Índigo esperaba tener la oportunidad de preguntar a Livian en privado el significado del hacha y el escudo, pero no tuvo suerte. Era casi medianoche cuando la reunión se disolvió por fin y Livian (que creía firmemente que los hombres eran peor que inútiles en lo concerniente a cuestiones domésticas) los envió a la cama para que las mujeres pudieran limpiar los restos de la celebración. Esta vez no rechazaron el ofrecimiento de Índigo de ayudarlas, pero mientras transportaban los platos vacíos a la cocina donde Rimmi los lavaba, tuvo la clara impresión de que Livian evitaba deliberadamente quedarse a solas con ella más que durante unos instantes.
El trabajo terminó por fin. Carlaze y Rimmi le dieron las buenas noches a Índigo y subieron las escaleras. Livian las siguió antes de que pudieran mencionar nada, de modo que Índigo y Grimya se encontraron solas en el comedor. Reif había apagado el fuego reduciéndolo a rescoldos, y la única iluminación de la sala provenía ahora de esas rojizas ascuas y de un único farol que Livian había dejado para que Índigo iluminara el camino al irse a la cama.
El silencio resultaba extraño tras el alegre barullo de la cena pero, no obstante, los ruidos de la casa no se habían apagado ni mucho menos. En el exterior, la tormenta rugía con la misma fuerza de siempre; Índigo podía oír el gemido del viento, acompañado por un agudo y espeluznante chillido que le indicaba que la fuerza del vendaval había alcanzado casi niveles de huracán. Los postigos repicaban de cuando en cuando, y una fuerte corriente de aire se deslizaba por debajo de la puerta, agitando las alfombras y azotándole los pies. Su intención fue dejar la habitación librada a su soledad, pero a medio camino de la puerta se detuvo al volverla a asaltar la curiosidad que había intentado olvidar. Se dio la vuelta y vio que Grimya la observaba. Un interrogante indeciso y a medio formar emanó de la mente del animal, Índigo supo que, también ella, se sentía reacia a salir sin echar al menos una mirada más detallada al origen del misterio de aquella velada.
Los rescoldos del fuego empezaban a apagarse. Sólo emanaba ahora un calor residual de la chimenea aunque las piedras del hogar resultaran aún calientes al tacto. El viento aullaba lastimero en la chimenea cuando Índigo se detuvo frente a la repisa y levantó los ojos hacia el escudo y el hacha.
Desde luego eran armas muy antiguas y, por su aspecto, habrían sufrido años de duro y sangriento quehacer. El escudo estaba abollado y en algunos lugares su grosor se había reducido al de un cuchillo, mientras la hoja del hacha estaba mellada y desigual, y el mango de madera muy gastado.
Grimya, de pie junto a Índigo, clavó los ojos en el escudo como si intentara ver a través de su superficie lo que había debajo. Al cabo de unos instantes dijo:
«Hay algo en esas armas que no me gusta, Índigo. No puedo describirlo con precisión, pero...» Arrugó el hocico. «Huelen mal. No son cosa limpia.»
Índigo se sintió inclinada a darle la razón aunque su instinto no era tan certero como el de Grimya. Se acercó más, sosteniendo el farol en alto, y contempló las armas con atención. La pátina formada sobre ellas las había vuelto con los años casi negras, cosa que hacía imposible descubrir el metal del que estaban hechas. Extendió una mano para arañar la pátina con un dedo...
—¡En nombre de la Madre, no las toques!
La voz le hizo dar un brinco de sorpresa, y estuvo a punto de perder el equilibrio y pisar los rescoldos del fuego al darse la vuelta en redondo.
Veness estaba detrás de ella. Ni siquiera Grimya lo había oído acercarse. El joven cruzó a grandes zancadas la habitación para sujetar el brazo de Índigo y apartarla del hogar.
—Lo siento —dijo—. No era mi intención asustarte, pero vi lo que estabas haciendo y tenía que detenerte.
Índigo estaba asombrada.
—Perdona..., no tenía la menor idea de estar haciendo nada indebido.
