CAPÍTULO 14


—No sabía que estuviera allí. —Kinter estaba sentado ante la mesa de la cocina, los puños sobre la superficie y el rostro desprovisto de todo color—. Si me hubiera dado cuenta, si hubiera pensado... Pero Reif y Livian me habían calmado; pensé que había regresado a su habitación...

Veness posó una mano sobre el hombro del otro, Índigo, levantando los ojos desde donde estaba agachada junto a la sollozante Livian, vio brillar lágrimas en sus ojos grises.

—No fue culpa tuya, Kinter. ¡La Madre sabe que no fue culpa tuya!

—¡Pero lo fue! —Kinter se negaba a ser consolado—. ¡Tendría que haber tenido más cuidado! Pero estaba tan ansioso de que Reif supiera lo sucedido... —Meneó la cabeza, incapaz de terminar, y se cubrió el rostro con las manos.

Índigo se volvió discretamente de nuevo hacia Livian, sentada abrazándose a sí misma y balanceándose adelante y atrás, Índigo preparó una pócima sedante, dando gracias en silencio por los elementales conocimientos curativos que su nodriza de tantos años atrás le había enseñado. Poco a poco Livian se fue tranquilizando bajo sus efectos. Pero nada podía hacer desaparecer el recuerdo de lo sucedido ni devolver las vidas de los que habían muerto en la carnicería cometida por el conde Bray.

El relato de Kinter sobre los espantosos acontecimientos acaecidos fue breve y espeluznante. Al llegar a la granja montado en el caballo de Índigo, corrió hasta la casa para encontrar que, en lugar del pandemónium que temía, Reif y Livian habían conseguido entre ambos calmar al conde hasta el punto de que, aunque de mala gana, se dejaba convencer por Livian para abandonar el comedor y regresar a su dormitorio. Tan pronto como le pareció que el conde no podía oírlo, Kinter se llevó a Reif aparte y le contó a toda prisa el macabro descubrimiento hecho en el campamento forestal... Pero, de pronto, tuvo que detenerse bruscamente al ver que los ojos de Reif se clavaban de improviso y con horror a su espalda. Y, al darse la vuelta, Kinter se encontró cara a cara con el conde Bray, que lo miraba con la expresión taladrante e insensata de un demente...

Intentaron detenerlo, dijo Kinter. Lucharon con él, forcejearon para hacerlo retroceder mientras intentaba abrirse paso hacia la repisa de la chimenea. El conde empezó a bramar de forma horrible e ininterrumpida, como un buey herido de muerte. El resto de la familia acudió corriendo, pero ni siquiera sus esfuerzos combinados fueron suficientes. La locura del conde Bray había despertado en él una fuerza tremenda, casi inhumana, y los apartó a un lado, dejando a Reif sin sentido del golpe y apartando a Livian de una patada cuando ésta hizo un último y desesperado esfuerzo para detenerlo. Se arrojó sobre la repisa y extendió los brazos hacia arriba. Sus manos se cerraron alrededor del escudo y el hacha, y los arrancó de la pared.

Sus rugidos se detuvieron al instante. Cuando se volvió para mirar a su horrorizada familia, el conde Bray empezó a reírse. Aquella risa le produciría pesadillas mientras viviera, dijo Kinter. Era una risa de implacable triunfo, de total desprecio por la vida. Era la risa de un alma que se había vuelto total e irrevocablemente loca. Y con una aterradora sonrisa demente que le cruzaba el rostro, el conde levantó el escudo frente a él y empezó a balancear el hacha describiendo con ella amplios y mortales arcos que hendían el aire como un péndulo monstruoso.

Brws fue el primero en morir. No había hecho otra cosa que interponerse trágica e inútilmente en el camino del conde durante aquellos primeros y terribles instantes, y fue abatido para morir entre alaridos mientras su padre le partía el cuerpo en dos junto a la chimenea a golpes de hacha. En la confusión que siguió, Rimmi fue a dar con el filo del hacha cuando ésta giraba en su dirección y cayó, derribando con ella a Livian y Carlaze. Kinter recibió un segundo hachazo pero por un milagro el filo sólo le produjo un rasguño en el brazo; no obstante, también él cayó al suelo, y vio que el conde, riendo todavía como un maníaco, saltaba sobre él, que permanecía medio atontado en el suelo, y salía a toda velocidad por la puerta.

