CAPÍTULO 13


Índigo sintió como si un puño invisible se hubiera estrellado contra su estómago. Moia. Entonces estaba equivocada: la mujer misteriosa no podía haber sido... Y una débil vocecita interior dijo: Y ella no dejó huellas de pisadas...

—¡Oh, Madre poderosa...! —Un sudor helado empezó a correr por el rostro y cuerpo de Índigo. De repente la realidad del horrible descubrimiento encajó con su propia misión, que volvió a ella cual un segundo puñetazo.

—¡Veness!

El se había alejado, pero volvió la cabeza brusca y rápidamente al percibir la tremenda urgencia de su llamada, Índigo aspiró con fuerza en un intento por controlar su voz.

—Veness, hay más. Y no puede esperar, ni siquiera por esto.

Kinter, a unos pasos de distancia, escuchó lo que decía y alzó la cabeza. Veness inquinó angustiado:

—¿Qué es?

Se lo contó; y mientras sus palabras iban haciendo su efecto, el poco color que aún quedaba en el rostro de Veness desapareció por completo. Cuando hubo terminado de hablar, el joven dio media vuelta.

—¡Kinter!

Kinter se acercó a ellos, y en pocas palabras Veness le repitió lo que Índigo había dicho.

Kinter se puso pálido.

—¡Diosa! No..., no también esto; no ahora... —Cerró con fuerza los ojos.

—Escucha. —Veness le colocó una mano sobre el hombro—. Tenemos que regresar a la granja, y rápido. ¿Puedes hacerlo?

—Sí —asintió rápidamente Kinter, tragando saliva—. Sí... ya estoy mucho mejor ahora. Pero, Veness, ¿qué hay de Gordo?

—¿Gordo?

Kinter indicó con la cabeza en dirección a la tumba, conteniendo un escalofrío al hacerlo.

—Si él..., si es lo que sospechamos... —Se detuvo, volvió a tragar saliva—. Hay que encontrarlo antes de que el conde averigüe la verdad sobre Moia.

Veness lanzó una imprecación en voz baja.

—Tienes razón. —Una vacilación momentánea, un breve destello de duda, luego su rostro se endureció—. Muy bien. Sólo hay un hombre que apostaría sabe dónde está Gordo, y es su padre. Uno de nosotros tendrá que ir a casa de Olyn, y avisarle. —Sus ojos se volvieron fríos como el hielo—. Aunque me maten si no empiezo a estar de acuerdo con Reif. Si Olyn ha tenido algo que ver en esto...

—No tenemos ninguna prueba de que Olyn supiera nada, Veness. Y no podemos hacerlo responsable de lo que Gordo pueda haber hecho.

—No..., no: eso es cierto.

—Será mejor que vayas tú a verlo —dijo Kinter—. A mí no me diferencia de un weyer; no me escucharía. Pero si hay alguien de nuestra familia en quien aún confía, ése eres tú.

Veness le dio la razón aunque de mala gana.

—Entonces Índigo y yo cogeremos la troika..., tú puedes coger el caballo de Índigo. —Dirigió una rápida mirada a Índigo en busca de asentimiento y ella se lo acordó al momento—. Y haz lo que puedas, Kinter. Detén a mi padre. Como sea, deténlo.

—Comprendo. —Kinter se dio la vuelta y corrió en dirección al caballo de Índigo. Mientras se alejaba, Índigo lo llamó de improviso llevada por un impulso.

—¡Kinter!

Él se detuvo y volvió la cabeza. —Mi ballesta. Está en mi habitación en caso de que la necesites...

Kinter vaciló un instante, luego alzó una mano. —¡Esperemos que no sea necesario!

La troika, conducida por Veness, salió a toda velocidad del campamento y se alejó siguiendo el linde del bosque. Mientras los caballos adoptaban su acostumbrado trote rápido, Índigo volvió la cabeza para protegerla del azote del viento y gritó por encima del ruido de los patines:

—¿Qué quiso decir Kinter al hablar de Gordo?

El rostro de Veness se endureció aún más y al principio creyó que no iba a contestarle. Pero al cabo de un momento, le respondió también a gritos:

—Pensamos que Gordo mató a Moia.