—No es eso. —La muchacha se dio cuenta de que estaba tenso, asustado incluso, cuando la luz del farol le iluminó el rostro—. Debiera de haber dicho algo antes cuando Rimmi hizo su desafortunado comentario, pero no quería amargar la velada.
—¿Amargar?
Veness lanzó un suspiro.
—A Livian no le gusta hablar sobre esas peculiares reliquias familiares; es supersticiosa, tiene miedo de tentar al destino. Pero yo me di cuenta de que sentías curiosidad. —Se volvió para mirar de nuevo la repisa de la chimenea—. No eres la primera que la siente, desde luego que no. Esas cosas parecen fascinar a todos nuestros visitantes. Cómo desearía haber podido regalárselas a alguien y sacarlas de una vez de esta casa..., pero ni a un enemigo declarado le obligaría a cargar con ellas.
Las orejas de Grimya estaban enhiestas, y la loba le transmitió:
«Yo tenía razón. Aquí pasa algo malo.»
Estaban junto a la mesa. Veness apartó una silla e indicó a Índigo que se sentara.
—Te contaré la historia de esas armas, si quieres oírla. —Forzó una sombría sonrisa mientras se acomodaba en otra silla a su lado—. Rimmi tenía razón. Tu amigo Constancia Brabazon habría pergeñado un buen espectáculo con ella aunque no habría sido una de sus mascaradas más alegres. No sé de cierto lo viejos que son el escudo y el hacha, pero han pertenecido a nuestra familia durante muchas generaciones. Y hace unos cien años estuvieron a punto de provocar nuestra ruina.
Índigo no dijo nada, aguardando a que continuara.
—Nuestro nada llorado antepasado, el conde Bray de aquella época —siguió Veness, volviendo la cabeza para mirar con expresión de disgusto las armas colgadas sobre la repisa—, se enzarzó en una disputa sobre derechos forestales con una familia vecina, que poseía tierras al sur de esta granja. Riñeron y pelearon durante un año o dos. Pero no se trataba de una disputa en exceso seria, hasta que nuestro antepasado cometió el crimen que proyectó una sombra indeleble sobre esta casa.
Reinó el silencio durante un momento; luego Grimya lanzó un corto y débil gemido, y Veness rió incómodo.
—Sonó como si comprendiera. Casi parecería que lo hubiese comprendido, ¿no crees? — Extendió la mano para acariciar la cabeza de la loba—. Pero no merecemos comprensión, Grimya. Al menos no la merece nuestro antepasado, —Sus ojos se volvieron hacia Índigo—. Envió un mensaje a la granja vecina, diciendo que la enemistad había durado demasiado tiempo y sugiriendo una reunión para poner fin a sus diferencias y firmar la paz. El vecino..., se trataba de un pequeño propietario, no tenía ni el poder ni la influencia de los Bray, y además no había querido pelearse con nadie... Así pues aceptó las condiciones propuestas por el conde y lo invitó a que fuera su huésped, con todos los honores, en una fiesta de celebración.
»El conde fue a la fiesta; pero fue con todo un ejército de guerreros y atacó la granja vecina. Seguramente los cogió por sorpresa; no estaban preparados, tampoco tenían muchos guerreros. — Veness bajó los ojos hacia sus pies—. La casa de su anfitrión no tenía la menor posibilidad de
defenderse. Fue una auténtica matanza.
Índigo miró el escudo y el hacha.
—¿Y fueron ésas las armas utilizadas por tu antepasado?
—Sí —asintió Veness—. Pero ésa no es ni mucho menos toda la historia. Se dice que el vecino tardó bastante en morir. Hay quien dice que era una especie de hechicero o brujo, casi imposible de matar. Yo no lo creo. Lo que creo es que era tan mortal como cualquiera de nosotros, pero también que en situaciones excepcionales la mente humana es capaz de cosas extraordinarias. —Le dirigió otra sonrisa forzada, esta vez con un ligero toque de timidez—. Reif y Kinter se reirían mucho de mí si supieran que soy un filósofo... Pero sea como sea, según la leyenda el hombre estaba tendido sobre su propia sangre, partido casi en dos, y en sus últimos momentos asió el escudo del conde Bray y le lanzó una maldición. Las mismas armas del conde se volverían contra él y los suyos, dijo, de la misma forma en que él las había vuelto contra su inocente vecino. Y la maldición duraría para siempre de modo que la traición cometida por la casa de Bray no se olvidara jamás.
