Gracias a la tormenta, en la granja de los Bray en las horas de luz sobraba trabajo para todas aquellas manos que estuvieran disponibles, tanto con la intención de recuperar el tiempo perdido durante el período de inactividad impuesto por las condiciones climáticas, como con la de reparar cualquier desperfecto que la tormenta hubiera causado. A lo largo de los tres días siguientes Veness, Reif y Kinter estuvieron fuera de la granja desde la salida hasta la puesta del sol, quedando Índigo, Brws y dos trabajadores encargados de los quehaceres cotidianos, pero necesarios, que había pendientes en los alrededores de la casa.
Índigo agradecía aquel respiro, satisfecha de tener la oportunidad de eludir sus problemas distraída por el esfuerzo físico que exigía el trabajo inmediato y duro. Por mutuo acuerdo, ni Grimya ni ella habían vuelto a mencionar a Veness, y dedicaban el poco tiempo libre que tenían a la otra cuestión más siniestra que las preocupaba: el mensaje de la extraña mujer, y la búsqueda de cualquier prueba que pudiera demostrar lo que les había dicho.
Seguían sin tener la menor idea sobre la identidad de la mujer. Un interrogatorio cauteloso y sutil a Livian y Carlaze no dio ningún fruto; al parecer no corría por ahí noticia alguna sobre visiones misteriosas o merodeadores solitarios en los bosques. Y el tigre de las nieves, como Índigo no tardó en descubrir, era un tema tabú bajo el techo de los Bray.
La tarde del segundo día, al regresar del patio mientras empezaba a caer la noche fría y lúgubre, Índigo entró en el comedor para coger una lámpara que le alumbrara el camino hasta su habitación... y se detuvo en seco al encontrarse cara a cara con el conde Bray, sentado ante la enorme mesa.
El conde contemplaba algo que sostenía entre las manos entrelazadas, pero al oír su voz levantó la cabeza rápidamente. Era demasiado tarde para retroceder sin tener que saludarlo e Índigo dijo vacilante:
—Perdón si os he molestado, señor. Por favor, excusadme.
—No. —Alzó una mano, la palma hacia afuera, al ver que ella empezaba a retroceder—. Espera. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Le costaba articular las palabras, pero Índigo no podía decir si era debido a la bebida o a la fatiga.
—Me llamo Índigo, señor —respondió—. Vuestro hijo me acogió durante la ventisca.
—Ventiscas... —El conde Bray arrugó el entrecejo—. Ah, sí. Te he visto antes. En una ocasión. —Despacio, su mirada se trasladó hasta Grimya, inmóvil junto a Índigo, y el entrecejo se aflojó un poco—. ¿Es tu perro lobo?
—Sí.
—Buen animal —repuso con un gruñido—. Buen cazador, ¿no? Conozco estos perros: tienen buen olfato. Buenos cazadores. Rastrean para uno; encuentran lo que buscas. Un perro como ése vale mucho.
Índigo se evitó la respuesta al escucharse unas pisadas rápidas en el vestíbulo y hacer su aparición Carlaze. Llevaba un puchero de sopa. Al ver a Índigo se detuvo llena de consternación.
—Lo siento —susurró Índigo—. No sabía que estaba aquí. Me iré.
—¿Qué es eso? —exigió el conde con voz sonora—. ¡Estás cuchicheando! ¿Quién está ahí, quién
es?
—Sólo yo, tío. —Carlaze salió de detrás de Índigo para que pudiera verla—. He traído algo para que comáis. —Dirigió una rápida mirada a Índigo y, con la mano libre, hizo un gesto indicando la acción de beber, al tiempo que sus ojos se desviaban expresivamente en dirección al conde—. Síguele la corriente, si puedes —musitó—. Ha habido un ligero incidente..., te lo explicaré luego.
Carlaze avanzó hasta la mesa y colocó el cuenco frente al conde, mientras retiraba disimuladamente el pequeño objeto que éste había estado acunando, hasta dejarlo fuera de su alcance. Era un objeto pequeño, plano y ovalado, pero Índigo no pudo ver bien de qué se trataba a causa de la poca luz de la habitación.
—Muy bien, tío —dijo Carlaze con dulzura—. Tomaos esta sopa mientras aún está caliente. Os calentará por dentro y os hará bien.
El conde contempló el cuenco como si nunca antes hubiera visto nada parecido, luego volvió a mirar a Índigo.
—Esa es Carlaze —declaró con voz ininteligible—. Carlaze. La chica del... hijo de mi hermana. No. Su esposa ahora, ¿no es así? Bonita, ¿eh? Toda esa melena rubia. Me cuida bien, Carlaze. Pero no tan bien como...