—¿Gordo la mató? ¡Pero si eran amantes!

Veness transfirió las riendas a una mano, y con la otra buscó en un bolsillo del abrigo. Sacó algo y se lo tendió, Índigo lo tomó y lo examinó con interés; era una cadena de oro, con un pequeño medallón colgando de uno de los eslabones. Dibujada en el medallón se veía la imagen de un caballo inmóvil.

Miró a Veness sin comprender.

—¡No entiendo!

—Es el emblema de los Bray. Todas las ramas de nuestra familia tienen un caballo como símbolo, y cada rama de la familia lo representa en una postura diferente. El caballo encabritado es nuestro tótem. El caballo inmóvil, el de Olyn.

Índigo seguía sin ver el significado.

—Pero seguramente... —empezó.

—Encontramos esta cadena alrededor del cuello de Moia —la interrumpió él—. La estrangularon con ella. —Recuperó el medallón, y miró apesadumbrado el rostro de Índigo—. No quiero creerlo. Pero tampoco puedo ignorar algo tan evidente.

Índigo no respondió. Veness tenía razón: era una prueba convincente. Sin embargo la idea de que Gordo hubiera matado a la muchacha que amaba no tenía lógica. Es más, no encajaba con la advertencia de la mujer misteriosa. Y la mujer misma... Índigo seguía sin poderse quitar de la cabeza la convicción de que, viva o muerta, se trataba de Moia. Si era así, sólo ella podía revelar la identidad del asesino. Pero no lo hizo. En su lugar parecía estar tejiendo una compleja tela de araña de insinuaciones, medias verdades y advertencias. ¿Por qué? Un espíritu vengativo era precisamente eso: vengativo. ¿Por qué, entonces aquel rastro retorcido y desconcertante? Y el tigre de las nieves. No podía creer que aquella criatura, cuyo pelaje había tocado y cuyo aliento había sentido, fuera un espíritu. ¿Qué conexión podía existir entre ambos?

Volvió a mirar a Veness. Deseaba tanto contarle todo lo que sabía...: hablarle de la mujer, del tigre, del aviso. Pero era el aviso precisamente lo que se lo impedía. No podía estar segura de él, no importaba lo que le dijera el corazón. No se atrevía a revelar su secreto. Por fin dijo, apartando de sí

el impulso: —Y en cuanto al primo de tu padre: Olyn. ¿Crees que sabe la verdad?

—Si Gordo regresó a él en busca de refugio, sí —repuso Veness—. Ojalá sea así, por su bien. Olyn es un hombre honrado; no apoyaría a un asesino ni siquiera a su propio hijo. Si Gordo se lo ha confesado, nos ayudará a que se haga justicia. —Le dirigió una rápida y entristecida mirada—. Es nuestra única esperanza, Índigo. Es la única forma de impedir que mi padre arroje la maldición sobre todos nosotros.

Hizo restallar las riendas de nuevo, lanzando un fuerte grito para animar a los caballos a ir aún más deprisa, Índigo se encorvó, sujetándose con fuerza a la barra cuando la troika empezó a balancearse y dar saltos. Pensó en Kinter, cabalgando a tanta velocidad como podía llevarlo el caballo en dirección a la granja, y rezó en silencio para que llegara a tiempo. Había minimizado su discusión con Reif, y ahora temía que hubiera sido un terrible error no haber advertido a Kinter el estado de ánimo de Reif. La idea de que a lo mejor tendría que enfrentarse con algo más que la locura del conde Bray le heló la sangre.

El bosque era una masa borrosa situada junto a ellos cuyas sombras se alargaban a medida que el corto día declinaba. El sol, enorme y rojo, colgaba justo por encima de las copas de los árboles, y mientras lo miraba, Índigo se dio cuenta de que el intenso azul del cielo empezaba a tornarse de un uniforme y amenazador color blancuzco. El viento también cambiaba, girando hacia el norte; su voz se alzaba, compitiendo con el ruido del trineo, y al mismo tiempo que recibía la confirmación de Grimya, supo lo que presagiaba.