Durante algunos momentos reinó el silencio de nuevo, a excepción del ahogado aullar de la tormenta, Índigo contuvo un escalofrío que quiso creer se debía tan sólo al frío.
—Es curioso —dijo Veness por fin—, pero cuando era pequeño, acostumbraba tener terribles pesadillas sobre esa escena. Lo veía todo con tanta claridad... La carnicería, la sangre, los hombres y las mujeres muertos... y al conde, también. Porque, verás, mientras el vecino pronunciaba su maldición, el conde Bray descubrió que el escudo y el hacha estaban pegados con fuerza a sus manos. No podía soltarlos, por mucho que lo intentara. Y cuando su víctima murió, él enloqueció. Enloqueció de verdad, una furia loca. ¿Sabes lo que es eso?
—Sí —asintió Índigo con voz grave—. Sé lo que es.
—Estaba loco. Salió corriendo de la casa rugiendo como un toro, montó su caballo y cabalgó de regreso a la granja. Cuando llegó, saltó de la silla, cortó la cabeza del caballo de un hachazo, y luego atacó a su esposa y a sus hijos, aquí en esta misma sala. —Sus ojos grises se pasearon inquietos por la habitación—. Cuando regresaron sus hombres, encontraron muerta a toda la familia. El conde los había matado a todos y luego, en un último ataque de frenesí, se había matado a sí mismo a golpes de hacha.
Índigo aspiró con fuerza, muy despacio. No sabía qué decir, pero la historia de Veness no había finalizado aún.
—Enterraron el hacha y el escudo con el conde —siguió Veness—. Pero a la mañana siguiente del entierro, los encontraron otra vez en su antiguo lugar sobre la pared. Un criado intentó descolgarlos y, en cuanto los tocó, se pegaron a sus manos como habían hecho antes. También él se volvió loco. Lo mataron antes de que hiciera más estragos y nadie se atrevió a tocar las armas; las dejaron allí donde había caído el criado. Al día siguiente, estaban de nuevo en la pared. —Sus ojos se cruzaron con los de Índigo—. Y ahí es donde se han quedado desde entonces.
El farol empezaba a desprender una luz azulada, señal de que se le agotaba el aceite, Índigo estiró la mano para bajar su intensidad, pero lo pensó mejor.
—¿Y nadie los ha tocado desde entonces? —preguntó.
—Sólo en una ocasión. Hace muchísimos años, en tiempos de mi bisabuelo. El bisabuelo era un hombre práctico al decir de todos y no creía en maldiciones. Ofreció el escudo y el hacha como regalo a un invitado que había expresado su admiración por ellos.
—¿Qué sucedió?
—Nada, al principio. El invitado se los llevó, y el bisabuelo pensó que al fin se había demostrado que toda aquella historia no era más que una leyenda supersticiosa. Pero volvieron a estar allí a la mañana siguiente, igual que antes, colgados en la pared. Y más tarde averiguaron que el invitado que se los había llevado había muerto durante la noche. Al parecer, su corazón dejó de latir sin más mientras dormía.
»Así pues —Veness se levantó bruscamente y empezó a pasear por la habitación; no en dirección a la chimenea sino alejándose de ella, como si quisiera interponer entre las antiguas reliquias y él la mayor distancia posible—, comprenderás ahora por qué a nadie se le permite jamás tocar siquiera estas armas. —Se interrumpió, volviéndose para mirarla, luego se encogió de hombros como si se sintiera avergonzado—. A lo mejor no hay nada en esas historias, a lo mejor la maldición ha perdido ya su poder. No lo sé. Pero no le permitiremos a nadie que se arriesgue a hacer la prueba.
