Había transcurrido un segundo, no más, desde que Índigo se pusiera en cuclillas y posara sus manos sobre las armas malditas. Pero lo que se levantó ahora ante Kinter, lo que se puso en pie con el hacha y el escudo en las manos, no era Índigo. Rodeada por una palpitante aureola plateada, aquello alzó una mirada feroz e inhumana que clavó en los ojos horrorizados de aquél, y le sonrió con una mueca salvaje y atroz que reveló dientes afilados como punzones.
Kinter retrocedió tambaleante, perdió cohesión, casi pierde el control y estuvo a punto de caer sobre la nieve. En el último momento consiguió sobreponerse, pero su mente chillaba: ¡No, no era así antes; las armas no poseían este poder! Algo ha ido mal, algo ha sucedido, algo...
Un alarido salvaje que resonó en el paisaje rasgó su garganta y disparó a la visión que tenía delante, Índigo vio la saeta que iba hacia ella —para Kinter era una mancha borrosa, tremendamente veloz— y levantó el escudo con el fin de desviarla. El metal chocó contra el metal con desagradable sonido y la saeta rebotó inofensiva.
Kinter gimió. Sus manos se movían con torpeza sobre la ballesta. Tomó una nueva saeta, la obligó a colocarse en la recámara con dedos que de repente parecían haberse transformado en nieve húmeda, y la cosa no hacía la menor intención de atacar, se limitaba a contemplarlo, aguardando, riéndose de él...
Volvió a disparar: una vez más, la saeta rebotó en el escudo y cayó impotente sobre la nieve.
—No... —Era la única palabra que podía articular, y no servía de nada, carecía de valor, no expresaba lo que sentía y no podía protegerlo—. No..., ¡oh, no...!
Despacio, Índigo empezó a balancear el hacha. Y dijo, como si pronunciara una sentencia de muerte:
—Kinter.
—No...
Se le cayó de las manos la tercera saeta y no tenía tiempo de agacharse a buscarla en el suelo. Otra..., sacó otra, y se dio cuenta horrorizado de que se trataba de la última. Y no podía controlar las manos; no querían obedecerle, la saeta no entraba, no quería ajustarse...
—Kinter.
El arco descrito por el hacha era cada vez más amplio; Índigo había empezado a hacer girar el brazo en un círculo completo, y el sonido de la hoja al hendir el aire parecía letal e inexorable.
La saeta encajó por fin, y Kinter volvió a disparar aunque, en el mismo instante en que el disparador se tensaba, supo que era inútil. El escudo centelleó; la saeta salió desviada a un lado. Y Kinter quedó desarmado.
Sus ojos se encontraron por un último instante: y el deseo de matar brotó en el corazón de Índigo y penetró en sus arterias como una droga salvaje e irresistible. Escuchó de nuevo en su cabeza la voz espantosa y estentórea del demonio que intentaba liberarse y rugía su insensata orden de MATAR. MATAR. De improviso su poder rugió enfervorecido alcanzando nuevas cotas, y la joven sintió que su propio ser retrocedía ante el ataque. Se resistió frenéticamente, pero aquello se había apoderado de ella, era como un puño gigantesco que le aplastaba razón y cordura, aullando para arrebatarle las riendas y conseguir que su mente se desbocara. ¡No podía contenerlo! ¡La dominaba!
Índigo nunca sabría lo que Kinter vio en aquel momento. Pero gritó, con voz potente y aguda, mientras los últimos restos de su coraje se desintegraban ante el terror ciego y salió huyendo. La voz de Índigo, la voz de Némesis y la voz del demonio, se fusionaron en un grito de guerra que resonó con estrépito en sus oídos al tiempo que se lanzaba tras él y el hacha describía círculos sobre su cabeza.
