Cuando Índigo despertó, el fuego se había consumido casi por completo y una triste y débil penumbra que pretendía ser la luz del día se filtraba por las rendijas de los postigos de la ventana. Permaneció unos minutos inmóvil, dejando que su mente separara el sueño de la realidad y escuchando el ahogado aullido de la tormenta que seguía rugiendo en el exterior. Poco a poco recordó lo ocurrido la noche anterior y, al evocar su encuentro con Veness, lo hizo con lenta y apaciguadora claridad en lugar de dejarse llevar otra vez por la consternación.
La familia del conde Bray de El Reducto. La familia de Fenran —una o dos generaciones después—, bajo cuyo techo Fenran había vivido y trabajado. Debía de hacer ya muchos años que su padre había muerto, pero a lo mejor todavía quedaba alguien, pensó Índigo llena de inquietud, que recordara la historia del hijo menor de cabellos negros que se peleó con los suyos y abandonó la tierra que lo vio nacer para iniciar una nueva vida en el lejano sur. El sorprendente parecido entre Veness y Fenran no podía ser pura coincidencia. Inconscientemente, sin quererlo, había traído al fantasma de Fenran de regreso al hogar abandonado hacía cincuenta años.
Se sentó en el lecho, de pronto angustiada, echó hacia atrás las sábanas y posó los pies en el suelo. Grimya no estaba en la habitación, pero la puerta estaba entreabierta; o bien la loba había conseguido manipular el picaporte o alguien la había dejado salir mientras Índigo dormía. Paseó la mirada a su alrededor, vio su equipaje amontonado junto a la cama y empezó a rebuscar en él para encontrar ropa limpia y reemplazar el camisón prestado que llevaba. No podía quedarse: debía ir abajo y dar las gracias a sus anfitriones, recompensarlos si es que querían aceptarlo, y marchar. No podía quedarse. Allí, no.
Cinco minutos más tarde, tras haberse vestido apresuradamente y con los cabellos peinados de cualquier forma, salió de la habitación y se encontró en un largo rellano. Una escalera ancha conducía a la planta baja de la granja; abajo se veía luz y se escuchaba el murmullo de voces. Vaciló, insegura de sí misma. Entonces una puerta se cerró con fuerza en alguna parte, una sombra cruzó delante de la luz, y la muchacha de aspecto ordinario que había entrado en su habitación unos instantes la noche anterior apareció abajo. Empezó a cruzar el vestíbulo y, como si percibiera algo, se detuvo y levantó la vista.
—¡Estás despierta! —La muchacha sonrió—. ¿Cómo te sientes?
—Mucho mejor, gracias.
—Baja y únete a nosotras. Aún queda algo de desayuno... Debes de estar muerta de hambre después de la prueba de ayer.
Sí que estaba hambrienta. Le devolvió la sonrisa con cierta vacilación, empezó a bajar las escaleras y se dio cuenta antes de llegar a medio camino de que sus palabras eran mentira. Le dolía todo el cuerpo y las piernas apenas la sostenían, amenazando con doblarse mientras descendía con los músculos agarrotados. La cabeza le daba vueltas y el estómago era un pozo sin fondo que le producía terribles náuseas. Al parecer la jovencita se dio cuenta de su estado ya que, cuando llegó al vestíbulo, una mano regordeta pero firme la sujetó con fuerza por el brazo y la condujo en dirección a una puerta abierta al otro lado donde brillaban con intensidad las lámparas.
—No estás tan bien como pensabas, ¿verdad? Ven a la cocina y nos ocuparemos de darte algo de comer. Tu perra loba está ahí también y ya ha comido.
La golpeó una oleada de calor y luz cuando la muchacha la hizo penetrar en una enorme habitación abovedada dominada por una mesa bien fregada y una cocina de hierro negra. Aquí, igual que en el dormitorio, los postigos de madera permanecían bien cerrados, Índigo parpadeó indecisa mientras el calor la envolvía y se hacía cargo de la relajada atmósfera. Jarretes salados de buey y cordero colgaban de las alfardas en redes hechas de cuerda, la luz se reflejaba en las sartenes de hierro y de cobre, y le llegó el aroma de pan recién horneado. Grimya se alzó de un salto de una estera extendida frente a los fogones y corrió a su encuentro.
