Una hora más tarde, el trineo de perros del equipo de salvamento, con Índigo y Grimya a bordo, llegaba a la granja en medio de una polvareda de nieve y un tumulto de ladridos excitados. Cuando se detuvo con un ligero patinazo en medio del patio desierto, Índigo saltó fuera de él, más agradecida de lo que había imaginado posible porque el viaje hubiera terminado por fin. Estaba agotada, mareada por el hambre, le dolía terriblemente todo el cuerpo y lo único que deseaba era un baño caliente, una comida caliente, y la posibilidad de descansar.
Ante su sorpresa, Reif no se encontraba entre los miembros del grupo cuando Grimya y ella salieron del bosque en su busca. El jefe del equipo, un ganadero moreno a quien no conocía, dijo que un pequeño problema en la granja había requerido la atención de Reif en el último minuto y que éste planeaba seguirlos con un segundo grupo más tarde. No dio demasiados detalles pero, después de encontrar el cuerpo del conde Bray y ver el espeluznante espectáculo de los restos de Moia atados a la estaca, estaba mucho más ansioso por saber lo que tenía que contar Índigo. Esta le relató todo lo que juzgó creíble y luego condujo a sus compañeros y a él al interior del bosque para que vieran por sí mismos el cadáver de Kinter; el resto del relato, no obstante, lo guardaría para los oídos de Veness y Reif nada más.
El trineo se balanceó cuando ella saltó, pero nadie salió de la casa para darles la bienvenida y el ganadero gruñó disgustado.
—Reif debe de haber salido ya —dijo—. Esperaba regresar a tiempo de evitarlo. —Gritó a los perros que se estuvieran callados, y empezó a desatar los arreos mientras los ladridos se apagaban—. Lo mejor será que entre y averigüe en qué dirección se fue... Un caballo puede avanzar ahora con esta nieve; enviaremos un jinete a buscarlo.
Índigo asintió y se dirigió a la casa. Grimya trotaba a su lado. La enorme puerta estaba atrancada y la golpeó con el puño, al tiempo que gritaba el nombre de Livian. No obtuvo respuesta durante casi un minuto, luego escuchó por fin el ruido de la barra al moverse y la puerta se abrió.
Livian apareció al otro lado entre las sombras del vestíbulo y en un principio Índigo no pudo ver su rostro con claridad. Penetró en el interior, diciendo:
—Livian... Livian, ¿se ha ido Reif? Tenemos que ir en su busca, tenemos que decirle... —Y se interrumpió.
Livian tenía el rostro ceniciento y ojeroso, los ojos enrojecidos. Se aferraba con tal fuerza al picaporte de la puerta que sus nudillos estaban totalmente blancos. Cuando Índigo, llena de desazón, quiso saber qué pasaba, nuevas lágrimas empezaron a correr por las mejillas de la mujer.
—¡Oh, Madre dulcísima...! —Entonces asoció detalles evidentes y sintió una punzada de remordimiento y vergüenza por haberla olvidado, por no haberla tenido en cuenta—. Livian, ¿qué ha sucedido? ¿Se trata de Rimmi? ¿Está bien?
Livian dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos, Índigo extendió los brazos hacia ella, pero se detuvo al ver que la puerta del comedor se abría.
Reif salió y, en cuanto lo miró, antes incluso de que pudiera hablar, la premonición la golpeó como un mazazo e Índigo lo supo.
—Veness ha muerto —dijo Reif.
Ella lo miró fijamente. No podía hacer otra cosa; no podía reaccionar, no podía articular ningún sonido. Advirtió el estremecimiento proyectado por la mente de Grimya, una oleada de dolor y compasión, pero carecía de sentido. Una voz en lo más profundo de su ser empezó a gritar: No, no es cierto, no lo creo, miente, es una broma, es un error. ¡No quiero creerlo! Pero Reif no mentía. En su rostro se reflejaba la verdad. En su rostro lívido y sin expresión.