Kinter huyó en dirección a los árboles y la criatura que había sido Índigo lo persiguió. Sus chillidos se volvían cada vez más salvajes y enloquecidos. Más enloquecidos... Los espíritus difuntos de las víctimas de la maldición aullaban dentro de sí y rugían pidiendo su liberación: el conde Bray gritaba el nombre de su esposa infiel, con anhelo y deseo de venganza; los otros, las víctimas involuntarias, ignorantes, y, el más siniestro de todos, aquel conde del pasado, que pagaba su traición y codicia con su cordura y finalmente con su vida. Los conocía a todos y eran parte de ella, unidos en una alianza infernal. Y la misma Índigo estaba perdida, ahogándose en un mar de locura mientras el demonio aumentaba su dominio sobre ella. Mataría a Kinter, lo mataría y lo destrozaría a hachazos mientras él lanzaba su último grito de agonía, y cuando hubiera muerto habría más, más — estarían Carlaze, estaría Reif, y Livian, Rimmi, Veness—, todos ellos; todos ellos; sus hombres y sus animales... MÁS, chilló su mente retorcida; ¡más sangre, más muerte, más matanzas!
Se precipitó al interior del bosque, se abrió paso entre la maleza y las ramas bajas que Kinter ya había roto y aplastado en su desesperada huida. En algún lugar, a un millón de kilómetros de distancia, a un millón de mundos de distancia, algo que en una ocasión había sido Índigo, y en una ocasión había estado cuerdo, le gritaba que se detuviera, pero ahora ya no significaba nada. El demonio estaba vivo en su interior y ardía; y Némesis echó hacia atrás la cabeza aureolada de plata y se echó a reír mientras corría, cada vez más deprisa, persiguiendo a la presa condenada que huía por en medio de los árboles.
Kinter empezaba a cansarse. Ella lo sabía, de la misma forma que sabía que sus propias fuerzas, alimentadas por el poder diabólico que la poseía, no desfallecerían hasta que no se viera satisfecho su voraz apetito de sangre y venganza. Una potente oleada de júbilo infernal estalló en su cabeza. Kinter no era suficiente: quería más que a Kinter, más que su muerte, más... El se encontraba ya a sólo unos metros de ella, dando traspiés, agitando los brazos de forma incontrolada, y chillaba: no en demanda de ayuda sino presa de impotente e insensato terror. Corría entre los árboles, corría hacia el claro donde estaba la tumba de Moia y Gordo —una tumba ensangrentada; sangre y muerte y masacre—; no estaba más que a cinco pasos, ahora a cuatro, tres, dos, y el hacha giró en el aire, ávida. Su zumbido parecía el chillido de una criatura enloquecida cuando se disponía a asestar el golpe asesino que derribaría a su presa.
Y entonces, como un rayo blanco y dorado que se abriera paso en medio de la delirante tormenta plateada del cerebro de Índigo, el tigre de las nieves saltó entre las sombras del bosque e irrumpió en su camino.
Kinter lanzó un alarido de pánico y giró en redondo, en un intento por lanzarse a un lado y lejos de esa nueva amenaza, pero perdió pie y equilibrio, y se desplomó pesadamente, Índigo lanzó un aullido triunfal y alzó el hacha por encima de su cabeza...
«NO.»
La voz sosegada y sonora la golpeó como un huracán, se abrió camino entre la cacofonía de voces que sonaban en su cabeza, y la rotación del hacha se detuvo violentamente con una sacudida que le estremeció todo el cuerpo. El tigre permanecía inmóvil, mirándola con fijeza mientras, entre ellos dos, Kinter gemía e intentaba ponerse en pie. Ante la distorsionada visión de Índigo, el felino parecía más imponente aun: su cabeza inclinada hacia abajo, amenazadora, y el pelaje erizado del cuello le proporcionaban una espeluznante dimensión al lomo contraído, mientras sus ojos —ámbar fundido, ardientes, llameantes— lanzaban un terrible desafío. Y la sosegada voz inhumana volvió a hablar.
«ES MÍO.»
Las voces de su cabeza, Némesis, el demonio, los muertos, estallaron en un balbuceante caos de invectivas.
«¡No es tuyo, no es tuyo; es nuestro! ¡Mátalo, mátalo, MATA!»
Con una mezcla espeluznante de humanidad y manía diabólica, Índigo aulló:
—¡No! ¡Lo quiero! Es mío, es...
