CAPÍTULO 17


El primer heraldo del amanecer fue un resplandor frío, tenue y descolorido que se alzaba por el este. Las estrellas se desvanecían lentamente, dejando el cielo de un negro mate. El contorno del bosque resultaba apenas distinguible, la oscuridad se superponía a la oscuridad.

El campamento forestal estaba desierto. El cadáver de Moia, envuelto en una manta, había sido trasladado a la cabaña principal para esperar el momento en que pudiera ser enterrado decentemente. Veness había ordenado a los hombres que regresaran a sus casas. No se habían hecho de rogar; la superstición estaba muy arraigada incluso en los espíritus más osados, y nadie quería quedarse cerca del cadáver de la mujer no fuera a ser que su fantasma vengador cobrara vida.

A Índigo no le preocupaban demasiado los fantasmas, pero de todas formas la atmósfera del campamento vacío y saber lo que había en él, le produjo inquietud cuando, siguiendo al tigre de las nieves, Grimya y ella se aproximaron a las cabañas silenciosas y oscuras, Índigo no estaba muy segura de por qué el animal las había conducido a ese lugar; pero la posibilidad que sugerían sus sospechas no era como para detenerse a hacer consideraciones muy profundas. Una vez más, se arrepintió de su rápida e imprudente salida de la granja, sin otra arma que el cuchillo que siempre llevaba colgado al cinto. Habría dado una fortuna por tener su ballesta y un carcaj lleno de saetas.

En el centro del recinto, el tigre se detuvo y esperó a que Índigo y Grimya lo alcanzasen. Por un momento la joven pensó que habían llegado al final de su viaje, pero al acercarse a la altura del felino éste giró con elástica elegancia y siguió adelante, penetrando en el bosque, Índigo vaciló y miró a la loba.

«¿Qué crees, cariño? ¿Debemos seguir?»

El tigre volvió la cabeza, y la muchacha tuvo la clara e inquietante impresión de que éste había percibido y comprendido el intercambio de pensamientos que había tenido lugar entre ambas. Pero Grimya tenía la mirada fija en el felino, y su respuesta fue inmediata y categórica.

«Sí, debemos seguir. Aquí no hay peligro aún... y el tigre es nuestro amigo.»

Perpleja ante el sorprendente cambio de parecer de la loba, pero confiando implícitamente en su instinto, Índigo se puso en marcha de nuevo.

El bosque permanecía profunda y fantasmagóricamente silencioso mientras avanzaban entre los árboles. La galerna había amainado por fin, dejando una gran quietud que producía escalofríos en los huesos, y el frío cubría la tierra como un sudario inmóvil. El bosque absorbía los débiles atisbos de luz, hundiéndolos en la penumbra, Índigo tardó algunos minutos en darse cuenta de que el terreno por el que las conducía el tigre le resultaba vagamente familiar. ¿No había visto antes el enorme tronco situado a su derecha, caído de forma natural y dejado allí para que se pudriera y regresara a la tierra de donde procedía? Miró a Grimya, transmitiéndole de inmediato una pregunta vacilante y las orejas de la loba se irguieron hacia adelante.

«Creo que hemos pasado por aquí antes», respondió. Hizo una pausa, luego: «Creo que conduce al claro donde se encontró a la mujer muerta.»

Desde luego... Índigo lo recordó en ese momento. Y, atisbando entre el amontonamiento de troncos oscuros, le pareció percibir una disminución de la penumbra, como si la luz se filtrara hacia el suelo a través de una abertura entre las copas de los árboles.

El tigre, una figura vaga y etérea delante de ellas, se volvió y llamó en voz baja. Y, al ir hacia él, Índigo y Grimya se encontraron de improviso en el ya familiar claro. Allí estaba el montón de ramas, sin tocar desde el macabro descubrimiento del cuerpo de Moia. Y también seguía la fosa allí, vacía, apenas una cicatriz poco profunda en la tierra.