«¡Índigo!» La voz mental de la loba rebosaba alivio. «¡Estás despierta! ¿Cómo te sientes?»
«Muy bien, cariño» Intentó ocultar la auténtica realidad en la respuesta.
«Todo el mundo es tan amable...», dijo Grimya. «Me dieron más comida de la que podía comer, y han estado hablando de ti muy preocupados.»
—Siéntate aquí, Índigo. —La jovencita empujó una silla de respaldo redondo hacia ella, Índigo se sentó y se inclinó para abrazar a Grimya—. Me llamo Rimmi. Te vi anoche, pero probablemente no me recuerdes. Estabas bastante débil.
—Te recuerdo. Me trajiste un poco de caldo en una bandeja.
—¡Eso es! —Rimmi la contempló satisfecha— Es una buena señal, dice mi madre; demuestra que tu cerebro no se ha visto afectado por lo sucedido. Algunas personas que quedan atrapadas en una ventisca pierden por completo la memoria, ¿sabes?, y se vuelven locas. Se... —Se interrumpió al entrar otra persona en la habitación—. Oh... Carlaze. Esta es Índigo. Salió entre la tormenta anoche. Madre ya te ha hablado de ella.
La recién llegada era algunos años mayor que Rimmi y mucho más bonita. Tenia los cabellos rubios, sujetos en una sola trenza que llevaba enroscada alrededor de la cabeza, y brillantes ojos marrón verdoso. Llevaba una bandeja cubierta que depositó junto a los fogones.
—Ésta es Carlaze —dijo Rimmi a Índigo—. La esposa de mi hermano.
—Hola, —Índigo le dedicó una débil sonrisa.
—Ya me he enterado de tu percance —dijo Carlaze—. Siento mucho lo sucedido..., todos lo sentimos. Kinter, mi esposo, le ha dicho a Veness que habría que azotar a Corv por lo que hizo.
Muy turbada por la franqueza de sus palabras, Índigo sacudió la cabeza.
—No tiene importancia. Fue sólo un malentendido.
—¿Un malentendido? —Carlaze enarcó las cejas—. No es eso lo que yo escuché. Además, Corv es el vaquero jefe aquí, y eso hace que su comportamiento resulte aún más inexcusable. —Entonces su expresión se suavizó—. Pero no debería estar aquí preocupándote. Rimmi, ¿no le has dado a Índigo nada de comer? Hay harina de avena, pan fresco y miel. Los hombres regresarán en cualquier momento y querrán otra infusión. Pon la tetera a hervir; hay un cubo de agua limpia junto a la puerta.
Rimmi, su breve atisbo de autoridad socavado por la personalidad más fuerte de Carlaze, corrió a obedecer, y la joven rubia se sentó en el borde de la mesa.
—Veness dice que tu suerte de anoche fue un milagro —observó con una sonrisa—. Seguro que no había más que una posibilidad entre mil de que encontraras la granja en medio de esta tormenta.
—Eso creo yo también —asintió Índigo—. Y os estoy muy agradecida a todos por ayudarme. Antes de que me vaya, espero que me dejéis que os pague de alguna forma.
—¿Irte? —rió Carlaze—. Estás de broma, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
Carlaze indicó con la cabeza en dirección a la ventana cerrada con postigos.
—Nadie sobreviviría más de cinco minutos en medio de esta tormenta. Es mucho más fuerte que anoche y tiene todo el aspecto de seguir así varios días todavía. Te quedarás aquí algún tiempo, Índigo.
Consternada, Índigo abrió la boca para protestar, pero se lo impidió la voz de Rimmi.
—¿Carlaze? —La muchacha había levantado la cobertura de la bandeja que Carlaze había traído—. ¿No ha...?
—No. —Carlaze la interrumpió con sequedad antes de que pudiera decir nada mas—. Y de nada sirve obligarlo, Rimmi, lo sabes tan bien como yo. Déjalo un rato. Veré lo que puedo hacer más tarde.
Rimmi se encogió de hombros y regresó algo taciturna a sus tareas. Carlaze empezó a cortar pan. Mientras lo hacía se escuchó el lejano estrépito de una puerta que se cerraba con fuerza en el otro extremo de la casa. Una ráfaga. de viento helado atravesó la cocina, haciendo que los jarretes salados se balancearan, y fuertes pisadas sonaron afuera, en el vestíbulo.
