CAPÍTULO 18


—¡CORRED! —Índigo recuperó el aliento bruscamente, y gritó con toda la potencia de su voz— ¡Id hasta los árboles, protegeos..., rápido!

Gritaba al mismo tiempo que corría velozmente por la nieve, maldiciéndose por su ciega estupidez al no haber visto lo evidente cuando lo tenía frente a las narices. Kinter había preparado la trampa; lo sabía, lo mismo que sabía que era suya la voz que había pedido ayuda y atraído al conde Bray a aquel lugar. Y él había estado allí todo aquel tiempo, esperando y observando: claro que había estado allí, incluso una criatura lo habría advertido, se habría dado cuenta, no habría permitido que una cerrazón tan desatinada, cegadora e idiotizante bloqueara todo lo que no fuera el momento inmediato...

Por instinto zigzagueaba al correr con la cabeza gacha, intentando ofrecer el menor blanco posible. Grimya saltaba y ladraba delante de ella; la loba podría haber alcanzado un lugar seguro en cuestión de segundos pero no quería dejar atrás a su amiga, Índigo le gritó, instándola a seguir: el tigre se había desvanecido ya en la selva y la mujer era un espectro volante, a punto de llegar al refugio de su santuario. Entonces algo chasqueó, silbó saliendo del bosque a su izquierda y un borroso objeto plateado pasó junto a Índigo a la altura de los ojos. Lanzó un alarido, perdió el equilibrio al intentar esquivarlo, y cayó sobre la nieve.

«¡Índigo!» El asustado grito mental de Grimya fue acompañado por un aullido, «¡Índigo, levántate!»

No la había alcanzado de milagro... Índigo se puso en pie con dificultad... y se quedó helada al ver la figura envuelta en pieles que apareció en el límite del bosque. Había recargado la ballesta en cuestión de segundos, y permanecía allí de pie, las piernas bien clavadas en el suelo, en actitud casi desenfadada, con la ballesta apuntando a su estómago.

—Eso fue simplemente un aviso, Índigo. —La voz familiar de Kinter atravesó el espacio nevado, pero ahora poseía un tinte maligno que ella no había percibido antes—. No fallaré la segunda vez, de la misma forma que no fallé con el conde.

Ni Índigo ni Grimya se movieron, Índigo pensó: «Puede que esté mintiendo; no es tan buen tirador.» Pero deshecho al punto la idea. La verdad es que no sabía lo experto que podía ser Kinter, y no deseaba ponerlo a prueba. De lo que no había duda era de que la tenía a tiro; si disparaba tenía todas las probabilidades de que la saeta diera en el blanco. ¿Y si lo hacía?, se preguntó. No podía matarla, pero en ese momento su inmunidad ante la muerte era un triste consuelo: aunque fuera inmortal no era insensible al dolor o al daño físico. Y sabía muy bien la clase de daño que podían infligir aquellas saetas.

Grimya hizo un movimiento espasmódico en dirección a ella. Kinter movió la ballesta unos milímetros e Índigo alzó una mano rápidamente.

—¡No, Grimya! ¡Quédate donde estás!

La reacción de Kinter fue suficiente para decirle que sabía lo que se hacía, y que sus reflejos eran rápidos. Se pasó la lengua por los labios, notando un sabor a escarcha y sal, sin que le importara que aquella humedad pudiera helarse y agrietarle la piel.

—Se retirará si se lo digo —siguió despacio y con voz clara—. Déjala ir. No tienes nada en su contra y ella no puede delatarte.

Kinter se encogió de hombros con despreocupado desinterés.

—Lo que tú quieras, Índigo. Como dices, no tengo nada contra Grimya, y no me gustaría desperdiciar la vida de un animal noble sin necesidad. Y en cuanto a tus otros amigos... —La joven percibió un débil destello cuando la mirada de él se desvió brevemente en dirección al bosque por donde habían desaparecido el tigre y el espíritu, luego dio unos cuantos pasos al frente hasta quedar bien alejado de los árboles—. Si son sensatos, se irán tranquilamente y nos dejarán ventilar nuestros asuntos. Si no son sensatos, tengo saetas suficientes para todos ellos. ¿Me comprendes?

Ni siquiera el tigre sería bastante rápido contra él; lo vería si se lanzaba al ataque y podía matarlo antes de que tuviera la menor posibilidad de alcanzarlo, Índigo tragó bilis, y asintió.

