Aunque no se hizo la menor mención de ello, Índigo sospechó que Grimya y ella no habían sido las únicas en oír al tigre aquella noche. La atmósfera alrededor de la enorme mesa de la cocina a la hora del desayuno era contenida y un poco tensa: Rimmi se mostraba torpe; Livian y Reif, de malhumor, y Veness extrañamente silencioso, Índigo cambió de opinión sobre su impulso inicial de sacar a colación el tema y contar a los otros lo que había oído: a pesar de carecer de evidencia real para respaldar su impresión, sospechó que cierta atmósfera de temor iba ligada al felino, y parecía prudente no decir nada.
La tormenta seguía sin dar la menor señal de querer amainar, pero había tareas esenciales que no podían posponerse ni siquiera con el mal tiempo. La granja estaba escasa de trabajadores ahora que la ventisca imposibilitaba que el acostumbrado contingente de hombres como Grayle y Morvin vinieran desde sus lejanos hogares, y el ofrecimiento de Índigo de ayudar fue recibido con gratitud. Envueltos en pieles, Kinter y ella salieron al aullante pandemónium para transportar forraje desde el inmenso granero situado junto a la casa hasta el relativo refugio de los establos. Cruzaron el patio entre resbalones y traspiés, las cabezas vueltas como nadadores en medio de una corriente para protegerlas de la galerna que amenazaba con derribarlos a cada paso. Las dependencias se alzaban sombrías y espectrales en la oscuridad. Por encima del aullido de la tormenta se escuchaban erráticas e irreales voces que gritaban y el tintineo metálico de los cubos, mientras Veness y Reif, en la bien protegida caseta del pozo, sacaban agua para humanos y animales por igual, y en el establo del ganado, Brws y Rimmi ordeñaban las dos vacas y alimentaban a las aves domésticas encerradas en el corral.
No dejaron de trabajar durante las cortas horas de luz diurna, descansando sólo para tomar un rápido almuerzo y tener la oportunidad de descongelar las manos y pies helados ante los fogones de la cocina. Terminado por fin el trabajo con el ganado, Veness y Reif se unieron a ellos para iniciar la batalla de limpiar la nieve que se amontonaba y deslizaba por el patio. Pero era una lucha desigual; con la misma rapidez con que se barría caía la nieve, la ventisca arrojaba nuevas oleadas contra ellos y, al fin, a grandes gritos para hacerse oír por encima del rugir del • viento, Veness mandó hacer un alto mientras la arremolinada blancura de la mañana empezaba a hundirse en una penumbra aullante y traicionera.
En el interior de la casa, el contraste producido por el silencio y la quietud tras la algarabía exterior fue muy agudo y, durante los primeros minutos, los desorientó. Advirtieron que gritaban como si la galerna siguiera soplando a. su alrededor y les arrebatara las palabras. Los oídos de Índigo resonaban aún con el eco del estrépito de la tormenta, reducido ahora a un murmullo lejano y lúgubre gracias a la protección de las gruesas paredes de la casa. Aturdida por el calor, la luz y la quietud, cambió complacida sus ropas por otras secas que Livian había dejado calentándose junto al fuego de su habitación, y se reunió con los demás para la cena comunal en la sala comedor.
Esta vez no hubo incidentes que echaran a perder la reunión y, para alivio de Índigo, parecía que Veness había olvidado (o al menos dejado de lado) cualquier resentimiento que hubiera podido sentir ante su rechazo de la noche anterior. Las tensiones personales quedaron diluidas ante la dureza de aquel día de trabajo; Índigo había sido ahora aceptada con decisión y espíritu pragmático como otro par de manos en la lucha por la supervivencia, e incluso la actitud suspicaz de Reif se había relajado un poco aunque seguía sin dirigirle casi la palabra. De vez en cuando durante la cena la muchacha dirigía rápidas miradas a la repisa donde colgaban el hacha y el escudo medio ocultos entre las sombras pero, pese a que su malévola presencia le producía cierto malestar, estaba demasiado cansada para prestarles mucha atención y, a medianoche, subía ya las escaleras en dirección a su habitación acogedora y caliente en busca del descanso de una noche de sueño profundo.