Carlaze lo interrumpió rápidamente, un tanto desesperada.
—Tomaos la sopa —insistió—. Necesitáis recuperar las fuerzas.
—Deberías darle un poco a ese perro lobo de ahí. Nunca he visto un perro que no tuviese hambre, y trabajan mejor si están bien alimentados. Rastrean mejor, ¿sabes? Están más dispuestos: son más leales con un amo generoso. —De improviso su mirada se intensificó y volvió a dirigirse a Índigo—. Ven aquí, muchacha. Deja que te mire.
Índigo avanzó con recelo hacia la mesa. La mirada del conde Bray resultaba inquietante, y, percibiendo la cuerda floja en la que, de forma tan precaria, se balanceaban su mente y su estado de ánimo, no supo si mantener su mirada o bajar los ojos. Cuando estuvo más cerca, el conde extendió una mano fuerte y encallecida y la sujetó por los dedos.
—¡Tus ojos son azules! —Sonó como una acusación, luego su voz se tornó más impaciente—. Aquí, muchacha, he dicho aquí. Más cerca. ¡Deja que te vea bien!
Índigo se inclinó hacia adelante. El conde la contempló fijamente unos momentos, luego la soltó de golpe.
—¡Ah, no! No son como los de ella, ¿verdad que no? —Una sonrisita triunfante y a la vez desesperadamente triste curvó sus labios—. Te dieron el nombre a causa de tus ojos, ¿no es así? Sí, ya lo veo. Pero sus ojos eran azules, ¿me comprendes? Azules. Como zafiros. —De repente, y con tal velocidad que Carlaze no pudo intervenir, estiró la mano sobre la mesa y agarró el pequeño objeto que ella le había quitado. El puchero de sopa se volcó, derramando su contenido sobre la mesa como una oleada de líquido caliente, pero el conde Bray no hizo el menor caso.
—Aquí —dijo, y aquella palabra ardía de amargura, odio y anhelo—. Mírala.
Índigo contempló lo que le mostraba, y vio que se trataba de una miniatura pintada del busto de una mujer, no demasiado buena, pero sí lo bastante para mostrar las facciones con detalle. Un rostro en forma de corazón, bonito y un poco caprichoso, los cabellos negros recogidos y cayendo en dos trenzas sobre los hombros. Y unos enormes e intensos ojos azules.
—Mi pequeña Moia —dijo el conde Bray, y la amargura dio paso a la ferocidad—. Mi esposa. ¡Mía!
Sus ojos brillaban, y las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Carlaze dirigió a Índigo una desesperada mirada de súplica.
—Ve a buscar a Livian —murmuró—. Por favor, Índigo..., ¡ve a buscar a Livian, deprisa!
El conde sollozaba, sujetando con fuerza la miniatura mientras su otra mano, convertida en un puño, golpeaba despacio y rítmicamente la mesa como si a fuerza de perseverancia fuera a convertirla en astillas. Ojos azules. Y una imagen de la figura cubierta de pieles en medio de la nieve, mientras la luz de la luna reflejaba por un instante un destello parecido al brillo de un zafiro.
Índigo se dio la vuelta y corrió hacia la cocina.
—Daría mi vida por averiguar cómo consiguió la bebida. —Livian empezó a ordenar los pucheros, recurriendo a la actividad rutinaria para disimular parte de la tensión de su voz—. Hemos hecho todo lo que se nos ha ocurrido para mantenerla fuera de su alcance porque ya hemos visto en otras ocasiones el efecto que tiene sobre él.
—Querer es poder —interpuso Carlaze sombría, Índigo y ella estaban pelando hortalizas en la mesa—. Suponemos que puede tener reservas ocultas por toda la casa. De cualquier forma, sé exactamente cómo la consiguió esta vez. —Levantó la cabeza—. Alguien olvidó cerrar con llave la puerta de la alacena donde se guarda.
Rimmi se dio la vuelta desde el fogón donde removía el estofado.
—¡No intentes acusarme! —le espetó—. ¡Yo no tuve nada que ver con eso!
—No acuso a nadie —replicó Carlaze mordaz—. Me limito a decir lo que ha sucedido, y que debemos tener muchísimo cuidado para que no vuelva a suceder.
Livian paseó la mirada pensativa de su hija a su nuera, luego apretó con fuerza los labios.
—Rimmi, baja al sótano y llena el cuenco de la harina —dijo.
—Pero si no está vacío...
