CAPÍTULO 10


Empezaba a nevar cuando llegaron a la granja. Habían visto la sintomática formación de nubes en el norte, una bruma pálida y desigual que lentamente ocultaba las estrellas. Los primeros copos empezaron a caer cuando la negra silueta de la casa se recortó en el horizonte delante de ellas. Grimya, olfateando el aire, anunció que dudaba que fuera a ser gran cosa..., y además, añadió, taparía sus huellas de modo que nadie en la casa se enteraría de su aventura nocturna.

Los pensamientos de Índigo se confundían en desorden, agravados por el extraño comentario de Grimya justo antes de abandonar el lugar de la reunión. La loba estaba en lo cierto: la mujer misteriosa no había dejado ninguna huella sobre la nieve al marcharse corriendo. Pero Índigo sabía que el encuentro no había sido un sueño ni una experiencia astral. Tampoco creía que la extraña pareja fuera fantasmal. Había tocado al tigre; había percibido su poderoso cuerpo, sentido su cálido aliento. Estaba vivo: y también, estaba segura, su extraña compañera.

Y además quedaba la revelación de la mujer, que daba lugar a nuevas y terribles preguntas. Un traidor en la casa, había dicho: alguien que quería mal al conde Bray. ¿Tendría razón? ¿Qué ganaba con mentir? Y, más inquietante aún, ¿cómo podía conocer la existencia de un traidor, a menos que ella misma tuviera alguna conexión con la familia Bray?

La actitud de Grimya ante el misterio resultaba inequívoca. La palabra de la mujer, declaró, no era suficiente. Era una desconocida y una intrusa; sencillamente no podían permitirse confiar en ella sin más ni más, por muy ardientemente que lo suplicara. Pero tampoco podían permitirse ignorar lo que les había contado; muy al contrario debían estar alerta ante cualquier indicio o pista, ya que si la mujer había dicho la verdad su búsqueda del demonio tomaría una nueva y muy peligrosa dimensión. Y por encima de todo, la reunión de esa noche debía permanecer como un secreto celosamente guardado.

Índigo estuvo de acuerdo con el punto de vista de Grimya. aunque sus implicaciones la llenaban de desaliento. Volvió a preguntarse quién de entre los Bray podía desear atraer el mal sobre la casa, y de nuevo se vio obligada a reconocer que ningún miembro de la familia parecía más sospechoso que el resto. Eso quería decir que tenía que desconfiar de todos... Incluso, comprendió al tiempo que sentía un nudo helado en la boca del estómago, Veness.

No, arguyó con vehemencia una parte de su ser, Veness, no. Es imposible. Pero sabía que no lo era. Y de forma irrefutable, Veness era el que más saldría ganando si algo le sucedía al conde Bray; por ser el hijo mayor heredaría el título y las propiedades de su padre.

Apartó la idea, considerándola odiosa, odiándose a sí misma por suponer tal cosa. La respuesta debía estar en otra parte. Livian, quizá: era la esposa del difunto hermano del conde, y ¿quién podía decir que no hubiera algún antiguo resentimiento entre ellos? O Reif, aunque no se le ocurría qué podía ganar con la muerte de su padre, a menos que Veness muriera también. O Kinter y Carlaze, incluso Rimmi, ¿celosa de la nueva esposa de su tío que había usurpado el puesto de señora de la casa ocupado anteriormente por su madre? Incluso Brws...

Índigo se dio cuenta de repente de que aquella línea de pensamiento no la conduciría a ninguna parte. Podía dar vueltas y más vueltas a los motivos para sospechar de una u otra persona hasta que la cabeza le diera vueltas también, pero no estaría más cerca de la solución. La clave del misterio, pensó llena de frustración, la auténtica clave, estaba en la identidad de la mujer con la que se había encontrado en la nieve esa noche. Si podía averiguar quién era, quizá los ovillos empezaran a desenredarse. Pero ¿cómo conseguirlo? Los Bray quizá la conocieran o, al menos, supieran algo de ella; pero no se atrevía a preguntarles. Las preguntas más indirectas y aparentemente casuales podían despertar sospechas y no podía correr ese riesgo. La única pista que tenía era aquel breve momento en que había podido entrever los ojos de la mujer, de un azul vivo e inusual. Y eso no era suficiente.

Mientras se acercaban a la granja, Índigo se obligó a dejar de lado aquel revoltijo de preguntas sin respuesta. Grimya y ella estaban cansadas, heladas y ahora mojadas tras la reciente nevada; podían volver a empezar la búsqueda de respuestas cuando hubieran descansado y sus cabezas estuvieran más despejadas por la mañana. Se sintió aliviada cuando por fin cruzaron el arco y penetraron en el patio silencioso y desierto... Y entonces, cuando se encaminaban hacia la puerta principal, Grimya se detuvo bruscamente.

