CAPÍTULO 8


—Padre, siéntate aquí.

La voz de Veness era tranquila y persuasiva. Tenía una mano bajo el brazo del conde e intentaba con suavidad apartarlo de Índigo y conducirlo a un asiento vacío ante la mesa. Livian se apresuró a ayudarlo; al principio pareció que el conde Bray fuera a someterse a su ayuda sin protestar; pero cuando le apartaron la silla para que pudiera sentarse, se detuvo de improviso y volvió a mirar a Índigo.

—Alguna noticia —dijo lastimero—. Debes tener alguna noticia...

—Padre, siéntate. Esta dama es Índigo, nuestra invitada. No te trae ninguna noticia, no sabe nada de Moia. —Veness dirigió una mirada a su hermano—. Reif, corta un poco de carne para nuestro padre, y sírvele verdura.

El tono imperioso de su voz parecía desafiar a cualquiera que pensara contradecirlo. Reif asintió con gesto seco y se dispuso a obedecer. Pero el conde Bray se negó a permitir que Veness y Livian lo condujeran a su asiento. Soltó el brazo de la mano de Veness y, antes de que nadie pudiera detenerlo, avanzó a grandes zancadas hacia la chimenea. A dos pasos de ella se detuvo y levantó la vista. Sus ojos, advirtió Índigo con inquietud, estaban intensamente fijos en el escudo y el hacha deslustrados que colgaban sobre la repisa.

—La encontraré. —Las palabras surgieron chirriantes de su garganta, como hierro oxidado—. La traeré de vuelta, ¡la traeré de vuelta!

Livian corrió a su lado.

—Ven ahora, hermano —suplicó—. No conseguirás más que alterarte sin lograr nada bueno. Ven aquí, siéntate y come con nosotros. —Tiró de su brazo pero él siguió sin querer moverse.

Alrededor de la mesa todo era consternación: Carlaze y Kinter estaban ya de pie, pero impotentes; Rimmi había apretado con fuerza los puños frente a su enrojecido rostro y se los contemplaba como si de ello dependiera su vida; Brws no podía más que permanecer allí sentado, rígido de miedo, vergüenza y confusión, Índigo siguió observando al conde mientras una violenta mezcla de emociones se agitaba en su mente. Las palabras de su desesperada súplica la habían aturdido, y la imagen de sus ojos —angustiados, anhelantes— le ardía en la memoria. Quería hacer un centenar de preguntas pero no se atrevía a pronunciar una palabra.

—Padre, por favor. —Veness tomó de nuevo el brazo del conde, y esta vez Kinter fue a ayudarles a Livian y a él—. No tienes ni que pensar en ello. Haz lo que dice tía Livian. Ahora ven y siéntate.

La mandíbula del conde Bray se abrió y cerró espasmódicamente.

—Quiero...

—¡Hermano, haz caso de Veness! Él sabe lo que sufres. Lo comprende, todos lo comprendemos. ¡Pero esto no solucionará nada!

Livian zarandeó el brazo que sujetaba, y por fin sus ruegos parecieron hacer mella. El conde volvió la cabeza y parpadeó aturdido, Índigo vio que había lágrimas en sus ojos. De repente pareció volver a darse cuenta de la presencia de la muchacha y, por segunda vez, sus ojos se clavaron en ella con ávida desesperación.

—¿De dónde vienes? —inquirió.

Índigo no estaba segura de si sería sensato contestarle directamente, pero no podía ignorarlo ni

fingir no haberlo oído.

—Del sur, señor —dijo amablemente—. De Mull Barya.

—Mull Barya... ¿Y no has oído nada? ¿No has sabido nada de ella?

—Lo siento... —Índigo miró impotente a Livian y a Veness—. No comprendo.

—Hermano, Índigo no puede ayudarte —dijo Livian lisonjera—. Lo haría si pudiera, pero no hay nada que pueda decirte. No tiene noticias. No hay noticias.

—Creo que deberíamos convencerlo para que regresara arriba, Veness —dijo Kinter en voz baja—. No se calmará si permanece aquí. Sería lo mejor.

Veness vaciló un instante, luego asintió con la cabeza. El conde ya no hizo ningún intento de resistirse cuando Livian y los dos hombres empezaron a conducirlo hacia la puerta. En una ocasión, al llegar al umbral, se detuvo y volvió a mirar a Índigo, escudriñando su rostro como si quisiera memorizarlo. Luego, escoltado por los otros tres, salió de la habitación arrastrando los pies. Carlaze, de forma espontánea y con expresión reconcentrada, amontonó comida en un plato y salió apresuradamente en pos del pequeño grupo. Cuando se hubo marchado, la silenciosa tensión del comedor se volvió asfixiante.