Un quejido brotó de la garganta de Índigo. No era una palabra, ni siquiera un grito; sólo un ruido sordo, incongruente y rudimentario que sonó apagado en el repentino silencio del vestíbulo. Miró en dirección a la escalera que se perdía en la oscuridad. El debía de estar allí arriba, en su habitación... muerto... allí tumbado tal y como ella lo viera la última vez... muerto... antes de que el tigre viniera a buscarla, antes del demonio, antes de la lucha... pero estaba muerto. Veness estaba muerto.
—Pero... —Y no pudo terminar: no había nada que decir que tuviera el menor significado.
Reif volvió a hablar, con mucha calma.
—La herida era interna, Índigo. No lo sabíamos; no había forma de saberlo si no lo decía un médico. —Livian, que lloraba en voz baja, empezó a alejarse en dirección a la cocina y Reif continuó con voz insegura—: Recuperó el conocimiento, pero luego, hará alrededor de tres horas, empezó a escupir sangre. Livian hizo todo lo que pudo —dirigió una rápida mirada en dirección a la puerta por la que ésta había desaparecido—, pero no pudo evitarlo. Ninguno de nosotros pudo.
Se produjo una larga pausa y, aunque no dijo nada, Índigo sintió que una emoción nueva y terrible empezaba a invadirla por dentro, como si alguien sostuviera un cirio encendido sobre un enorme montón de hojarasca.
—El... te llamó —siguió hablando por fin Reif—. Justo antes de... —Se detuvo, tragó saliva, se pasó la lengua por los labios—. Se lo dije, Índigo. Le dije lo que me pediste. Y lo comprendió; sé que entendió.
—Sí —repuso Índigo al tiempo que asentía con la cabeza—. Sí.
La hojarasca empezaba a prender y ahora conocía la naturaleza de aquel fuego. Cólera. No, más que eso: rabia. Una rabia abrasadora y voraz. Iba creciendo hasta convertirse en llamarada, y de llamarada en infierno, eclipsando cualquier otro sentimiento bajo un sólido muro de furia. Llegaría el dolor, llegarían la pena y la desesperación: pero ahora, permanecían bloqueadas. Todo estaba bloqueado. Todo excepto la rabia.
Miró a Reif, y preguntó, con voz bastante clara y serena:
—¿Dónde está Carlaze?
Reif la miró con fijeza. Sabía lo que pasaba por su cabeza; sus ojos le dijeron que el joven había leído su mudo mensaje. Y entre ellos se estableció un vínculo de poderosa y total comprensión; afinidad y el reconocimiento de una causa común.
—Sigue en el sótano —repuso Reif.
—Tráela aquí, Reif, al comedor.
Él asintió lacónicamente y se fue en dirección a la cocina. Cuando se iba, Índigo lo llamó de repente:
—Reif...
Este se volvió.
—Kinter está muerto —le dijo ella—. Y... también tu padre. —Una remota parte de su mente se preguntó cómo podía ser tan sanguinaria. Pero en esos momentos no podía sentir otra cosa que no fuera la rabia—. Lo lamento.
Reif vaciló un instante; luego volvió a asentir y siguió andando.
Índigo se propuso tomar aliento muy despacio y miró a Grimya. El rostro de la loba expresaba una tremenda aflicción, pero los pensamientos que llegaron hasta la mente de Índigo no eran los que esperaba. Grimya estaba afligida, sí; pero había algo más...
—Quédate aquí, Grimya., si quieres. Entiendo que quieras...
«No.» Fue una respuesta instantánea y feroz, Índigo se dio cuenta de improviso de que la cólera de la loba igualaba a la suya. «Iré.»
Penetraron juntas en el comedor. Se habían llevado el cuerpo de Brws y un paño cubría la gran mesa. El fuego estaba apagado, Índigo encendió un farol, lo colocó sobre la mesa y luego sacó su cuchillo de la funda y lo limpió en el dobladillo de la camisa antes de ponerlo junto a la lámpara. La hoja centelleó lúgubremente bajo la luz y ella retrocedió. Se sentía desolada y abandonada. Lo único que la sostenía era la rabia. «Si esto pudiera ser un sueño», pensó, «si esto pudiera ser una pesadilla de la que acabara despertando, daría todo lo que poseo.» Pero no era un sueño. Era la fría, dura y amarga realidad.