—No importa. ¡Haz lo que te digo!
Sombría, reconociendo el tono de voz, Rimmi obedeció. Cuando la puerta del sótano se cerró tras ella, Livian bajó la voz y dijo:
—No quería decir delante de Rimmi lo que pienso; no se puede confiar en que luego no vaya a contarlo por ahí. Pero creo que hay que hacer algo más, para asegurarnos de que las cosas no vuelvan a llegar a este extremo.
Tanto Índigo como Carlaze comprendieron lo que quería decir. Al parecer, Carlaze se había tropezado con el conde Bray en el comedor pocos minutos antes de la llegada de Índigo. Nadie sabía en qué momento había salido de su habitación, pero cuando Carlaze lo encontró ya había despachado dos jarros de cerveza y empezaba con el tercero... Juraba que iba a matar a los que lo habían traicionado. Carlaze utilizó todas las artimañas que se le ocurrieron para quitarle de la cabeza la idea de venganza, y en un acto desesperado, se arriesgó finalmente a poner en sus manos el retrato de Moia para distraer su atención del hacha y el escudo colgados sobre la chimenea. La estratagema funcionó, pero su efecto sería precario; en cualquier momento el sentimental estado de ánimo del conde podía trocarse en algo mucho más peligroso, y sólo la intervención de Livian consiguió por fin persuadirlo de regresar a su habitación, comer un poco y dormir la borrachera.
—No podemos dejar que vuelva a suceder. —Livian sabía ya que Índigo estaba enterada de lo que se ocultaba tras la «enfermedad» del conde y, por lo tanto, se creía capaz de hablar con franqueza—. Me duele decirlo, pero creo que, por el bien de todos nosotros y el suyo, tendría que permanecer encerrado en su habitación a partir de ahora.
Se produjo un silencio; luego Carlaze dijo inquieta:
—No podemos hacer eso sin el permiso de Veness.
—Entonces habrá que conseguir su permiso. Lo sé, Carlaze; habíamos decidido no añadir más peso a su carga contándole todo esto. Pero creo que debemos hacerlo. —Sus ojos se volvieron introspectivos por un momento, luego sacudió la cabeza para rechazar lo que estaba pensando—. Creo que no debemos arriesgarnos a callar.
Carlaze contempló el montón de hortalizas peladas que tenía delante.
—Eso quiere decir que lo admitimos, ¿no? Admitimos que está loco.
«Ojos azules», pensó Índigo con un escalofrío interno. «Y si tengo razón, si es cierto..., ¿qué es lo que Moia le está intentando hacer a su esposo?»
Livian apartó el puchero del estofado, que amenazaba con derramarse.
—Sí —asintió entristecida—. Lo admitimos.
«Creo», dijo Grimya, con los ojos fijos en el fuego,«que sólo hay una cosa que podamos hacer. Debemos volver a encontrarla, y enfrentarnos con ella.»
Estaban sentadas, la uno junto a la otra, sobre una alfombra frente a la chimenea de la habitación de Índigo.
La muchacha había añadido un nuevo leño y las llamas crepitaban alegremente y con fuerza; aunque era tarde y el resto de los habitantes de la casa estaban ya en cama, ninguna de las dos estaba aún dispuesta para irse a dormir.
«Pero ¿cómo podemos encontrarla? —meditó Índigo—. Se muestra sólo cuando quiere. Se puede buscar su pista, pero también hay que tener en cuenta al tigre. No dejará que nos acerquemos si ella no desea que la localicen».
«Eso es un problema». La loba la miró con los ojos llenos de franqueza. «Yyo no me acercaría al tigre a menos que supiera que él quiere que lo haga. No me atrevería». ,Hizo una pausa. «Además, podemos estar equivocadas. Muchos humanos tienen los ojos azules».
«Lo sé. Pero es el primer eslabón posible con el que nos hemos encontrado. Por lo menos debemos intentar ver adonde nos lleva».
Se produjo un largo silencio, luego Grimya dijo:
«Siento mucha pena por el conde. Cuando lo encontramos, pude ver en su mente; estaba totalmente abierta, como la de un cachorro. Es un hombre sencillo: todo lo que desea es ser feliz. Y ahora que le han arrebatado la felicidad, no sabe qué hacer, y por eso busca refugio en su cólera». Una nueva pausa. «Me gustaría poder ayudarlo».
Índigo le acarició la cabeza.
«A mí también».