El tigre avanzó hasta llegar junto a la fosa y se detuvo. Inclinó la cabeza, olfateando la tierra removida; luego volvió a levantarla y lanzó un gruñido salvaje. Acobardada, Índigo dio un paso instintivo en dirección contrario, pero la voz de Grimya la tranquilizó al comunicarle mentalmente:

«No... Está enojado pero no con nosotras. Intenta decirnos algo. Percibo...» Echó las orejas hacia atrás, luego volvió a adelantarlas, y de improviso el pelaje de su lomo se erizó, «¡Indigo, hay algo más ahí! ¡Eso es lo que nos quiere decir, estoy segura!»

Despacio y con cuidado, el corazón palpitándole con fuerza, Índigo se acercó a la fosa. La cola del tigre se agitó una vez con energía, mas al acercarse ella, el animal se retiró un paso o dos. Animada, Índigo dio otro paso hacia adelante, y luego otro: entonces vio que la tierra de la tumba estaba recién removida como si algo la hubiera arañado en un esfuerzo por cavar más hondo.

Y vio, también, los tres dedos putrefactos que sobresalían del hoyo.

Fue Grimya quien finalmente dejó al descubierto el rostro. La descomposición definitiva acababa de empezar y, una vez que consiguió dominar su inicial repugnancia y pudo mirar con atención, Índigo supuso que el frío había ayudado a preservar el cuerpo, de modo que probablemente llevaba muerto mucho más tiempo de lo que hacían suponer las apariencias. Y quienquiera que fuera el responsable de su muerte había sido brutalmente eficiente, había sesgado el cuello del pobre muchacho de una sola cuchillada.

Se levantó por fin y se apartó de la tumba. Aunque jamás había visto a la víctima antes de ese momento, sabía quién debía de ser, y existía una cruel confirmación en los cabellos negros, el ligero pero inconfundible aire de familia. Gordo: el hijo desaparecido de Olyn y amante de Moia. Y supo, sin la menor sombra de duda, quién había sido el asesino de ambos.

Grimya clavó los ojos en el cadáver.

«Kinter fue muy listo», dijo sombría. «Los leñadores no pensaron en seguir cavando en busca de otro cuerpo después de encontrar el primero.»

—¡Oh, sí que fue listo! Él, y su esposa homicida e intrigante. —La cólera enturbió de repente los ojos de Índigo, pero antes de que pudiera decir más, una nueva voz habló desde las sombras del límite del claro.

—Así que lo has encontrado.

Índigo giró en redondo con el corazón a punto de estallarle y su mano voló al cuchillo que llevaba al cinto. Pero al instante, tras la sorpresa surgió la certidumbre: conocía aquella voz. Y el tigre también se volvía, y de su garganta brotó el ya familiar ronroneo de saludo, al tiempo que una figura envuelta en pieles surgía entre los árboles.

La mano de Índigo se apartó del cuchillo mientras la mujer avanzaba muy despacio hacia ella. Lejos de las sombras más profundas, el rostro enmarcado por la capucha resultaba visible como un óvalo borroso y pálido. Por un momento Índigo pudo distinguir el vivido azul de sus ojos. Luego ambas cosas se desvanecieron entre las sombras cuando la mujer se detuvo junto a la tumba y bajó la cabeza.

—El tigre desenterró su cuerpo anoche —dijo en voz baja—. Pensaba que seguía vivo. No me di cuenta de que se había llegado a esto. —Alzó la cabeza rápidamente—. ¿Quién los mató, Índigo? ¿Lo sabes?

Índigo continuó mirándola sorprendida.

—¿Los mató? —Estaba anonadada—. Pero... pensé...

—¿Que yo era Moia? —Levantó una mano para sujetar la capucha—. No.

La capucha cayó hacia atrás; el abrigo de piel se abrió. De pie frente a Índigo había una mujer delgada pero fuerte de unos treinta y cinco años, de finos cabellos color paja que le caían lacios sobre los hombros. Bajo el abrigo llevaba una ligera camisa de hilo de un estilo que Índigo no reconoció, y pantalones también de hilo que parecían hechos para un hombre. Entonces el abrigo de piel resbaló completamente de sus hombros, cayó al suelo... y se desvaneció.