Escuchó pisadas en el pasillo, y Reif entró, arrastrando a Carlaze con él. La joven rubia vio a Índigo y sus miradas se clavaron la una en la otra: por un momento Índigo creyó que Carlaze hablaría, cometería el error de expresar su desafío o incluso de mofarse, pero si semejante idea había cruzado por la cabeza de Carlaze se desvaneció rápidamente y la joven permaneció callada.
Reif cerró la puerta.
—Los hombres que estaban en el patio han entrado —anunció con una voz que sonó estremecedoramente fría. Su mirada se cruzó con la de Índigo y sus ojos echaban chispas—. Se lo he contado. No entrarán aquí a menos que los llamemos.
Índigo asintió. Al mirar a Carlaze advirtió que había llegado más allá del odio, que albergaba un sentimiento que no podía en absoluto llamarse emoción. El fuego se había trocado de repente en hielo.
Tomó su cuchillo y avanzó. Carlaze se echó atrás de forma instintiva; Índigo observó su reacción pero no le causó placer alguno.
—Extiende las manos —dijo.
Carlaze vaciló: tenía las muñecas atadas frente a ella y pensó que sabía cuáles eran las intenciones de Índigo, pero no podía estar segura. Reif le pellizcó el antebrazo con fuerza.
—Haz lo que te dicen.
Obedeció. Un músculo se crispó espasmódicamente en su antebrazo, Índigo la sujetó por las muñecas para mantenerlas quietas y cortó las cuerdas; luego depositó el cuchillo otra vez sobre la mesa, apretó la mano con fuerza y asestó a Carlaze un puñetazo en pleno rostro.
—Asesina —le espetó Índigo.
Carlaze cayó contra la mesa con la nariz chorreando sangre. Intentó agarrarse al borde en el momento de caer, pero lo único que consiguió fue tirar el cuchillo al suelo. Se desplomó junto a una de las patas de la mesa, gimoteando, Índigo avanzó hasta ella.
—Zorra —dijo.
Carlaze, el rostro convertido en una máscara ensangrentada, levantó la cabeza hacia ella con un odio feroz pintado en los ojos... Luego, bruscamente, hizo un convulsivo intento para alcanzar el cuchillo. Su mano se cerró sobre el mango y profirió un horrible y enloquecido gruñido triunfal: al instante el gruñido se convirtió en un grito —en un grito desagradablemente distorsionado por la sangre que le obstruía las fosas nasales— cuando Índigo le aplastó los dedos con el tacón de su bota.
Carlaze rodó por el suelo, se acurrucó en posición fetal y apretó los dedos presa de terrible dolor,
Índigo la contempló con fría indiferencia puesto que sabía que ésa era mucho más amenazante que cualquier explosión de cólera. Y cuando Reif, sin decir palabra, se inclinó y obligó a Carlaze a ponerse en pie, ésta también lo comprendió con toda claridad.
—Por... por favor. —Masculló las palabras entre los dientes apretados por el dolor y el miedo—. No... por... favor... yo no... ¡oh, Diosa!, no fui yo, no... fui yo. No... —La sacudió un estremecimiento.
—Pero sí fuiste. —La voz de Índigo sonaba lejana e implacable—. Kinter y tú. A propósito, Kinter está muerto. El tigre de las nieves lo mató.
—Nnnn... —Carlaze cerró los ojos con fuerza.
—Así pues —siguió Índigo—, eso te deja sólo a ti para que nos cuentes toda la historia, ¿no es así? ¿Nos la vas a contar, Carlaze? ¿Lo harás?
Los ojos de la muchacha volvieron a abrirse, llorosos y nublados por el dolor. Su boca se abrió e intentó responder, pero estaba demasiado aturdida y asustada para ser coherente.
—No te oigo, Carlaze. —Índigo avanzó de nuevo, y la muchacha se encogió—. He dicho —y de improviso Índigo agarró un mechón de su suelta melena rubia, tirando de ella hacia adelante y hacia abajo de modo que su rostro se estrelló contra la mesa—, ¡no te oigo!
