo—. Si no es así, entonces mi conciencia no podrá descansar jamás. Por favor. Siento que eres una amiga, y confío en ti, igual que tú has confiado en el tigre, que es más sabio que todos nosotros. Te lo ruego..., que haya indulgencia. Ayúdalos.

De nuevo extendió la mano hacia Índigo, y de nuevo la cautela —o el miedo— la detuvieron justo antes de que pudiera establecerse el contacto... Y entonces, de una forma tan brusca e inesperada que cogió a Índigo totalmente por sorpresa, la mujer se dio la vuelta y echó a correr.

—¡No! —Al salir de su asombro, Índigo gritó a la figura que huía—. ¡No, espera! ¡Regresa!

Dio un paso hacia adelante para salir en su persecución, pero antes de que pudiera dar el segundo, el tigre se puso en pie de un salto y le cortó el camino con un gruñido de advertencia, Índigo se quedó inmóvil, mirando atemorizada el rostro enorme, los refulgentes ojos dorados, a pocos y peligrosos centímetros de distancia de su propio rostro. Los labios del felino se tensaron un tanto, su aliento se condensó en el aire frío cuando resopló en su dirección; luego, al ver que ella no intentaría esquivarlo ni desafiarlo, su lomo inmenso se relajó.

La mujer estaba ya a bastante distancia, corría veloz y al parecer sin verse estorbada por la nieve, Índigo la siguió con la mirada, sintiendo una oleada de frustración.

Luego miró otra vez al tigre. Estaba tranquilo, ya no resultaba amenazador y, como si percibiera su desaliento, dio un paso hacia adelante y hundió la cabeza contra su mano enguantada. Un estremecimiento de sorpresa recorrió a Índigo cuando la consternación disparada por un terror total ante el tamaño y fuerza del animal se entremezcló con el descubrimiento de que la criatura intentaba consolarla. Sintió el fabuloso poder físico de su cuerpo bajo la gruesa piel, sintió la oleada de calor de su aliento, percibió la asombrosa energía de su cerebro. Luego, también él se dio la vuelta y, con un silencioso salto, salió corriendo en pos de su compañera.

Índigo permaneció inmóvil, contemplando las dos figuras cada vez más pequeñas y sintiendo como si todo su cuerpo se hubiera convertido en madera petrificada. El breve momento de contacto con el tigre la había dejado anonadada, haciendo que se diera cuenta por primera vez del auténtico alcance del increíble poder del animal. Podía haberla matado de un zarpazo o un mordisco, y ella habría permanecido indefensa, incapaz de actuar. No la sorprendió, pensó nerviosa, mientras sentía los primeros escalofríos de reacción tras el terror que la había tenido paralizada, que Grimya sintiera pavor ante semejante criatura. Ahora ella había probado un temor parecido al de la loba, y era una experiencia que dejaba huella.

Pero en lugar de hacerle daño, el tigre le había demostrado que era un amigo y un aliado, y ella había aprendido una segunda lección de aquel contacto: la lección de la confianza. Has confiado en el tigre, que es más sabio que todos nosotros, había dicho la mujer, Índigo supo con certero instinto que aquellas palabras eran a la vez ciertas y significativas.

Ya no podía ver a las dos figuras que se alejaban; bajo la engañosa luz de la luna se habían desvanecido en el paisaje nevado. Su cerebro volvía a funcionar de forma coherente y, eliminando los restos de su parálisis con una sacudida, se volvió hacia Grimya. La loba le devolvió la mirada con ojos llenos de temor: no había necesidad de palabras.

—Tenemos que regresar a la granja. —Una urgencia repentina se apoderó de Índigo—. ¡Tenemos que regresar antes de que nadie se despierte!

Un traidor en la familia. ¿Quién?, se preguntó. ¿Quién? Empezó a andar a grandes zancadas... Entonces se detuvo al ver que Grimya no la seguía.

¿Grimya? —Índigo volvió la cabeza y la vio mirando aún en la dirección que habían tomado la mujer y el tigre—. ¿Qué sucede?

Grimya. se volvió hacia ella. Emanaba inquietud aunque la causa no era su miedo al tigre. Vaciló un instante y luego dijo:

—Puede que no signifique na...da. Pero... ella no ha dejado huellas de pisadas.

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