Brws fue el primero en romperla.

—Ha vuelto a beber, Reif.

Reif le dirigió una mirada fulminante.

—Si no se te ocurre nada más inteligente que decir, lo mejor es que te calles. —Brws se encogió en su silla, y Reif miró a Índigo—. Lo mejor es que te sientes. —Dio la vuelta a la mesa, tomó el cuchillo de trinchar y empezó a atacar el cordero como si se tratara de su peor enemigo.

Rimmi había cerrado los ojos y parecía rezar para sí en silencio, Índigo se dejó caer en su silla, consciente de que cualquier cosa que dijera en aquel momento sólo empeoraría las cosas. Deseó que Grimya estuviera allí, pero esa noche Grimya había dicho que prefería no estar en el comedor con los humanos; estaba en algún lugar de los patios bajo el pretexto de explorar y cazar ratas aunque Índigo sabía que en realidad no quería más que estar sola un rato.

En la tensa y desagradable atmósfera, dio las gracias con un gesto de cabeza cuando Reif colocó frente a ella un plato de carne, y, a pesar de no querer comer, se sirvió con educados ademanes verduras de la fuente. Reif sirvió a Rimmi, quien se limitó a levantar los ojos hacia él con expresión desdichada. Estaba cortando carne para Brws cuando sonaron pasos rápidos afuera y Carlaze volvió a entrar en la habitación.

Reif la miró ceñudo.

—Vuelve a estar en su habitación —anunció ésta—. Livian se ocupa de él y los otros bajarán dentro de un instante. —Avanzó hacia la mesa—. Deja que yo haga eso, Reif. Sírvele a Índigo más cerveza. —Sus ojos se encontraron con los de Índigo, advirtiéndole con una ligera mirada de soslayo que no dijera nada, y siguió trinchando la carne mientras Reif tomaba la jarra de cerveza.

Veness y Kinter bajaron al cabo de un momento. Kinter se detuvo para posar su mano en el hombro de Carlaze y darle un rápido beso en los cabellos; luego regresó a su sitio en la mesa. También Veness se habría sentado pero Reif se lo impidió:

—Veness, esto no puede continuar. —Su voz estaba cargada de frustración y enfado reprimidos.

Veness echó hacia atrás su silla con un chirrido que rechinó en los oídos de Índigo.

—No quiero discutirlo, Reif.

—¡Pues yo sí, maldita sea! No puede seguir así; nosotros no podemos seguir así! Qué vamos a hacer, eso es lo que me he estado preguntando desde que sucedió... y aún no hemos encontrado la respuesta, ¿no es así?

Veness se volvió furioso, para mirarlo.

—¡He dicho que no quiero discutirlo! ¡No aquí ni ahora!

Reif soltó un bufido.

—¡Al final tendrás que hacerlo, te guste o no! Y te diré más: no conseguiremos nada intentando disimular y fingiendo que no sucede nada... Si quieres mi opinión, creo que deberíamos terminar con esta farsa; ¡deja que nuestro padre haga lo que quiere hacer, y acabemos de una vez! ¡Y si mata a toda esa condenada gente, se lo merecen!

Se produjo un instante de horrorizado silencio. Incluso Rimmi había levantado la cabeza con gesto brusco, y todos contemplaban a Reif disgustados.

Veness entrecerró los ojos hasta convertirlos en enfurecidas rendijas.

—Reif. —Con enorme esfuerzo contenía su indignación, pero Índigo pocas veces había percibido una furia tan intensa oculta tras una sola palabra—. No quiero oír nada más. No sabes lo que dices... ¡Cállate, y no te atrevas, no te atrevas nunca más, a decir algo así en mi presencia! ¿Entendido?

Los dos hermanos se miraron fijamente; Reif desafiante, Veness ultrajado, ambos a punto de estallar. Entonces Reif perdió los estribos. Levantó su plato y con un gesto de ciega frustración lo arrojó lleno como estaba contra el suelo, antes de abandonar la habitación a grandes zancadas y cerrar la puerta con un portazo que hizo que todos los platos repiquetearan.

Nadie se movió durante un minuto que a Índigo le pareció una hora. Luego Carlaze aspiró con fuerza y se levantó de la silla. Con el rostro inexpresivo, dio la vuelta a la mesa hasta llegar junto al revoltijo de comida y loza rota, y se inclinó para limpiarlo.

—Déjalo, Carlaze. —La voz de Veness hendió el silencio; parecía poseído de una calma glacial—. No hay razón para que seas la criada de mi hermano. Reif puede limpiarlo cuando recupere el juicio.

Carlaze vaciló, luego continuó decidida su tarea.