Índigo tardó varios minutos en responder. Percibía la excitación que emanaba de la mente de Grimya, pero la apartó de sus pensamientos. Aún no deseaba examinar las reacciones de la loba ni las suyas ante el relato de Veness.
Llevar tal peso a través de generaciones... «¿Había conocido Fenran aquella maldición?», se preguntó. Durante todo el tiempo que tuvo contacto con él, que había estado tan unida a él, jamás le había hablado de su vida anterior prefiriendo cortar todo vínculo con ella y fingir que jamás había existido. Sin embargo, seguramente debía de haber vivido en esa casa sabiendo la tragedia que ocultaba y que llevaba inculcada en su mente desde la infancia.
Levantó al fin los ojos, intentando dominar la ya familiar sensación de una mano fantasmal que se aferrara a su estómago al ver el rostro de Veness; el rostro de Fenran. En voz muy baja, dijo:
—Todavía sientes la culpa de ese crimen, ¿no es así, Veness?
El permaneció inmóvil por un momento. Luego sacudió la cabeza despacio.
—No lo sé, Índigo. No soy un estúpido: sé que no se nos puede culpar por lo ocurrido hace siglos. Ni siquiera somos descendientes directos de aquel conde; un primo se hizo cargo de las tierras y del título después de que él y todos los suyos murieran, y nuestra familia desciende de él. Pero sigo sin poder cabalgar por las tierras que pertenecieron al nombre que el conde Bray traicionó, sin sentir que paso por un lugar en el que no tengo ningún derecho a estar.
—¿A quién pertenecen esas tierras ahora?
Veness calló de nuevo, luego se encogió de hombros.
—A nosotros. Quedó todo arreglado entonces, de una forma muy pragmática. El auténtico propietario y toda su familia habían muerto. Su asesino ya no podía ser castigado. El nuevo conde de Bray era un recién llegado que no tenía nada que ver con la tragedia, así que ninguno de los propietarios creyó que hubiera de pagar por un crimen que no había cometido. Nadie más quería la tierra, no querían seguir los pasos del hombre asesinado. De ese modo pasó a formar parte de la propiedad de los Bray. Jamás hemos hecho mucho con ella. Supongo que nunca hemos tenido el coraje de hacerlo. —Flexionó los hombres para mitigar su rigidez—. Pero ya he hablado bastante por esta noche. —Le dedicó una débil sonrisa, como si conscientemente hiciera un esfuerzo por aligerar la atmósfera—. No sé tú, pero después de esto aún no estoy listo para ir a dormir. ¿Quieres tomar otra jarra de cerveza antes de irnos cada uno por nuestro lado? La cocina estará más caliente que esta sala; los fogones permanecen encendidos toda la noche. Y a lo mejor encontramos un tema de conversación más alegre para endulzar nuestros sueños.
Era una invitación franca y amistosa, pero Índigo no quiso aceptarla. Le gustaba Veness (era imposible evitarlo) y sin embargo al mismo tiempo la trastornaba profundamente. Temía que su extraordinario parecido con Fenran pudiera hacerle cometer un terrible error. A su mente le resultaría fácil imponer la imagen de Fenran sobre la de Veness y hacer que se convenciera de que se trataba de Fenran en todo excepto el nombre. En varias ocasiones se había sorprendido anticipando las ligeras y familiares peculiaridades de Fenran en las palabras y gestos de Veness, y en cada ocasión su ausencia la había confundido momentáneamente. No confiaba en sí misma; y de repente no quiso estar a solas con él.
—Gracias, Veness —repuso en voz alta—, pero... creo que me iré a la cama. —Le sonrió con un esfuerzo aunque sin gran convencimiento y estuvo segura de que no había resultado convincente—. Estoy más cansada de lo que creía —añadió con menos convicción aún.
Veness no hizo ningún comentario, pero su expresión pareció encerrarse en sí misma.