«Nuestro, ¡NUESTRO!»
—¡NO ES VUESTRO, ES MÍO!
«¡NUESTRO!Mata a esta criatura, hiérela, mutílala, ANIQUÍLALA...»
Su grito adquirió proporciones histéricas al verse rebasada por las voces demoníacas y aulló sin poder articular nada coherente, alzando el hacha para descargar el golpe mortal. Los ojos del tigre lanzaron un destello fugaz. Luego, con los enormes músculos fluyendo como una cascada bajo su pelaje, se alzó sobre sus cuartos traseros, se alzó sobre ella y un rugido estremecedor surgió de su garganta mientras una de sus zarpas delanteras se estrellaba con la fuerza de una almádena contra uno de los lados de su cabeza.
El mundo pareció girar enloquecido cuando Índigo se desplomaba. Oyó que el tigre volvía a rugir, tuvo una visión instantánea del inmenso cuerpo peludo que se apartaba de ella con un salto ágil, elegante y a la vez letal; y, con la cabeza dándole vueltas y las voces diabólicas acalladas de momento, vio que el felino saltaba sobre Kinter cuando éste, tras conseguir incorporarse, efectuaba un último y desesperado intento por huir.
No tuvo la menor oportunidad. Lanzó un único grito, un grito salvaje y primitivo. Después el grito se quebró en un gorjeo espantoso cuando todo el peso del tigre le cayó encima arrojándolo contra el suelo y sus zarpas se le cerraron sobre el cuello. El cuerpo de Kinter dio una sacudida como si lo hubieran zarandeado violentamente y cayó boca abajo, inerte y exangüe, sobre la maleza.
El tigre se apañó de él con delicada gracia, Índigo, a cuatro patas y mareada todavía por el zarpazo, contemplaba el cuadro aturdida, la boca abierta, la respiración jadeante. Kinter estaba muerto, había muerto instantáneamente al caer sobre él todo el peso del tigre y su potente mordisco le partió el cuello. Gotas de sangre brillaban como cuentas en el hocico del felino cuando éste volvió la cabeza para mirarla; ya no pensaba ensañarse más con Kinter. Su ataque no fue más que una rápida, espantosa y eficiente ejecución; Kinter no merecía más atenciones ya.
«PERO TÚ...»
La mirada ambarina se clavó en la mente de Índigo. Y las voces, las ensordecedoras voces enloquecidas, regresaron balbuceantes como la marea.
«Mata...»
«Golpea... el hacha.; ¡el hacha.!»
«Odio..., sangre, muerte, ODIO...»
Índigo mostró los dientes con fiero silbido. En lo más profundo de su ser, la cordura se esforzaba por resistir; en lo más profundo de su ser, sabía lo que le estaba sucediendo, lo que Némesis y el demonio hacían. Pero se ahogaba en aquella otra cosa aullante y enfurecida, demasiado débil para resistir, demasiado débil para arrastrarse (Índigo, no los otros, Índigo) hacia la superficie a través de
la demencia insensata que le llenaba la cabeza.
El silbido se convirtió en un gruñido babeante al tiempo que se incorporaba. En sus manos el hacha y el escudo refulgían y una vez más sintió cómo aquel calor abrasador le subía por los brazos. Mata. No existía otro razonamiento, ninguna otra motivación. Mata. No existía nada más en el mundo. Mata.
Dio un paso al frente.
«Índigo.»
Índigo se quedó rígida; la nueva voz se abrió paso en el tumulto de su mente. La conocía y sintió algo parecido al trallazo de la cola de una serpiente cuando aquella parte de ella que era Némesis retrocedió colérica ante aquella voz. Entonces, surgiendo entre los árboles, despacio, con mucho cuidado, los ojos fijos en el rostro de Índigo, Grimya hizo su aparición. El pelaje del lomo estaba erizado, mantenía la cabeza baja, y los colmillos brillaban marfileños. Babeaba; de su garganta se escapó un ronco y amenazador gruñido, y parecía mucho más peligroso que el de cualquier lobo que Índigo hubiera visto jamás, tan peligroso como el tigre de las nieves. El tigre y la loba se habían aliado brusca y aterradoramente en una causa común.