—Es mejor no dejarlo ahí —repuso con calma—. Sólo tardaré un momento. —Amontonó los restos en otro plato. Rimmi se puso en pie.

—Yo lo llevaré a la cocina, Carlaze.

Había un tono de súplica en su voz; Carlaze asintió y le entregó el plato. Rimmi abandonó la habitación. Desde el pasillo llegó un sonido discordante y gutural que podría haber sido un sollozo.

Veness se aferró con fuerza al respaldo de su silla, contempló cómo la sangre desaparecía de sus nudillos por un momento, luego pareció obligarse a hablar.

—Pido disculpas por el comportamiento de Reif —dijo despacio—. Y por el mío. Y en especial —hizo un esfuerzo y sus ojos se encontraron con los de Índigo— a ti, Índigo. Lo siento: no es cortés ni civilizado exponer a un invitado a un incidente de esta naturaleza. No volverá a suceder, me aseguraré de que así sea. Y ahora, sugiero que comamos esta excelente comida y consideremos el tema zanjado.

El rostro de Livian, que había entrado en la habitación durante el incidente, expresaba preocupación.

—Veness, no crees que...

—El tema está zanjado.

Su tono no daba lugar para seguir la discusión. Rimmi regresó con el rostro húmedo y el aspecto de habérselo restregado. Todos hicieron lo que pudieron por continuar con la cena como si nada hubiera sucedido. Pero la noche se había estropeado. Habían perdido el apetito después del incidente con el conde Bray y el subsiguiente arrebato de Reif, y las conversaciones se volvieron envaradas y ceremoniosas. Casi toda la comida regresó a la cocina sin ser probada, y sólo se dio buena cuenta de la cerveza para distraer el estado de ánimo reinante. Rimmi se emborrachó a sus anchas, y esta vez Livian no hizo el menor intento por impedirlo. Kinter y Carlaze se dedicaron a hablar entre ellos en voz baja, buscando consuelo el uno en el otro, y Brws realizó un valiente intento de conversar con Índigo sobre la cría de caballos.

Por fin, con gran alivio de todos, Rimmi facilitó una excusa para dar por terminada la cena al doblarse hacia adelante sobre la mesa y anunciar que se había mareado. Livian se la llevó escaleras arriba de inmediato, regañándola y consolándola alternativamente, y como si obedecieran una señal tácita, los otros se levantaron también de la mesa. Kinter se tambaleaba un tanto, y, mientras Índigo ayudaba a Carlaze a llevar los restos de la cena a la cocina, la muchacha rubia volvió la mirada preocupada y le dijo a media voz:

—Lo siento, Índigo, no creo que podamos hablar esta noche. Kinter ha bebido un poco de cerveza de más. Tengo que irme con él y ocuparme de que se meta en la cama, y... —le dedicó una sonrisa cómplice y a la vez confidencial—, probablemente querrá que me quede con él. Además, esto nos ha alterado a todos. Presumo que no es el mejor momento para ser racional.

Índigo asintió en silencio. También ella estaba algo achispada; la cerveza era fuerte, y no recordaba cuántas veces le habían llenado la jarra.

—No importa, Carlaze. —¿No articulaba con cierta dificultad? No estaba muy segura—. Tienes razón, no es un buen momento.

Carlaze bostezó.

—No voy a lavar esto ahora. Ya lo haré por la mañana. —Depositó los últimos platos, luego vaciló y miró a Índigo por encima del hombro—. Quizá deberías pedir a Veness que te contara qué se oculta tras lo sucedido esta noche. Puede que tenga necesidad de hablar. Buenas noches, Índigo. Y esperemos que el sol ilumine mañana un día más agradable.

Índigo meditó sobre lo último que le había dicho Carlaze mientras subía las escaleras y recorría el descansillo en dirección a su habitación. No pensaba seguir el consejo de la muchacha. La cerveza había revuelto demasiado su mente, y los incidentes acaecidos durante el día parecían combinarse para acabar de enmarañarlo todo, de tal forma que le era imposible separar unas cosas de otras y considerar sus sentimientos con claridad. Si tenía que hablar con alguien, quería que ese alguien fuera Grimya, sólo Grimya podía proporcionar alguna claridad a su confusión. Apresuró sus pasos por el pasillo, ansiosa por encontrar a la loba.