—Claro—Pareció como si lamentara haber hecho la invitación, Índigo deseó con toda el alma haber podido rehusarla sin causarle impresión equívoca—. Te deseo buenas noches, pues. —Su sonrisa seguía siendo afectuosa, pero impregnada de pesar—. Que duermas bien.
Cuando la puerta se cerró detrás de Veness, Índigo se llevó las palmas de las manos a la frente y suspiró con fuerza.
«Lo he disgustado», dijo a Grimya en silencio, llena de tristeza. «Era lo último que deseaba hacer. Pero no podía decirle la verdad, Grimya. No podía.»
«A lo mejor habría sido más fácil ser sincera», repuso Grimya, vacilante. «Le caes bien, y parece una vergüenza dejar que piense que no deseas ser su amiga.»
Habían dejado de oírse las pisadas de Veness. Una tabla del suelo crujió sobre sus cabezas y, juzgando que éste había llegado al piso superior y ya no podía oírlas, Índigo habló en voz alta.
—Lo sé, cariño. Pero en cierto modo no quiero hacer amistad con él. Existen demasiados escollos.
«¿Porque se parece a Fenran?»
—Sí. Y además quizás haya otros motivos. No quisiera que pensara... —Su voz se apagó, y Grimya inquirió:
«¿Pensara qué?»
Índigo sacudió la cabeza.
—No lo sé. Probablemente estoy yendo demasiado deprisa y demasiado lejos. Es sólo que... no quiero que haya el menor peligro de un malentendido. —Bajó las manos y se quedó mirándolas—. Ojalá la ventisca no nos tuviera atrapadas aquí. Sería mejor para todo el mundo si pudiéramos abandonar esta casa.
Con cierta reluctancia, Grimya volvió la cabeza para mirar la repisa de la chimenea.
«Sí», dijo. «Quizá sería mejor.» Vaciló, luego decidió que debía expresar aquello que acechaba como el olor de una tormenta aproximándose en la parte más recóndita de su mente. «Pero me temo que sea algo más que la ventisca lo que nos retenga aquí.»
—¿Qué quieres decir?
«Creo que sabes lo que quiero decir. También tú has estado pensándolo aunque has intentado fingir lo contrario.» Se produjo otro silencio, y al ver que Índigo no hablaba, la loba añadió: «Estudié con más atención el escudo mientras Veness nos contaba su historia. Hay lugares donde la superficie puede verse todavía entre la suciedad. No sé de qué metal está hecho pero su color es plateado.»
Plata. Los viejos recuerdos penetraron en la mente de Índigo como serpientes; recuerdos de otras épocas, otras tierras. Un broche de estaño que centelleaba como si fuera de plata a la luz de una débil hoguera. Una anciana echadora de cartas gritando en medio de la algarabía de un bullicioso mercado oriental: cartas plateadas para mi señora y su hermoso perro gris... Y una criatura corrompida de ojos plateados, inhumana, implacable, riendo entre las sombras de una torre que se derrumbaba, siguiendo sus pasos como una invisible amenaza, mirando al mundo a través de sus propios ojos y mostrándole la horrible verdad de aquello en lo que se había convertido. Plata: el color y la personificación de su propia Némesis; y una señal que no podía ignorar.
Lo había percibido, tal y como decía Grimya; pero se había negado a aceptarlo, esperando en contra de todo lo que le decía su instinto estar equivocada, y aplazando el momento en que debería averiguar la verdad para bien o para mal. Podía seguir fingiendo pero ahora que Grimya había hecho abiertamente la pregunta supo que ninguna de las dos descansaría hasta que obtuviera respuesta.
Sacó la piedra-imán de la bolsa y la sostuvo encerrada en su puño unos instantes. La piedra ya no poseía el poder de intimidarla que poseyera en una ocasión; ésa era una lección que había aprendido durante sus viajes con los Brabazon, y le había enseñado algo sobre la auténtica naturaleza de la ilusión. Pero aunque había obtenido el poder de controlar la piedra, todavía no la dominaba por completo. Al fin abrió la mano y bajó los ojos hacia el liso guijarro.