«¡Indigo!», exclamó a modo de advertencia. «¡Hay una luz!»

Índigo levantó la cabeza y vio, llena de contrariedad, el trémulo y vacilante resplandor de una vela o un farol en una de las ventanas del piso superior. Mientras observaba, la luz se movió y perdió intensidad, para luego volver a brillar con más fuerza, moviéndose en dirección al centro de la casa.

—¡Madre Todopoderosa! —susurró en voz baja—. Hay alguien despierto. ¡Rápido, Grimya! —Y echó a correr, sin importarle el resbaladizo suelo que pisaba. Quienquiera que llevara aquella luz avanzaba en dirección a la escalera: tenían que penetrar en la casa, atrancar la puerta y escapar por el vestíbulo antes de que las vieran.

Al llegar a la puerta, Índigo levantó el picaporte y empujó con suavidad, rezando para que las bisagras no chirriaran y traicionaran su presencia. La puerta se abrió sin hacer el menor ruido. Con una ferviente y silenciosa oración de agradecimiento se deslizó por la abertura, con Grimya tras ella, y se dio la vuelta para colocar la barra y cerrar los cerrojos otra vez.

En su precipitación y el ímpetu de su sensación de alivio, se olvidó de que al cerrojo le faltaba aceite. Al cerrarlo chirrió con tanta fuerza y claridad como si se tratara de un guardián elemental dispuesto a atraparla. El corazón le dio un vuelco, provocándole vértigo. Cerró los ojos y apretó los dientes para mascullar un juramento atroz... Entonces escuchó el rápido ruido de pisadas y la luz de una lámpara se desparramó desde la parte superior de la escalera a su espalda.

—¡Índigo!

«No», pensó llena de desesperación. «No Veness. ¡Por favor, Veness no!»

Éste bajó las escaleras a toda velocidad. Con un esfuerzo sobrehumano Índigo consiguió volverse y enfrentarse a él. Iba vestido con una amplia túnica de lana; sus pies estaban descalzos, y su rostro, convertido en un extravagante relieve de luz y sombra por la caja del farol, tenía aspecto macilento y asustado.

—¡Índigo! Gran Madre de la Tierra, ¿estás bien?

El pánico contenido de su voz, la terrible preocupación allí donde ella había esperado cólera o algo parecido, la dejó anonadada.

—Ssssí —repuso—. Claro...

—¿Qué sucedió? —Había llegado ya al pie de las escaleras y dejó el farol sobre una mesa antes de cruzar el vestíbulo en cuatro zancadas para sujetarla por los brazos—. ¡Estás empapada! Índigo, ¿dónde has estado? Pensaba... ¡Qué la Diosa se apiade de mí, no sé lo que pensaba! —Tocaba sus cabellos, su rostro, clavaba sus ojos en los de ella en un intento por interpretar lo que veía en ellos—. ¡Por poco me vuelvo loco de preocupación! ¿Qué te ha sucedido?

—¡No me ha sucedido nada, Veness!

Y en silencio, con desesperación, pensó:

«Grimya, ¿qué debo decirle?»

Grimya no contestó, y, privada de ayuda, Índigo intentó rechazar a Veness pasando a la ofensiva.

—¿Cómo sabías que yo no estaba? —exigió.

—Fui a tu habitación. Pensé... Oh, maldita sea, no importa lo que pensé. Pero cuando descubrí que no estabas allí, me... —Se detuvo. Ambas manos estaban enredadas en sus cabellos húmedos, sosteniendo su rostro, y de pronto dijo angustiado—: Pensé que me habías abandonado.

Se produjo un profundo silencio. Por fin Índigo alzó sus propias manos y, con mucha suavidad, sujetó Tas muñecas de Veness y le apartó los dedos de su rostro. Cuando lo oyó hablar vio algo en sus ojos grises que la había trastornado en lo más íntimo y no deseaba reconocerlo. Tenía que retroceder, volver a poner distancia entre ellos.

—Lo siento —dijo con calma, y con toda deliberación dio un paso atrás de modo que él se vio obligado a soltarla por completo—. No era mi intención causarte ningún sobresalto, Veness. Y no hay necesidad de preocuparse. Grimya y yo sólo hemos salido un ratito.

Sabía que él no se daría por satisfecho; pero le dio un momento para serenarse y decidir cuánto, o hasta dónde, podía contarle sin peligro.