—Como verás —siguió la mujer con suavidad—, no soy la esposa del conde Bray.

Todas las ideas preconcebidas de Índigo, todas sus certezas se derrumbaron. Luchó por articular algo mientras el primer indicio de la auténtica verdad empezaba a insinuarse y, por fin, titubeante, consiguió tartamudear:

—Entonces..., ¿quién eres?

La mujer le sonrió con tristeza, con un deje de mofa de sí misma.

—No creo que mi nombre importe —repuso—. Nadie lo recuerda ya. ¿Y por qué iban a recordarlo? Morí hace tanto tiempo...

Unos dedos espectrales parecieron rodear el corazón de Índigo, oprimiéndolo con fuerza.

—Eres... —Tragó una bocanada gélida de aire—. Perteneces a esa antigua familia...

—Sí, así es. O fue. Los míos hace siglos que se han convertido en polvo, pero mientras ellos se han ido a reunir con la Madre Tierra, yo he permanecido aquí. No estoy viva pero tampoco estoy del todo muerta. —Hizo una pausa larga y aterradora—. No puedo morir por completo. No moriré hasta que desbarate el maleficio que lancé sobre la casa de los Bray hace muchos siglos.

Los labios y la garganta de Índigo estaban resecos y helados; a su lado Grimya lanzó un gemido apagado.

—¿El maleficio que lanzaste...? —repitió.

La mujer la miró otra vez y sus ojos color zafiro brillaron con una profunda pena.

—Sí —respondió—. La leyenda, como puedes ver, se equivoca en un detalle de vital importancia. Yo fui la última en ser asesinada. Había presenciado las muertes de mi esposo, mis hijos, mis hermanos y hermanas... Todo nuestro clan, asesinado a nuestra propia mesa, inocente. — Hizo una pausa—. Pero yo poseía ciertos conocimientos de hechicería. No eran suficientes para salvarnos a nosotros, pero sí para que pudiera maldecir el nombre de los Bray. Sólo que, con mi último aliento, el poder de la maldición que lancé resultó mayor de lo que jamás hubiera soñado. Y se ha transmitido a través de los siglos afianzándose de tal manera que no había forma de destruirlo.

Se produjo otra pausa, Índigo observó que la mujer —fantasma, aparecido o fuera lo que fuese— empezaba a temblar como dominada por la fiebre.

—El escudo protegió a nuestro asesino de las espadas de los míos, y el hacha cortaba sus cuerpos como ovejas ante el tajo del carnicero. Con mi último aliento maldije aquellas armas, y maldije toda mano que las tocara. Pero entonces no sabía cuánta sangre inocente más se derramaría por culpa de mi maldición. —Clavó la mirada en la nieve a sus pies aunque sus ojos no parecieron verla—. Todos estos años; todos estos siglos de espera, rezando por una oportunidad de acabar con lo que provoqué aquella noche y encontrar la paz. Y ahora tú has venido aquí, y creo que posees el medio de liberarme.

—¿Que yo...?

—Sí. No conozco cuál será tu destino definitivo, Índigo, pero percibo un nexo de unión entre tu meta y la mía. —Sus ojos se clavaron de nuevo bruscamente, con fijeza, en el rostro de Índigo—. La condición de mi existencia me permite ver en dimensiones vedadas a otros. No es siempre un talento placentero, pero tiene su utilidad. He percibido algo de lo que eres, y creo que tienes buenas razones para querer poner fin al poder de la maldición. —Se interrumpió, luego añadió—: En muchos aspectos tú y yo somos iguales. Tú estás viva, lo sé, y yo estoy muerta. Sin embargo existe una zona a caballo entre esos mundos donde ambos se encuentran, en la que compartimos la amargura del mismo cáliz. Podría decir que somos algo más que seres humanos. Y quizá, también tú, sepas lo que es estar en el limbo, y no anhelar otra cosa que volver a casa.