«Es el gran viento del norte», dijo Grimya. «Viene otra ventisca.»

Un aire helado se introdujo en la garganta de Índigo cuando se inclinó para tirar del brazo de Veness.

—¡Veness! —Indicó en dirección al sol.

—Lo sé; ¡lo he visto! —El viento cada vez más potente se llevó las palabras de Veness—. ¡Lo esperábamos; es un milagro que no haya llegado antes!

—¿Cuánto falta para que empiece a nevar?

—Tres horas más o menos, diría yo. ¡Probablemente se nos vendrá encima con la llegada de la noche! —Le dirigió una mirada rápida y angustiada—. ¡Tendremos el tiempo justo de llegar a casa, si no encontramos problemas en la de Olyn!

La casa de Olyn Bray apareció ante ellos media hora más tarde. Más pequeña y modesta que la granja del conde, se recortaba desolada contra un cielo encapotado con las tonalidades moradas de la tormenta que se aproximaba. Dos hombres que conducían un pequeño grupo de caballos hacia el refugio del establo se detuvieron para mirar cuando la troika pasó a toda velocidad por su lado, pero el patio situado frente a la casa estaba desierto. Los caballos se detuvieron patinando ligeramente; el vaho de su aliento se mezcló con el que se elevaba del pelaje. Veness saltó del trineo y corrió hacia la puerta principal. Una campanilla pendía sobre el dintel; tiró con fuerza de la cuerda y la campanilla dejó oír su potente voz. Índigo y Grimya se apresuraban a reunirse con él, cuando la puerta se abrió violentamente.

El hombre que apareció en el umbral era más alto y delgado que el conde Bray, pero el parecido de familia era inconfundible. Olyn contempló a su visitante... y sus ojos se volvieron de un gris apagado.

—¿Qué quieres? —Le espetó las palabras como un perro hubiera podido ladrarlas pero, bajo su hostilidad, había un atisbo de cautela.

—Primo. —Veness sostuvo la mirada de Olyn; su voz era firme y decidida—. He venido en son de paz y sólo con la mejor de las intenciones. No hay tiempo para otra cosa que no sea trato directo entre nosotros... Tengo que encontrar a Gordo.

Los músculos de la mandíbula y cuello de Olyn se tensaron pero aparte de eso no demostró ninguna otra reacción externa. Sólo su mirada se trasladó por un instante más allá de Veness e Índigo hacia el patio, como si esperara ver a alguien (o algo) detrás de ellos.

—Gordo no está aquí —repuso con brusquedad—. ¡No ha estado aquí desde hace un mes o más, como sabes muy bien aunque te niegues a admitirlo! Y no tengo la menor idea de dónde está.

Veness sostuvo su fría mirada con firmeza.

—Primo, te pido perdón por dudar de tu palabra, pero debo suplicártelo: si sabes algo, o puedes hacer alguna conjetura, que...

—¿Me llamas mentiroso? —lo interrumpió Olyn.

—¡No! ¡No es eso..., pero no hay tiempo que perder! Y esto es demasiado serio para cualquier cosa que no sea la verdad. —Aspiró con fuerza—. Olyn, Moia está muerta. Encontraron su cadáver en el bosque anoche. La asesinaron.

Olyn estaba visiblemente conmocionado e Índigo vio la desesperación pintada en los ojos de Veness al comprender que el otro no fingía. No lo sabía. Y eso sólo podía significar que Gordo no había regresado a casa.

—Asesinada... —dijo Olyn por fin, con voz temblorosa—. Pero ella... ellos eran... —Se interrumpió, tragó saliva—. ¿Quién? ¿Quién la mató? ¿Cómo sucedió?

Veness sacó la cadena de oro del bolsillo. Se la mostró sobre la palma abierta de la mano, y preguntó en voz baja:

—Éste es vuestro emblema, ¿no?

—¿Qué? —Olyn miró fijamente el medallón—. ¡Sí! —Entonces sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Por la Madre, es el de Gordo; la misma cadena que le regalé en la última fiesta del solsticio de invierno! —De repente, horrorizado, extendió la mano y sujetó a Veness por el brazo—. ¿Dónde lo encontraste? ¿Qué le ha sucedido a mi hijo?