«Nosotros tomaremos eso, Índigo.» Grimya habló en voz lenta e intencionada en su mente. «Dánoslo. Lo destruiremos.»
Las voces de su cerebro aullaron: ¡NO! Pero Grimya empezaba a empujar las barreras, obligando a su voluntad a abrirse paso, intentando llegar hasta la Índigo auténtica que se ahogaba bajo aquel poder intruso.
«Dánoslo. Muéstranoslo, Podemos liberarte.»
Y sintió una segunda presencia que se fundía con la de la loba. Una presencia animal, cálida y poderosa, que se apoderaba de su cerebro desconcertado. Oía respirar a la loba y al felino, firmes, implacables, llamándola, diciéndole que luchara por liberarse, que echara de sí al demonio, que regresara, ¡recuerda lo que eres!
Índigo lanzó un terrible grito al advertir que otras manos, manos de plata, se hacían con las amarras de su conciencia para arrastrarla de vuelta. Sangre..., muerte... ¡No, debía luchar contra ellas! ¡Ella era más poderosa que cualquier demonio! Pero no se trataba sólo del demonio: Némesis se alzaba de nuevo. Con los ojos de la mente vio el rostro de la maligna criatura, escuchó su risa cruel y etérea que se burlaba, mientras la sujetaba con las manos para llevársela, llevársela...
—¡Ah, no!
Su propia voz, su voz, le brotó de los labios cuando comprendió de repente lo que le sucedía. No podía luchar a la vez contra Némesis y contra el demonio; incluso las fuerzas combinadas de Grimya y del tigre de las nieves eran insuficientes para semejante empresa. Pero sin Némesis, sin sus diabólicos engaños para dar poder al demonio, qué sucedería entonces? ¿Qué sucedería?
«¡Índigo! ¡Tienes el poder!» La voz de Grimya y la del tigre se unieron para derribar la última barrera: «¡ENTRÉGANOSEL DEMONIO!»
Una sacudida tremenda y estremecedora sobrecogió a Índigo y sus manos ardieron como si las hubiera metido en un horno. Sus dedos se agitaron violentamente, se extendieron por completo... y con un alarido salvaje, arrojó de sí el hacha y el escudo.
Oyó cómo resonaba por el bosque el aullido de rabia de Némesis, que gritaba su frustración cuando los símbolos plateados de su poder salieron despedidos por el aire y perdieron su influencia sobre ella. A continuación del grito apareció un dolor tan enorme y devorador que Índigo temió que la partiera en dos. Se alzaba, se hinchaba, crecía, estallaba... La joven se tambaleó, su cuerpo se dobló hacia adelante y su boca se abrió desmesuradamente mientras luchaba por dar voz a su agonía y terror. Sintió cómo se alzaba de las profundidades de su ser, le desgarraba tripas y estómago, se ahogaba en su garganta... Luego el dolor pareció cerrarse sobre sí mismo y se desvaneció con una sacudida que la hizo retroceder dando tumbos; Índigo oyó el aullido triunfante de Grimya mezclado con el rugido vigoroso del tigre.
La cosa que había surgido del interior de Índigo giraba y parpadeaba en el claro frente a ellos cual un fuego fatuo enloquecido. Carecía de forma propia —parecía consistir sólo en una luz de un descolorido tono nacarado— pero los ojos de Índigo, empañados por la conmoción, vislumbraron por un instante imitaciones de figuras humanas y animales en aquella forma que giraba sin freno, lo mismo que si el demonio, arrastrado fuera del refugio de su mente, intentara denodadamente encontrar alguna nueva imagen para aferrarse a ella. Unos brazos retorcidos se agitaron, pezuñas hendidas patearon en el aire; una mano de tres dedos se convirtió en la hoja de una espada; la cola de una serpiente en cuyo extremo brillaba la cuchilla de un hacha fue blandida con violencia. Y con sus bocas, picos y hocicos, aulló y gimoteó con creciente pánico.