—¿Qué quieres decir? —Los ojos de él escudriñaron su rostro otra vez, preocupados, ansiosos.

—A las dos nos despertó un ruido que venía del exterior —le contó Índigo. Parte de la verdad, decidió, sería mejor que una mentira completa—. Pensamos que se trataba del tigre.

—¿El tigre?

—Sí; de modo que salimos a investigar. Pero no encontramos nada. —Forzó una sonrisa—. Cuando salimos de la casa ya se había ido... o nunca estuvo ahí.

—¿Me estás diciendo que saliste, sabiendo que esa criatura podía estar ahí? Indefensa...

—Indefensa, no. Cogí mi ballesta.

Veness se quedó mirándola asombrado y, por un momento, incapaz de expresar nada de lo que sentía. De repente, la tensión, la fuerza de sus emociones pudieron más que él y avanzó hacia ella, tomándola entre sus brazos antes de que pudiera siquiera pensar en evitarlo, apretándola con fuerza contra él.

—Índigo, Índigo..., ¿no te diste cuenta del peligro al que te exponías? ¿No sabes lo que podría haberte sucedido si esa criatura hubiera estado aguardando ahí afuera? ¡Dulce Diosa, tienes que prometerme que jamás volverás a hacer nada semejante!

El cuerpo de Índigo estaba apretado con fuerza, contra el de él. Su primer instinto fue rechazarlo, pero un segundo instinto, que apareció casi de inmediato, se lo impidió. Sentía el corazón del joven golpeando contra sus costillas, creando una vibración paralela a través de su propio cuerpo, y sintió que sus defensas se derrumbaban aturdidas. No quería apartarse de él, de repente se había convenido en un ancla en medio de un mar de incertidumbre, y su presencia, su calor, su realidad física, eran cadenas a las que necesitaba aferrarse. Quería confiar en él, quería creer en él; pero al mismo tiempo reconocía el peligro de aquel deseo, y, forcejeando, su mente se esforzó desesperadamente para establecer contacto con Grimya, para, volver a la realidad.

«Grimya...»

Pero la loba no estaba allí, Índigo no sabía cuándo se había escabullido ni adonde había ido; pero no había más que un vacío, una ausencia, allí donde existiera el contacto familiar de su mente. Sola con Veness se sintió muy vulnerable.

—Lo lamento. —Su voz sonaba ahogada y confusa—. No quería causarte preocupación. Si lo hubiera sabido... —Sacudió la cabeza sin saber qué otra cosa decir.

—Demos gracias a la Madre de que nada malo haya sucedido esta vez. Pero Índigo, estaba tan asustado... Si algo te sucediera, ¡me destrozaría!

—Por favor, Veness. —No se atrevió a encontrarse con sus ojos y clavó la mirada en el suelo—. No era mi intención causarte inquietud; jamás se me hubiera ocurrido preocuparte. Pero tal y como has dicho, no ha sucedido nada malo. —Esta vez sí encontró el valor para apartarse de él—. Creo que los dos deberíamos regresar a nuestras habitaciones. Estoy cansada..., me gustaría mucho dormir.

Despacio, de mala gana, las manos de Veness la soltaron. No dijo nada, pero cuando ella se dio la vuelta y empezó a dirigirse hacia las escaleras él la siguió, tomando el farol y manteniéndolo en alto para iluminar el camino. Subieron en silencio. Cuando llegaron al rellano y Veness se volvió para alumbrarla hasta su habitación, Índigo no protestó, y siguió sin hablar. Su mente era un volcán: no podía pensar de forma racional; no podía conciliar los sentimientos de duda, sospecha, temor... y las emociones que volvían a alzarse en su interior, deformando y confundiendo su sentido de las proporciones. Llegaron hasta su puerta y ella se detuvo. Deseaba decir algo, pero parecía no haber nada que pudiera decir capaz de apartar a Veness o por el contrario de ofrecerle el incentivo que no deseaba darle.

¿Que no deseaba dar?, puso en duda una vocecita interior, Índigo la ignoró y abrió la puerta. Su habitación estaba a oscuras y contuvo un escalofrío al cruzar el umbral y apartarse de la luz del farol. Veness no la siguió; permaneció en la puerta. Tendría que enfrentarse a él. Al menos tendría que darle las buenas noches.

Se volvió y él dijo:

—Índigo. ¿Me prometerás una cosa?

—¿Prometer...?

—No correr riesgos. Creo que sabes lo importante que es para mí.

—Veness, yo...