El tigre de las nieves no regresó. No hubo ninguna perturbación en toda la noche, sólo el ruido incesante de la ventisca que empezaba ya a volverse tan familiar y, en cierta forma, tan tranquilizador, como el silencio de cualquier noche de verano. El día siguiente transcurrió de manera muy parecida al anterior aunque Índigo se vio estorbada por el terrible dolor de unos músculos no acostumbrados al trabajo duro, y regresó a la casa al anochecer tan entumecida que apenas si podía andar. Carlaze le echó una mirada y luego empujó a los hombres fuera de la cocina, censurándolos por permitir que su invitada se agotara hasta tales extremos. Acto seguido llenó de agua caliente un gran barreño situado frente a los fogones, añadió un brebaje hecho de hierbas, e insistió en que Índigo se sumergiera en el agua perfumada para aliviar el cuerpo dolorido. Bañada y envuelta en toallas mientras la muchacha rubia se deshacía en atenciones con ella, y Livian y Rimmi preparaban la comida en medio de un confortable caos a su alrededor, Índigo empezó a sentirse como un miembro más de la familia... Una sensación agradable, pero a la vez algo inquietante. Permaneció en silencio durante la cena, y se fue a la cama temprano, escuchando los apagados sonidos de las conversaciones y las risas que le llegaban desde abajo. Se quedó dormida en medio de una curiosa sensación donde se mezclaban la felicidad y el desasosiego.
Al día siguiente se despertó antes del amanecer. Durante algunos minutos fue incapaz de discernir qué la había despertado, pero entonces se dio cuenta de que el mundo se había quedado total y asombrosamente silencioso. La tormenta había cesado.
Se sentó en la cama y tanteó a su alrededor en busca de pedernal y yesca para encender la lámpara. El extraordinario silencio después de tres días de tormenta parecía casi una intromisión. Tuvo que sacudir la cabeza varias veces y apretar las palmas de las manos contra las orejas, hasta conseguir convencerse de que aquella paz era real y no un sueño. Brilló una chispa. La mecha de la lámpara prendió y la muchacha le dio más fuerza, llenando la habitación de formas de luz ambarina y sombras sepia. Sonrió al ver que Grimya estaba ya despierta y junto a la ventana. La loba se volvió y su cola se agitó ansiosa.
—¡Ha pa... parado de nevar! —anunció—. El mundo vuelve a estar en silencio. ¡Podemos salir!
Índigo sabía que Grimya había sido muy desdichada durante los dos últimos días. Odiaba estar encerrada pero, como no podía ayudar en ninguna de las tareas al aire libre, no pudo hacer otra cosa que permanecer en la casa con las tres mujeres de la familia Bray. En aquellos momentos arañaba ansiosa los postigos de la ventana con una pata, Índigo se deslizó fuera del lecho y fue a descorrerle el pestillo.
Ante ellas apareció un mundo blanco y silencioso que brillaba etéreo bajo un cielo negro repleto de estrellas. La luz de las estrellas proyectaba las débiles pero discernibles sombras de la casa y los establos sobre la nieve, y Grimya dejó escapar un gañido de placer, al tiempo que su cuerpo se estremecía.
—Es como los in...viernos de mi pa... país —dijo entusiasmada.
Índigo sonrió, y soltó el pestillo de la ventana acristalada, abriéndola unos centímetros. Un aire helado que la dejó sin respiración se introdujo al momento por la rendija, trayendo el olor del hielo y de los pinos. De inmediato aparecieron los recuerdos de vivificantes mañanas heladas en Carn
Caille, cuando los vientos potentes de los glaciares meridionales cesaban por un breve espacio de tiempo y el mundo parecía silencioso, limpio y recién estrenado. Carn Caille y las Islas Meridionales estaban en la otra punta del mundo ahora, y las constelaciones que flotaban sobre este amanecer de invierno le eran desconocidas, pero la sensación purificadera era la misma.