Carlaze gimió, aulló y resbaló hasta el suelo. Luego empezó a gatear, alzando las manos hacia Reif con gesto de súplica.
—Reif... oh Reif, detenía por favor... No la dejes que haga esto; diré todo lo que quieras, yo... — Las palabras se ahogaron en sonoros sollozos.
Reif la miró; luego, con toda intención, se dirigió hacia la puerta y se recostó en ella.
—Lo siento, Carlaze. —Su mirada se posó brevemente en el rostro de Índigo y aceptó lo que vio en su expresión—. Esto no tiene nada que ver conmigo. —Se cruzó de brazos—. Soy un simple espectador.
—¡No! —suplicó, reanudando sus sollozos—. No fui yo, no fui yo, ¿no lo veis? Fue cosa de Kinter... ¡Fue idea de Kinter y lo planeó Kinter! ¡Que la Diosa me ayude, yo no quería saber nada de esto, lo juro por la vida de mi propia madre, lo juro! —Se agarró aja pata de la mesa, intentando arrastrarse tan lejos de Índigo como fuera posible—. ¡Por favor..., tenéis que creerme! Kinter quería que el conde Bray muriera, y quería... quería... Yo intenté persuadirlo de que era una aberración, una perversidad. Pero no me escuchó, y yo le tenía miedo, tenía miedo de lo que pudiera hacerme si no lo ayudaba, dijo que me mataría, dijo que me mutilaría y me arrojaría fuera de casa y... ¡oh, lo odiaba, lo odiaba! ¡Pero no pude detenerlo!
Grimya, de pie junto al otro extremo de la mesa, miró a Índigo y sus ojos desprendieron un fulgor rojo.
«Está mintiendo.» Índigo jamás había escuchado tanto desprecio en la voz mental de la loba.
«Leo en su mente, Índigo; su miedo ha derrumbado las barreras de su cerebro. Y está mintiendo. Dirá cualquier cosa y traicionará a quien sea, si cree que eso puede salvarla. Pero es ella realmente la malvada; no Kinter.»
El asco se apoderó de Índigo como un torrente de agua helada. Sí, Grimya había visto hasta dónde llegaba la codiciosa ambición de Carlaze, ambición que no conocía de lealtades ni de honor. Kinter, a pesar de sus malvadas acciones, había sido en el fondo un ser débil; era fácil comprender que una voluntad firme como la de Carlaze podía haberlo manipulado, empujado y obligado a cometer las atrocidades que favorecían sus planes, al tiempo que ella mantenía sus propias manos (al menos físicamente) limpias. Grimya lo vio y le abrió los ojos a Índigo. Ahora, Índigo le sacaría la auténtica verdad.
Muy despacio, Índigo se volvió y avanzó hasta la chimenea apagada. En un nicho situado sobre el hogar habían colocado unas cuantas velas; tomó una y la llevó hasta la mesa, luego levantó el tubo de cristal de la lámpara y encendió la vela en la llama. La vela flameó como un diminuto ojo parpadeante, Índigo bajó los ojos hacia Carlaze.
—Ahora —anunció—, me contarás otra vez tu historia, Carlaze, pero esta vez me dirás la verdad. La verdad sobre ti, sobre Kinter, sobre todo lo que hicisteis. Todo.
Carlaze lloriqueó. Al acercársele Índigo, intentó ponerse en pie y alejarse vacilante, pero el esfuerzo fue demasiado lento y tardío, Índigo la sujetó con fuerza por la mandíbula, y la obligó a volver la cabeza violentamente. En la otra mano, la vela chisporroteaba y humeaba. Los ojos de Carlaze se desorbitaron de terror.
—Bien, Carlaze —dijo Índigo con suavidad—. ¿Por dónde empezamos?
Y la vela avanzó lenta, firme e inexorablemente hacia los labios fruncidos de Carlaze.