Una voz cálida y poderosa resonó en la mente de Índigo: eran Grimya y el tigre juntos. Y le decían:
«¡mata!»
Índigo sonrió. Notó que la sonrisa resquebrajaba sus labios helados y agradeció el dolor porque era real, era humano, era parte de su propio ser incontaminado. La loba, el tigre y ella empezaron a rodear aquella cosa que parpadeaba y gimoteaba sin cesar. El tigre tenía la cabeza levantada, los ojos relucían voraces; Grimya jadeaba, anhelante, lista; y la mano de Índigo se cerró alrededor de la empuñadura de su cuchillo y lo sacó de la funda. El círculo se cerraba, se cerraba. Más cerca, cada vez más cerca.
El demonio se lanzó en busca de la libertad. El tigre se levantó, entre rugidos, y su zarpa golpeó aquel horror reluciente y lo arrojó, dando tropiezos y aullando, al suelo. Mientras se debatía, la monstruosidad pasó con frenesí por una docena de horripilantes cambios; por fin unas alas membranosas se agitaron en el aire y lo levantaron. Aleteaba sin fuerzas en dirección a Grimya. Las mandíbulas de la loba se abrieron y cerraron dos veces, tres; partido casi en dos se lanzó hacia Índigo, retorciéndose en estridente agonía. La hoja del cuchillo cayó con un centelleo —no sintió nada, era como acuchillar el humo— y la cosa se arrastró por el suelo hasta detenerse temblando en el centro del círculo fatal. Herida de muerte, su resplandor gris plateado empezaba a disiparse y parecía incapaz de mantener una sola forma más de un instante. Las metamorfosis se sucedían cada vez con mayor rapidez, se desdibujaban en un caos total, Índigo comprendió con una oleada de triunfo que la esencia de aquella cosa empezaba a difuminarse, su poder y su fuerza se desvanecían con ella.
El demonio lanzó un aullido lastimero. Pero ella no tuvo piedad... Sólo disgusto, desdén y una repugnancia remota e indiferente. Escuchó una suave exhalación, vio que el tigre volvía a avanzar. Grimya y ella avanzaron con él hasta que los tres se detuvieron ante aquella cosa moribunda y debilitada que yacía ante sus ojos. Su luz se apagaba, estaba casi extinguida, pero Índigo tuvo la inquietante sensación de que, a pesar de lo informe que era, aquella cosa la miraba. Y entonces, por un momento, un rostro se formó en la moribunda masa nacarada. Un rostro que encarnaba todo el odio, toda la codicia, toda la terrible ansia de dominio de Kinter que, sin embargo, obstaculizado por los límites de la naturaleza humana, jamás habría podido alcanzar. Y en ese rostro, enmascarado por el semblante deforme del demonio pero todavía claro e inconfundible, tuvo una momentánea visión de Némesis que se difuminaba a toda prisa.
Algo parecido a una flecha de hielo puro y límpido pareció subir vertiginosamente por la espalda de Índigo hasta su cerebro. Levantó el cuchillo (Grimya y el tigre retrocedieron, pero ella no los vio; de repente no parecía darse cuenta de su presencia), y lo hundió en el rostro retorcido, una y otra vez. Vio que la esencia del demonio se fragmentaba, se esparcía, se convertía primero en humo y luego en nada, pero siguió hundiendo el cuchillo. Una y otra vez. No se detendría hasta que estuviera muerto, hasta que hubiera desaparecido; hasta que no existiera ninguna posibilidad, ni siquiera infinitesimal, de que jamás regresara al mundo.
«Indigo.»
Era la voz de Grimya, cautelosa y suave en su mente. El descenso del cuchillo se detuvo; de improviso el mundo volvió a aparecer ante ella, Índigo se dio cuenta de que ya no quedaba nada que atacar. La hoja estaba mojada por la nieve derretida y su punta manchada de tierra; con una energía que le era desconocida la había hundido repetidas veces varios centímetros en la tierra helada. Pero los últimos vestigios del demonio habían desaparecido.