Veness apareció en el umbral, acompañado por otro hombre más bajo y corpulento. Carlaze giró la cabeza para mirarlos.
—Las botas fuera, por favor —ordenó con firmeza—. La tetera hervirá dentro de unos instantes.
Veness enarcó una ceja con gesto irónico y se sacó las botas de piel cubiertas de nieve; también había nieve en sus cabellos. Sus manos, a pesar de los guantes bien gruesos, estaban azuladas.
—Hay cinco personas en los barracones de los vaqueros que agradecerían una infusión, Carlaze —anunció; luego miró a Índigo y sonrió—. Buenos días, Índigo. ¿Cómo te sientes hoy?
Su compañero contempló a Índigo sin decir palabra mientras tiraba de una silla y se sentaba, intentando que su franco escrutinio no la intimidara, Índigo sonrió a su vez a Veness y dijo:
—Estoy muchísimo mejor, gracias.
—Me alegro de oírlo. Oh..., éste es Reif, mi hermano. Reif: te presento a nuestra afortunada refugiada, Índigo.
—Realmente afortunada. Hola, Índigo. —Sus ojos, grises como los de Veness, la midieron y pareció que no le gustara del todo... o no le inspirara confianza... lo que veía.
Rimmi trajo a ambos hombres una jarra de humeante infusión, y Carlaze dijo:
—Índigo hablaba de marcharse, Veness.
—¿Marcharse? —Igual que Carlaze había hecho antes, Veness se echó a reír, y Reif sonrió con severidad—. No te irás hasta que esta ventisca haya dejado de soplar por completo. Y no pienses ni por un momento que abusas de nosotros; siempre nos alegra tener un par de manos más. Además — Veness se interrumpió para tomar un buen sorbo de su bebida—, resulta que he visto un arpa entre tus cosas. ¿Eres un bardo?
—No, un bardo no. Pero la toco.
—Entonces, puedes tener por seguro que no te arrojaremos a los elementos: un nuevo músico que anime las noches será muy bien recibido, ¿eh, Reif?
—Desde luego. —Reif seguía mirando a Índigo inquisitivamente.
—Bien, pues. —Veness vació su taza y se puso en pie—. Tenemos trabajo que hacer, así que lo mejor será que nos pongamos en marcha. Carlaze y Rimmi cuidarán de ti... Oh, y nuestros exaltados muchachos tendrán algo que decirte más tarde.
Índigo se sintió enrojecer.
—La verdad, Veness, no hay necesidad de eso.
—Sí, claro que sí. Lo de anoche lo dije en serio. —Tomó sus botas y guantes y se los puso de nuevo—. ¿Listo, Reif? Señoras, nos veremos más tarde.
A pesar de sus afirmaciones de que estaba totalmente repuesta, a Índigo no se le permitió ayudar en las tareas de la casa. Livian, que entró en la cocina minutos después de marchar Veness y Reif, descartó de plano sus ofrecimientos, diciéndole con firmeza que ese día al menos tendría que descansar y no pensar siquiera en ninguna actividad que exigiera esfuerzo. Podía hacerles compañía, pero Livian no le permitiría hacer nada más.
Y así pues, Índigo y Grimya pasaron la mayor parte del día en medio del ajetreo y la cálida atmósfera de la granja, en compañía de las tres mujeres. Su actividad era una distracción; evitaba que la mente de Índigo se desviara demasiado a menudo o demasiado dolorosamente hacia el recuerdo de la increíble ironía de su situación, de modo que con el paso de las horas empezó a formarse una idea más coherente de la familia Bray.
Había tenido la impresión de que Veness ostentaba el título de conde Bray, pero pronto descubrió que no era así. El conde actual, le dijo Livian, era el padre de Veness, el hermano de su difunto esposo. En esos momentos se encontraba enfermo, y Veness, por ser el primogénito, ocupaba su puesto hasta que se recuperara.
—Lamento que esté enfermo —dijo Índigo—. Eso debe hacer que mi presencia resulte aún más molesta.
—En absoluto —le aseguró Livian, y Carlaze, que la oyó, expresó su firme asentimiento—. La enfermedad del conde no es seria... al menos eso creemos. Esperamos que no tarde mucho en estar repuesto. —Dirigió una rápida mirada a Carlaze; una mirada curiosa, pensó Índigo, que parecía implicar la advertencia de no dar más explicaciones—. Y si estuviera en condiciones, habría sido el primero en darte la bienvenida.