Cuatro de los peones de la granja intentaron detener al conde Bray cuando salió de la casa hecho una furia haciendo girar el hacha sobre su cabeza. Tres habían muerto, el cuarto no era probable que viviese, y dos caballos perecieron asimismo en la carnicería antes de que el conde, riendo todavía, se desvaneciera entre las sombras que empezaban a adueñarse de la tierra.

Veness escuchó el relato y el informe sobre el número de muertos y heridos con rostro tan inexpresivo como el de una estatua de mármol. Sólo sus ojos mostraban alguna animación; brillaban de dolor, pena e ira en tal medida que Índigo no podía soportar mirarlos. Por fin Kinter calló titubeante y, por un momento, la cocina quedó inquietamente silenciosa con excepción de los sollozos de Livian, más suaves ahora que el sedante empezaba a surtir efecto. Luego Veness dijo con voz fría y remota:

—¿Dónde están los otros ahora?

Kinter miró a su alrededor aturdido, como si esperara que se materializaran. Luego se serenó con un esfuerzo.

—Carlaze está arriba con Rimmi. Rimmi está malherida; ha perdido mucha sangre... Carlaze está haciendo todo lo que puede, pero... —Sacudió la cabeza con impotente aflicción.

Veness cerró los ojos un instante.

—¿Y Reif?

—Cuando volvió en sí después del golpe, sa... salió en pos de tu padre. —Kinter levantó la cabeza bruscamente—. ¡Intenté disuadirlo, Veness, lo intenté, pero no quiso hacerme caso! Y no quiso que fuera con él; dijo que debía quedarme por si el conde regresaba...

—Tenía razón. Pero no debía haber ido.

De repente la máscara se resquebrajó, y la angustia apareció patente en el rostro de Veness. Abrió y cerró la boca, pero no encontró palabras que pudieran expresar lo que sentía. Al cabo de unos segundos recuperó el control de sí mismo.

—¿Carlaze no está herida?

—No..., ni Livian. Son las únicas.

Veness asintió. No había motivo para dar las gracias a la vista de tanto horror, pero se sintió agradecido de todas formas.

—Mi padre —siguió—. ¿Cómo se fue?

—A pie.

—¿Y Reif?

—Se llevó un caballo. —Kinter miró con inquietud hacia la ventana. Era ya noche cerrada y se podía oír que la tormenta de nieve iba adquiriendo fuerza—. No llegará muy lejos con este tiempo. Nunca alcanzará al conde.

—Esperemos que tengas razón. —La mirada angustiada de Veness se paseó velozmente por la cocina, entonces pareció tomar una decisión—. Voy a salir en busca de los dos. Me llevaré un trineo de perros; los perros llegan allí donde un caballo no puede avanzar con esta tormenta.

Kinter se puso en pie.

—Iré contigo.

—No. Estás herido...

—No es más que un rasguño. Veness, no puedo quedarme aquí esperando sin hacer nada; ¡tengo que hacer algo! ¡Por la Madre, deja que vaya contigo..., deja que repare mi imprudencia!

Veness vaciló.

—¿Y si regresa mi padre? ¿Quién protegerá a las mujeres?

—No regresará. Es a Gordo a quien quiere, no a nosotros. E incluso si regresara, Índigo puede proteger la casa tan bien como nosotros. Hay suficientes cerraduras y pestillos para impedirle entrar.

—Veness —intervino Índigo—, lo que Kinter dice es cierto. Si sucediera lo peor, puedo proteger a los otros. Pero... —Y de improviso, de forma espontánea, estalló antes de que pudiera controlarse—. ¡Pero no quiero que vayas!

Veness se volvió y la miró, Índigo sintió que su corazón se contraía. Una profunda y horrible sensación le formaba un nudo en el estómago, una espantosa aprensión intuitiva. Temía por él; no, mucho más que eso: estaba aterrorizada. Quería correr hacia él, aferrarse a él, suplicarle que no abandonara la casa. Pero no podía explicarse aquel sentimiento, y mucho menos hacerlo inteligible para Veness. Era demasiado primitivo, demasiado profundo. Cuando lo miró a los ojos, comprendió con desesperación que nada de lo que pudiera decir serviría.