Índigo parpadeó y la escena que tenía delante empezó a dar vueltas. Murmuró desvalida: «¿Grimya...?», y vio dos imágenes borrosas, el pelaje negro y crema del tigre, y el lomo moteado de Grimya. Sus ojos eran focos —lejanos entre la niebla que parecía una violenta tormenta de nieve— que retrocedían, se fundían. Extendió la mano hacia ellos, una oscuridad aterciopelada cayó sobre la joven y perdió el conocimiento.
Alguien o algo intentaba ayudarla a ponerse en pie. Pensó que sólo había estado inconsciente uno o dos minutos, pero era imposible estar segura. Y le dolía el cuerpo. Cada músculo, cada tendón (cada hueso, o al menos lo parecía). Sacudió la cabeza para apartar los cabellos mojados y el hielo derretido, Índigo abrió los ojos.
Grimya estaba pegada a ella, dándole cariñosos golpecitos angustiados con el hocico.
«Perdiste el conocimiento», comunicó la loba. «Después de que muriera el demonio, después de que sus últimos restos desaparecieran.» Una pausa. «¿Te encuentras bien?»
De modo que el demonio estaba muerto, Índigo sintió una vertiginosa oleada de alivio; por un momento creyó que había soñado parte de todo aquello. Pero no: a medida que se le aclaraba el cerebro empezaba a recordar lo sucedido. Todo lo sucedido.
Despacio, con mucho cuidado, se sentó en el suelo... y vio las dos figuras que aguardaban a pocos pasos, observándola.
El tigre de las nieves alzó la cabeza y profirió un tímido saludo. La mujer continuó mirando a Índigo un poco más. Luego, con cierta vacilación, pensó Índigo, se acercó a ella.
—Pensamos... —Su voz era baja y sonaba débil y distante, como si viniera de muy lejos. Y su figura, también, parecía etérea; quizá fuera una ilusión, pero por un momento Índigo creyó ver que la luz del sol brillaba a través desella—. Cuando te desmayaste, pensamos...
Índigo comprendió lo que intentaba decirle y forzó una leve sonrisa.
—No —repuso—. Está muerto; se ha ido. La maldición se ha roto.
La mujer suspiró; un sonido curioso y fantasmal que los árboles respondieron con un ligero susurrar de ramas.
—Me siento tan feliz... —dijo la mujer, y aquellas sencillas palabras expresaban más, mucho más; entonces se dio la vuelta y a Índigo le pareció que lloraba.
Feliz. Sí, también ella era feliz. Quizá la palabra fuera poco adecuada; pero de momento Índigo se encontraba demasiado cansada y aturdida para sentir cualquier otra cosa que las emociones más elementales. Desvió la mirada de la mujer que lloraba en silencio, no quería entrometerse, y miró a su alrededor. A cinco pasos de distancia, boca abajo sobre el suelo, yacía Kinter, allí donde el zarpazo del tigre lo había derribado. De los restos del demonio no quedaba rastro, sólo los arañazos del suelo donde ella había hundido el cuchillo acosada por un odio frenético. Y a su espalda...
El hacha y el escudo yacían medio ocultos entre la maraña de vegetación helada y marchita. Y a no parecían de plata: no eran más que simple metal deslustrado, casi ennegrecido por los años y el abandono. Sólo unas pocas manchas secas de color marrón en la hoja del hacha traicionaban los estragos que ellos, y la cosa que albergaban, habían provocado.
Índigo se incorporó algo vacilante y avanzó hacia las armas abandonadas... Entonces se detuvo. ¿Podía estar segura? Si las tocaba, ¿sentiría únicamente los contornos desiguales de la madera y el hierro viejos o acechaba algo allí todavía, algo inacabado, aguardando para despertar al contacto de una mano temeraria?
Grimya dijo con suavidad:
«No, Índigo. Ahí no hay nada ahora. El tigre me lo mostró. Mira.» Se dirigió a donde estaba el escudo y posó una de sus patas delanteras sobre él.