Índigo se preguntó qué tipo de enfermedad podría ser. Y a había averiguado que Livian (que era tal y como había supuesto, la madre de Rimmi y Kinter, el esposo de Carlaze) era una viuda que, tras la muerte del marido, había llevado a su familia a vivir bajo aquel techo y adoptado el papel de señora de la casa. De todo esto, Índigo dedujo que el conde Bray debía de haberse quedado viudo recientemente, y supuso que a lo mejor la enfermedad era consecuencia de su dolor. Livian, sin embargo, no hizo la menor mención a ningún luto, y la muchacha prefirió no preguntar directamente.
Descubrió que Veness tenía dos hermanos: Reif, a quien ya conocía y de quien sospechaba le había tomado una inmediata antipatía, y Brws —pronunciado Broze con la típica inflexión de El Reducto que todavía le resultaba extraña y no había conseguido dominar—, que tenía quince años. El hijo de Livian, Kinter, tenía la misma edad que Veness y era, le confió Livian con orgullo, un elemento valioso para la granja; él, junto con Veness y Reif, era el eje alrededor del cual giraban todos los asuntos de la propiedad.
La finca en sí era una entidad mucho más extensa y compleja de lo que había pensado Índigo. El interés primordial de los Bray, igual que el de sus vecinos, era el ganado vacuno; pero además también criaban varios miles de ovejas en extensos terrenos situados algunos kilómetros más al norte, y controlaban zonas de bosque que se cultivaban para sacar madera, lo mismo que cultivaban el resistente grano que alimentaba a sus animales. Livian le dijo que realmente no tenía ni idea de cuántos hombres estaban empleados en las tierras de los Bray, pero debían de ser más de cien. Todos ellos vivían en pequeños poblados y granjas situados dentro de los límites de la finca. Y mientras los hombres trabajaban y gobernaban la tierra, esta enorme y vieja casa, la piedra angular de toda la propiedad, era por su parte el dominio de un pequeño matriarcado que se cuidaba de los asuntos domésticos de la granja. Un arreglo satisfactorio y práctico que le recordó a Índigo intensamente su hogar de la infancia, Carn Caille. Incluso la misma casa, cuadrada y sólida, construida con piedra, pizarra y madera, diseñada para soportar los peores inviernos, casi polares, recordaba la severa pero a la vez segura atmósfera de Carn Caille. Todo en ella era antiguo pero cómodo; no había opulencia ni grandiosidad, sin embargo la casa de los Bray respiraba una calidez que no precisaba riquezas ni adornos sofisticados.
No obstante había una cuestión que mortificaba a Índigo. Algo que Veness le dijo la noche anterior: que no había habido nadie llamado Fenran en la granja desde antes de que naciera su padre. ¿Cuántos años tendría Veness?, se preguntó. Alrededor de veinticinco, probablemente; de modo que su padre tendría cincuenta o más. Eso significaba que el último Bray que había llevado el nombre de Fenran debía de haber muerto —o haberse visto alejado de su familia— hacía por lo menos cincuenta años. Cincuenta años atrás... Un escalofrío gélido y viscoso le recorrió el cuerpo mientras se preguntaba si el actual conde Bray no habría tenido un tío al que jamás había conocido...
Pero no podía hacer esa pregunta. Confundida entre el anhelo y el temor de averiguar la respuesta, no podía reunir el valor para preguntar. Y quizá, le aconsejó una vocecita interior, sería mejor no saberlo; no resucitar por segunda vez el fantasma que el asombroso parecido de Veness con su perdido amor había despertado en su corazón, dejarlo tranquilo y olvidar, si es que podía.
La rutina de las tareas domésticas continuó sin interrupción durante toda la jornada. Poco después del mediodía tuvo lugar algo parecido a una dura prueba, cuando Índigo tuvo que enfrentarse con sus cuatro asaltantes del día anterior, a quienes Veness había reunido y enviado a disculparse. Nadie quiso atender su ruego de que no necesitaba ni deseaba una disculpa formal; lo que Veness decía era al parecer ley, y en esto no admitía la menor discusión. Los cuatro (Corv con el brazo en cabestrillo) se colocaron en hilera frente a ella en el vestíbulo, y cada uno dijo su parte por turno. Se los veía tan avergonzados como ella misma, y su contrición era genuina; aunque tuvo la sensación de que Corv le guardaba rencor por la deshonra que significaba haber sido herido por una mujer, cosa que por lo que pudo averiguar lo convirtió en blanco de muchas burlas. Pero hicieron las paces, y, cuando los hombres se marcharon para regresar a sus distantes alojamientos, Índigo se sintió segura de que ya no habría más problemas.