—No; creo que lo mejor es que te lo diga. Es lo que he estado deseando decir; es el motivo por el que vine a tu habitación, por insensato que pueda parecerte. Índigo, lo que te suceda a ti es vital para mí porque te amo.

Índigo cerró los ojos.

—¡Oh, Diosa...!

—Sé que no me quieres y lo acepto. Pero eso no altera mis sentimientos por ti. Y si algo te sucediera...

Lo interrumpió y con gran horror por su parte se dio cuenta de que las lágrimas se agolpaban en sus ojos.

—Por favor, Veness, ¡no digas eso! No comprendes; no te das cuenta... —Y de repente no pudo controlar sus reacciones y se cubrió el rostro con ambas manos al tiempo que las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas—. ¡No sabes lo que me estás haciendo!

Estaba dispuesta a retroceder si él intentaba volver a abrazarla: pero no lo intentó. Lo oyó moverse, percibió su presencia justo delante de ella; las manos de él sujetaron levemente, con mucha suavidad, sus antebrazos.

—No llores.

Parecía tan desconcertado como ella, Índigo sacudió la cabeza violentamente. Trataba de controlar las lágrimas, pero no querían parar, y sus hombros se hundieron mientras intentaba con todas sus fuerzas disimular el temblor que se había apoderado de ella.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Veness con suavidad.

¿Lo quería? El sentido y la razón decían sí; la presencia del joven resultaba demasiado peligrosa y si no se iba entonces, en ese momento, ella podía desfallecer y ceder ante esa otra parte de sí misma que ansiaba que se quedase. Él no era Fenran: Fenran estaba fuera de su alcance; había estado fuera de su alcance desde hacía más de cuarenta años, y si se volvía hacia Veness ahora, si se volvía tal y como anhelaba hacer, lo traicionaría todo y su misión se convertiría en cenizas.

Pero Veness estaba aquí frente a ella, una presencia decidida y física. Veness estaba vivo y era real; sus manos la tocaban, despertando de nuevo la necesidad, la necesidad que había sentido cuando la tocó en otra ocasión, la abrazó y la besó. Intentó pensar en Fenran y conjurar su rostro mentalmente. Pero lo que vio..., lo que vio no era Fenran sino una mezcla de Fenran y Veness, y ambos se confundían de tal forma que ya no podía distinguir a uno del otro.

Y su ansia, su anhelo, su enorme soledad, eran más fuertes que su capacidad para luchar.

—No —dijo—. No quiero que te vayas...

Veness le acarició la cara, inclinándole la cabeza de modo que ella abrió los ojos y se encontró con su rostro. El joven besó sus mejillas húmedas con tanta suavidad que ella empezó a temblar otra vez. Entonces la besó en la boca, ligeramente al principio pero luego con más intensidad.

La puerta había girado sobre sus goznes y chocado contra el marco. Veness se volvió, levantó el pestillo y luego lo colocó en su lugar, dejándolos a los dos en el interior de la habitación. Por un instante Índigo tuvo la sensación de que había hecho girar la llave de una prisión... Pero la sensación desapareció, y con ella el temor. Entonces supo que, en cierta forma que jamás había creído posible, él la estaba liberando.

—No puedo... Por favor, perdóname. No... puedo.

—¿Por qué, mi amor? ¿Qué es? ¿Qué sucede?

La muchacha sacudió la cabeza; clavó los dientes en el labio inferior y dijo:

—No puedo decírtelo: no lo puedo contar. No sería justo...

Un leve movimiento a su lado. La cama estaba caliente; el cuerpo de él estaba aún más caliente; y ella lo deseaba, lo deseaba.

—¿Es al... alguna otra persona? ¿Estás prometida a otro?

—Yo... —la verdad; tenía que contarle esa verdad, al menos—, lo estuve. Pero él... —No pudo terminar; era imposible que pudiera comprender.

—¿Está muerto, Índigo? ¿Es ésa tu pena? ¡Oh, mi amor...!

Muerto y sin embargo vivo; vivo en su corazón y en sus esperanzas. Pero no estaba allí. Ella no podía llegar hasta él. Y este hombre, tan parecido y a la vez tan diferente, estaba con ella y sería amable con ella; y aquí, ahora, sólo él podía hacer desaparecer el dolor que sentía.

Las lágrimas fluían otra vez, y ya no intentó siquiera contenerlas. Con voz entrecortada, musitó:

—Jamás fuimos... amantes. Y ojalá...

No la dejó terminar. Sus labios fueron dulces y sus manos tranquilizadoras. Y de repente ninguna cosa importó. Durante ese momento, durante esa hora preciosa y secreta, ninguna otra cosa importó.

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