Había una pizca de luz en su habitación, procedente de los rescoldos del fuego y de la lámpara que había dejado ardiendo con poca intensidad. Bajo el tenue resplandor vio que Grimya estaba allí, pero profundamente dormida. Se detuvo desilusionada en el umbral. No sería justo despertar a la loba, y sin embargo Índigo sabía que resultaría inútil meterse en la cama e intentar seguir el ejemplo de Grimya. Estaba demasiado inquieta, y sus confusas ideas no la dejarían tranquila; casi deseó haber bebido más de la cuenta. Unas cuantas jarras de cerveza podrían haber embotado su mente hasta situarla fuera del alcance de la especulación insustancial en lugar de dejar que un torbellino de ideas, desordenadas pero ineludibles, le siguieran rondando por la cabeza.

Grimya lanzó un suave ronquido y agitó una pata en sueños. Sin hacer ruido, Índigo retrocedió hasta el descansillo y cerró la puerta. En la cocina había un gran jarro de cerveza sin tocar. Una copa o dos más tal vez la ayudaran a conciliar el sueño, y, si por la mañana tenía dolor de cabeza, no sería un precio muy caro de pagar a cambio del descanso nocturno.

Ahora conocía ya la casa lo suficiente para no necesitar luz mientras se deslizaba de nuevo escaleras abajo, intentado evitar aquellas tablas chirriantes que podían despertar a los demás. Llegó al vestíbulo y desde allí siguió el estrecho pasillo que conducía a la cocina. La luna brillaba con fuerza esa noche, y su luz se filtraba entre las rendijas de los postigos de la vieja cocina, formando delgados y espectrales dibujos que le permitían ver el camino hasta el aparador donde se guardaba la cerveza sacada de los barriles del sótano. Pero no encontró ningún jarro, Índigo suspiró y cerró la puerta del aparador; estaba demasiado cansada y alicaída para bajar al sótano y sacar más cerveza de los barriles: la idea había sido un antojo y lo mejor sería que regresara a la cama e intentara dormir sin la ayuda del alcohol.

Despacio, desanduvo sus pasos en dirección a la escalera y se detuvo. Se veía un destello de luz por debajo de la puerta cerrada del comedor, demasiado brillante y demasiado pálido para ser un reflejo de los restos semiapagados del fuego. Alguien debía de haber olvidado apagar las lámparas, Índigo abrió la puerta.

Veness estaba sentado ante la mesa limpia. Un farol ardía jumo a su codo y el desaparecido jarro de cerveza, junto con una jarra, estaba sobre la mesa frente a él. Al oír el ruido del picaporte levantó la cabeza e Índigo vio lo sombría que estaba su mirada en aquel instante en que lo cogió desprevenido antes de que pudiera disimular.

—Lo siento. —Se detuvo en la puerta—. Vi la luz; pensé que alguien se había olvidado una lámpara.

Veness siguió contemplándola unos segundos, luego sonrió.

—Me temo —dijo—, que estoy un poquitín borracho. —Hizo una pausa—. ¿Tu tampoco puedes dormir?

Ella le devolvió la sonrisa vacilante.

—No. La cerveza también me ha afectado. Eso, y... otras cosas.

—Ah. Sí. Bien, ¿por qué no te unes a mí? Ahora que los dos nos hemos hecho amigos de la cerveza, no tiene mucho sentido parar, ¿no crees?

Índigo dudó. Tal y como Carlaze había predicho, parecía que Veness quería hablar; o quizá para ser más exactos, necesitaba hablar; y ella deseaba ayudarle si le era posible. La compañía del joven en aquel momento le resultaría más agradable de lo que estaba dispuesta a admitir.

—Iré a buscar otra jarra —dijo.

—Resulta irónico, ¿no es verdad? —Veness inclinó la enorme jarra y llenó el vaso de Índigo y el suyo—. Tú con tu arpa y tus experiencias vividas con los cómicos de la legua, eres la más cualificada para actuar como narradora. Sin embargo parece que te pasas la mitad del tiempo escuchando mis relatos.

—No me importa escuchar —repuso Índigo, y era sincera—. Y si puedo ayudar de alguna forma...

Veness se recostó en su silla con un profundo suspiro.

—En el terreno práctico ni tú ni nadie puede hacer nada. Pero poder hablar con alguien que no está involucrado, y que no toma partido..., ayuda. En cierta forma lo pone todo en perspectiva, y eso puede resultar inestimable. —La miró intensamente, con ojos un poco nublados—. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, lo comprendo. —Índigo repiqueteó con los dedos sobre su jarra—. Pero no quiero inmiscuirme.

—No te estás inmiscuyendo. Soy yo el que abusa de ti, cargándote con los problemas de la familia. No tenía intención de contarte nada de esto. No parecía tener el menor sentido, y tampoco me parecía justo. Pero muy bien: quizás el alcohol me haya soltado la lengua, y quizá lo que ha sucedido con mi padre esta noche te haya involucrado en este feo asunto, tanto si nosotros queríamos como si no. Así que, dadas las circunstancias, te voy a contar una triste historia.