Por la tarde durmió un rato, vencida por la reaparición del agotamiento que hizo que casi se adormeciera en la silla delante de los fogones. Carlaze, al darse cuenta, la acompañó de inmediato y con firmeza hasta su habitación y, aunque estaba furiosa consigo misma por demostrar tal debilidad, Índigo fue incapaz de permanecer despierta una vez tumbada en la cama. La verdad era que sus fuerzas se habían debilitado; lo sufrido la noche anterior había hecho más mella de lo que creía y, muy contrariada, durmió hasta que Rimmi vino a decirle que estaban a punto de servir la cena, y que todos esperaban que se hubiera recobrado lo suficiente para unirse a la familia en el comedor.
La cena, según descubrió Índigo, era algo parecido a un ritual en la familia Bray. Terminado el trabajo, se reunían para charlar sobre los acontecimientos del día y relajarse en mutua compañía. A Índigo y a Grimya se las incluyó en esa íntima atmósfera como si se tratara de amigas de toda la vida. Había nuevos rostros: Brws, el hermano menor de Veness, y Kinter, sentado junto a Carlaze frente a Índigo. Existía un gran parecido entre Kinter y Rimmi, aunque la robustez que ambos habían heredado, y que no servía precisamente para acrecentar los encantos de Rimmi, resultaba muy atractiva en su hermano. Kinter tenía los cabellos castaños, una mirada amable y un rostro anguloso. Carlaze y él hacían buena pareja, pensó Índigo.
La conversación giró al principio sobre cuestiones cotidianas. Al parecer Veness y Kinter habían desafiado el mal tiempo para inspeccionar una sección de cercado que la ventisca había derribado, y que, dijo Kinter sombrío, sería imposible reparar hasta que mejoraran las condiciones climáticas. No afectaría en absoluto al ganado, ya que todos los animales habían sido trasladados a sus cuarteles de invierno, pero ahora que una sección se había caído, no había duda de que caerían otras más, lo cual significaba que habría que dedicar muchas horas de trabajo a hacer reparaciones.
—¿Cuándo crees que amainará la tormenta? —inquirió Carlaze.
Su esposo se encogió de hombros y miró a Veness, quien dijo:
—Aún durará otro día, posiblemente más.
Reif arrugó el entrecejo.
—Por si fuera poco, es más fuerte ahora que esta mañana. No había visto una tormenta como ésta tan a principios de invierno en muchos años. Vamos a tener un invierno duro, ya veréis como no me equivoco.
Índigo escuchó en silencio la conversación y tras el último comentario de Reif levantó la mirada, preocupada.
—Si eso es cierto, y el invierno va a ser particularmente duro —dijo—, no debo aplazar el viaje más de lo necesario. Tan pronto como termine esta tormenta, lo mejor será que me ponga en marcha lo antes posible.
Veness la contempló con incredulidad, y Reif lanzó una aguda carcajada.
—¿En marcha? —repitió con acritud—. ¡Bromeas, claro!
Veness le dirigió una rápida mirada y luego se volvió hacia Índigo.
—Lo que mi hermano intenta decir, aunque podría haberlo expresado con más sutileza, es que es probable que no exista la menor posibilidad de que nos abandones hasta dentro de unos cuantos meses.
La muchacha se quedó boquiabierta.
—¿Unos cuantos meses? Pero...
Veness la interrumpió con suavidad:
—El invierno está empezando, Índigo, y en El Reducto no se puede jugar con el invierno. Ni siquiera los más curtidos de nosotros se atreverían a emprender un viaje largo en esta época del año y, por tu equipaje, es evidente que es un largo viaje lo que tienes en mente. —Aguardó a que ella se lo confirmara, y al fin la joven asintió de mala gana—. Bien, pues entonces no tienes otra opción más que quedarte.
Índigo sintió que su pulso se aceleraba.
—¡Pero no puedo imponeros mi presencia durante tanto tiempo!