—Lo encontramos alrededor del cuello de Moia —respondió Veness sombrío—. La estrangularon con ella.

—¿Qué? —Olyn palideció, luego enrojeció de furor al comprender lo que Veness quería dar a entender—. ¿Qué intentas decir?

—Lo siento, pero sólo podemos suponer que...

—¡No podéis suponer nada! ¿Estás tan loco como tu padre? ¿Crees por un solo momento que mi hijo puede haber asesinado a esa muchacha? —Su pecho se agitó convulsivamente, como si luchara por llevar aire a sus pulmones—. Maldito seas, él la amaba, y con el amor de un muchacho, ¡no con el encaprichamiento egoísta de un viejo estúpido! Y ahora haz el favor de no acusarlo de algo tan horrendo... —Empezó a temblar—. ¡Escupo sobre tu repugnante acusación! ¿Estás loco, estás ciego? ¿No puedes ver lo evidente cuando lo tienes delante de los ojos? ¡Quienquiera que matara a Moia probablemente también haya matado a mi hijo! —Sus dedos se hundieron como garras en la carne de Veness—. ¿Dónde se la encontró? ¿Habéis registrado la zona? Gordo puede estar ahí; ¡puede estar muerto, también! ¿Habéis mirado..., habéis...? —Y de improviso, antes de que Veness pudiera responder, se detuvo, y una horrible certidumbre apareció en sus ojos—. ¡Por la Diosa de la Tierra, tu padre..., tu maldito, condenado padre...!

—No —interpuso Veness rápidamente—. ¡No fue mi padre, Olyn! Te lo juro...

—¿Lo juras? —Dolor, amargura y furia se entremezclaron en la salvaje respuesta de Olyn—. ¿Y qué vale tu palabra? Maldito seas, eres su hijo... ¡Su sangre corre por tus venas! ¡Confiaría tanto en tu palabra como en la de un weyer!

Los labios de Veness palidecieron.

—¡Sea como sea, no altera la verdad! —Dio un paso atrás desasiéndose de la mano de Olyn que le sujetaba el brazo—. Creo que Gordo está vivo aún. Quiero encontrarlo; y si te queda algo de sentido común, me ayudarás... ¡por su bien!

A punto de lanzar una nueva diatriba, Olyn vaciló.

—¿De qué estás hablando?

—Creo que sabes muy bien de qué estoy hablando. Sabes lo que ha estado sucediendo en la granja de mi padre: sabes lo que la pérdida de Moia le ha hecho. Si se entera de esto...

—¿Se lo dirás?

—No, maldita sea..., ¿por quién me tomas? ¡Pero no se le podrá ocultar eternamente! Una palabra equivocada, un desliz, y lo descubrirá. Y cuando lo haga, se obsesionará con una sola cosa: ¡encontrar a Gordo y vengarse!

Olyn palideció.

—El escudo y el hacha...

—Exactamente. Ya no tendrá nada que perder. Y no sé si tendremos la fuerza necesaria para impedir que los utilice. ¡Olyn, si quieres a tu hijo, tienes que ayudarnos a encontrarlo antes de que mi padre se entere de la muerte de Moia!

Índigo oyó el fuerte silbido de Olyn cuando éste aspiró con violencia. Por un momento pareció que la súplica de Veness hubiera abierto una brecha en la barrera de su hostilidad, pero, de improviso, sus ojos se entrecerraron.

—No —dijo con aspereza—, no creo nada de esto... y no conseguirás mi ayuda. Dame esa cadena. ¡Dámela! —Veness se la entregó y Olyn la contempló fijamente. Cuando volvió a levantar los ojos y hablar, su voz había adoptado un tono agresivo y desafiante—: ¡Me estás mintiendo! —Su mano se cerró con fuerza sobre el medallón—. ¿Cuándo le robaste esto a mi hijo? ¿Antes de que huyera con esa pobre criatura, y la apartara de tu monstruoso padre? ¿Es eso? ¡Ah, sí; empiezo a comprender ahora! ¡No habéis encontrado el cuerpo de Moia..., no habéis encontrado nada! Es una estratagema. ¡Ese loco intenta averiguar dónde está Gordo, y ha enviado a uno de sus perros amaestrados para que me cuente un montón de mentiras con la esperanza de que conseguirá engañarme y delataré a mi hijo!