No quería volver a la cama. La había contagiado la excitación de Grimya, desterrando por completo el cansancio. Así pues se vistió y bajó las escaleras en silencio. La loba le pisaba los talones. La cocina aún estaba caliente, los fogones encendidos, y dejó salir a Grimya a la helada anticipación de la aurora antes de llenar la enorme tetera en el cubo de agua que habían entrado la noche anterior y ponerla a hervir para preparar la infusión matutina. Mientras la tetera empezaba a sisear y borbotear agradablemente, sacó harina de trigo y avena de sus respectivos envases y amasó pasta para preparar hojuelas, sonriendo con melancolía para sí al pensar en el contraste con su vida de antaño en Carn Caille. Entonces no tenía que hacer tareas domésticas, no tenía que cocinar, alimentar animales, ni barrer la nieve: sólo se ocupaba de labores y placeres propios de la hija de un rey, mientras los criados satisfacían todas sus necesidades diarias. No obstante ahora le resultaba difícil recordar cómo había sido la vida en aquella época. Su mundo había cambiado tanto..., ella había cambiado tanto...
Grimya regresó, los ojos encendidos de satisfacción y la lengua colgando. Había estado revolcándose por la nieve, y se sacudió violentamente en la entrada antes de penetrar en el interior. Su hocico se estremeció mientras recogía los diferentes aromas de la cocina, y anunció:
—Tengo hambre.
—Terminaré esto y te buscaré algo de comer —le dijo Índigo con una sonrisa—. ¿Está bien la nieve?
—Mu... mucho. Y me parece que pu... puede haber buena caza.
Sin duda los habitantes de la casa agradecerían un poco de carne fresca, pensó Índigo; debía preguntar a Veness o a Kinter qué tipo de caza se encontraba en la zona. Depositó en el suelo un cuenco de agua para que Grimya bebiera y, mientras terminaba las hojuelas, la puerta interior se abrió y entró Veness.
—Índigo. —Estaba sorprendido aunque intentó con toda intención minimizar el embarazo que le producía encontrarla allí sola—. ¡Vaya, sí que eres madrugadora!
—El silencio me despertó, por extraño que parezca.
—No es nada extraño. —Veness flexionó los hombros y giró la cabeza de un lado a otro para mitigar cualquier resto de entumecimiento—. Nos hemos acostumbrado tanto al ruido estos días que lo echaremos de menos algún tiempo. La calma que sigue a la tormenta... Por la Diosa, es un alivio, ¿verdad? Podremos andar por ahí de nuevo y trabajar de verdad. —Calló, luego hizo una mueca—. Veo que Grimya ya ha aprovechado el cambio.
—Odia permanecer encerrada durante mucho tiempo —dijo Índigo. La tetera hervía, y colocó una bolsita de hierbas para infusión y especias en una jarra de cobre antes de llenarla de agua y depositarla sobre los fogones para que hirviera a fuego lento—. La infusión estará lista en unos minutos. Y he preparado pastelillos.
—No era necesario que te molestases. Debieras haber esperado a Livian. La oí moverse, bajará enseguida.
—Me gusta poder hacer algo para ganarme el sustento.
Índigo descolgó los tazones de sus ganchos, consciente de que su voz y movimientos eran poco naturales y demasiado formales, pero se sentía incapaz de relajarse en su presencia. Era la primera vez que estaban solos desde aquella primera noche; sin Kinter, Reif o al menos una de las mujeres para suavizar la tensión, y le resultaba difícil mirar a Veness a los ojos o comportarse con despreocupación.
Se produjo un silencio, durante el cual fue consciente de que los ojos de Veness la observaban. Entonces, de modo casual pero con deliberada intención, Veness le preguntó:
—¿Qué tal eres como tiradora con esa ballesta tuya?
La pregunta la cogió desprevenida y se volvió sin poder disimular la sorpresa. Veness estaba apoyado en el respaldo de una silla, y en su rostro brillaba una amplia sonrisa. La muchacha le devolvió la sonrisa un tanto indecisa.
—Bastante buena.