Solo ahora, encerrado en su habitación, ¿qué pensaría y sentiría?, se preguntó. Y Moia —si es que, realmente, la misteriosa mujer era Moia—, ¿qué sentiría? ¿Tendría remordimientos? ¿O agradecería el alivio de verse libre de un matrimonio que jamás había deseado? En justicia, Índigo no podía condenarla abiertamente; no sabía nada sobre lo que había detrás de su huida ni tampoco sobre sus motivaciones actuales. Habló de un traidor, pero afirmó no conocer su identidad. Sin embargo, si había vivido allí, si había sido, aunque por un breve lapso, la señora de la casa, seguramente debía de saber quién era un amigo y quién un enemigo.
Grimya bostezó largamente y estiró las patas traseras.
«Carecemos de respuestas», anunció. «Y hay demasiados interrogantes. Estoy cansada, Índigo. Esperemos a ver qué nos trae la mañana». Volvió la cabeza en dirección a la ventana. «El viento
vuelve a cambiar. Olfateo nieve. Quizás eso también traerá otros cambios».
Índigo pensó en el conde Bray, solo, aislado, consumido de dolor y de rabia. Y pensó en Veness, los labios apretados, afligido por la noticia que Livian le había comunicado con mucho tacto, accediendo muy a su pesar a que su padre se convirtiera en un prisionero. Deseaba hablar con él y ofrecerle todo el consuelo que pudiera, pero no pudo decidirse a hacerlo. A lo mejor sólo habría empeorado las cosas más de lo que estaban.
La cama acogedora y el descanso que prometía parecieron llamarla. Se puso en pie, frotándose las piernas entumecidas por el calor del fuego; quizá Grimya estuviera en lo cierto y la mañana traería alguna novedad.
En el exterior, el viento gemía. Sería fácil imaginar otros sonidos transportados junto con su aullido; el rugido áspero de un tigre o quizás una voz más humana...
El fuego llameó a causa de las ráfagas de aire que penetraban por la chimenea, Índigo se dirigió hacia la cama y apagó la lámpara antes de deslizarse entre las sábanas.
—Bien, ¿cuál es el problema? ¿Lo dijo?
Reif negó con la cabeza.
—No era más que un mensajero, y bastante estúpido. Todo lo que pude sacarle fue una confusa perorata sobre una emergencia en el campamento forestal y que necesitan nuestro consejo con urgencia.
Veness maldijo en voz baja y recibió una mirada de reprobación de Livian.
—¡Si no pueden enviar un mensaje más claro que ése, que me maten si voy a ir hasta allí hasta que no haya terminado de comer! —Paseó una mirada furiosa alrededor de la mesa. Nadie le llevó la contraria y lanzó un suspiro—. No obstante, supongo que lo mejor será no perder más tiempo del necesario. Sacaré la troika. ¿Vendrás conmigo, Reif?
—Iría con mucho gusto, pero va a venir el veterinario esta mañana para echarle una mirada al caballo gris. Tendría que esperarlo.
—Sí, sí, desde luego. ¿Kinter?
—Iré —respondió éste.
—Bien. Sea cual sea el problema, dos cabezas probablemente serán mejor que una. —Veness rebañó su plato y terminó de un trago lo que le quedaba de la infusión—. Bien, pues, lo mejor será que nos pongamos en marcha.
Era una señal para que los otros se levantaran, Índigo y Grimya salieron en dirección al patio para cumplir con la primera de sus tareas que consistía en limpiar los establos y dar de comer a los animales domésticos. Minutos después la troika, con Veness y Kinter en ella, atravesaba a toda velocidad el arco de entrada dejando tras sí una nube de nieve, Índigo se puso a trabajar.
La predicción meteorológica de Grimya aún no se había cumplido, pero el cielo presentaba un peligroso y espeso color grisáceo ribeteado por un amenazador tono rosa carmesí allá en el horizonte, Índigo supuso que no tardaría mucho en empezar a nevar. Estimulados por esa idea, Reif, Brws y ella llevaron a cabo diferentes tareas durante toda la mañana sin tomarse un descanso. Poco antes del mediodía, Rimmi, con la cabeza descubierta y sin guantes, salió corriendo de la casa en busca de Reif.
—Creo que está en el segundo establo —le dijo Índigo—. Rimmi, ¿qué sucede? ¿Qué es?
Rimmi la miró un instante con los ojos muy abiertos, luego se dio la vuelta sin decir una palabra y atravesó el patio a toda velocidad, patinando sobre el suelo helado, Índigo se quedó mirándola. Impulsada por una desagradable premonición, ató apresuradamente la boca del morral que estaba arrastrando, arrojó el saco en una esquina, y salió corriendo en dirección a la casa.