Índigo la miró fijamente mientras sus palabras iban haciendo mella en ella. Estar en el limbo, y no anhelar otra cosa que volver a casa. Y sintió una vez más el dolor de todo ello, la herida abierta de más de cuarenta años de trabajo duro sin vislumbrar un final, sin un hogar que pudiera realmente llamar suyo. Saber que amigos y enemigos por igual iban envejeciendo y muriendo, quedándose atrás en las brumas cada vez más espesas del tiempo y la memoria, mientras ella no podía envejecer, no podía morir, pero tampoco podía vivir de verdad. Limbo. Un vacío helado, una nada que se extendía hasta perderse en un futuro que no podía adivinarse: existía por cierto un paralelismo abominable con la vida dentro de la muerte que padecía esa mujer. Pero la pobre criatura había soportado su existencia fantasmal no sólo durante cuatro décadas sino durante siglos. Siglos de espera, de aferrarse a una esperanza que quizá no se realizara jamás. La sobrecogió un tremendo escalofrío y lo reprimió con energía por el temor que le provocaba darse cuenta de que al sentir lástima por la desdichada aparición sentía lástima también por sí misma.

Por fin dijo, con voz algo vacilante:

—¿Por qué no me lo dijiste la primera vez que nos encontramos?

Unos párpados muy pálidos cubrieron los ojos color zafiro de la mujer, como si intentara ocultar una visión que no deseara ver.

—He arrebatado a los Bray mucho más de lo que tenía derecho a reclamar —respondió con calma—. Vengarse de los hombres que asesinaron a mi familia es una cosa, pero una venganza que persiste durante años y se ceba en el inocente igual que en el culpable es algo muy diferente. Temía que si sabías la verdad me odiaras por lo que había hecho. —Entonces volvió a abrir los ojos y miró a Índigo con profundo y dolorido candor—. Ahora, no obstante, todo ha cambiado. Ha sucedido lo peor: la maldición ha vuelto a despertar. No puedo permanecer al margen y contemplar cómo el pasado se repite... y tú eres mi único aliado humano, de modo que no tengo más alternativa que ponerme en tus manos e implorar tu misericordia. —Volvió a mirar la tumba—. Ya no me queda nada que perder.

También Índigo miró el cuerpo de Gordo, y por breves segundos sintió parte de la cólera que el tigre había mostrado al conducirlas a Grimya y a ella allí. Cólera ante el salvajismo de esos asesinatos, ante la crueldad y tortuosidad de la mente que los había provocado; y, por encima de todo, ante el poder desenfrenado y destructivo del demonio que albergaba el interior de aquellas armas malditas.

—¿Me ayudarás, Índigo? —preguntó la mujer—. ¿Me ayudarás a detener esto de una vez por todas?

Índigo bajó la mirada hacia Grimya, que las observaba atentamente, pero la loba no dijo nada. De todas formas, comprendió con repentina y cristalina claridad, no necesitaba el asesoramiento de

Grimya, no tenía opción. Había ido a El Reducto a destruir a un demonio, pero el adversario remoto e impersonal con el que se había propuesto enfrentarse se había transformado en algo mucho más tangible. Apenas en unos cuantos días su vida se había visto inexplicablemente ligada a la vida de Veness y, por lo tanto, a las vidas de toda la familia Bray. Y las maquinaciones del demonio, a través de la antigua maldición y a través también de las intrigas de Kinter y Carlaze, se habían convertido asimismo en su cruz igual que en la de ellos. Tenía sus propias cuentas que ajustar.

Sus ojos se encontraron con la extraña mirada azul de la mujer, y dijo:

—Sí, te ayudaré. —Esbozó una sonrisa entristecida—. Tampoco yo tengo opción.

El tigre, que las había estado observando en silencio, alzó la cabeza y lanzó un suave ronroneo. El rostro de la mujer se relajó de forma visible.

—Gracias —dijo, y sus ojos brillaron emocionados—. ¡Gracias!

Índigo no quería su gratitud y, desconcertada, levantó los ojos hacia las copas de los árboles. La luz diurna inundaba ya el cielo aunque el bosque seguía impregnado de profundas sombras y sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que podría estar sucediendo en la granja; cómo estaría Veness, si Reif le habría contado su precipitada huida y lo que él le habría dicho, lo que habría sentido. Apartó de su mente tan amargos pensamientos; otras cuestiones tenían prioridad, y no se atrevía a permitir que temores personales ocuparan el lugar de asuntos más importantes.