El punto dorado de luz brillaba y danzaba como una luciérnaga atrapada. Ya no indicaba en dirección norte, pero no quería permanecer inmóvil. Una muda pregunta se formó en la mente de Índigo:
«¿Ahora qué, vieja amiga?»
Y el punto de luz se movió con un rápido y enfático parpadeo, para detenerse en el centro exacto de la piedra.
No necesitaba ninguna otra confirmación. El cuarto demonio estaba en esa casa.
Índigo no habló. Se limitó a guardar la piedra-imán, luego se volvió y tomó el farol. El aceite se había terminado casi por completo y la mecha humeaba; la débil luz duraría quizá otro minuto o dos, pero no más.
—Me voy a la cama —anunció. Su voz carecía de expresión.
Grimya agachó la cabeza en mudo asentimiento.
—Sssí. No hay nada que pu...eda hacerrrse ahora. —Levantó los ojos pesarosa—. Lo... sssiento.
¿Simpatía o una disculpa por haberla obligado a enfrentarse a la verdad? Índigo no lo sabía, y no parecía importar. Negó con la cabeza.
—No hay nada que lamentar, cariño. Vayámonos a dormir, si es que podemos, y no pensemos en esto ahora.
Afuera, en el vestíbulo enlosado, el ruido de la galerna se amplificaba en fantasmales ecos, gimiendo por el pasillo y haciendo que las pesadas cortinas que colgaban de las puertas para conservar el calor se agitaran y movieran inquietantes en la penumbra. Las sombras acechaban en la escalera; llegaron a su habitación mientras la lámpara llameaba con un último esfuerzo y, cuando la puerta se cerró tras ellas, Índigo extinguió la mecha haciendo que el destello azul se apagara. La habitación quedó sumida en la oscuridad mitigada sólo por la línea pálida y débil que se filtraba allí donde los postigos dejaban pasar el extraño fulgor del cielo cargado de nieve, Índigo avanzó a tientas hasta la cama y se deslizó bajo las sábanas sin intentar siquiera desvestirse y encontrar su camisón. De repente se sintió agotada casi hasta el delirio, y lo único que deseaba era enterrarlo todo (Veness, maldiciones familiares, demonios) en el olvido del sueño. Grimya saltó sobre la cama para quedarse junto a ella. Advirtió el cuerpo cálido de la loba contra su espalda, pero Grimya no dijo nada e Índigo estaba demasiado cansada para desearle siquiera buenas noches. En menos de un minuto estaba ya dormida...
Esperaba dormir profundamente hasta la mañana siguiente pero faltaba aún mucho para el amanecer cuando algo la despertó. Se dio la vuelta medio despierta y preguntándose aturdida qué podría haber alterado su descanso. Entonces, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la habitación, distinguió la silueta de Grimya junto a la ventana. La loba tenía el hocico pegado a los postigos e Índigo percibió una gran agitación en su mente. Pero resultaba imposible comprender aquel revoltijo de pensamientos incoherentes.
—¿Grimya? —Se sentó en el lecho, mientras su susurro se escuchaba por encima del ruido ahogado de la tormenta del exterior.
Grimya se volvió rápidamente, las orejas bien erguidas.
—¡Índigo! No quería despertarte.
—¿Qué haces? ¿Qué sucede?
—Hay algo ahí a... afuera —dijo Grimya—. Me despertó un ruido, y luego lo olí.
Índigo echó a un lado las sábanas y cruzó la habitación hacia ella. Se detuvo junto a la ventana escuchando, pero sólo oía el gemido del viento.
—A lo mejor si abro los postigos un poquitín... —empezó.
«¡No!»
La respuesta llegó con tal rapidez que Índigo se sobresaltó. Sus ojos se clavaron en la borrosa silueta de Grimya. La loba tenía el lomo arqueado en actitud defensiva, y de su postura se desprendía el temor que enfatizaba su protesta telepática.