—Hay que encontrarlo, Índigo —repuso Veness con suavidad—. Y hay que detenerlo. No podemos arriesgarnos a perder más tiempo.

La muchacha desvió la cabeza; comprendía todo lo que él no había dicho, todas las razones del porqué debía salir en su persecución, y no podía discutírselo. Pero tampoco podía vencer su propio instinto, y dijo con voz lastimera:

—¡Pues si tienes que ir, déjame ir contigo en lugar de Kinter! —Lanzó a Kinter una mirada de desesperación, suplicándole en silencio que la respaldara—. Está herido; y diga lo que diga, es seguro que la herida será un estorbo. Si se queda aquí para proteger a los otros, tú y yo podemos...

—No. —Veness habló en voz baja pero en tono tajante, y las esperanzas de Índigo se desvanecieron—. No tendría ningún sentido, Índigo. Kinter conoce la zona tan bien como yo, conoce los lugares más probables a donde puede haber ido y también los escondites. Lo necesito conmigo. Y además, tú puedes hacer aquí mucho más de lo que podría hacer él. —Dirigió una significativa mirada a Livian.

Sabía (aunque le hubiera sido imposible inducir a Veness a admitirlo) que su preocupación era, por encima de todo, la seguridad de ella; pero ni aun así tenía una respuesta para rebatir su razonamiento. Derrotada, asintió tristemente.

—Sí. Tienes razón. Comprendo. Pero... —Extendió los brazos impulsivamente y tomó sus manos—. Por favor, Veness, debes tener muchísimo cuidado. Tengo miedo por ti..., miedo de lo que pueda pasar.

Por un segundo Veness arrugó la frente, como si percibiera algo más profundo detrás de lo que, en apariencia, no era más que una preocupación natural. Luego apartó de sí la momentánea incertidumbre y miró a Kinter.

—Kinter, ¿quieres empezar a enganchar los perros? Me reuniré contigo en unos minutos.

Kinter se dio por aludido, pero se detuvo en la puerta al ocurrírsele una idea de repente.

—Índigo —dijo—, tu ballesta..., antes dijiste que podía cogerla.

—Sí. Sí, claro. —Le alivió que él lo recordara; podía resultar de gran ayuda a los perseguidores

del conde—. Está en mi habitación.

—Iré a buscarla. Y le diré a Carlaze que nos vamos; la tranquilizaré... —Dirigió a ambos una sonrisa rápida y forzada y abandonó la cocina.

Mientras sus pasos resonaban por las escaleras, Índigo y Veness se volvieron para mirarse. Sus manos seguían entrelazadas, Índigo sintió un nudo en la garganta cuando sus ojos violeta se encontraron con los ojos grises de Veness.

—Veness... —Tenía que decir la verdad; no podía ocultarla por más tiempo—. Tengo miedo por ti. Y no sé el motivo. Es una intuición.

—Lo tendré en cuenta —prometió solemne—. Pero tengo que ir en busca de mi padre de todas formas. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí. —Los dedos de Índigo se crisparon con fuerza sobre los de él—. Y todo lo que puedo hacer es rezar por tu éxito, y por que vuelvas sano y salvo.

Veness le sonrió con tanto cariño que la muchacha sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo entero.

—Eso significa más de lo que te das cuenta —dijo él con dulzura—. Llevaré esas palabras conmigo, Índigo. Me protegerán.

Y se inclinó para besarla. Ella le respondió instintivamente, sin detenerse a pensar y, cuando sus bocas se encontraron, le soltó las manos para rodearla con sus brazos. Una emoción violenta y enfática floreció en la mente de Índigo. Aturdida, hizo intención de hablar cuando por fin se separaron; pero no pudo. No podía expresarlo. La revelación fue demasiado repentina, y demasiado trascendental.

—Debo irme. —Veness la sujetó con fuerza por los hombros un instante, reacio a apartarse de ella—. Reza por mí, amor, como has prometido.