—Te comprendo, Kinter.

Y mentalmente dijo:

«Grimya, vete. Refúgiate en el bosque, y advierte a los otros de que no intenten acercarse.»

«¡No!», exclamó Grimya, angustiada. «¡No te abandonaré, Índigo! ¡No lo haré!»

«¡Grimya, obedéceme en esto!»

Puso toda la autoridad, toda la energía que pudo reunir en su desesperada orden porque algo se agitaba en el fondo de su cerebro; algo que había visto, un indicio, una pista. Cuando Kinter echó una ojeada en dirección al bosque y ella vio que sus ojos reflejaban la luz del sol por un instante, aquellos ojos eran plateados. Color plata. Como el hacha y el escudo. Como los ojos de la criatura diabólica llamada Némesis. Éste no era Kinter tal y como ella lo había conocido. Algo se elevaba dentro y a través de él, y se trataba de un adversario que había llegado a conocer bien, muy bien.

«Obedéceme, Grimya», dijo con severidad al ver que la loba aún vacilaba. «Obedéceme como obedecerías al jefe de tu manada. ¡Vete!»

Grimya gimoteó lastimera, pero comprendió que nada de lo que pudiera decir o hacer haría cambiar de opinión a Índigo e, instintivamente, se sentía obligada a obedecerla. Se volvió y se alejó despacio, con el rabo entre las piernas. Cada pocos pasos volvía la cabeza y su mente intentaba formar una súplica, pero sólo se encontraba con una pared inexpugnable que le impedía el acceso.

Kinter vigiló a la loba hasta que ésta llegó a los árboles y desapareció entre las sombras. Luego empezó a andar otra vez sin decir palabra en dirección a Índigo. Ésta clavó los ojos en la ballesta pero no dijo nada y tampoco se movió. De súbito Kinter le dedicó una sonrisa displicente.

—¿Cómo está Veness? —inquirió, sarcástico.

El sudor cubrió el rostro de Índigo y se heló de inmediato en el aire gélido, volviéndose pegajoso.

—Veness vive —replicó con ferocidad—. Y también Rimmi, a pesar de los intentos de esa zorra que tienes por esposa para acabar con ella.

—Bien, eso debe de ser un gran alivio para ti, ¿no es así? —se mofó Kinter—. Así que de momento no hay lloros ni gemidos sobre el cuerpo del amante difunto.

Índigo enrojeció pero permaneció en silencio. Kinter aguardó unos instantes; luego, al ver que ella no se dejaba exasperar, continuó:

—Has hecho que la vida me resulte un poco incómoda en ciertos aspectos, Índigo. Primero, tú y ese maldito gato impedisteis arreglarle las cuentas a Veness, y ahora parece que además le has ido con cuentos a la familia. Es una lástima. Significa que tengo que elaborar una nueva estrategia para acabar con el resto. Pero entretanto tengo que decidir qué hacer contigo.

Índigo lo observó con atención. A pesar de su aparente despreocupación se daba cuenta de que las manos que sujetaban la ballesta estaban bien colocadas y listas, y sabía que el menor movimiento que pudiera malinterpretarse le haría disparar. Sin embargo, tenía la impresión de que no quería

dispararle..., al menos, de momento.

La sonrisa de Kinter se convirtió en una mueca.

—¿En qué piensas, Índigo? ¿Te preguntas por qué no me limito a atravesarte el corazón con una saeta y acabar con esto?

Ella intentó mantener la voz firme y segura.

—Me lo he preguntado, sí.

—Bien, puedes estar tranquila, mis motivos no pueden ser más racionales. No pienso recrearme ante ti por mi triunfo y saborear el espectáculo de ver cómo retuerces las manos, desesperada, antes de morir. —Dio otro paso, hacia ella; automáticamente Índigo retrocedió hasta volver a dejar la misma distancia entre ambos antes de comprender con inquietud que eso era lo que él esperaba y deseaba que ella hiciera—. He pergeñado un plan mucho más práctico. —Se interrumpió, luego siguió—: Mira a tu espalda.

Volvió la cabeza. A unos metros de distancia, sobre la nieve revuelta, yacía con las piernas y brazos extendidos el conde Bray. En la muerte ya no resultaba aterrador; sólo patético. E, irónicamente, había por fin soltado el hacha y el escudo, que se encontraban a su lado, uno a cada lado de sus brazos.