Tenían que encontrar al conde Bray. Y sentía —no podía explicar la convicción, pero estaba ahí, y era cierta— que era vital localizarlo antes de que pudiera ponerse en marcha la planeada búsqueda de Reif. Racionalizó su instinto diciéndose que no quería ver a Reif y a sus hombres involucrados en aquello; desconocían la auténtica naturaleza de su adversario y eran, por lo tanto, peligrosamente vulnerables. Pero en el fondo, sabía que había algo más. Mucho más.

Se volvió otra vez hacia la mujer de ojos color zafiro:

—No tenemos tiempo que perder. Tenemos que encontrar al conde antes de que sea demasiado tarde. Dices que puedes ver en dimensiones que resultan invisibles a otros... ¿Puedes llegar hasta él? ¿Puedes decirme dónde está?

La mujer entrecerró los ojos.

—No... no puedo estar segura —respondió por fin—. Mis poderes son demasiado limitados... pero anoche, después de que descubrimos el cadáver de Gordo, el tigre olió otra presencia humana en el bosque, no lejos de aquí. Yo no percibí nada, pero el animal sí, y no me dejó investigar; me mantuvo a distancia. —Miró al tigre de las nieves que la contemplaba, con sus inexcrutables ojos ambarinos—: No sé quién estaba ahí. Pero quizá valdría la pena echar un vistazo.

«No ha nevado desde hace varias horas», dijo Grimya. «Si existe algún rastro, el tigre y yo podríamos seguir la pista con facilidad.»

Era una posibilidad remota, pero de momento la única pista que tenían, Índigo asintió:

—Sí..., sí, vale la pena intentarlo.

La mujer extendió una mano.

—Ven, pues. Te conduciré allí.

Índigo tendió la suya automáticamente para tomar la mano que se le ofrecía. Se tocaron... y la mano de la mujer pasó a través de la suya sin que sintiera nada, tan insustancial como la bruma.

El corazón le dio un vuelco a Índigo y la mujer se quedó inmóvil un instante.

—¡Ah! —suspiró—. Claro. Por un momento olvidé que tú y yo no somos totalmente iguales... —

Y con una leve sonrisa entristecida se volvió y empezó a guiarlas hacia el interior del bosque.

Anduvieron en silencio, la mujer delante, mientras Índigo la seguía flanqueada por Grimya y el tigre de las nieves. La luz del sol penetraba débilmente en el bosque, proyectando sombras engañosas; algún que otro trino del canto de pájaros se dejaba apenas oír a lo lejos, Índigo mantenía ojos y oídos bien alertas ante cualquier incidente extraño, pero sus pensamientos estaban puestos en otras cosas, en especial en el incómodo desasosiego, en la incongruencia (podría incluso decir insensatez) de la situación. Eran cuatro de los más disparatados e improbables aliados que imaginarse pudiera: Grimya y ella, un tigre salvaje y un fantasma, midiéndose contra un enemigo sobrenatural cuya auténtica naturaleza sólo Grimya y ella conocían. El demonio que controlaba el hacha y el escudo poseía mucho más poder que el contenido en la vieja maldición de la mujer y, sin embargo, se había propuesto enfrentarlo y destruirlo sin más arma que el cuchillo de caza y la esperanza.

El hecho en sí planteaba un nuevo interrogante: si tenía que triunfar sobre el demonio, debía primero enfrentarse al hombre cuya mente y cuerpo había usurpado. El conde Bray era una víctima inocente: su único crimen había sido enamorarse de una joven voluble e intentar, en su locura, poseerla en contra de su voluntad. Y era el padre de Veness. Loco o no, irremediablemente perdido o no, Índigo no se creía capaz de asesinarlo a sangre fría. Sin embargo hasta que, y a menos que, el conde muriera, el demonio continuaría alimentándose de su locura a través de las armas malditas que empuñaba. Y hasta que, y a menos que, ese pobre hombre muriera, no podría llegar al núcleo del mal; no podría alcanzar su corazón, apoderarse de él y aplastarlo acabando con su existencia.