—Kinter me estuvo hablando del arco anoche. Tengo entendido que le enseñaste los principios básicos. Es bastante diferente de las armas que utilizamos por aquí. Kinter se quedó impresionado, y dijo que debería verlo por mí mismo, así que ahora que ha pasado la tormenta y podemos ir más allá del patio otra vez, ¿te importaría hacerme una demostración?
Al parecer estaba decidido a hacer caso omiso de su cautela y a derribar las barreras, Índigo asintió con la cabeza, insegura de sí misma aún pero llena de simpatía por él, deseosa de aliviar la tensión.
—Con mucho gusto —respondió.
—Estupendo. Voy a sacar la troika para ir al bosque después del desayuno. Hay un grupo de leñadores trabajando en un campamento y quiero comprobar que no han tenido problemas durante la tormenta y llevarles más provisiones. Ven conmigo, te enseñaré a conducir la troika a cambio de que me enseñes cómo manejar el arco.
Grimya irguió las orejas y dijo en silencio:
«¡Eso me encantaría! Habrá mejor caza en el bosque.»
Índigo dudó, pero sólo un momento. Había estado aguardando una oportunidad de compensar a Veness, no deseaba que pensara mal de ella: al contrario, deseaba su aprobación y amistad aunque apartó rápidamente la idea de su mente antes de que la obligara a cuestionarse los motivos. Además, quizás el bosque guardara la clave del enigma del tigre de las nieves. Aunque fuera ilógico, Índigo estaba convencida de que la aparición del enorme felino —primero para ayudarla cuando se vio amenazada por el borracho Corv y los otros, luego para lanzar su desafiante rugido durante la segunda noche de su estancia en la granja— era significativa en alguna forma. No sabía si tenía algo que ver con su misión: pero cualquiera que fuese la verdad, quería averiguar más.
—Sí; me gustaría —dijo a Veness—, gracias.
El se echó a reír.
—¡No me des las gracias tan deprisa! ¡Para cuando hayamos terminado de cargar todo ese peso muerto de provisiones y lo hayamos descargado allí para reemplazarlo con unos cuantos cientos de troncos, puede que te hayas arrepentido de haber aceptado ir!
Por primera vez Índigo se relajó lo suficiente para sonreírle.
—Me arriesgaré —declaró.
El sol era una bola roja en el horizonte, que arrojaba largas y débiles sombras sobre la nieve, cuando la cargada troika salía del patio de la granja con siseo de patines y tintineo de las campanillas de los arneses. Índigo iba sentada junto a Veness en el asiento del conductor, Grimya se instaló en el hueco que quedaba a sus pies, golpeando excitada la cola contra las piernas de Índigo. Atravesaron el arco de piedra y emergieron a un mundo de deslumbrante blancura bajo un cielo que se volvía cada vez de un azul más intenso a medida que el sol describía su reducido arco. La luz que se reflejaba sobre la nieve era cegadora, Índigo y Veness se echaron sobre los ojos los extremos de sus capuchas de piel para protegerlos, y sujetaron con más fuerza las orejeras alrededor de las mejillas. El frío era intenso y a la vez estimulante, Índigo se sujetó con fuerza a la barra de madera que tenía delante cuando dejaron atrás la casa y los establos, y la troika empezó a adquirir velocidad. Los tres caballos que tiraban de la troika (dos bayos y un tordo) estaban acostumbrados a las adversidades climáticas y se movían con seguridad sobre la nieve helada; tan llenos de energía reprimida y ansiosos por estar al aire libre como Grimya después de tres días de encierro, se lanzaron a temible velocidad en dirección sudoeste. Los peludos cascos eran una mancha borrosa, las crines y las colas ondeaban al viento como estandartes deshilachados. Tras ellos dejaban una estela blanca de nieve arremolinada que levantaban los patines. Veness le gritó por encima del ruido y el campanilleo:
—¡Dejaremos que los caballos se desahoguen un poco, luego puedes tomar las riendas y veremos qué tal te desenvuelves!
Ella asintió con la cabeza y luego dijo:
—¡No creía que pudieran correr tan deprisa sobre la nieve!