Índigo volvió otra vez la cabeza y el corazón le dio un vuelco. En un instante, tan fugaz que no podía estar segura de si realmente había presenciado la transformación o simplemente la había imaginado, Kinter se desvaneció y en su lugar apareció una figura mucho más familiar. Los ojos plateados se burlaron de ella, los labios sonrientes se entreabrieron para mostrar los afilados dientes felinos, el cabello —una pálida aureola— flotaba etéreo impelido por una ráfaga caprichosa de viento. Entonces Némesis desapareció y Kinter volvió a estar allí, Índigo se quedó con una furia abrasadora bullendo en su cerebro... y empezó a comprender.

«Así pues», pensó, «aquí estás por fin, mi malvada hermanita. Me preguntaba cuánto tardarías en presentarte o dónde te manifestarías. Pero no me he dejado embaucar por tus esfuerzos para engañarme. Sé que realmente no acechas tras los ojos de Kinter; no posees el poder de confundirte con un ser humano, y sea lo que sea, Kinter sigue siendo humano. No. Me parece que sé dónde te escondes y lo que esperas hacer.»

Kinter le dedicó una leve sonrisa.

—Retrocede un poco más —ordenó. Ella obedeció, y él la siguió, manteniendo siempre la misma distancia entre ambos—. Un poco más. Eso es.

Se encontraba ahora junto al cuerpo del conde. El escudo, oscuro en contraste con la nieve y despidiendo un fulgor apagado bajo la luz del sol, estaba a pocos centímetros de su bota izquierda. Kinter sujetó la ballesta con más comodidad y la joven vio que sus dedos se curvaban sobre el disparador.

—Te daré a elegir, Índigo —dijo con voz impasible—. Puedes morir ahora con el vientre atravesado o puedes tentar a la suerte con la misma locura que se apoderó de mi tío. Toma el hacha y el escudo y te dejaré marchar... a menos, claro está, que me ataques, en cuyo caso me limitaré a dispararte aquí mismo. —Hizo una mueca, descubriendo los dientes por un instante—. Tal y como he dicho, es una posibilidad. Y eso es mejor que nada, ¿no?

Índigo creyó comprender su razonamiento. Si tocaba una sola vez aquellas armas, se vería poseída por la demencia que había destruido al conde Bray. Si se volvía enloquecida en contra de Kinter, éste se limitaría a matarla antes de que pudiera tocarlo. Pero existía otra posibilidad: la atracción de la granja y de los Bray supervivientes. Podría verse atraída de regreso allí, ¿y cuántos estragos podría provocar antes de que le dispararan o acabaran con ella? ¿Suficientes para permitir a Kinter que la siguiera y terminara lo que ella hubiera empezado? Oh, sí; era posible. Y aunque las probabilidades de que tuviera éxito e hiciera el trabajo de Kinter por él eran remotas, para Kinter valía la pena correr el riesgo. Aunque fracasara no habría perdido nada.

—¿Bien? —La voz de Kinter se abrió paso entre sus revueltos pensamientos—. Decide, Índigo. No pienso perder más tiempo. La muerte o las armas.

Dirigió una rápida mirada de reojo en dirección al bosque. No se veía ninguna señal de sus amigos aunque sospechó que Grimya intentaba comunicarse con ella; pero no permitiría que la loba consiguiera penetrar en su cerebro (no debía permitirlo). Por una vez, debía prohibirle a Grimya que fuera en su ayuda, por el bien de ambas.

Un pensamiento, una súplica atravesó su mente, mantenía atrás, mantenía a salvo... y una visión momentánea del rostro orgulloso y bello del tigre de las nieves parpadeó como un espejismo en su cabeza. Luego desapareció, y sólo quedaron ella, el difunto conde y Kinter.

Bajó los ojos hacia el cadáver y contempló el hacha y el escudo que habían sido la némesis del conde Bray. Su némesis: ahora, con una ironía que ignoraba en él, Kinter quería que fuesen la de ella. El escudo reflejó una apagada y borrosa imagen de su rostro y, por un instante, aquel rostro pareció ser más pequeño, más estrecho, sucio y burlón. Ah, sí. Ella tenía razón. Sabía que tenía razón. Y el riesgo (quizás el mayor riesgo de toda su ajetreada vida) debía correrlo en ese momento.