La voz de Grimya dijo en su mente:

«A lo mejor no tiene que morir, Índigo. Si se lo pudiera separar de las armas, quizá la locura lo abandonaría.»

La joven meditó sobre lo dicho por la loba pero, aunque fuera cierto, ¿podría conseguirlo? Nadie podía acercarse al conde y esperar escapar ileso, y sólo un espadachín experto tenía alguna posibilidad de lograr desarmarlo. Ella no poseía semejante habilidad (ni siquiera tenía una espada). ¿Qué podía esperar?

«Puede que aún exista una forma», repuso Grimya esperanzada cuando le transmitió sus pensamientos. «Sé que no deseas que muera, y yo siento lo mismo. No merece la muerte.» Alzó la cabeza, y mostró los dientes de improviso. «No es el mismo caso que el de Carlaze y Kinter.»

Kinter estaba de momento muy lejos de la mente de Índigo, pero aquellas últimas palabras indignadas de Grimya lo trajeron bruscamente al primer plano de sus pensamientos. Sería un error fatal pasar por alto a Kinter. Seguía en libertad, y ahora que su traición había quedado al descubierto sólo tenía dos opciones: podía huir o podía intentar por cualquier medio recuperar la ventaja que había perdido, Índigo sospechaba que era lo bastante despiadado (y estaba lo bastante desesperado) como para no rendirse, por mucho que las circunstancias estuviesen en su contra. Su situación lo convertía en un ser muy peligroso.

¿Se escondería por allí?, se preguntó. Parecía probable; desde luego no se atrevería a regresar a la granja. Iba armado con su propia ballesta la cual tenía un temible alcance de tiro en manos expertas. Casi con seguridad estaría buscando al conde Bray; y era un factor impredecible, era como un animal suelto potencialmente letal.

Estaba a punto de llamar a la mujer que andaba delante de ella, de expresar sus temores y de advertirle el peligro que podía suponer Kinter, cuando el tigre se detuvo y levantó la cabeza. Las tres se quedaron inmóviles al instante, observando al felino con atención. Los bigotes del tigre se agitaron, sus ojos ambarinos estaban clavados en los árboles del linde del bosque. Entonces sus labios se curvaron y lanzó un leve gruñido de advertencia.

—¿De qué se trata?

La mujer volvió sobre sus pasos —el absoluto silencio con el que se movía, y que sus pies no perturbaran una hoja ni una brizna de hierba, desconcertaba a Índigo— y se detuvo junto al inmenso felino. Por unos instantes pareció como si no pudiese averiguar qué era lo que había atraído su atención, pero de repente musitó:

—¡Escucha!

«¡Lo oigo!», comunicó Grimya con vehemencia a Índigo. «Un grito. Un grito humano. Parece alguien angustiado. Pero...»

No terminó la frase: sin advertencia previa el tigre se lanzó hacia adelante en medio de los árboles. Se deslizó sin ruido, fundiéndose entre las sombras. La mujer fue tras él y, ansiosa por no quedarse atrás, Índigo y Grimya fueron en pos de ella. Se abrieron paso entre los apretujados troncos, a través de ramas bajas que restallaban bajo las manos de Índigo y dejaban caer cortinas de nieve helada sobre su rostro y brazos, hasta que el gigantesco felino se detuvo otra vez y, sin aliento, Índigo consiguió alcanzar a sus veloces compañeros.

Estaban muy cerca del linde del bosque: sólo a pocos metros de distancia pudo ver la luz del día que brillaba sin obstáculos proyectando sombras sobre los troncos de los árboles. No vio nada inusual allí pero tanto Grimya como el tigre miraban con atención al frente, las orejas vueltas hacia adelante mientras escuchaban.

Y entonces lo oyó: un grito, ahogado y débil..., el triste gemido de alguien que sufría. La voz de una mujer, pensó Índigo, pero al instante su instinto le dijo que algo no encajaba en aquella apreciación. Algo relacionado con el tono de aquella voz no era normal, como si...

