—Es imposible que consigas llegar a Mull Barya... ahora, con esta nieve... —dijo Reif.
—Llegaré. —Índigo le sonrió amablemente mientras el caballo, nervioso, pateaba el suelo—. No me pasará nada, Reif.
Este hizo un gesto de impotencia como si fuera a alejarse.
—Por favor, Índigo. —Se volvió otra vez; sus ojos estaban embargados de dolor—. Sé que no es fácil para ti: sé que amabas a Veness y sé lo mucho que te ha afectado su muerte. Pero eres una de nosotros ahora. Has compartido tantas cosas con nosotros... y tenemos una deuda tan grande contigo... Por favor, quédate.
Índigo clavó los ojos en el suelo.
—Tu familia no me debe nada, Reif —respondió con amargura—. Quizás habría sido mejor para todos vosotros que yo no hubiera puesto jamás los pies en El Reducto.
—Eso no es verdad. Si no hubiera sido por ti, Kinter y Carlaze podrían haber tenido éxito en lo que planeaban hacer. Y habría sido mucho peor. Sabes que habría sido así.
Índigo no pudo replicarle. Habían dado vueltas y vueltas a aquello una y otra vez durante la larga noche, sentados ambos ante la chimenea en el comedor, después de que Índigo acabara de contar a Reif toda la historia. Ver llorar a Reif la trastornó de una forma que no era capaz de asimilar; pero la verdad es que él lloró en silencio y sin avergonzarse de hacerlo, mientras escuchaba el relato de la muerte del conde Bray, el asesinato de Moia y Gordo, la aparición del espectro de la mujer surgido de tiempos pasados. Y cuando el relato hubo finalizado, Reif le pidió que se quedara a vivir en la granja.
—Queremos que te quedes —le dijo—; Livian y Rimmi y yo... queremos que te quedes, Índigo. Eres una de nosotros.
Y de nuevo en el patio, en ese último momento: eres una de nosotros. Pero no lo era, y nunca podría serlo ya. Y todos los argumentos de Reif, todos sus razonamientos, todas sus súplicas, no podrían hacerla cambiar de opinión. Ése era el mundo de ellos, y ella, igual que el tigre de las nieves en el bosque, no tenía lugar en él.
Volvió a mirar a Reif y vio tristeza en sus ojos. Comprendía al fin que no conseguiría persuadirla y aceptaba su derrota.
—¿Tendrás mucho cuidado en el camino? —suplicó.
—Claro que sí. Y te enviaré un mensaje desde Mull Barya. —Le dedicó otra sonrisa forzada que era casi una mueca—. Puede que no te llegue hasta la primavera, pero entonces sabrás que estamos bien y de camino hacia el sur.
—Si dejaras que enviara algunos hombres contigo...
—No. Ahora necesitas todos los brazos disponibles para que te ayuden a reconstruir tu propio futuro. A Grimya y a mí no nos pasará nada. —Extendió el brazo, y su mano enguantada tomó la de él con fuerza—. Créelo.
El asintió, mordiéndose el labio y parpadeando. El caballo relinchó, golpeó con el morro el hombro de Índigo, y le lanzó su cálido aliento contra el rostro. En las perreras los perros habían empezado a ladrar, como si presintiesen lo que sucedía, y Grimya volvió la cabeza para mirar en aquella dirección.
«También ellos se están despidiendo, a su manera», dijo.
Y también ella debía decir su último adiós, Índigo dio un paso al frente y levantó la cabeza para besar a Reif en la mejilla.
—Que la Diosa te acompañe, Reif —dijo.
Él la abrazó con fuerza por un breve instante.
—No te olvidaremos, Índigo.
Ella torció un poco el gesto.
—Tendrías que hacerlo. Y espero que un día lo haréis.
Saltó sobre la silla y puso los pies en los estribos al tiempo que tomaba las riendas. Reif, ocultando la expresión de su rostro, se inclinó para acariciar la cabeza de Grimya, y rascarle las orejas.
—Cuida de ella por nosotros, Grimya —dijo con voz ronca.
A él le fue imposible escuchar la silenciosa respuesta de la loba, lo haré, pero Índigo sí pudo, y sonrió.
—Dales un beso de mi parte a Livian y a Rimmi cuando despierten. —El caballo se movió de lado, ansioso por partir—. Adiós, Reif. Adiós.