Encontró a Carlaze en el vestíbulo. El rostro de Carlaze estaba pálido como el de un muerto a excepción de dos manchas carmesí en las mejillas. Dedicó una mirada a Índigo y preguntó desesperada:
—¿Dónde está Reif?
—Rimmi ha ido a buscarlo, Carlaze, ¿qué ha sucedido?
—Es el conde. —La voz de Carlaze sonaba tensa—. Salió de su habitación; creemos que rompió la cerradura. Ninguna de nosotras se dio cuenta hasta que empezó a gritar... ¡Oh, por la Madre, ojalá Kinter y Veness estuvieran aquí!
—¿Está borracho? —Índigo no oía nada.
Carlaze asintió.
—Livian está con él intenta tranquilizarlo. Ahora está más calmado, pero... ¡Índigo, tengo miedo! Jamás lo había visto tan mal; está... —Meneó la cabeza impotente. Al abrirse otra vez la puerta principal y entrar Reif dio un salto como una liebre a la que acabaran de disparar—. ¡Reif! ¡Oh, demos gracias a la Diosa..., tienes que hacer algo!
Reif paseó la mirada de Carlaze a Índigo y luego hasta Carlaze de nuevo.
—¿Qué sucede? —exigió—. Rimmi dijo algo sobre mi padre.
—Reif, vuelve a estar borracho. No sabemos dónde la encontró, pero es peor, ¡mucho peor que la última vez!
El rostro de Reif se endureció como el granito.
—¿Dónde está?
—Ahí dentro. —Carlaze indicó con la cabeza en dirección a la puerta cerrada del comedor—. Por favor, ¡tienes que hacer algo! ¡Livian está haciendo todo lo que puede, pero me temo que esta vez no sea suficiente!
Reif abrió la puerta de un empujón y entró a toda prisa, Índigo pensó en entrar tras él, pero se detuvo, y en lugar de ello se volvió de nuevo hacia Carlaze.
—Carlaze, ¿crees que va...? —Le fue imposible terminar la frase.
Carlaze asintió apesadumbrada.
—Creo que podría. Ha estado desvariando, diciendo que va a matar a su primo y a vengarse; ¡y no puedo evitar pensar que esta vez piensa hacerlo! Y si toca esas armas... Si las toca...
En el cerebro de Índigo se precipitaron las ideas. Ella misma, Reif, Brws. Eran los únicos que poseían la fuerza física suficiente para dominar al conde Bray si sucedía lo peor. E incluso su energía combinada podría no ser suficiente si el conde se volvía realmente loco y el demonio le había clavado sus garras.
—Necesitamos a Veness. Y a Kinter —dijo—. Iré al campamento; iré a buscarlos...
Antes de que Carlaze pudiera responder, Reif volvió a aparecer. Tenía el rostro ensombrecido y anunció sin el menor preámbulo:
—¡Tiene esa carta tres veces maldita! Se la escondimos... ¿Cómo, en el nombre de cien mil demonios, la ha vuelto a encontrar?
—¿Carta? —Índigo se quedó perpleja. Reif le dedicó una mirada incendiaria.
—La carta de amor escrita por ese vil reptil de Gordo... aunque no es cosa que te importe. —
Empezó a regresar al comedor—. Vamos, Carlaze. Necesito tu ayuda.
—¡Voy a buscar a Veness! —La furia empezaba a apoderarse de Índigo; furia ante la agresión de Reif, y miedo por lo que pudiera suceder.
Reif se detuvo, se volvió otra vez y la miró fijamente.
—¿De qué estás hablando?
La muchacha hizo un esfuerzo más por razonar con él.
—¡No puedes hacer frente a esto tú solo, Reif! Necesitarás ayuda; necesitarás a Veness aquí para...
—¿Me estás diciendo que no puedo ocuparme de esto yo solo? —rugió Reif—. ¡Maldita seas, perra! ¿Qué sabes tú? ¡Qué tiene esto que ver contigo, entrometida, weyer!
—¡Reif! —Carlaze estaba anonadada.
—¡Cállate, Carlaze! —Reif se revolvió contra la muchacha—. ¡No tiene nada que ver con esto! Viene aquí, seduce a mi hermano, pretende decirnos cómo debemos llevar nuestros asuntos... ¡Esto es cosa de la familia! Por la Madre, ¿es que no te das cuenta? —Y de improviso la furia dio paso a un malintencionado dominio de sí mismo—. Tú —añadió Reif, señalando a Índigo con un dedo acusador—, mantente fuera de esto, ¿me oyes? ¡De esto se tienen que ocupar los Bray, no tú! ¡Mantente alejada de nuestros asuntos o te juro que haré algo de lo que quizá me arrepienta! —Y agarró a Carlaze con fuerza del brazo, obligándola por la fuerza a cruzar la puerta delante de él.