—¡Sería otra historia si la nieve no estuviera helada y dura! Si estuviera más blanda, tendríamos que recurrir a los perros..., y en cuanto se inicie el deshielo será imposible ir a ningún sitio. —Volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa—. ¡Así que lo mejor será que aprovechemos mientras dure!
Índigo asintió de nuevo, y devolvió su atención al paisaje que los rodeaba y a la excitación que le producía esta nueva experiencia. El viento le azotaba el rostro y cantaba en sus oídos con un zumbido lastimero que se entremezclaba con la música de las campanillas de los arreos, y el paseo resultaba muy agradable a pesar de lo accidentado del terreno. Era casi como navegar, pensó, como navegar en un bote pequeño pero veloz con la marea a favor y viento de popa. Casi tenía la impresión de que si miraba hacia adelante no vería los traqueteantes lomos y erguidas orejas de los tres caballos sino una vela hinchada y agitada. Bajó los ojos hacia Grimya y vio que la loba tenía el hocico levantado en dirección al aire que golpeaba y echaba atrás su moteado pelaje.
«¿Feliz?», inquirió en silencio.
«¡Sí! ¡Soy muy feliz!», respondió la loba con la lengua afuera.
Llegaron al campamento de los leñadores en poco más de una hora, Índigo había tomado las riendas de la troika durante un rato para ver si podía conducirla. Manejar tres caballos enormes enjaezados en hilera era muy diferente de montar uno solo. Se sentía lejana y fuera de control, y en varias ocasiones el trineo se balanceó de manera alarmante cuando los caballos, poco seguros de sus instrucciones, perdían el paso. Pero no se produjo ningún accidente y, a pesar de que ella consideró que se debía más al sentido común de los caballos que a sus propios esfuerzos, Veness insistió en que poseía una aptitud natural, y predijo que no tardaría mucho en poder manejar ella sola el tiro.
Llevaban veinte minutos corriendo en paralelo al bosque que se encontraba ahora a menos de un kilómetro en dirección oeste; y Veness, que volvía a tener el control de la troika, lanzó un agudo silbido a los caballos y tiró de las riendas. El trineo viró hacia la derecha y, al tiempo que el terreno se volvía más empinado y su velocidad disminuía, Índigo vio un hilillo de humo azul que se elevaba entre los árboles. Se acercaron más y distinguió la masa de una cabaña de piedra allí donde se había talado un bosquecillo de coniferas. Había varias cabañas de madera alrededor de la de piedra y, desperdigados algo más allá, los desperdicios habituales que indicaban la presencia de seres humanos. Se veían figuras en movimiento; alguien descubrió la troika y un grito atravesó débilmente el terreno helado hasta ellos. Al cabo de dos minutos se detenían en el campamento levantando una gran cortina de nieve.
Había diez leñadores en el campamento. La cabaña de piedra, como Veness le explicó durante el trayecto, había sido su hogar temporal desde hacía ya más de un mes, mientras llevaban a cabo la acostumbrada limpieza otoñal del bosque, retiraban árboles muertos o enfermos, plantaban nuevos, limpiaban las zonas de matorrales y, algo de vital importancia, cortaban la leña que alimentaría los fuegos de los hogares de todas las propiedades de los Bray mientras durara el frío. El inesperado inicio del invierno había convertido su tarea en una labor apremiante; ahora trabajaban contra reloj para completar la tala antes de que nuevas ventiscas los obligaran a suspender el trabajo.
Los leñadores eran hombres fuertes y resistentes, de aspecto tosco y modales burdos, sin el menor vestigio de delicadeza. La aparición de Índigo en medio de ellos propició gritos de aprobación, acompañados por buen número de observaciones y gestos obscenos, pero los comentarios eran totalmente inofensivos —destinados según su código, tal y como comprendió la muchacha, a ser tomados por cumplidos— y la alegría y buen humor de los hombres pronto acabó con su suspicacia inicial. Se le prodigaron infinidad de mimos a Grimya, y dos de los hombres encontraron en sus menguadas provisiones restos de carne que, aunque resecos y un poco rancios, la loba comió para complacerlos.