La sospecha se vio interrumpida, antes de que pudiera tomar forma, cuando el tigre lanzó un gruñido ahogado y amenazador, y empezó a avanzar con suma cautela. Grimya lo siguió, las orejas echadas ahora atrás y el cuerpo pegado al suelo. Los dos animales se arrastraron hasta llegar muy cerca del límite de los árboles; Índigo los vio penetrar en la zona bañada por la luz del sol, detenerse, arrastrarse un paso más. Entonces la voz sorprendida y excitada de Grimya resonó en su mente.

«¡Índigo, ven deprisa!»

El fantasma de la mujer y ella llegaron al límite del bosque a la vez. Índigo se detuvo en seco, resbaló ligeramente y estuvo a punto de caer, al ver lo que les aguardaba allí.

Un terreno virgen que se alejaba de los árboles en forma de suave ladera cubierta de nieve relucía bajo la pálida luz del sol. Y a menos de veinte metros de donde se encontraban, la intacta blancura se veía desfigurada por lo que a primera vista parecía un árbol solitario, que proyectaba una sombra delgada y desigual sobre el suelo. Pero no se trataba de un árbol. Ó, más bien, no se trataba de un árbol vivo. Eran los restos de un arbolillo, talado, despojado de raíces y ramas, clavado en el suelo para formar una estaca de unos dos metros y medio de altura. Y atada a la estaca, de espaldas a ellos de modo que era imposible reconocerla, había una figura humana.

—Por los Ojos de Madre... —De la boca de Índigo surgió una bocanada de vapor al susurrar estas palabras—. ¿Quién...? —Y se interrumpió cuando el viento transportó hasta ellos el trémulo y agonizante grito.

—Ayudad...me. Por favor... ayuda...

Índigo no perdió un segundo. Corrió hacia adelante, hundiéndose en la nieve, que de improviso había alcanzado mayor espesor, y avanzó penosamente en dirección a la estaca y a su indefenso y patético prisionero. A su espalda el tigre rugió una advertencia pero ella no le prestó atención, limitándose a seguir adelante a duras penas, al tiempo que sacaba el cuchillo lista para cortar las ataduras. Veía una melena negra ondeando al viento, el desgarrado y sucio dobladillo de un vestido cubierto de tierra, pero no comprendió su reveladora significación hasta que fue demasiado tarde, había llegado hasta la figura atada, y...

—¡Ahhh!

La sorpresa y la repugnancia se estrellaron como un puño de hierro contra su estómago. Retrocedió tambaleante apartándose del horrible espectáculo del cadáver putrefacto de Moía, el cual descompuestos sus labios y su nariz, le sonreía con una mueca delirante en medio de sus ligaduras. Grimya, que había corrido a reunirse con ella, se detuvo patinando sobre la nieve y lanzó un gemido al encontrarse cara a cara con el espectáculo, y la mujer, siguiendo a la loba, contempló aquel horror con ojos llenos de desaliento y piedad.

—Ha robado su cadáver... —La realidad la golpeó como un segundo puñetazo, y se alejó de la espantosa visión, intentando contener las náuseas—. Lo robó, y... —La voz, claro; ¡aquello era lo que no concordaba! No era el grito de una mujer en demanda de ayuda sino la imitación hecha por un hombre, una trampa, un señuelo...

De improviso, el tigre de las nieves rugió. Fue un rugido atronador que hizo que Grimya lanzara un gañido de temor, Índigo y la mujer giraron en redondo para ver que las ramas del límite del bosque se agitaban violentamente impulsadas por algo que se abría paso entre la maleza. Otro sonido contestó al desafío del tigre; pero no era el rugido de un felino sino una voz humana que gritaba, bramaba, una palabra que heló la sangre de Índigo al reconocerla.

—¡MOI-AA!