Reif bajó la mirada hacia la criatura temblorosa y sollozante acurrucada en un rincón del comedor y dijo:
—Bien. Ahora lo sabemos.
—Sí. —Índigo se dio la vuelta, recogió el cuchillo y lo envainó. No tenía la menor sensación de haberse apaciguado ni vengado; ninguna satisfacción por el doloroso y abrasador tormento que sus manos habían infligido a Carlaze; fue un medio para conseguir un fin y no una compensación. Ningún castigo podría volver a Veness a la vida.
Pero, por lo menos ahora, habían obtenido de Carlaze la verdad. No tardaron mucho en conseguirla y gran parte era tal como Índigo y Grimya (y probablemente también Reif, durante las últimas horas) habían ya supuesto. Un relato sórdido de avaricia, envidia codiciosa y resentimiento. Por ser la esposa del hijo de Livian, Carlaze se consideró la parienta pobre de la familia Bray, y cuando Livian, ya viuda, aceptó la oferta del conde Bray de tener un lugar en su casa para ella y los suyos, Carlaze no pudo soportar la idea de tener que agradecer la caridad de otro. El conde Bray era rico, influyente, poseía un título. Y ella le guardó rencor, al tiempo que ambicionaba cuanto él poseía; todo aquello de lo que su esposo y ella carecían.
Pero el conde Bray tenía tres hijos: Kinter, cuarto en la línea de sucesión al título de conde, no sería su heredero a menos que sus tres vástagos murieran jóvenes y sin hijos. Así pues, Carlaze empezó a urdir su intriga para provocarles la muerte, y Kinter se convirtió en su instrumento, Índigo no tenía la menor duda de que, aunque manipulado por su despiadada y decidida esposa, Kinter se mostró muy dispuesto a cumplir su parte (el premio en juego era una tentación que fue incapaz de resistir).
Sin embargo apareció una complicación imprevista en la figura de Moia. Y si Moia le daba al conde otro hijo, también habría que deshacerse de él, y podía resultar difícil. Pero Carlaze no tardó mucho en descubrir el descontento de Moia con su matrimonio ni los sentimientos de ésta por el hijo de Olyn, Gordo; y a partir de ese momento la fruta estuvo madura para arrancarla del árbol. Carlaze se confabuló con Moia, la ayudó a mantener sus ilícitas relaciones a espaldas del conde Bray, mientras en secreto se aseguraba de que se dejaban pistas suficientes para despertar las sospechas del conde. Y la noche de la disputa (con la carta que ella misma le había robado a Moia y colocado allí donde era seguro que la encontrarían), ayudó a Moia a ponerse su ropa de viaje y a escapar de la casa, hasta donde Kinter la aguardaba para darle escolta y llegar al bosque, el lugar donde estaban citados los amantes con la intención de fugarse.
Si en su corazón hubiera habido en aquel momento espacio para compadecer a alguien, Índigo habría compadecido a Moia. Confusa y desesperada, temerosa del hombre con quien la habían obligado a casarse, profundamente enamorada de otro que podría haberla hecho realmente feliz, depositó toda su confianza en Carlaze y en Kinter. De esa forma Gordo y ella se convirtieron en sus primeras víctimas.
Con toda probabilidad, Gordo fue el primero en morir, degollado seguramente mientras Moia chillaba aterrada y desconcertada. Luego le llegó su turno, estrangulada con la prenda de amor que el mismo Gordo le había dado; y ambos fueron a reunirse en el último y eterno abrazo de la tumba. La noticia de que su esposa había «huido» y no se la encontraba por ninguna parte, fue el estímulo que Carlaze y Kinter necesitaban para hacer traspasar al conde Bray los límites de la cordura y llevarlo a la destrucción de sí mismo y de su familia, despertando otra vez la antigua maldición.
Estuvieron muy cerca del éxito: tan cerca que, por trágica ironía, sólo Reif se habría interpuesto entre él y el título de conde si Kinter estuviera vivo aún. Y al mirar a Reif, Índigo lo vio de repente con serena y absoluta lucidez: un hombre despojado de todo lo que había amado: su padre, sus hermanos, su felicidad. Cuanto le quedaba era una nueva responsabilidad que pesaba como granito sobre sus hombros. Y, aunque tuviera la energía necesaria para cumplir con lo que la vida le exigiera, estaba completa y desconsoladamente solo.