Hubo un silencio que se prolongó tal vez un minuto, mientras la lámpara siseaba quedamente. Veness vació su jarra, volvió a llenarla y tomó un buen trago, como para darse fuerzas. Luego inició su relato.

La primera esposa del conde Bray, madre de Veness, Reif y Brws, había muerto seis años atrás. El matrimonio había sido muy feliz, y el conde lloró a su esposa largo tiempo hasta que, durante las solemnes celebraciones del solsticio de verano, tropezó con Moia, la hija de dieciocho años de una familia que cultivaba la tierra a un centenar de kilómetros al oeste de las tierras de los Bray.

—Cuando empezó a hacer propuestas a su padre —dijo Veness a Índigo—, todos creímos que pensaba en un matrimonio entre Moia y Reif. Pobre Reif: su vida fue un infierno en aquella época. Brws, Kinter y yo nos burlábamos tanto de él... Pero nos equivocábamos. Mi padre no quería a Moia para que fuera la esposa de Reif..., la quería para que fuera su esposa.

»Mi padre tenía casi edad para ser su abuelo, y desde luego podría haber sido su padre. Pero estaba obsesionado con ella. Es fácil burlarse de tales sentimientos, decir que empezaba a chochear y que no hay nadie más tonto que un viejo tonto. Pero lo mismo si se enamoró de verdad de Moia, como si fue sólo una especie de capricho en un intento por recuperar la juventud perdida, lo cierto es que mi padre creía que lo que sentía por ella era real. Y desde luego, como podrás suponer, a la muchacha no le interesaba en absoluto. ¿Cómo iba a interesarle? A los dieciocho años, no se quiere riqueza y posición, se quiere pasión, excitación y romance. Y bien sabe la Madre que, en el mejor de los casos, no es mucho el romance que la vida es capaz de ofrecer.

La voz de Veness tenía un dejo de amargura, como si él mismo fuera un anciano, Índigo clavó los ojos en la mesa, sin decir nada, y el relato continuó. Al parecer, el conde Bray no se dejó desanimar por la indiferencia que le mostraba la muchacha. Los parientes de ésta no eran ricos, y dos veranos mediocres habían dejado su ya exigua fortuna peligrosamente reducida. Decidido a conseguir a Moia a cualquier precio, el conde Bray ofreció una dote de matrimonio lo bastante generosa como para permitir que el padre de la joven liquidara sus deudas y devolviera la prosperidad a su granja. El pobre hombre tenía otras dos hijas y dos hijos cuyo futuro debía tener en cuenta. Tras algunos meses de deliberaciones decidió que el bien de la familia debía imponerse a los deseos de Moia. Se cerró el trato y, cuando empezaban a caer las primeras nieves del invierno, una nueva señora se instaló en la casa de los Bray.

Pero desde el principio fue evidente, al menos para Veness y Reif, que Moia no amaba a su esposo ni lo amaría nunca. Y en cuestión de meses el conde se vio sacado violentamente de su nuevo sueño de felicidad al empezar a sospechar que su esposa dedicaba sus atenciones a otro hombre. A unos quince kilómetros de la granja de los Bray se encontraba la pequeña hacienda de Olyn, un

primo lejano...

—Nuestra familia se ha extendido como la cizaña en un campo de maíz por todas estas tierras — dijo Veness con ácida ironía—. Allí adonde vayas encontrarás otra ramificación del clan, todos afirmando ser parientes entre ellos.

... Y el hijo de Olyn, Gordo, era un visitante asiduo en la granja del conde. Gordo y Moia tenían más o menos la misma edad. Gordo era apuesto, alegre y tenía una personalidad cautivadora. Con el paso del tiempo sus visitas se hicieron más frecuentes y por lo visto coincidían casi siempre con las obligadas ausencias del conde por asuntos que debía resolver con respecto a la granja. Nada se dijo: toda la familia sabía de las sospechas del conde Bray, pero nadie se atrevía a sacar a relucir la cuestión en su presencia. Y aunque quizás una de las mujeres podría haberse llevado a Moia a un rincón y haberle advertido, la lealtad para con el conde y la sombra de la falta de certidumbre se combinaron para acallar las lenguas... Hasta que un día, poco menos de un mes antes de la llegada de Índigo, fue demasiado tarde.

El conde Bray había encontrado la carta escondida en uno de los guantes de su esposa. Había estado registrando sus pertenencias, dijo Veness, en busca de la evidencia mientras rogaba para no encontrarla. Pero ni siquiera el más ciego de los hombres podría haber ignorado o justificado la apasionada misiva, escrita por la mano misma de Gordo, que finalmente reveló la infidelidad de Moia.