No tuvieron dificultad en encontrar manos dispuestas a descargar el trineo, y, una vez que las provisiones quedaron bien almacenadas en la cabaña, el jefe de los leñadores sugirió que a lo mejor Veness querría dar un paseo por el bosque con él para inspeccionar la última zona despejada.
—¿Quieres venir con nosotros? —preguntó Veness a Índigo.
La muchacha negó con la cabeza, y palmeó la ballesta y el carcaj que ahora llevaba colgados del hombro.
—Pensaba que a lo mejor podría llevarme a Grimya y ver qué clase de caza puedo encontrar — dijo. Se calló, dirigiendo una rápida mirada al grupo de leñadores—. Es decir si...
Veness comprendió.
—No te preocupes, no volverá a repetirse lo sucedido con Corv. Para empezar, están todos sobrios; por lo que he podido averiguar no han tenido mucha elección, se quedaron sin licor durante la ventisca. Se correrán una gran juerga esta noche con los nuevos suministros, pero ahora no te molestarán.
—Gracias. Espero que no pensarás...
—No, no, no te culpo por ser prudente. Nos veremos más tarde. —Extendió la mano como si fuera a tocarle el brazo, luego pareció pensarlo mejor—. ¡Buena caza!
Índigo y Grimya se pusieron en camino siguiendo el linde del bosque. A pie la marcha era laboriosa, pero caminando con cuidado por entre los apiñados árboles de hoja perenne, que habían evitado que la nieve se acumulara demasiado, consiguieron avanzar con cierta rapidez, y pronto dejaron de oír los ruidos del campamento y se encontraron en medio de una profunda y silenciosa quietud. No soplaba el viento, ni siquiera una ligera brisa; parecía que tras el final de la tormenta los elementos se habían quedado sin energías, al menos de momento, y el único ruido que quebraba el
silencio era el suave siseo de sus pies sobre la nieve.
Grimya olfateó el aire, alertados sus instintos depredadores, e Índigo contempló los dibujos moteados de luz y sombra que los rayos de sol producían al filtrarse entre los árboles, en busca del menor atisbo de movimiento que pudiera revelar la presencia de un ave o un ciervo. Cuando llegaron al claro, estaba en un principio demasiado ensimismada para observar la hilera de huellas que atravesaba el pedazo de lisa nieve virgen, y fue Grimya. quien corrió primero hacia ellas con la nariz pegada al suelo. Entonces se detuvo en seco, al tiempo que se le erizaba el pelaje del lomo y un ronco gruñido brotaba de su garganta.
—¿Qué sucede? —Índigo avanzó con esfuerzo por la nieve para reunirse con ella, y la loba levantó la cabeza. Tenía la boca abierta y enseñaba los dientes con fiereza, llena de terror. Se apartó unos pasos mientras Índigo se agachaba para examinar mejor las huellas.
Un animal grande..., muy grande. De pie almohadillado, y con las garras totalmente retraídas... Sintió que el pulso se le aceleraba al darse cuenta de que probablemente sólo podía haber una clase de bestia en el bosque capaz de dejar aquel tipo de huella, y el terror de Grimya confirmaba su suposición sin la menor duda.
—El tigre... —Lo dijo en voz baja mientras se incorporaba y miraba hacia el lugar donde las huellas se desvanecían bajo el dosel del bosque, luego se volvió ansiosa hacia la loba—: Grimya, ¿cuánto tiempo hace que fueron hechas estas pisadas?
«¡Demasiado poco! ¡Índigo, esto no me gusta! ¿No irás a seguirlas? Por favor...»
—Todo va bien, cariño. La verdad es que no creo que el tigre quiera hacernos ningún daño. Pero es como si... —Y se dio cuenta de que no podía explicarle a Grimya lo que sentía con respecto al felino. Sus ideas eran demasiado vacilantes y confusas; y la reacción de la loba se obnubilaría por el instinto animal que la obligaba a temer al tigre en contra de cualquier razonamiento.