Dio un portazo, dejando a Índigo fuera. Luchó por controlar la ardiente cólera que la instaba a abrirla de golpe, a entrar en pos de Reig y golpearlo con todas sus fuerzas. Pero no conduciría a nada: por muy grande que fuera su enojo con Reif, debía pensar primero en el conde Bray.
¿Cuánto podría tardar en alcanzar a Veness y Kinter? A caballo sería la forma más rápida de ir: si la nieve estaba lo suficientemente dura para la troika, entonces su caballo podría apañárselas bastante bien, mientras ella no se desviara del camino o tropezara con ventisqueros inesperados..., pero era un riesgo que tenía que correr. No podía hacer nada allí aunque Reif no se hubiera puesto tan en su contra.
—¡Grimya!
Índigo salió corriendo al patio en dirección a los establos, llamando a la loba mientras lo hacía. Grimya había estado cazando ratas en el mayor de los establos; segundos más tarde su cabeza, leonada apareció en la puerta y salió a la carrera para interceptar a Índigo. Sucintamente, mientras empezaba a ensillar al sorprendido caballo, Índigo le comunicó lo esencial de lo sucedido, y explicó su misión.
«Podemos seguir el camino tomado por la troika con relativa facilidad», dijo Grimya. «No nieva; habrá huellas. Y si nos fallan las huellas, puedo olfatear el camino. Si los seguimos, no nos arriesgaremos a hundirnos en un ventisquero.»
Índigo asintió, tensando la cincha de la silla. El caballo, percibiendo su agitación, empezó a patear el suelo y a moverse impaciente; pero llevaba la brida ya puesta e Índigo sujetó las riendas, hizo retroceder al animal fuera del pesebre y lo condujo al exterior. Una vez en el patio, el animal empezó a caracolear, agitando la cabeza, de modo que la joven perdió un valioso minuto tranquilizándolo lo suficiente como para que le permitiera montar. El caballo corcoveó al sentir que saltaba sobre su lomo; Índigo buscó a tientas el segundo estribo, acortó las riendas, y el caballo, apenas bajo control, salió disparado con un galope peligroso en dirección al arco.
La nieve y el aire helado refrenaron la excitación del caballo casi en cuanto dejaron atrás la granja. Adoptó el trote rápido y corto del animal entrenado para los inviernos de El Reducto. En la nieve se veían con claridad las huellas de cascos, bordeadas por las marcas de los patines. Grimya olfateó el terreno unos momentos para asegurarse de que ése era el rastro que buscaban, luego ladró su confirmación y se puso en marcha delante de Índigo, corriendo veloz y segura de sí misma en línea recta en dirección al bosque distante.
El caballo había superado ya su breve demostración de rebeldía, y todo lo que deseaba era moverse después de días de ociosidad, Índigo soltó las riendas al máximo y le permitió ir a su paso; podía confiar en que seguiría el camino marcado por Grimya sin que ella tuviera más que permanecer sentada en la silla... y eso le daba tiempo para pensar.
A pesar de estar acuciada por preocupaciones más urgentes, ardía aún de cólera a causa del ataque de Reif. Ahora que su mente se había aclarado un poco, empezaba a hacerse la siniestra pregunta: ¿por qué? ¿Qué motivo podía tener Reif para demostrarle tan injustificada hostilidad? Apenas si la conocía: ella no había hecho nada para perjudicarlo. Desde luego, nada de lo que fuera consciente... a menos que la llegada de un extraño a la casa hubiera introducido una desafortunada astilla en la rueda de alguna maquinación secreta.
¿Reif, el traidor? Recordó la disputa entre Reif y Veness a la hora de cenar después de la primera e inesperada aparición del conde Bray, y la sorprendente declaración de Reif de que se debía permitir (animar, incluso) al conde para que se vengara del hombre que le había robado a Moia. En aquel momento, no lo consideró más que un desafío irracional inducido por el enojo; y la verdad es que el enfado entre los dos hermanos no había durado. Pero ¿podría haber más que eso? ¿Podría Reif haber querido decir realmente lo que dijo... y podría acaso tener alguna razón oculta para desear que su padre diera aquel paso fatal? ¿Celos, quizá? ¿Celos del título de conde y su poder? ¿Celos porque hubiera poseído a Moia? Cuando el conde inició las negociaciones matrimoniales con el padre de Moia, había dicho Veness, todos creyeron que iba a ser la novia de Reif. ¿Sería ése el quid de la cuestión? ¿Habría querido Reif a Moia para sí?