Veness recordaría el resto de su vida la escena que siguió en el comedor una hora más tarde. Gordo estaba otra vez de visita en la granja y, cuando la familia se sentaba a comer, el conde penetró en la sala como un espíritu vengador y rugió su acusación frente a todos los allí reunidos.

—Habría matado a Gordo en aquel momento —explicó Veness sombrío—. Lo arrastró fuera de la mesa como un perro a una rata, y le colocó una mano debajo de la mandíbula al tiempo que le echaba la cabeza hacia atrás para romperle el cuello. Moia empezó a gritar. Reif, Kinter y yo... lo detuvimos; los separamos. Hizo falta que interviniéramos los tres para someterlo, pero no podíamos quedarnos allí mirando sin hacer nada. —Se quedó en silencio largo rato—. Padre no nos lo ha perdonado. Y Reif piensa ahora que no debiéramos haber intervenido, que tendríamos que haber dejado morir a Gordo. Sé lo que siente. Furia... y algo más profundo, siniestro... apareció en sus ojos. Pero en aquel momento sólo pensamos en impedir cualquier derramamiento de sangre. —Se produjo otra vacilación, más breve—. De cualquier modo, Gordo huyó de la casa, y Livian se llevó a Moia a su habitación mientras el resto de nosotros intentaba calmar a mi padre.

—No debió de ser fácil —repuso Índigo, con calma.

Veness le dedicó una rápida sonrisa carente de humor.

—No. No, no lo fue. Pero cuando por fin recuperó el juicio, en cierta forma fue peor que antes. Se mostraba callado, reservado; como un completo desconocido. Nos ordenó que cerrásemos con llave la puerta de Moia, luego se sentó aquí abajo y dijo que no quería ver a nadie.

»No sé qué era lo que pensaba hacer; si intentar reconciliarse con Moia, o mantenerla prisionera fingiendo ante los demás que no pasaba nada. Pero cualquier plan que hubiera podido hacer resultó inútil ya que por la mañana Moia se había marchado. Sólo la Madre sabe cómo encontró valor para hacerlo. Debió de salir por la ventana y descender por la pared de la casa. Y eso es algo que desafío a quien esté más en forma a intentarlo. —Arrugó la frente—. Creo que temía por su vida o jamás se habría arriesgado a hacerlo. No comprendía a mi padre; no se dio cuenta de que, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, él jamás le habría hecho daño. La amaba demasiado, ésa es la lástima. Y nada

le importó a mi padre a partir de aquel momento, excepto encontrarla y traerla de vuelta.

Según Veness, el conde Bray estaba seguro de que Moia y Gordo estaban juntos y se puso en marcha de inmediato para ver a Olyn, el padre de Gordo. Llenos de inquietud, Veness y Reif lo convencieron para que les permitiera acompañarlo, y el conde cabalgó hasta la casa de su primo, aporreó la puerta y, cuando Olyn apareció, lo acusó sin rodeos de dar cobijo a los fugados. Olyn negó enérgicamente saber nada del asunto y se produjo una disputa, que sólo la intervención de Veness y Reif impidió que degenerara en violencia. Por fin, Olyn y el conde se tranquilizaron un poco y se envió a buscar a Gordo de modo que pudiera relatar su versión de la historia. Pero a Gordo no se lo pudo encontrar.

—Ésa era la prueba que necesitaba mi padre —siguió Veness con amargura—. Nada de lo que nadie dijo después de eso pudo hacerle cambiar de parecer, y acusó a Olyn de echar a Gordo y Moia en brazos uno del otro y de ser cómplice de su fuga.

—¿Por qué iba a hacer Olyn semejante cosa? —inquirió Índigo.

Veness se encogió de hombros, impotente.

—¿Quién puede decirlo? ¿Ojeriza? Mi padre posee el título de conde y las tierras que van con el título; si no hubiera sido por una cuestión de nacimiento todo eso habría podido ser de Olyn. Los celos pueden seguir derroteros extraños.

No resultaba muy convincente, e Índigo dijo:

—¿Realmente crees que Olyn es culpable?

—Yo... —Entonces Veness sacudió la cabeza—. Realmente no lo sé, Índigo. Y de todas formas, ¿qué importa si lo creo o no? Padre sí lo cree; y ahí es donde radica el peligro. Porque, verás, mi padre busca venganza.

Sin querer, la mirada de Índigo se deslizó a través de la habitación hasta la repisa de la chimenea y, aunque intentó que Veness no se diera cuenta de lo que miraba, a éste no le pasó inadvertido el leve movimiento de su cabeza.