—No es una cuestión de imponer nada; es una cuestión de simple necesidad —repuso Veness—.
Y yo, por lo menos, me alegraré de que te quedes con nosotros.
Todos los reunidos alrededor de la mesa asintieron, aunque Reif pareció un poco menos entusiasta que el resto, Índigo no sabía qué pensar ni qué decir. No podía pasar el invierno entero bajo aquel techo. No importaba lo amables que fueran sus anfitriones, ni la calurosa acogida que le brindaran, no podía permanecer en esa casa con sus terribles remembranzas, con Veness allí, a quien apenas se atrevía a mirar directamente. Y sin embargo no podía explicar a esta familia hospitalaria y
bien intencionada por qué sentía lo que sentía.
—A lo mejor Índigo no quiere quedarse con nosotros —dijo Reif de repente.
Había visto su malestar y malinterpretado la expresión de su rostro, y era evidente por el tono de su voz que lo había tomado como un insulto, Índigo replicó apresuradamente:
—No... No, de veras, no es eso; no es eso en absoluto. —Se obligó a pasear la mirada por toda la mesa y a clavarla finalmente en Veness—. No hay nada que me gustara más. —Era mentira—. Pero... tengo que irme. Tengo cosas urgentes que hacer en el norte, y...
—¿Tan urgentes que estás dispuesta a arriesgar la vida por ellas? —preguntó Veness.
—Bueno, no, pero... seré una carga para vosotros. Livian me ha dicho que vuestro padre está enfermo. No puedo causaros tantas molestias. Ya habéis sido demasiado amables conmigo.
—Ahora escúchame, Índigo. —Veness le sonrió, mientras se inclinaba hacia ella desde el otro lado de la mesa. Le habría tomado la mano, pero ella la retiró, intentando hacer que el gesto pareciera puramente casual—. Comprendo lo que te preocupa, y aprecio tu inquietud. Pero quiero que te olvides de todas esas ideas sobre causarnos molestias, y que las olvides ahora mismo. Será un placer tenerte como nuestra invitada todo el tiempo que sea necesario, y eso zanja la cuestión. No puedo decirlo de forma más clara, ¿no crees?
Su sonrisa se había ensanchado hasta convertirse en una sonrisa abierta y cálida, Índigo comprendió con pesar que estaba atrapada. No podía rehusar la hospitalidad de aquellas personas sin ofenderlas o, de lo contrario, verse obligada a contarles toda la verdad; no se veía con ánimos para adoptar una u otra opción.
Grimya, que hasta aquel momento había permanecido sentada bajo la mesa y no había hecho el menor comentario, le envió de repente un mensaje mental.
«Creo que debemos aceptar lo que dicen, Índigo. Sé lo doloroso que debe de ser para ti estar en este lugar., pero la verdad es que creo que debemos quedarnos y sacarle el mejor partido posible a la situación.»
Con su acostumbrado sentido común la loba había comprendido y aceptado que era la única respuesta posible a su dilema. La resistencia de Índigo se vino abajo. Grimya tenía razón: debían quedarse. Considerar cualquier otra posibilidad era una locura.
Parpadeó, y con un esfuerzo de voluntad volvió a mirar a Veness.
—Gracias, Veness. La verdad es que no puedes decirlo con más claridad, y me has tranquilizado. Me siento..., las dos nos sentimos, muy agradecidas.
Al parecer consiguió no dejar traslucir incertidumbre en su voz, ya que Veness no percibió nada raro y se limitó a mirarla complacido.
—Entonces está decidido. Y os doy la bienvenida, oficialmente, quiero decir, a nuestra casa. — Levantó su jarra de cerveza—. Por nuestras nuevas amigas, Índigo y Grimya.
—¡Índigo y Grimya!
Se repitió el brindis, y Rimmi, que había tomado un sorbo demasiado grande de su jarra, empezó a balbucear y toser. Kinter se inclinó sobre ella para palmearle la espalda, y Carlaze se deshizo en incontenibles carcajadas. El incidente sirvió para disipar cualquier tensión que aún flotara en el ambiente y, una vez que Rimmi se hubo recuperado, la atmósfera se relajó y todo el mundo empezó a hablar sin cumplidos. Carlaze preguntó a Índigo de dónde venía y, aunque como sucedía siempre en tales momentos, la pregunta le produjo un momentáneo estremecimiento, Índigo habló a los allí reunidos sobre la Compañía Cómica Brabazon con quienes Grimya y ella habían viajado por el continente occidental. Durante los últimos años había descubierto que las anécdotas sobre su estancia con aquella familia ambulante era una forma segura de distraer la atención de los demás y evitar que intentaran averiguar más cosas de su pasado. Sus compañeros escucharon con avidez el relato hasta que Veness dijo:
—¡Índigo, eres una narradora nata! No sé cómo tus amigos pudieron dejarte marchar.