—Lo haré. Claro que lo haré. ¡Que la Madre te proteja! —Y antes de que pudiera volver a hablar, él había salido.

Índigo permaneció inmóvil, los ojos fijos en la puerta de la cocina. Oyó cómo Kinter volvía a bajar las escaleras, escuchó el doble portazo de la puerta principal y, a los pocos minutos, el ladrar ansioso de los perros de tiro al sacarlos de sus perreras y llevarlos al patio. Grimya, que durante todo aquel tiempo había permanecido en silencio bajo la mesa de la cocina, la observó con ojos inquietos. Había percibido lo bastante de la confusión en que se hallaban sumidos los pensamientos de Índigo como para adivinar el resto, y no deseaba entrometerse en aquel trance privado y doloroso.

Por fin Índigo cerró con fuerza los ojos con la intención de desterrar las imágenes que se agitaban en su mente. Se estremeció violentamente, luego levantó los ojos, se apartó los cabellos del rostro y se dio la vuelta. El ademán fue un intento doloroso y estudiado de parecer normal; no engañó a Grimya, pero ésta mantuvo la farsa.

«Livian duerme», dijo la loba en silencio.

Índigo dirigió la mirada hacia la silla en que estaba sentada la mujer, y vio que su cabeza reposaba contra el respaldo en forma de rueda. Livian tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta; el sedante y su agotamiento emocional se habían combinado para ofrecerle una escapatoria muy necesaria.

«Lo mejor será dejarla, descansar aquí», comunicó Índigo.

Los perros seguían ladrando en el patio y, para distraer sus pensamientos de Veness y su peligrosa misión, los volvió hacia Carlaze, que en el piso de arriba atendía a Rimmi, que se debatía entre la vida y la muerte. A lo mejor podría hacer algo por ella. Sus conocimientos sobre técnicas curativas eran rudimentarios, pero quizá sirvieran de ayuda. Y la compañía de Carlaze resultaría un bálsamo en aquellos momentos.

«Voy arriba», dijo a Grimya. «Cerraré y atrancaré la puerta principal, luego iré a ver si puedo ayudar a Rimmi.»

«¿Quieres que vaya contigo?»

«No, cariño. Quédate aquí y vigila a Livian. Y estate atenta por si sucede algo raro.»

Grimya inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Por un momento pareció que iba a hacer la pregunta que Índigo temía, pero con gran alivio por parte de la joven lo pensó mejor, se levantó y fue hacia la estera situada frente a los fogones, donde se tendió.

Índigo atravesó el pasillo a toda prisa, desviando la mirada de la puerta cerrada del comedor. Mientras corría los pestillos y colocaba la pesada barra en su lugar, oyó los ladridos cada vez más potentes de los perros y comprendió que el trineo se ponía en marcha; una voz de hombre lanzó un grito de aliento y los ruidos se desvanecieron poco a poco en el gemido del viento. Un nuevo torrente de emoción se apoderó de Índigo, cogiéndola desprevenida; se mordió el labio inferior y apretó la frente contra la áspera superficie de la puerta. Veness se había ido. Y ella no había sido capaz de admitir la verdad ante él; la verdad que la había golpeado tan fuerte e inopinadamente en aquellos breves instantes antes de que se separaran.

¿Qué era lo que le había dicho a Grimya pocos días antes? Que por encima de todo temía llegar a descubrir sus propios sentimientos. Y ahora, en un momento de crisis, se había visto obligada de improviso y sin remisión a enfrentarse con ese temor y a admitir lo que había sospechado desde el principio. Cuando él estaba a punto de partir, se dio cuenta de que temía no sólo por la seguridad de Veness sino también por ella misma. Por encima de todo lo demás, tenía miedo de perderlo.

Pero ahora Veness se había ido, y era demasiado tarde para decir lo que podría haberle dicho. Lo único que podía hacer era mantener su promesa de rezar por él: rezar para que la peligrosa misión tuviera éxito, para que Kinter y él regresaran sanos y salvos. Y rezar, también, para que la inquietante sensación de premonición que acechaba en su interior resultase falsa.