Índigo se puso en cuclillas y extendió las manos en dirección a las armas. Vaciló un momento, levantó la vista hacia Kinter una vez más, y de repente vio a través de su envoltura de carne y hueso hasta llegar a su misma esencia: corrupción, codicia, envidia (obsesiones mezquinas y muy humanas). Kinter no sabía con lo que estaba jugando, demasiado ensimismado para darse cuenta de lo que había liberado. Ojalá se lo pudiera mostrar. Ojalá pudiera mantener el control. Ojalá lo consiguiera.

Su mano izquierda se deslizó por el asidero del escudo, al mismo tiempo que la derecha se cerraba alrededor del mango del hacha.

Era como tocar... pero no podía contenerlo; ni su mente ni su cuerpo podían asimilar la colosal y estridente conmoción que surgió rugiendo de las tinieblas como un tornado, aplastándola y desmenuzándola... Índigo escuchó un aullido espantoso y ululante que rasgaba el aire... pero no, no era su voz, no podía ser, eso no, no ese aullar inhumano...

Los brazos se le habían convertido en granito. Su peso la clavaba contra el suelo, y en cada mano sostenía un fuego al rojo vivo que empezaba a fundir la carne que le cubría los huesos. El suelo se tambaleaba bajo sus pies, como si algo enorme, innominable, se alzara tras un sueño de siglos en las profundidades de la tierra. No podía ver... El mundo era un caos de relámpagos negros, lunas plateadas, calor abrasador y frío destructor; y una voz, no la suya, otra voz, gigantesca, insensata, espeluznante, empezó a rugir una y otra vez en su cerebro diciéndole ¡MATA! ¡MATA! ¡MATA! Y ella volvió a gritar, en terrible armonía ahora con la voz, el desafío de un alma en pena, una advertencia funesta: le era imposible contener la monstruosa energía, el odio desmedido, devastador, demoledor que llenaba cada una de las partes de su ser, odio al mundo, odio a la vida, odio a sí misma, a... a sí misma...

—NNNN...

El grito cambiaba, hizo que cambiase, tenía que hacer que cambiase. Una palabra, un nombre.

NÉMESIS. Odio. Lo odiaba, y lo controlaría, porque no poseía ningún poder sobre ella, si ella lo deseaba, si podía abrirse paso entre el dolor, el miedo y las cadenas de una leyenda que intentaba convencerla de que su poder era mayor que el de ella. No era mayor: ella era la más poderosa de las dos. Sí, había que repetirlo y repetirlo, una letanía, un rito, un conjuro. ELLA ERA LA MÁS PODEROSA.

Una explosión de oscuridad se alzó ante Índigo, surgiendo como una erupción del vórtice ante el cual su conciencia, todo su ser, pendían como una mosca atrapada en la tela de una araña, Índigo abrió la boca, chilló y sus pulmones se hincharon cuando aspiró las tinieblas, las absorbió, les dio la bienvenida, sacó de ellas el mismísimo poder que ellas habían concentrado en su contra. Echó la cabeza hacia atrás y, aunque su corazón parecía a punto de estallar, siguió aspirando, más y más y...

La explosión se convirtió en implosión, con un ruido que estalló más allá del ruido para convertirse en una conmoción titánica y silenciosa. Y el mundo se oscureció. Se volvió más que oscuro: todos sus sentidos se habían cerrado. Sin visión: sin sentido del oído, sin sensaciones. Se dio cuenta de que se había situado fuera del tiempo, quizás incluso fuera del espacio tal y como lo conocía. Entre mundos. Su mundo, y... ¿qué? No lo sabía. Pero eso, realmente, era la nada.

Sostenía aún el hacha y el escudo; sabía que estaban allí, a pesar de no poder sentir su fría realidad entre los dedos.

Y no estaba totalmente sola. No era Kinter: él estaba lejos, muy lejos en el mundo de la vida, paralizado en ese último instante cuando Índigo tocó las armas malditas, mientras ella penetraba en otro lugar. No; no era Kinter. Sino algo.

Índigo parpadeó. Y al instante, con un débil «clic» musical como si alguien hubiera golpeado un cristal con la punta de la uña, una escena apareció ante sus ojos.

Némesis se encontraba de pie sobre una tarima en lo que era un remedo de la gran sala de Carn Caille. Detrás de la demoníaca criatura, fantasmas familiares se movían con los gestos grotescos de los espectros, sus labios formaban mudas palabras, sus manos amontonaban comida invisible sobre platos invisibles y elevaban copas invisibles en brindis inexistentes. Su padre, su madre, su hermano: títeres, representando rituales que ya no tenían el menor significado.