—Sí —asintió sombrío—. De eso es de lo que todos tenemos miedo.

—Pero tu padre no lo haría; seguramente no...

—Creo que sí lo haría. Ha hablado de ello, y no creo que sus palabras sean simples desvarios. — Veness se inclinó hacia adelante, frotándose los antebrazos como si de repente sintiera frío—. Moia lo era todo para él: al traicionarlo le partió el corazón, y ahora creo que su mente está también al borde del colapso. Si eso sucede, si finalmente acepta que no puede recuperarla, entonces sentirá que su vida ya no tiene objeto y no le importará lo que le suceda. No pensará más que en localizar a cualquiera que él crea que haya tomado parte en la traición, y en matarlo. Y utilizará las armas más letales que pueda encontrar.

Levantó los ojos hacia ella, y de repente la monstruosa carga que llevaba encima quedó reflejada dolorosamente en ellos.

—Está empezando otra vez, Índigo. La enemistad entre nuestra casa y la de Olyn, el engaño, la traición... es la misma cadena de acontecimientos, que regresa para atormentarnos después de cientos de años. Y ahora el tigre de las nieves ha regresado. Es un presagio, un presagio terrible. Y si significa lo que yo creo, me temo que la rueda dará una vuelta completa, y se producirá otra masacre como la acaecida hace siglos. Sólo que esta vez, la maldición no caerá sobre un antepasado lejano y olvidado cuyo nombre ya no significa nada. Caerá sobre esta casa, y sobre todas esas personas inocentes que viven en ella. Y será mi propio padre quien la resucite.

Extendió el brazo para tomar el jarro de cerveza, llenó su vaso y lo vació de un trago. El vaso se estrelló con fuerza sobre la mesa de nuevo y Veness ladeó el jarro por segunda vez pero sólo un hilillo de líquido salió de él. Por un instante Índigo pensó que Veness arrojaría el jarro al otro extremo de la habitación; pero con un esfuerzo sobrehumano el joven se controló y se limitó a depositarlo a un lado.

Índigo se preguntó cuánto habrían bebido los dos. El jarro, en el que cabían casi cinco litros, debía de estar lleno en sus tres cuartas partes cuando empezaron. Ella empezaba a sentirse mareada, sensación agravada por una especie de pereza en los miembros y una confusión visual que hacía que todo pareciera ligeramente irreal. Quiso decir algo pero no se le ocurrieron palabras que no sonaran vacías e irrelevantes.

De pronto, Veness se cubrió el rostro con una mano, y sus hombros se hundieron.

—¿En qué terminará esto? —Su voz resultaba algo inarticulada y cargada de tensión—. No puedo pararlo. Ninguno de nosotros puede pararlo. ¡Que la Madre nos ayude! ¿En qué terminará esto?

Índigo se puso en pie tambaleante. No tomó ninguna decisión consciente (ni siquiera sabía si era capaz de pensar con lógica en aquel momento), se limitó a dar salida a la oleada de compasión, compañerismo y otras emociones de las que había intentado protegerse pero que, ahora que la cerveza había abatido sus defensas mentales, cayeron sobre ella en tropel. Rodeó la mesa vacilante hasta llegar junto a Veness, extendiendo los brazos hacia él, deseosa de tocarlo y consolarlo sin pensar en nada más. Sus dedos se encontraron con los hombros de él, y él se volvió rápidamente tomándola de los brazos, atrayéndola hacia él y apretando su rostro contra la tupida melena de la muchacha, Índigo percibió los diferentes aromas que emanaba: cuero, lana y una piel desconocida. La sensación la asaltó como una corriente de resaca y se tambaleó mientras él la sujetaba con más fuerza, de modo que perdió el equilibrio y se deslizó hacia el suelo quedando semiarrodillada. Los brazos de Veness le rodeaban el cuerpo, sus manos se movían ansiosas, casi con desesperación, por su espalda. El joven se retorció, entre la enmarañada confusión de los cabellos de ambos, rojizos unos y negros los otros, la joven se encontró con sus ojos grises, los ojos de un extraño que a la vez resultaban dolorosamente familiares.