Sin embargo no podía dejarlo así. El tigre podría estar cerca: podría incluso estar observándolas en aquel mismo instante, aunque lo dudó, ya que Grimya habría detectado su presencia sí hubiera estado cerca. Deseaba encontrarlo; a pesar de que no podía explicarse aquel impulso ni siquiera a sí misma, necesitaba encontrarlo.
Se volvió de nuevo hacia la loba.
—Grimya, quiero seguir estas huellas.
«No...»
—Escúchame, cariño. No puedo explicarte con claridad lo que esto significa, pero de la misma forma que tu instinto te dice que huyas del tigre, el mío me dice que vaya en su busca. Es importante.
—«¿Por qué?», inquirió Grimya. pesarosa.
—No lo sé. Pero tengo la sensación de que en alguna parte existe un vínculo entre el felino y nosotras. Cuando lo encontramos, nos ayudó, ¿recuerdas? Alejó a Corv y a los otros en un momento en que podrían haber intentado matarnos.
«Lo sé. Pero...»
—No creo que tengamos ningún motivo para temer al tigre de las nieves, Grimya. Me parece que es nuestro amigo. Y quiero volver a encontrarlo.
Grimya lanzó un gañido lastimero. No lo comprendía, no podía y, aunque a Índigo le conmoviera su terror, le era imposible de todas formas dejar escapar aquella inesperada oportunidad.
—No tienes por qué venir conmigo —siguió diciendo con afecto, con dulzura—. Regresa al
campamento y espérame allí. No tardaré.
—N... no. —En su angustia la voz de la loba apenas si podía distinguirse de un gruñido lastimero—. ¡No puedo! ¡Ten... tengo que quedarme con...tigo!
—No estoy en peligro, —Índigo se agachó otra vez y tomó la cabeza de Grimya entre sus manos, acariciando las sedosas orejas—. Por favor, querida. No te inquietes... Regresa al campamento.
Grimya empezó a protestar de nuevo, muy confundida entre su lealtad y temor por la seguridad de Índigo, y el terror que le impelía a desear salir corriendo en busca de la seguridad de la cabaña de piedra y de los leñadores. Pero antes de que las palabras pudieran formarse en su garganta, su hocico se ensanchó de repente involuntariamente al llegarle un nuevo y fuerte olor.
Se quedó rígida. Sus ojos se clavaron en un punto situado más allá, detrás de Índigo, y sus pensamientos se convirtieron en un aterrorizado caos.
Índigo se volvió en redondo. A tres metros de distancia, enmarcados por los árboles y el revoltijo de matorrales cubiertos de nieve, unos ojos serenos y dorados la contemplaban desde un rostro inmóvil cubierto de un pelaje color crema.
«Grimya...»
Estupefacta pero a la vez luchando por mantener la calma, intentó transmitir tranquilidad a la loba; pero el intento llegó demasiado tarde. Grimya perdió los nervios y, con un gañido, giró sobre sus patas y salió corriendo, las orejas pegadas a la cabeza. Atravesó el claro como una exhalación y se perdió entre los árboles, en dirección al campamento. Contagiada por su terror, una parte de la mente de Índigo le aulló que la siguiera, que huyera, que saliera corriendo; pero otra parte de ella, más fuerte, la instó a mantenerse firme y aguardar. Por encima de todo, aguardar.
El tigre no se había movido. Ahora podía verlo con más claridad, a pesar de que su camuflaje entre el juego de sombra y luz del bosque era soberbio. Agitaba la cola y su aliento se condensaba en el aire frío en forma de vapor, pero aparte de estas pequeñas señales de vida se lo habría podido tomar por una estatua. Entonces, sin advertencia previa, percibió que algo penetraba en su mente: una cálida energía animal, aquella misma sensación de inteligencia preternatural que ya había experimentado en una ocasión, pero esta vez de forma más acentuada, como si el enorme felino intentara comunicarse con ella, Índigo se esforzó por aminorar su rápida respiración, intentó adaptar su mente a las curiosas e inquietantes sensaciones que se agolpaban en ella. Pero no sabía cómo hacerlo; sus poderes telepáticos eran demasiado limitados y la conciencia del tigre demasiado distinta. No podía comprender.