Y Némesis sonrió, y dijo:

—Bienvenida a casa, Índigo.

Levantó el escudo. Ya no resultaba pesado y, aunque todavía resplandecía como si estuviera al rojo vivo, no desprendía calor. Sólo frío. Un frío intenso, implacable. Sostuvo el escudo ante ella y balanceó el hacha, una sola vez. Hendió el rostro del demonio y vio cómo su malévola sonrisita se trocaba en mueca de sorpresa, cómo sus ojos plateados parecían a punto de saltarle de las órbitas, cómo un torrente de sangre plateada brotaba del delgado cuello...

Índigo miró a través de la aureola de su cabellera plateada, y volvió a parpadear. «Clic». La escena se desvaneció. Y ante ella, sobre una roca pelada cubierta de ceniza negra, vio un broche de estaño, toscamente forjado en forma de ave. Clavó los ojos en él y el broche cobró vida. El ave, lisiada al parecer, agitaba débilmente las alas pero era incapaz de alzarse y volar. Entonces vio el punto central del ojo, que la contemplaba con astucia. Un ojo plateado.

Levantó el hacha, y abatió el arma con fuerza sobre la diminuta ave. Ésta se rompió en mil pedazos, Índigo parpadeó con ojos que eran ahora de color plata.

«Clic». El dorso de la carta de la fortuna era plateado y, cuando Némesis sonriente le dio la vuelta, vio la luna negra y el mar y la repugnante serpiente que se alzaba entre las aguas.

El hacha se balanceó en el aire. La cabeza de Némesis se partió en dos cuando la hoja la golpeó en la coronilla. La carta cayó revoloteando, descendió, se desvaneció, desapareció.

Índigo sonrió, mostrando sus afilados dientes gatunos, y parpadeó.

«Clic». Y en una sala putrefacta, una figura surgió entre resplandeciente luz blanco azulada y se colocó frente a ella como un diabólico anfitrión saludando a un huésped querido y largo tiempo esperado.

—Bienvenida, hermana —dijo Némesis—. Te esperaba.

—Y yo —repuso Índigo—, te esperaba a ti.

Sintió crecer el manantial, un torrente, una catarata de poder. El hacha empezó a refulgir, el escudo llameaba como un sol cautivo, Índigo empezó a balancear el hacha por encima de su cabeza con ritmo hipnótico, dando vueltas, y vueltas, y más vueltas. Oyó el aullante zumbido de la hoja, advirtió la ráfaga de aire helado que levantaba al efectuar su movimiento giratorio... y con una violencia inhumana dejó caer el brazo y el aullido del hacha quedó ahogado por otro cuando la hoja partió a Némesis en dos.

Y Némesis y la putrefacta sala desaparecieron. De nuevo se encontraban en un lugar de oscuridad y silencio totales, y volvía a no sentir nada. Incluso los latidos de su corazón parecían haberse detenido. Pero sabía lo que había hecho. Este había sido su primer desafío, el primer abismo que debía cruzar: y lo había cruzado. Ahora se mantenía aparte de lo que se encontraba en el interior del hacha y del escudo; había encontrado las fuerzas necesarias para mantenerse al margen y era dueña de sí. Ya no temía al demonio contenido en las armas, lo había contrarrestado con un demonio propio: la criatura diabólica que era la manifestación de su propia faceta tenebrosa. En ese momento, Némesis y ella eran una sola persona. Y como entidad eran más poderosas que la fuerza contenida en el hacha y el escudo. Ese otro demonio podía haber provocado la locura en el conde Bray: pero la criatura formada por la fusión de Índigo y Némesis no sería tan fácil de derrotar. Podían luchar contra él. Podían destruirlo. Todo lo que debía hacer era mantener lo que tenía, seguir controlándolo. Mantener el control. Y en cuanto a Kinter... Clavó los ojos en las tinieblas que tenía delante, y pareció que una delgada línea vertical de luz otorgara a la oscuridad cierta repentina perspectiva. Ah, sí. Sus afilados dientes sonrieron; su cabellera plateada resplandeció al alzar la cabeza unos centímetros. Sus ojos plateados parpadearon. Y salió de la nada, regresó a la nieve fría y a la luz resplandeciente del sol invernal para presentarse ante el hombre que quería matarla.

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