Sabía que había fallos en su razonamiento; pero de todas formas era el primer atisbo de un motivo que tuviera algún sentido y, mientras la semilla germinaba en su cerebro, pensó con nerviosismo en lo que podría estar aconteciendo en la granja en estos momentos: el conde Bray borracho y enfurecido; Reif con él y posiblemente maquinando alguna maldad; y sólo Brws, las tres mujeres y un par de peones para arreglárselas lo mejor que pudieran si las cosas marchaban mal.
La imagen, y sus implicaciones, la hicieron mirar temerosa en dirección al bosque, ahora visible en forma de línea oscura y borrosa en el horizonte. Anheló espolear al caballo para que fuera a mayor velocidad pero resistió el impulso, consciente de lo peligroso de las prisas en aquellas traicioneras condiciones. Sin embargo, una voz interior le gritaba en silencio que llegara cuanto antes a su meta, encontrara a Veness y le advirtiera lo que ocurría.
En cuestión de minutos, que a Índigo le parecieron horas, el bosque que tenía delante había crecido hasta llenar la línea del horizonte, y el campamento forestal era bien visible entre los árboles. Cuando llegaron más cerca vio la troika de Veness junto a la cabaña principal, con los tres caballos atados no muy lejos, pero no se veía a ningún hombre por allí y nadie saludó su llegada. El campamento, al parecer, estaba desierto.
El caballo aminoró el paso y se detuvo delante de la cabaña. Mientras los caballos intercambiaban relinchos de saludo, Índigo saltó de la silla y miró a su alrededor.
—No hay ni un alma aquí. —Probó la puerta de la cabaña, que se abrió para revelar una
habitación vacía—. ¿Dónde están?
«El mensaje que recibió Veness decía que había algún problema aquí» le recordó Grimya. «Quizá haya sucedido algo en el interior del bosque, y es allí donde están. Los caballos siguen aquí, de modo que no pueden haber ido lejos... creo que podré localizarlos con facilidad».
Bajó el hocico hasta el suelo helado, olfateó, buscó y, al cabo de unos momentos, sus orejas se irguieron y agitó la cola.
«He encontrado su rastro. Va hacia allí..., al interior del bosque.»
Índigo empezó a seguirla, luego vaciló:
—¿No te importa entrar ahí?
Grimya la miró por encima del lomo.
«¿A causa del tigre? No. Intento no tenerle miedo ahora. Es difícil, pero estoy aprendiendo.»
Índigo le sonrió.
—Es muy valeroso por tu parte. Bien, pues... ve delante.
Penetraron en las densas sombras azul verdoso del bosque. Bajo sus pies el suelo era menos peligroso que en terreno abierto, pero las ramas de los árboles estaban cubiertas de nieve y colgaban bajas, dificultando el avance y la visibilidad, al menos para Índigo. En aquella parte del bosque se habían llevado a cabo algunas talas y desbroce de matorrales, pero no se veía señal de nueva actividad. Hasta que Grimya se detuvo de improviso, el hocico levantado, y anunció:
«¡Los oigo!»
Índigo prestó atención, y también ella captó el débil murmullo de voces masculinas no muy lejos de allí. Parecían agitadas. Siguió a la loba a toda prisa cuando ésta giró bruscamente a la izquierda. Los árboles se hicieron más escasos, entremezclados con árboles recién talados, y de repente vio un claro delante de ella, y vio también a los hombres. Estaban en el extremo opuesto del claro, donde se habían apilado gran cantidad de maleza y ramas cortadas hasta formar una elevada pirámide. Veness estaba en el centro del grupo de leñadores, mientras Kinter permanecía de espaldas unos metros más allá. No se habían dado cuenta de la presencia de la recién llegada. Cuando Índigo los llamó se volvieron sorprendidos.
—¡Índigo! —Veness se separó del grupo y avanzó hacia ella a grandes zancadas—. ¿Qué haces aquí?
Los otros hombres se habían apartado un poco; lo suficiente para que ella pudiera ver lo que estaban mirando. Un agujero poco profundo en el suelo, junto al montón de maleza y ramas...
—Lo siento, Veness... Tenía que encontrarte; es urgente... —Su voz se apagó al ver que el rostro del joven estaba mortalmente pálido; vio también las sombrías expresiones de los leñadores—. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo?