Permanecieron inmóviles, mirándose el uno al otro, sin atreverse a moverse no fuera que aquel momento de intimidad, que ninguno de los dos había buscado y que sin embargo de repente ambos ansiaban mantener, se quebrara y desapareciera. Por fin, muy despacio, con gran indecisión por su parte, Veness rompió el hiato. Posó una mano sobre el rostro de Índigo, echando hacia atrás sus cabellos. Luego volvió a detenerse. Ella sintió que su corazón latía de forma irregular y arrítmica; involuntariamente, sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor de los brazos de él, y de repente su boca se posó sobre la de ella, besándola con tal intensidad que un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Intentó por instinto echarse hacia atrás, pero Veness volvió a apretarla contra él con fuerza y se dio cuenta de que no quería resistirse, no quería negarle a él lo que también ella deseaba. Le parecía que cada uno de sus nervios estaba al rojo vivo; sentía su cuerpo recorrido por un hormigueo, un estremecimiento a la vez aterrador y glorioso. Sus dedos se enredaron en los cabellos de Veness, en sus ropas, en su piel mientras contestaba a su pasión con aquel anhelo desgarrador que se había obligado a reprimir durante tantos años. Cabellos negros y ojos grises, el contacto del cuerpo de un hombre entre sus brazos, su intensidad, su necesidad compartida, los recuerdos... El pasado y el presente se fusionaron, alimentados por su borrachera, confundidos en una sola imagen mientras sus manos seguían el contorno de su rostro y lo reconocían, lo reconocían; y cuando sus bocas se separaron la voz de Índigo jadeó: «¡Oh, Fenran...!».

El hechizo se rompió. No sabía si Veness había escuchado sus palabras apenas coherentes o si las había comprendido en el caso de haberlas escuchado; pero fue como si una sombra cruzara la estancia y los tocara con la fría mano de la razón. La mejilla de Veness estaba apretada contra la suya; sintió que aspiraba con fuerza. Luego él volvió la cabeza y la miró a los ojos. En ellos vio tristeza e incertidumbre. Veness giró la cabeza otra vez y apoyó la frente sobre su hombro.

—He bebido demasiado.

La trivialidad de sus palabras arrojó la tambaleante mente de Índigo algo más cerca de la racionalidad y, cuando el muchacho se rió un poco de su propia confesión, tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse ella también, sabedora de que si cedía al impulso, no podría controlarlo.

—¡Oh, por la Diosa! —Veness le oprimió los hombros—. Hemos bebido los dos demasiado, ¿no es así? Lo siento, Índigo. No tendría que haber...

—No. —Lo besó en el cuello, cerrando los ojos al darse cuenta de repente de que no sabía en realidad qué piel era la que tocaban sus labios—. No digas eso. Por favor.

Se separaron despacio, e Índigo resbaló lentamente hasta el suelo. Las paredes del comedor parecían inclinarse sobre ella y alzó una mano para sujetarse al borde de la mesa, intentando incorporarse. Veness se levantó vacilante y la ayudó. Ella se apoyó contra la mesa y le puso un brazo alrededor del hombro mientras intentaba, sin conseguirlo, poner en orden sus alborotados pensamientos.

—Los dos necesitamos dormir. La cerveza nos ha afectado. —Veness extendió una mano para tomar la lámpara que se balanceó al levantarla, haciendo que las sombras danzaran enloquecidamente sobre las paredes—, Índigo...

—No —repitió ella—. No, Veness. —Había tantas cosas que quería contarle, tantas cosas que explicar..., pero no le salían las palabras. Estaba demasiado achispada.

No volvieron a hablar mientras él le ayudaba a abandonar la habitación y así, apoyándose uno en otro, ascendieron tambaleantes la escalera. En el descansillo, Veness se volvió de nuevo hacia Índigo.

—Si los otros pudieran vernos ahora...

Ella lanzó un bufido, luchando por reprimir una carcajada sin ton ni son. Resultaba divertido; y sin embargo, era cualquier cosa menos eso.

—Índigo... —Rozó su rostro, le recorrió la línea de su mejilla, y posó las yemas de los dedos sobre sus labios. Ella no podía ver su expresión; en la penumbra los ojos de Veness no eran más que oscuras manchas borrosas en el óvalo más pálido de su rostro—. ¿He cometido un terrible error?

Ella se quedó en silencio durante unos momentos que parecieron hacerse eternos. ¿Cómo podía responderle? La imprudente ebriedad combatía con sus lealtades más profundas y antiguas. Y Veness, que tenía el rostro de Fenran pero no era Fenran, la tocaba, amenazando con reavivar la intensidad de su breve locura en el comedor. No podía contestarle si quería estar segura de que su respuesta era auténtica.

Pero otra parte de ella, en la que la razón no tenía nada que hacer, la invadió y habló antes de que pudiera detenerse a considerarlo o controlarlo.

—No —dijo en voz baja.

Y levantó el rostro para besar sus labios una vez más, con sencillez pero a la vez con intención.

Luego, antes de que los restos de su resolución se hicieran añicos por completo, se dio la vuelta y se alejó por el descansillo dando traspiés, apoyada en la pared para no caer, en dirección al refugio que le ofrecía su habitación.

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