El rostro de Veness estaba mortalmente pálido.

—¡Maldito seas, eso no es cierto!

—¡Oh, pero yo creo que sí lo es!

Olyn volvió la cabeza por encima del hombro y gritó un nombre. En algún lugar de la casa un perro empezó a ladrar; se escucharon pies que corrían, y segundos más tarde dos hombres fornidos, cada uno llevando uno de los pequeños arcos típicos de El Reducto, surgieron entre las sombras del vestíbulo para colocarse uno a cada lado de su señor. Grimya gruñó, Índigo la sujetó rápidamente por el pelaje del cuello no fuera a hacer un movimiento más agresivo. Los ojos fríos de Olyn se posaron brevemente en la loba y en Índigo, como si hubiera olvidado por completo su presencia. Luego, con una mueca de desdén, las dejó de lado como carentes de importancia, y volvió a mirar a

Veness.

—Llévate a tu furcia y a tu animal y vete de mi granja. —Su voz era fría y controlada—. Si tú, tu padre o cualquiera de su maldita progenie pone los pies aquí de nuevo, mis hombres les dispararán apenas los vean... y dispararán a matar. ¿Me explico?

—Olyn, escúchame...

—¡No! —Olyn hizo un violento gesto con una mano, y los dos hombres que tenía al lado alzaron sus arcos y apuntaron—. ¡Fuera! ¡Vete ya!

Por un instante Índigo pensó que Veness iba a atacar al anciano, y dio un paso adelante, sujetándole el brazo.

—¡Veness, no!

Sus músculos se agarrotaron bajo la presión de su mano y volvió la cabeza para mirarla. Luego, sin decir nada, dio media vuelta y regresó a la troika. Índigo y Grimya corrieron tras él, saltaron a la troika por la parte trasera mientras Veness desataba las riendas y hacia girar a los caballos. En la casa el perro seguía ladrando; los hombres de Olyn dieron intencionados pasos hacia adelante, apuntando a Veness con sus arcos, mientras Olyn permanecía inmóvil en la puerta, contemplándolos con ojos llenos de odio. Algo pequeño y frío golpeó la mejilla de Índigo. Levantó los ojos, y vio que empezaba a nevar. El cielo estaba encapotado y amenazador, de un blanco sucio como el vientre de un pescado muerto. Entonces la troika empezó a moverse, los patines siseaban mientras los caballos la hacían describir un círculo cerrado. De improviso Veness lanzó un fuerte grito, haciendo chasquear las riendas con fuerza sobre los lomos de los animales. Estos se lanzaron hacia adelante con sorprendidos relinchos, y la troika salió balanceándose del patio y se alejó por la nieve dejando atrás la lúgubre casa.

Índigo y Veness no intercambiaron una sola palabra durante el viaje de vuelta. Veness hizo correr a los caballos al máximo en medio de la nevada cada vez más fuerte y, mientras se sujetaba ceñuda a la barra con una mano y apretaba a Grimya contra ella con la otra, Índigo ardía de cólera ante la cabezonería de Olyn, y de miedo ante lo que los aguardaba. Rezó fervientemente para que Reif hubiera actuado con sentido común; para que Kinter, él y los otros hubieran conseguido apaciguar al conde Bray y evitar el desastre. Y, mirando de reojo el rostro tenso, duro y torturado de Veness, sintió una pena tremenda por su situación y una compasión que le destrozaba el alma. Pero no podía expresar sus sentimientos. No había palabras que no resultasen lastimosamente inadecuadas, y permaneció callada mientras avanzaban a toda velocidad.