—Sí —respondió Veness con voz tensa—. Algo ha sucedido... ¡No, Índigo, no! —exclamó al ver que ella daba un paso adelante. La sujetó por un brazo—. Es mejor que no lo veas. No es un espectáculo agradable.
Índigo se detuvo, pero Grimya se había adelantado corriendo, deteniéndose sólo cuando llegó junto a los hombres y miró por sí misma lo que habían descubierto. Por un momento permaneció totalmente inmóvil; luego levantó la cabeza, y su voz mental sonaba consternada.
«¡Mira!»
Índigo desasió su brazo de la mano de Veness, y corrió a reunirse con la loba. Alguien advirtió: «No, señora, yo no lo haría...», pero fue demasiado tarde. Cuando Índigo miró y vio lo que Grimya
había visto, toda idea de su urgente misión se le borró de la mente.
Quien fuera que hubiera cavado la fosa lo había hecho muy mal (o con precipitación), ya que apenas era lo bastante profunda para ocultar su macabro contenido. Aunque el intenso frío había retrasado el proceso, el cadáver, envuelto en lo que parecía una capa manchada de moho, empezaba a descomponerse; el rostro tenía un tinte verde amarillento y los labios se habían hundido, dejando al descubierto los dientes en una mueca horrible. Una cabellera larga y oscura rodeaba la calavera como una aureola siniestra, empapada y cubierta de tierra. Un brazo quedaba al descubierto, mostrando la carne hundida y descolorida en algunas partes. Colonias de hongos empezaban a cubrir la piel apergaminada. A Índigo le pareció vislumbrar el brillo del hueso en las puntas de los dedos.
—¡Que la Madre me ciegue...!
Dio un paso atrás aunque incapaz de apartar la horrorizada mirada, y sintió que se le revolvía el estómago por la conmoción que le provocaba lo que veía más el hedor dulzón y mareante procedente de la tumba mezclado de forma horrible con los aromas del bosque, de pino y de la tierra húmeda. Veness y uno de los leñadores la sujetaron por el brazo cuando se tambaleó y la apartaron de allí. El leñador empezó a reprenderla pero una severa palabra de Veness lo hizo callar; por fin Índigo recuperó el equilibrio y el aliento.
—¡Ohhh...! —Apartó las manos que la sujetaban—. No. Estoy bien, estoy bien.
—Siéntate. —Veness la condujo hasta un tronco cortado situado a una distancia respetable de la tumba—. Te sentirás mejor dentro de un momento; nos afectó a todos de la misma forma. —Dirigió una rápida mirada a Kinter que se había dado la vuelta y los contemplaba con rostro tenso y mirada atormentada—. Apoya la cabeza sobre las rodillas si eso te ayuda.
Índigo sacudió la cabeza. La conmoción empezaba a desaparecer y el contenido de su estómago parecía haber vuelto a su lugar. Había visto cosas peores, recordó. Había sido tan sólo lo imprevisto del espectáculo...
—La encontraron ayer al anochecer —explicó Veness sombrío—. Recogían leña, formando la pila. Alguien tropezó con lo que creyó era una raíz, y vio... —Meneó la cabeza con una mezcla de tristeza, disgusto y rabia—. Quienquiera que lo haya hecho..., quienquiera que la haya matado... ni siquiera tuvo la decencia de enterrarla como es debido.
Índigo levantó la cabeza.
—¿Mató? —Resultaba lógico, claro (si no ¿cómo había aparecido enterrada?), pero sencillamente no se le había ocurrido antes.
—Oh, sí —repuso Veness—. La estrangularon y le quebraron el cuello. —Hizo una pausa—. Kinter la examinó. No sé de dónde sacó valor; le estaré agradecido eternamente. Yo no podía hacerlo. En cuanto la vi, y me di cuenta, no pude.
Índigo miró a Kinter. Su rostro era una máscara, su piel estaba desprovista de todo color. Por su aspecto parecía que fuera a tener pesadillas el resto de su vida.
Entonces su cerebro registró lo que Veness había dicho, y se volvió de nuevo hacia él.
—¿Te diste cuenta? —preguntó en voz baja—. ¿Te diste cuenta de...?
El rostro de Veness adoptó una expresión aún más tensa.
—Me di cuenta de quién es —replicó, y las comisuras de sus labios se retorcieron con un espasmo—. No fue difícil identificarla. Sus ojos nos lo dijeron..., lo que queda de ellos. —Cerró los suyos un instante como si quisiera borrar el recuerdo—. Y la alianza. Es Moia.