El comedor permanecía en un silencio roto apenas por los sollozos apagados de Carlaze, más débiles cada vez a medida que el agotamiento superaba el dolor y la conmoción, Índigo contempló largo rato a la muchacha vencida y se volvió otra vez hacia Reif. Por primera vez había simpatía en sus ojos.
—Puedo matarla —dijo—. Puedo hacerlo fácilmente, Reif, y sin titubear. Puedo hacerlo por Veness, y por ti. Pero no tengo derecho.
Reif se clavó los ojos en las manos cuyas palmas se apoyaban con fuerza sobre la mesa.
—No —repuso. Se produjo una pausa—: Pero yo sí.
Levantó la cabeza para encontrarse con los ojos de Índigo. Los suyos eran puro acero. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, Índigo lo oyó alejarse por el pasillo. Al poco rato volvió seguido por dos hombres de rostro pétreo.
—Atadle las manos a la espalda.
Los dos hombres se aprestaron a obedecer. Carlaze, perpleja, fue obligada a levantarse, Índigo contempló su rostro, con indiferencia, observando la boca quemada y ensangrentada, los ojos hinchados, la enorme contusión morada que empezaba a extenderse desde el puente de la nariz para cubrirle las mejillas. Toda su belleza había desaparecido. No era más que una mujer golpeada y asustada que había intentado hacerse con el poder y no pudo lograrlo.
Escuchó un ruido metálico a su espalda y se volvió. Reif se dirigía a la pared del otro extremo de la habitación y descolgaba una espada de doble empuñadura que pendía de la pared junto a la ventana, Índigo ya la había visto antes; era un arma antigua, y, a diferencia del hacha y el escudo malditos, estaba limpia y conservada con esmero. Una reliquia familiar. Y una reliquia con una función determinada.
Los ojos de Carlaze se desorbitaron de terror cuando Reif empezó a andar despacio en dirección a
ella, la espada entre sus manos y la punta hacia el suelo. Se detuvo a cinco pasos y la miró con fijeza.
—Durante muchos siglos ha sido prerrogativa y privilegio del condado de Bray administrar justicia en esta región —anunció Reif con fría formalidad—. Debido a la muerte de mi padre y de mi hermano mayor, el título y las responsabilidades consiguientes han pasado a mí, y es por lo tanto mi deber ver que se haga justicia de acuerdo con las leyes de esta tierra. —Alzó la espada haciendo el saludo de estilo—. Carlaze, viuda de Kinter, se te declara culpable junto con tu esposo de asesinato y traición. Tu confesión ha sido escuchada y atestiguada por dos personas presentes aquí en esta habitación. Yo doy fe de esa confesión y de tu culpabilidad. —Miró por encima del hombro a Índigo y ésta asintió.
—Yo, también, doy fe de ello.
—Gracias. No hay nada más que decir. Invoco a todos los que me escuchan para que atestigüen que la sentencia impuesta a Carlaze, viuda de Kinter, será ejecutada sin derecho a apelación.
De la garganta de Carlaze brotó un espantoso gañido animal. Miró a Reif como si no pudiera creer lo que veía y escuchaba, pero era incapaz de articular ninguna idea coherente.
Los hombros de Reif se relajaron bruscamente y bajó la espada. Cuando volvió a hablar, el formalismo había desaparecido; su voz era simplemente la de un hombre agotado y abrumado de tristeza.
—Sacadla al patio.
Índigo no se movió cuando los dos hombres agarraron a Carlaze por los brazos y medio a rastras (la joven estaba paralizada, no podía moverse, no podía reaccionar) la llevaron hasta la puerta. Reif, sujetando la espada, los siguió; pegada a Índigo, Grimya gruñó apenas, pero Reif no volvió la mirada. Su rostro estaba rígido, desprovisto de emoción, Índigo tuvo una última visión de los ojos de Carlaze, embargados por un terror inenarrable. La muchacha se había quedado muda.