La muchacha sonrió. La atmósfera de la velada y la cerveza que había bebido actuaron como un bálsamo sobre ella; estaba más relajada de lo que podía recordar haber estado en mucho tiempo.
—Mis talentos no son nada comparados con los de ellos —repuso—. Constancia en particular, es el cabeza de familia, y posee tal habilidad para describir un buen relato como probablemente no lo posee nadie en todo el oeste. Una leyenda, un misterio, el fragmento de un rumor, y Constancia puede transformarlo en un deslumbrante entretenimiento.
Rimmi hipó. Se había llenado la jarra más a menudo que los demás, según había visto Índigo, evitando subrepticiamente que su madre la viera y, en esos momentos, estaba algo más que un poco bebida. También había intentado en un cierto número de ocasiones monopolizar la atención de Veness, pero sin éxito, Índigo sospechó que la cerveza le servía de compensación.
—Es una lástima —dijo con voz algo entrecortada— que nunca viniera aquí. Imaginaos qué historia habría podido sacar de esa vieja reliquia.
Mientras hablaba, agitó una mano con gesto vago en dirección a la enorme chimenea de la estancia y al instante se hizo el silencio. Veness y Reif intercambiaron una rápida mirada, y Kinter le dedicó una furiosa, mientras Brws clavaba la vista en su plato como si deseara poder deslizarse bajo la mesa y desaparecer.
Livian fue la primera en recuperar el dominio de sí misma, extendiendo una mano para apartar la jarra de Rimmi fuera de su alcance.
—¡Es suficiente, Rimmi! —regañó.
Las mejillas de Rimmi se pusieron rojas como la grana.
—Lo... lo siento. No quería...
—No importa, Rimmi. —La voz de Veness era firme aunque se percibía en ella cierto enojo reprimido—. Pero no queremos insistir en ese tema, por favor.
Índigo clavó los ojos en la chimenea, preguntándose qué podría haber causado tan extraordinaria reacción entre sus compañeros. El hogar y la parrilla no tenían nada de extraordinario, a pesar de su tamaño impresionante, y la ennegrecida repisa no sostenía nada fuera de lo corriente. Pero entonces descubrió que encima de la repisa colgaba algo que se le había pasado por alto o al menos no había percibido de forma consciente). Un escudo redondo y pesado, oscurecido por el tiempo y la falta de lustre; y, colgada en diagonal sobre el escudo, un hacha de aspecto temible.
¿Podrían ser ésos el objeto de la desafortunada alusión de Rimmi? Paseó la mirada por la mesa, pero todos los demás, incluida Rimmi, habían vuelto con determinación su atención a la comida. El momento para pedir una explicación había pasado; pero se preguntó si, más adelante, podría persuadir a Livian o a Veness para que le contaran algo más. Porque en el preciso instante en que levantó la vista para mirar aquellas viejas armas descuidadas, una desagradable intuición pasó por su mente, ofreciéndole la respuesta a una pregunta que, ahora lo comprendía, había hecho todo lo posible por evitar tener que hacerse.
Se llevó inconscientemente una mano al cuello, palpando la tira de cuero de la que pendía la piedra-imán. Nadie observó su gesto, pero Grimya, alerta como siempre al más leve parpadeo de la mente de su amiga, percibió el pensamiento antes incluso de que se formara por completo. «Sí», dijo, «yo también me lo pregunto. ¿Es posible?»
«No lo sé.»
La conversación se reanudaba. Veness dirigía un esfuerzo concertado para eliminar la tensión creada por el irreflexivo comentario de Rimmi. Alguien volvió a llenar la jarra de Índigo; la muchacha sonrió mecánicamente para dar las gracias pero su mente estaba en otro lugar. Llena de inquietud añadió, dirigiéndose a Grimya otra vez:
«Pero ojalá estemos equivocadas.»