La tenue luz diurna empezaba a desaparecer cuando la casa con su conjunto de dependencias apareció ante ellos a través de la cortina de nieve. Los caballos cruzaron el arco entre resoplidos y relinchos, sus cascos repiqueteaban sobre las losas del patio... Y cuando la troika se detuvo tras describir un círculo, Índigo oyó el ruido por primera vez.

—Los perros... —Volvió la cabeza bruscamente, mirando a Veness, asustada.

Como todos los habitantes de El Reducto que precisaban viajar en pleno invierno, los Bray poseían una jauría de perros para tirar de los trineos durante las peores nevadas. Según Grimya, que los miraba con tolerante desdén, los perros eran animales estúpidos, básicamente de buen corazón: pero éstos no presagiaban nada bueno, los ladridos y gemidos histéricos resonaban en las perreras. Grimya echó las orejas hacia atrás, mientras sus ojos centelleaban rojos en la penumbra; los caballos agitaron las cabezas y caracolearon inquietos. Veness se puso en pie en el pescante.

—Qué demonios... —Hizo intención de bajar, pero Índigo lo sujetó por el brazo. Había visto algo, una figura oscura, borrosa, inmóvil, junto a la puerta del establo, y señaló hacia allí.

—Allí..., mira. ¿Qué es?

Veness frunció el entrecejo, inquieto.

—No lo sé... ¡Ah, quietos, vamos! —exclamó al ver que los caballos, resoplando, empezaban a patear de nuevo—. Algo los asusta. Será mejor que los calme antes de que se desboquen. —El trineo dio un bandazo cuando el animal que iba en cabeza intentó retroceder. Veness saltó, corriendo a sujetar las cabezas de los animales. Mientras intentaba tranquilizarlos, Índigo corrió al establo a investigar la forma inmóvil y oscura.

Lo primero que vio fue la sangre y eso la hizo detenerse en seco. Una enorme mancha oscura se extendía desde la puerta del establo y atravesaba el patio de losas, pasando de un rojo amarronado a un obsceno tono rosa allí donde la nieve empezaba a diluirla. Grimya lanzó un gruñido ronco, Índigo aspiró con fuerza para calmar los acelerados latidos de su corazón y avanzó en dirección al establo. La nieve se estrellaba contra su rostro, medio cegándola, de modo que hasta que no estuvo encima de la carnicería no se dio cuenta de qué se trataba.

Había un caballo muerto en la puerta. Tenía la cabeza casi separada del cuerpo a causa de lo que parecía un sinfín de hachazos que habían convertido sus cuartos delanteros en un caos de carne desgarrada y huesos astillados. Desplomado sobre su lomo empapado de sangre había una masa horrible, semidescuartizada, apenas reconocible como los restos de un hombre. Y cuando Índigo levantó los ojos, su cerebro paralizado por el espectáculo, incapaz de toda reacción, vio un segundo cuerpo humano encajado en la puerta, un brazo extendido y la mano crispada como si pidiera ayuda en silencio.

Abrió la boca. Intentó llamar a Veness, pero no salió ningún sonido. Sentía una terrible sensación de náusea en la garganta que le impedía respirar, y el horror empezaba a trepar desde el fondo de su estómago, amenazando con arrojarla de la parálisis a la histeria a medida que en su mente empezaban a aparecer las primeras sospechas de lo que realmente había sucedido. Oyó pronunciar su nombre, pero la voz le llegó muy lejana; unas botas se arrastraron por la nieve, y de repente Veness apareció a su lado.

Masculló una imprecación en voz baja mientras contemplaba aquello, incapaz lo mismo que ella de asimilarlo que veía. Como si no tuvieran nada que ver con ella, Índigo registró sonidos que provenían del interior del establo, audibles por encima del frenético ladrar de los perros; eran caballos que relinchaban y pateaban el suelo asustados, aterrorizados por el olor de tanta sangre.

Habló por fin, sin ser consciente en verdad de lo que decía, dando voz, a duras penas, al más horrible de los pensamientos que intentaban abrirse paso en su mente.

—La casa...