Con la cabeza apoyada aún contra la puerta, Índigo musitó:

—¡Madre de la Tierra, por favor, ayúdame ahora! ¡Protege a Veness..., por favor, protégelo!

Sus pestañas estaban húmedas cuando se irguió y se volvió. La casa parecía muy silenciosa, la ausencia de los sonidos familiares de actividad doméstica resultaba inquietante y opresiva. En el exterior, el viento aullaba burlón, golpeando contra la puerta como si quisiera derribarla, Índigo aspiró con fuerza, calmó su acelerado corazón y se dirigió hacia la escalera.

En la habitación de Rimmi se encontró con una escena desoladora. Rimmi yacía en silencio en la cama alta y estrecha, el rostro mortalmente pálido y las mejillas y ojos hundidos. Respiraba débilmente entre estertores, Índigo descubrió manchas de sangre en sus cabellos.

Carlaze permanecía sentada junto a la joven herida. Era evidente que había estado llorando, pero rehusaba admitir que sus emociones estuvieran ahora fuera de control y, con una calma rígidamente forzada, apartó las sábanas que cubrían a Rimmi para mostrar a Índigo los vendajes. El hacha había producido un corte oblicuo sobre la caja torácica de Rimmi, justo por encima del estómago; Carlaze consiguió detener la hemorragia, pero temía que sin tratamiento experto la herida no cicatrizase.

—No puedo hacer nada más por ella —dijo, volviendo el rostro y llevándose un puño a la boca al notar que su voz amenazaba con quebrarse—. No podemos llegar hasta un médico, y yo ni siquiera tengo los conocimientos sobre hierbas que tiene Livian... ¡Oh, Índigo, tengo tanto miedo de que muera! —Se cubrió el rostro con ambas manos y empezó a balancearse adelante y atrás.

Ver a Rimmi en aquel estado había sacado a Índigo bruscamente de su propia confusión. De repente su instinto práctico y racional afloró impetuoso a la superficie. Allí había algo que podía hacer, una ayuda que podía prestar. Echó una rápida mirada por la habitación. El fuego se apagaba y no había ninguna lámpara encendida. Necesitaría luz y calor; un poco de agua caliente, una vela, un pequeño trípode y un cuenco donde pudiera preparar sus pociones. A lo mejor no conseguiría más de lo que Carlaze ya había hecho, pero al menos podía intentarlo.

—Carlaze. —Posó una mano sobre el hombro de la muchacha rubia y notó que ésta se encogía sin querer—. Tengo algunos conocimientos curativos. No sé si serán suficientes para ayudar a Rimmi, pero puedo preparar una bebida que le alivie el dolor, y algo que la ayude a recuperarse de la conmoción. —Se detuvo al ver que Carlaze levantaba la mirada hacia ella con angustiada esperanza, luego añadió—: Y eso te dará la posibilidad de descansar un rato. Tú también has sufrido una conmoción; y también has sido dañada aunque no sea físicamente.

—No —replicó Carlaze, tozuda—. Estoy bien..., no necesito descanso.

—Oh, sí lo necesitas, y debes tomarlo. Dame sólo unos minutos para ir a buscar mi bolsita de hierbas y algunas otras cosas de la cocina, y te relevaré en tu vela mientras duermes algunas horas.

Carlaze dejó caer los hombros en señal de asentimiento.

—Puede que tengas razón. Estoy cansada. —Sacudió la cabeza como si intentara despejarla—. Echaré más leña al fuego y encenderé una lámpara. —Vaciló y su mirada se posó de reojo en el rostro de Índigo—. ¿Se han ido? ¿Kinter y Veness?

A mitad de camino de la puerta, Índigo se detuvo.

—Sí; se han llevado un trineo tirado por perros.

Carlaze hizo un signo religioso sobre su pecho.

—¡Que la Diosa los proteja!

—Amén —respondió Índigo con fervor; luego aventuró la pregunta que no se había atrevido a hacer a Veness—: Carlaze..., si encuentran al conde, lo matarán, ¿verdad?

Carlaze volvió la cabeza para mirarla.