La puerta se cerró tras ellos.
La lámpara siseaba levemente. Era el único ruido de la habitación, Índigo permaneció inmóvil largo rato. Era consciente de la presencia de Grimya pero no podía comunicarse con ella, y la loba, dándose cuenta, permaneció en silencio y pensó en sus propias cosas.
El mundo de Índigo se derrumbaba. Lo sabía, aunque de momento no podía reaccionar y mucho menos expresar una pizca del dolor que sólo esperaba a que la parálisis la abandonara para herirla en lo más profundo. Había conseguido lo que se había propuesto. Lo había conseguido. Y si en aquellos momentos hubiera sido capaz de reír, Índigo habría reído ante la amarga ironía que acompañaba su éxito. Oh, sí: el demonio estaba muerto. Y también el hombre que la amaba... Y ahora, cuando ya era demasiado tarde, creía que también ella lo amaba.
Recordó las últimas palabras dirigidas a Reif cuando el tigre de las nieves se las llevó a Grimya y a ella de la granja en plena noche, antes de la última confrontación. ¡Di a Veness que lo quiero! Lo dijo con absoluta sinceridad; sus sentimientos en aquel momento eran auténticos. Veness no era Fenran. Ni siquiera un sustituto de Fenran; ella reconoció por fin la verdad, y la aceptó. Pero al descubrirla, descubrió también el extraño milagro de que podía volver a amar, de una forma diferente pero sin embargo con la misma pasión e intensidad que le habían sido arrebatadas hacía tantos años..., cuando le quitaron a Fenran.
De repente una cuchilla fría y cruel pareció deslizarse en el interior del corazón de Índigo, mientras una idea espantosa despertaba en los niveles más profundos de su conciencia. ¿Había amado realmente a Veness de esa forma? Al desechar la ilusión de que era —o podía llegar a ser—
Fenran bajo otra apariencia, se convenció de que existía otro amor, un amor diferente; un amor que podía dar y aceptar por lo que era y no por lo que parecía. ¿Pero era eso verdad? ¿O había caído en la trampa de una segunda y más sutil ilusión, despertada por tantos años de ansiar recuperar lo perdido, una ilusión que la había impelido a buscar alivio a su soledad fingiendo que los deseos y sueños de Veness eran también los suyos?
Índigo comprendió súbitamente que debía ver a Veness. Por mucho que le doliera, tenía que sacar fuerzas para contemplar su rostro por última vez. No para decir adiós —tan insignificantes rituales no significaban nada para Veness ya— sino para responder a un interrogante. Tenía que responder la pregunta.
Grimya se dio cuenta de lo que pensaba y, cuando se dirigió hacia la puerta, la loba la siguió en silencio. No se escuchaba el menor ruido en el vestíbulo; no se veía rastro de nadie. Subieron las escaleras y avanzaron despacio por el descansillo en dirección al dormitorio de Veness. Durante alrededor de un minuto, Índigo permaneció inmóvil frente a la puerta, escuchando el firme, uniforme, pero tenso ritmo de su propia respiración. Luego posó una mano sobre el picaporte, abrió la puerta y penetró en el interior.
Las cortinas estaban echadas pero había dos lámparas encendidas cerca del cabezal de la cama, proyectando focos de luz que se superponían sobre la almohada. Habían peinado los cabellos de Veness y limpiado su rostro; si no hubiera sido por el anormal tono lívido de su piel, se habría creído que dormía.
Índigo se acercó a la cama y se quedó contemplándolo. Por un momento turbador casi creyó que abriría los ojos, sonreiría y la saludaría; pero permaneció inmóvil y en silencio. La expresión de su rostro era solemne, tranquila. Y era, comprendió, el rostro de un hombre que le era más querido de lo que se había atrevido a reconocer hasta que fue demasiado tarde.