Índigo bajó la mirada hacia las armas, luego extendió el pie izquierdo y empujó el hacha. Se movió perezosamente, pero no le produjo ninguna otra sensación. Eran unos artilugios sin vida, nada más.
Percibió una presencia junto a ella y la mujer le dijo en voz baja:
—Déjalos ahí. La nieve los cubrirá y tras las nevadas vendrá la vegetación primaveral para acabar la tarea. Deja que se pudran y desaparezcan de la memoria, como tendría que haber sucedido hace siglos.
Índigo levantó los ojos y sus miradas se encontraron. El azul de los del espectro se había desvanecido para pasar del color zafiro al débil y pálido tono del cielo de una mañana de verano, y la mano que le tendió (la mano que Índigo sabía que no podía estrechar) era translúcida y apenas visible.
—Me has liberado —siguió la mujer—. No sé si en el lugar al que ahora soy libre para ir existen cosas como la memoria. Pero si es así, te recordaré. Y mi gratitud no morirá jamás.
A su espalda, el tigre profirió un extraño grito lastimero. La mujer se volvió y sus ojos se llenaron de afecto.
—El tigre ha sido un buen amigo para mí —dijo—. Recordó los viejos tótems, y los viejos vínculos entre mi familia y los de su especie, los tótems y los vínculos que el resto del mundo ha olvidado. Ahora, también él, ha quedado liberado de su última obligación.
Avanzó despacio hacia el felino, luego se arrodilló frente a él y extendió los brazos. El tigre dirigió el hocico hacia ella y las manos de la mujer, manos espectrales, le acariciaron la cabeza, pasaron sobre el lomo y, a través de él, un estremecimiento recorrió al felino mientras lanzaba de nuevo su débil grito de dolor.
La mujer se puso en pie... Luego giró la cabeza, volviéndose en dirección al corazón del bosque. Fue un movimiento tan rápido que pareció como si hubiese oído y reaccionado ante algo inaudible para otros oídos. Durante un instante permaneció inmóvil, en suspenso. Después se volvió otra vez hacia el tigre y lo contempló unos momentos.
—Adiós, compañero orgulloso y valiente. Gracias por todo lo que hiciste. —Sus ojos se desviaron hacia Índigo y Grimya—. Y adiós también a vosotras, queridas amigas. ¡Ojalá encontréis vuestra paz más deprisa de lo que yo he encontrado la mía!
Se volvió de nuevo de cara al bosque. Su figura se desvanecía, observó de repente Índigo; como un espejismo, como la bruma bajo el sol otoñal... Intentó llamarla y entonces recordó que jamás había sabido su nombre.
La imagen de la mujer parpadeó, se convirtió en un simple contorno dibujado en la bóveda del bosque. Y desapareció.
Índigo se llevó los nudillos apretados a la boca, sin darse cuenta de que mordía a través del guante, sin darse cuenta de las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos para congelarse sobre pestañas y mejillas. Ni siquiera podía decir por qué quería llorar: carecía de sentido, era estúpido, la mujer no había significado nada para ella y, a decir verdad, fue ella indirectamente y sin proponérselo, el artífice de todo el dolor y la. pena que rodeaban la casa de los Bray. Sin embargo, Índigo sentía su pérdida; la sentía de una forma aguda como una cuchillada ya que, tal y como el desdichado espíritu le había recordado, ambas eran en muchos aspectos muy parecidas.
Algo la tocó en el pecho, justo en el corazón, y un aliento cálido se alzó para cosquillearle el rostro. Salió de su trance con un sobresalto y bajó la mirada. El tigre había avanzado silenciosamente hasta ella y la miraba con ardientes ojos dorados en los que la tristeza y la pena se fundían con una profunda comprensión, Índigo extendió las manos. Su temor era algo pasado y olvidado: ahora sabía —y el conocimiento ardía como un fuego inextinguible— que aquella terrible y magnífica criatura era un amigo verdadero. El tigre hundió la cabeza (la cabeza cuyos colmillos podían matar con un mordisco) entre sus brazos y contra su cuerpo. Su poderoso ronroneo vibró desde su garganta penetrando en ella y atravesándola.