—Grimya, ¿qué es? —La sensación de terror empezaba a afectar a Índigo, también, y su pulso se aceleraba hasta hacerse molesto—. ¿Qué hay ahí afuera?
—¡Tigre! —respondió la loba con voz ronca que apenas si era algo más que un gruñido gutural.
Y, como llamado por haber pronunciado la palabra, surgió de repente de la noche un sonido que no formaba parte de la tormenta, audible incluso por encima del aullido de la galerna. Lejano, pero enérgico y aterradoramente poderoso, era el desafiante rugido ronco de un felino enorme.
Grimya lanzó un gañido, y saltó del alféizar de la ventana para quedarse temblorosa en el centro de la habitación. Tenía los pelos erizados, y su miedo se iba transformando en terror incontrolado.
—¡Grimya! —Índigo corrió junto a su amiga y le acarició la leonada cabeza, en un intento por calmarla—. ¡Todo va bien, no puede llegar hasta ti! Está muy lejos...
—¡No! —ladró Grimya temerosa—. No está lejos. ¡No está lejos!
—¡Está bastante lejos! Tranquilízate, cariño. Aquí estás a salvo. —Dirigió una rápida mirada a la ventana cerrada, al tiempo que se preguntaba inquieta a qué distancia estaría el enorme felino. Aquel rugido se había oído con tanta claridad en medio de la tormenta...
Desechó de inmediato la especulación para que Grimya no percibiera sus pensamientos. Todo el cuerpo de la loba se estremecía ahora mientras hundía el hocico en el brazo de Índigo.
—Lo si... sssiento —dijo angustiada—. Pero le tengo tanto mi... edo.
Índigo la abrazó con muda simpatía. A ella le asustaba también el tigre de las nieves, y sabía lo fuerte y peligroso que podía ser; pero Grimya, empujada por el instinto innato de los suyos, era incapaz de combatir aquel horror con la ayuda de la lógica humana, y estaba casi paralizada de terror. Durante varios minutos permanecieron acurrucadas la una contra la otra en el suelo de la habitación a oscuras, escuchando con atención a la espera de un nuevo rugido, pero sólo se oyó el incesante y sombrío gemido del viento y el repiqueteo de los postigos debatiéndose contra los pestillos. El tigre de las nieves había dado a conocer su presencia, y parecía conformarse con eso.
Por fin Índigo notó que los estremecimientos de Grimya empezaban a remitir, y aflojó su abrazo al tiempo que empezaba a incorporarse.
—Aún no se percibe la luz del alba. —Su voz era un murmullo—. Deberíamos dormir un poco más.
«No... no creo que pueda volver a dormir», le transmitió Grimya.
—Debes intentarlo. Las dos debemos hacerlo. Vamos, túmbate en la cama conmigo. No hay nada que temer ahora.
Algo indecisa, Grimya se dejó convencer para regresar a la cama. La habitación empezaba a estar desconsoladamente fría y el calor que despedían los rescoldos del fuego se iba desvaneciendo. Para Índigo fue un placer poder cubrirse otra vez con las mantas. Cubrió con una a Grimya, y la loba se acurrucó más cerca de ella. Los latidos de su corazón eran muy rápidos, Índigo le acarició la cabeza. La loba gimió, colocando el hocico en el pliegue del brazo de la muchacha, luego acabó de acomodarse por fin y, aunque no de muy buena gana, se quedó inmóvil.
Índigo permaneció despierta un rato, escuchando el estruendo de la tormenta y preguntándose si el rugido del tigre habría despertado a alguna otra persona de la casa. De vez en cuando se escuchaban ruidos extraños; el crujido de vigas o tablas, un repentino silbido lúgubre, como si se hubiera abierto una puerta dejando entrar la tormenta. Pero los crujidos no eran más que los quejidos de la vieja casa mientras el viento la zarandeaba; los silbidos, el eco de una repentina ráfaga de aire en la chimenea. No había nadie por ahí.
Por fin, con la cabeza de Grimya apoyada en su brazo y las mantas cubriéndole hasta las orejas, Índigo volvió a dormirse.