De pronto el tigre alzó la cabeza con un movimiento brusco, al tiempo que echaba las orejas hacia atrás, y el tenue lazo de unión entre ellos se rompió. Sorprendida, Índigo se tambaleó, dando un traspié para recuperar el equilibrio y, mientras lo hacía, el tigre se dio la vuelta con ondulante elegancia y se alejó entre los árboles.
—¡No! —Sus brazos se agitaron en el aire e hizo intención de avanzar—. ¡No, espera! ¡Por favor!
El animal hizo caso omiso. La vegetación se agitó, y las sombras se tragaron la rayada figura. Desesperada, Índigo empezó a avanzar pesadamente por la nieve, intentando correr. ¡No podía dejar que se fuera, ahora, después de eso! Había querido comunicarse con ella; no podía dejar que se le escapara de nuevo...
—¡Espera! —Un montón de nieve que los ecos de su grito habían perturbado resbaló de una rama al lanzarse al interior del bosque y le cayó encima empapándola de gélida humedad—. ¡Regresa!
¡Por favor, regresa! —El sentido común le dijo que el felino no la entendería, pero siguió suplicando, persiguiéndolo tambaleante mientras éste la dejaba atrás sin hacer el menor ruido.
Había otro claro más adelante. Por un instante la figura del tigre apareció con toda nitidez ante ella, iluminada por la luz del sol que se filtraba entre las copas de los árboles, Índigo aspiró con fuerza al distinguir otra figura que se escabullía en medio de los árboles al otro lado para ir a reunirse con el animal. Sólo percibió una brevísima impresión, pero fue suficiente para fijar la imagen de forma indeleble en su mente. Una figura humana, envuelta en cuero y pieles. Escuchó un sonido, un ronroneo gutural, el saludo de un tigre. Luego, en su precipitación, fue a dar contra una rama baja y, cuando consiguió apartarla y quitarse la nieve del rostro, ambos seres habían desaparecido.
Índigo penetró en el claro y se detuvo, mirando frenéticamente a su alrededor. Los árboles y los matorrales estaban inmóviles; el bosque totalmente en silencio. Igual que si fueran fantasmas, el tigre de las nieves y su misterioso acompañante se habían desvanecido.
Como fantasmas..., pero el tigre era real. Era de carne y hueso, estaba vivo, respiraba, poseía conciencia. No lo había soñado ni imaginado. Había ido hasta ella y había intentado comunicarse, y al verla incapaz de comprender, dio media vuelta y se metió otra vez en el bosque. Pero ¿por qué no esperó? ¿Por qué no lo intentó otra vez?
Privada de una respuesta que tuviera algún sentido, Índigo apretó los nudillos contra los ojos y sacudió la cabeza con fiereza. Un tigre de las nieves, que tenía un compañero humano; que la buscaba, pero que sin embargo temía o no quería quedarse cerca más que algunos instantes. No tenía sentido. No había un modelo, un lazo de unión, nada a partir de lo cual ella pudiera encajar aunque fuera una pequeña parte de las piezas del rompecabezas.
El trino de un ave a lo lejos le hizo dar un brinco, y se preguntó con un atisbo de esperanza si no se debería al paso denigre. Pero no se oyó ningún otro ruido y, finalmente, Índigo tuvo que admitir que seguir allí no servía de nada. Pobre Grimya..., sin duda debía de estar ya en el campamento, y sin duda acosada por la vergüenza, la culpabilidad y la preocupación. Quizás habría alertado a los leñadores obligándolos a ir en su busca, de modo que lo mejor era regresar, antes de que el campamento se alborotara.
Se dio la vuelta de mala gana y se dispuso a abandonar el claro, deteniéndose a cada paso toda vez que su enfebrecida imaginación creía captar algún leve sonido que pudiera haber sido causado por la presencia del tigre. Pero no había nada. Ni siquiera el vaho de una respiración o el eco de un ronroneo. Y por fin, obligándose a aceptar que no encontraría más rastros de la criatura, Índigo se volvió, sombría, en dirección al campamento, y abandonó el claro al silencio y la soledad.