El conde Bray se lanzó fuera del bosque como un enloquecido oso herido. Su mano derecha balanceaba el hacha, haciéndola describir amplios arcos, mientras con la izquierda sujetaba el escudo por encima de su cabeza como si se tratara de un estandarte de batalla. Durante los primeros y aterradores segundos, Índigo se percató de que no sólo la hoja sino también todo el mango del hacha estaban recubiertos de sangre seca. El escudo, asimismo, estaba salpicado y manchado de sangre. Y el conde parecía una pesadilla viviente. No podía ni pretender imaginar lo que podía haberle sucedido durante aquella larga noche, pero casi desnudo, en su piel aparecían síntomas de congelación y estaba cubierto por las cicatrices sanguinolentas de heridas nuevas que se había autoinfligido. La indomable mata de cabello había desaparecido casi por completo; se la había arrancado él mismo a grandes mechones y el desnudo cuero cabelludo que había dejado al descubierto estaba arañado e inflamado. Sus ojos, que antes ardían con un fuego devorador y demente, eran ahora como dos hornos semiapagados que relucían sanguinarios en los huecos negros de sus cuencas.

El conde Bray vio la escena que tenía delante (o la registró de alguna forma en su cerebro deteriorado), y se detuvo. Los brazos le cayeron inertes a los costados, arrastró las mortíferas armas sobre la nieve y miró a la estaca más allá de Índigo y sus compañeros. Despacio, muy despacio abrió la boca babeante y un sonido borboteó desde lo más profundo de su ser.

—Mer... mer...

Pero de repente le fue imposible conseguir que su garganta y su lengua articularan las sílabas que formaban el nombre de su esposa. Lo abandonaban los últimos vestigios de inteligencia, arrebatándole sus poderes vocales, dejándolo sin la poca coherencia que le quedaba, mientras seguía con los ojos clavados en aquella cosa inerte y putrefacta que en una ocasión había sido su preciosa y joven Moia. Era imposible saber si la reconoció o no como lo que había sido; todo lo que podía emitir eran aquellos sonidos espantosos una y otra vez, tan incomprensibles y patéticos como los de un buey moribundo.

El corazón de Índigo empezó a latirle con la fuerza de un martillo contra las costillas al darse cuenta de que ya no le tenía miedo. No había nada que temer ahora. El conde Bray no la atacaría; estaba hipnotizado por el cadáver, aturdido, inmóvil.

Con sumo cuidado, la joven dio un paso hacia adelante. El tigre, que seguía inmóvil junto al linde del bosque, alzó la cabeza de inmediato, rígido, y Grimya proyectó una ansiosa advertencia.

«Índigo, ¡ten cuidado!»

«Todo va bien. No creo que intente hacerme daño.»

... Y existía una posibilidad, se dijo, una remota y casi imposible posibilidad, de que de alguna forma pudiera quitarle las armas malditas. De alguna forma...

Dio otro paso. El conde Bray no parecía darse cuenta de su existencia y permanecía con los ojos fijos más allá. Su boca se abría y se cerraba, largos hilillos de saliva resbalaban por su mentón, pero ya no emitía el menor quejido.

Otro paso. Estaba ya a unos tres metros de él, no más. Otro...

Y entonces lo oyó, en la décima de segundo anterior al hecho en sí, el sonido sordo, pesado y mortífero del resorte de una ballesta al soltarse.

No vio la saeta, su vuelo era demasiado rápido para ser captado por el ojo humano. Pero sí la oyó: el gemido del aire desplazado y el aborrecible golpe sordo al dar en el blanco. El conde Bray no gritó. Se limitó a balancearse sobre sus pies; luego, de forma grotesca, sus ojos bizquearon como los de un borracho cuando los bajó y fijó en la flecha de acero de veinte centímetros que se le había clavado en la parte posterior del cuello atravesándole la garganta.

Intentó hablar. Mientras Índigo y sus compañeros permanecían inmóviles, demasiado aturdidos para reaccionar, el conde abrió la boca por última vez. Un hilillo de sangre le brotó entre los dientes y se le derramó por encima del labio inferior. Luego sus hombros se estremecieron en un estertor y un torrente escarlata le fluyó de la garganta antes de que se balanceara como un árbol cortado y se desplomara de bruces sobre la nieve.

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