El permaneció allí solo en el patio, observando el caballo que se alejaba en dirección al arco y a la deslumbrante mañana invernal que brillaba más allá. Pasaron junto al establo; pasaron junto a la leñera; pasaron junto al curioso y aislado montoncito de aserrín que, sin que nadie lo supiera, excepto dos de sus hombres y él, cubría el lugar donde había cortado la cabeza de Carlaze. Los cascos del caballo resonaron; su cola se agitó con fuerza, capturando los rayos del sol y centelleando cenicienta por un instante. Luego las sombras del arco se lo tragaron, el chacoloteo de los cascos enmudeció al pisar el caballo nieve más blanda, e Índigo y Grimya desaparecieron.
Oían el viento, una profunda voz cantarina que soplaba del oeste; pero era agradable, no el temible gemido del poderoso Quejumbroso norteño. La mañana era clara, limpia y vigorizante; un buen día para cabalgar; la nieve apelmazada centelleaba como un millón de diamantes bajo el sol que se elevaba muy despacio por el horizonte y el aire les azotaba el rostro.
No habían hablado desde que la oscura estructura cuadrada de la granja quedara atrás y desapareciera en la distancia. No había nada que decir que no pudiera esperar un poco, Índigo en particular deseaba saborear la nieve, el viento y el cielo, y permitir que la atmósfera de aquella región salvaje penetrara en sus huesos con su peculiar poder purificador.
Avanzaban siguiendo las orillas de la cadena de lagos situados al sur de las tierras de los Bray, y el corazón de Índigo empezó a latir con rapidez al recordar aquel otro día, cuando Veness la condujo en la troika para ver las ruinas de la casa que en una ocasión perteneciera a la familia que su antepasado había masacrado. Sí; allí delante estaba el familiar punto de referencia, el lugar donde el bosque extendía un brazo aislado en dirección a las aguas heladas. Y en medio de la nieve, recortándose con nitidez sobre la ininterrumpida blancura habitual de la zona cercana a la orilla del lago, se veía la silueta de la vieja pared desmoronada.
El caballo aflojó el paso cuando le tiró de las riendas, y se detuvo. Grimya, que iba algo más adelantada, también se detuvo, y volvió la cabeza para mirarla.
«¿Preferirías que lo evitásemos y fuéramos por el otro lado del lago?», inquirió la loba.
Índigo vaciló unos segundos. Luego respondió:
«No, cariño. Allí no hay nada ahora. Ni siquiera fantasmas.»
Golpeó ligeramente con los talones los ijares del caballo y éste siguió avanzando. Cuando llegaron a la altura de los viejos cimientos, las orejas de Grimya se irguieron de repente y miró en dirección al bosque.
«¡Indigo!» La llamada transmitida por la loba estaba llena de asombro y excitación. «Mira...»
Índigo volvió la cabeza. A unos quince metros de distancia, cerca de los primeros árboles, estaba el tigre de las nieves. Había surgido del bosque, y permanecía inmóvil, contemplándolas. Su aliento formaba una nube en el aire gélido.
Índigo volvió a detener al caballo y la emoción le produjo un nudo en la garganta. Había deseado el encuentro, pero ni siquiera soñó que pudiera suceder, que el felino viniera a despedirse. Su montura piafó, oliendo algo que temía, pero ella la mantuvo bajo control tirando con fuerza de las riendas, al tiempo que miraba en dirección a la magnífica criatura que fuera un amigo tan leal. Inopinadamente, Grimya alzó el morro hacia el cielo y aulló. Era un grito exultante, vigoroso, lleno de júbilo; un homenaje y un saludo. La cabeza del tigre se elevó mientras el aullido se desvanecía. Luego abrió las fauces y lanzó un rugido de respuesta que resonó sobre el lago y se perdió en el viento. En ese mismo instante, Índigo sintió una vez más la oleada conocida, cálida y poderosa de su mente que tocaba la de ella en una cariñosa despedida. El tigre las miró un momento más. Después se dio la vuelta y desapareció en silencio con un salto ágil y elegante en el interior del bosque.
Índigo no supo cuánto tiempo permaneció sentada sobre el caballo, sin moverse, la mirada fija en el lugar donde había estado el tigre de las nieves... Hizo caso omiso del inquieto cabecear de su caballo, del campanilleo de la brida, del movimiento de sus músculos bajo su cuerpo mientras pateaba el suelo, nervioso. Sólo cuando la sensación de ahogo que aún se aferraba a su garganta empezó a aflojarse, se estremeció como si se despertara de un sueño, sacudió la cabeza y permitió que su montura siguiera adelante.
No dijo nada. Pero Grimya, que caminaba en silencio junto al caballo y acariciaba sus propios recuerdos de esa última comunión con el gigantesco felino de las nieves, levantaba la cabeza de tanto en tanto para mirarla mientras avanzaban por la orilla del lago. Y vio y comprendió cuando, como una liberación deseada y largo tiempo esperada, las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Índigo, serenas, sin interrupción, calladas.