Veness dio un brinco como si algo lo hubiese golpeado. Luego lanzó una exclamación incoherente, se dio la vuelta y corrió en dirección a la puerta principal. Su reacción sacó a Índigo de golpe de su inmovilidad, y echó a correr tras él dando tumbos con Grimya a su lado. Una voz interior gritaba que no quería entrar en la casa, no quería enterarse de lo peor. Pero corrió de todas formas, para no perder de vista a Veness, desesperada por alejarse del horror del establo.

La puerta estaba cerrada y atrancada. Veness cargó contra ella con el hombro, sin resultado; luego la golpeó con ambos puños, gritando el nombre de Reif. Los perros ladraron con renovado frenesí y, de repente, entre el alboroto que armaban se escuchó una voz procedente del otro lado de

la puerta.

—¿Quién es? ¿Qué queréis?

—¿Kinter? —Veness dio un paso atrás, jadeante—. ¡Kinter, somos Veness e Índigo! ¡Abre la puerta!

Se escucharon chirridos y pies que se arrastraban; el cerrojo oxidado protestó y la puerta se abrió hacia adentro, Índigo se vio atacada de inmediato por una mezcolanza de impresiones: Kinter, el rostro ceniciento y ojeroso, con el brazo vendado y la camisa manchada de sangre; la profunda oscuridad del vestíbulo, donde nadie había encendido aún ninguna lámpara; los sollozos procedentes de la cocina, ahogados por la distancia y las gruesas paredes, de una mujer que lloraba.

Veness abarcó la escena y sus ojos se endurecieron con renovado temor.

—¿Qué ha sucedido?

—Venid a la cocina. —Kinter cerró la puerta tras ellos, volviendo a colocar los cerrojos—. Livian está ahí, pero por la Madre no intentéis hablar con ella, aún no.

Los dos hombres se dirigieron apresuradamente vestíbulo adentro, Índigo hizo intención de seguirlos, pero Grimya se detuvo ante la puerta cerrada del comedor y gruñó. Tenía el pelaje erizado y, cuando Índigo se volvió para mirarla, la loba le mostró los dientes en un gruñido defensivo.

—¿Grimya ?

Los costados de Grimya se estremecieron, y su voz mental tenía una violenta nota de recelo.

«Hay algo ahí dentro.»

Índigo no se detuvo a pensar y abrió la puerta sin más.

No había ninguna lámpara encendida. La única iluminación de la habitación provenía de la cada vez más débil luz del día, que penetraba por el cuadrado de la ventana, y de los restos de los moribundos rescoldos del fuego, dando a la escena un siniestro tinte diabólico e intensificando las sombras. Había algo sobre la enorme mesa, cubierto con una cortina arrancada de la ventana. Llena de inquietud, Índigo se acercó, se quitó los guantes y levantó una esquina de la tela.

Los ojos muertos de Brws la miraron vidriosos. Tenía la boca entreabierta y sus cabellos estaban rojos, empapados de sangre. Con repentina repugnancia advirtió entonces que la cortina también estaba empapada, manchando de rojo la mano con que la había levantado. Con un gemido gutural, dejó caer la tela y empezó a retroceder.

Oyó la voz de Grimya que decía con renovado temor:

«Índigo...»

La loba contemplaba la repisa de la chimenea, Índigo miró y también lo vio. En el lugar donde habían estado colgados el escudo y el hacha, había sólo un espacio vacío.

Índigo se dio la vuelta muy despacio hasta quedar de cara a la puerta. Lo sabía: lo supo desde su primer horrible descubrimiento en el patio aunque luchó por apartar aquel presentimiento de su conciencia. Ahora no podía hacer otra cosa que enfrentarse a la verdad y a las consecuencias que tenía para Grimya y para ella.

Dio dos pasos vacilantes en dirección a la puerta, y su mano ensangrentada se aferró al marco para no caer. «Cálmate», se dijo con ferocidad. «Debes calmarte..., nada de pánico ni de histeria. Necesitarás todo tu buen juicio ahora. Lo necesitarás más que nunca.»

Aspiró con cuidado dos veces, intentando ignorar el cálido, casi dulzón olor de sangre y carne fresca que flotaba en el aire. Luego se enderezó y, con voluntad de hierro, se obligó a marchar en dirección a la cocina.

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