A su lado escuchó a Grimya que emitía un suave gemido. El tigre parpadeó y se volvió para mirar a la loba, empequeñecida por su mole, con una mirada llena de comprensión. La cola de Grimya se agitó indecisa, entonces Índigo percibió el vehemente cálido torrente de su efecto cuando alzó el hocico y lamió el rostro del tigre.
De pronto el enorme felino se puso en tensión. Alzó la cabeza veloz, y las orejas se irguieron hacia adelante con un rápido movimiento mientras sus ojos se clavaban en un punto situado más allá del claro en dirección al límite del bosque. Momentos más tarde, Índigo también lo oyó; el lejano sonido de ladridos de perros y gritos de hombres.
«¡Los rastreadores!» Grimya giró en redondo; cada uno de sus músculos estaba en tensión. «¡Están aquí, vienen en esta dirección!»
La mente de Índigo se vio sumida de momento en la confusión. Reif y los otros... Los había olvidado por completo; lo había olvidado todo excepto el nítido y terrible encuentro con el demonio. Ahora, no obstante, el recuerdo de todo lo demás la golpeó como un maremoto. Veness; dolor y miedo y un terrible arrebato de amor la inundó tras el primer sobresalto. ¿Cómo estaría Veness? ¿Habrían encontrado los rastreadores a Moia, al conde Bray y a Gordo? ¿Sabrían lo sucedido?
El tigre mostró los colmillos y lanzó un gruñido sordo. No era un desafío ni una amenaza; el gruñido transmitía simplemente: «Éstos no son de mi especie». Retrocedió dos pasos, se volvió con agilidad y echó a correr.
—¡Espera! —lo llamó Índigo—. No te vayas..., espera; quédate, por favor...
Pero los árboles situados al otro extremo del claro se estremecieron por unos segundos al ver desplazadas sus ramas por algo veloz y ágil. El tigre desapareció.
—Se ha ido...
Índigo se quedó contemplando estúpidamente el lugar por donde había desaparecido el tigre. Grimya tuvo que morder y tirar del borde de su abrigo para conseguir que volviera a la realidad.
—¡Índigo, están ahí! —En su ansiedad, Grimya se dirigía a ella en voz alta—. ¡Reif! ¡Los otros hombres! ¡Debemos ir a su encuentro... rrrápido, o nos quedaremos atrrrás!
Había tanto que contar a Reif y a Veness...; tantas noticias que llevar a la granja... Sin embargo una parte de Índigo no quería abandonar ese lugar. La marcha del tigre le había producido una profunda pena y se aferraba todavía a la esperanza de que pudiera regresar.
«No regresará.» Grimya cambió a la comunicación telepática, y su voz sonó entristecida en la mente de Índigo. «El mundo de los hombres se está imponiendo aquí, y no es su mundo. El tigre siente que no tiene un lugar entre los hombres y, por lo tanto, ha regresado a sus dominios. Debemos aceptarlo por mucho que nos entristezca.»
Tenía razón; ningún razonamiento humano conseguiría persuadir al animal para que regresara. Debían cortar los vínculos: su propio mundo las llamaba, de la misma forma que la naturaleza salvaje del tigre de las nieves lo había atraído de regreso a su callada existencia en el bosque; de todas formas Índigo deseó haber tenido tiempo para poderse despedir.
Grimya corrió hasta el extremo del claro, volvió la cabeza y la llamó:
—Tenemos que irnos, Índigo. Tenemos que encon... encontrarlos.
—Sí. Sí; ya voy.
Miró una vez más en dirección al corazón del bosque, pero no se veía el menor movimiento entre las apiñadas ramas ni un destello rojo dorado entre las sombras. Para sus adentros, en silencio y con fervor, musitó: «gracias». Luego se dio la vuelta y corrió a reunirse con Grimya para abandonar con ella el bosque y descender apresuradamente por la colina nevada al encuentro del equipo de salvamento.