Sí: lo había amado. El había sido mucho más que su amante y mucho más que su amigo; había conseguido penetrar y tocar una parte de su espíritu. Y sólo ahora, sólo cuando lo había perdido de forma definitiva e irrevocable, sabía sin la menor sombra de duda que había estado dispuesta a ir hacia él y a retribuirle su amor con la misma fuerza.
Y entonces el más amargo de los pensamientos se introdujo en su cerebro como un gusano en el capullo de una flor. ¿Había sido inevitable (y había sabido ella, en algún lugar arcano y recóndito de su ser, que lo era)? Había averiguado por fin la verdad sobre sus sentimientos por Veness: si hubiera vivido, al reconocer esos sentimientos habría estado dispuesta a dejar de lado la búsqueda que la venía guiando durante cuarenta años de trabajo y viajes y se habría embarcado en una nueva vida con él. ¿Era posible que Veness tuviera que morir para impedirle tomar tan trascendental decisión?
Índigo se apartó del lecho y miró sin ver el rectángulo negro de la ventana. Si era cierto —y no sabía la respuesta, no quería saber la respuesta—, ella era responsable de haber acabado con su vida, tan responsable como si hubiera tomado un cuchillo y se lo hubiera hundido en el corazón. Años atrás, cuando abandonó las Islas Meridionales y se inició su larga búsqueda, creyó en su ingenuidad que no era más que un peón en las manos de poderes mucho más potentes que ella. Pero el demonio de Bruhome, la Compañía Cómica Brabazon, le habían enseñado que las circunstancias no eran así de simples. Y si Némesis, su propio demonio, era parte de ella, ¿no lo sería también la fuerza que la impulsaba a seguir adelante, que alimentaba sus esperanzas y temores, su remordimiento y su ansia por reparar lo hecho? La Madre Tierra no le había arrebatado a Veness: la poderosa Dios no era (no en ese sentido) su juez. Si Veness hubiera vivido, ella habría abandonado su misión y aceptado el amor que le ofrecía. Pero aquella Índigo arcana, situada más allá de su ser consciente, había dicho: no, no permitiré que suceda. Y si algún poder había juzgado a Veness y pronunciado una implacable sentencia, ese poder había salido de su interior: si ella era un peón, también era el jugador cuya mano controlaba cada movimiento del peón.
Muy despacio, Índigo volvió la cabeza para mirar otra vez a la cama. Por un momento fugaz quiso inclinarse, besar la frente de Veness, darle un adiós definitivo. Pero una voz íntima se lo prohibió y retrocedió, reconociendo la acusación implícita que le hacía. Déjalo. Déjalo marchar. No tenía ningún derecho a tocarlo.
Se volvió; y al hacerlo, Grimya se puso en pie. Índigo no sabía hasta qué punto la loba había seguido el torbellino de sus pensamientos, pero Grimya levantó los ojos hacia ella y meneó la cola, indecisa.
—Índigo... —dijo en voz alta, y con mucha suavidad—. No pu... puedo devolvértelo. Pero sigo siendo tu a...miga, y sssiempre lo seré.
—¡Oh, Grimya...!
Índigo se agachó y la abrazó con fuerza, incapaz de expresarse con palabras. La loba le lamió el rostro, lamió las saladas lágrimas que habían empezado a correr por sus mejillas mientras las primeras barricadas erigidas para protegerse del dolor y la desolación empezaban a derrumbarse. Por fin se levantó, se sorbió con fuerza y se secó los ojos con el dorso de la mano. Fue un momento de debilidad, nada más. El resto vendría más adelante; pero quería aferrarse a aquel respiro tanto tiempo como le fuera posible. No volvió a mirar la inmóvil figura silenciosa de Veness tendida sobre la cama; abandonó la habitación acompañada de Grimya, cerrando la puerta despacio a su espalda. Recorrieron el pasillo hasta llegar al dormitorio que Índigo llegara a considerar propio. La habitación estaba tal y como la había dejado: la cama deshecha; la chimenea apagada, Índigo permaneció en el umbral unos instantes, paseando la mirada por el familiar y a la vez ajeno mobiliario. Luego penetró en la habitación y empezó a recoger sus pertenencias.