—Kinter no dijo nada de eso, pero... me temo que no tienen otra elección. No pueden intentar desarmarlo sin correr un riesgo atroz; incluso aunque el conde no los matase, sólo tienen que tocar esas horribles armas por un instante y se verían poseídos también por la locura. Creo que tendrán que dispararle. No les queda otra alternativa.

Índigo no respondió. Comprendía la terrible implicación —si pueden— que Carlaze había dejado sin decir, y compartía su poca disposición a enfrentarse a esa idea. Abrió la puerta y empezó a abandonar la habitación, pero Carlaze la llamó.

—¿Es cierto, Índigo? —preguntó en voz baja—. ¿Lo de Moia?

—Sí —respondió Índigo—. Es cierto.

Carlaze asintió con expresión grave.

—Quise preguntarle a Kinter toda la historia, pero no había tiempo. Supongo... ¿No han encontrado a Gordo aún?

—No. Te contaré todo lo que pueda más tarde.

Otro gesto de asentimiento.

—Gracias. —Y Carlaze volvió a repetir el mismo signo religioso—. Pobre, pobre Moia. Que en paz descanse.

El sonido de una voz muy cerca de ella sacó a Índigo del sopor en que la habían sumido el cansancio y el calor soporífero del fuego. Salió de su ensueño con un sobresalto. Parpadeó atolondrada. Por un momento imaginación y realidad rehusaron separarse. Luego recordó dónde estaba y por qué, y se volvió rápidamente hacia la cama.

Rimmi estaba consciente. Tenía los ojos medio abiertos y su boca se movía; débiles sonidos le brotaban de la garganta, Índigo se inclinó veloz sobre ella, secándole la saliva de los labios con un paño humedecido. Rimmi intentó débilmente sujetarle el brazo.

—Está bien, Rimmi, todo va bien.

¿Cuánto tiempo habría dormitado? Era imposible estar segura, pero los leños de la chimenea aún no se habían consumido, de modo que dudó que hubiera sido más de media hora.

—Du... duele... —gruñó Rimmi—. Ohhh, du... duele...

—Quédate quieta —instó Índigo con suavidad. Tenía una bebida calmante junto a la chimenea para mantenerla caliente; fue a buscarla y la acercó a los descoloridos labios de Rimmi—. Bebe tanto como puedas. Sufrirás menos.

Rimmi tomó un sorbo, tosió violentamente y gimió de dolor, Índigo le limpió la barbilla y lo volvió a intentar. Esta vez consiguió que la muchacha bebiera una buena cantidad del brebaje. Se trataba de una fuerte cocción hecha con la savia de la amapola silvestre: a la vez que mitigaba el dolor era también un poderoso soporífero, y el sueño, consideró Índigo, era el mejor aliado de Rimmi en ausencia de un médico más hábil. Limpió y acarició la frente de la muchacha, murmurando palabras de consuelo. Luego, cuando Rimmi pareció volver a relajarse, alzó subrepticiamente las sábanas para comprobar el estado de los vendajes. La alivió descubrir que no estaban manchados de sangre fresca; de momento, al menos, no parecía que la herida se hubiese vuelto a abrir, Índigo se permitió abrigar cierta esperanza de que a lo mejor Carlaze se hubiera equivocado, y el hacha no hubiera producido una herida mortal. La arropó de nuevo y, cuando se enderezaba, Rimmi la sujetó de improviso por la muñeca y jadeó:

—¡Kinter!

Índigo sintió que la pena embargaba su corazón al mirar a la muchacha.

—Kinter no puede venir a verte, Rimmi —dijo—, pero está bien; está a salvo. No lo hirieron.

—¡No! —Rimmi sacudió la cabeza, luego hizo una mueca al recrudecerse el dolor a causa de su imprudente movimiento—. ¡Kinter! ¡Kinter!

—¡Rimmi, te juro que Kinter está bien! —Índigo estaba conmovida por la desesperada preocupación de Rimmi por su hermano, y sólo esperaba poder calmar los temores de la muchacha y convencerla de que decía la verdad—. Está con Veness: han...

—¡No, no! —Rimmi sacudió la cabeza de un lado a otro, golpeándola sonoramente contra la almohada. Su voz se apagaba a medida que la droga hacía su efecto. Parecía intentar decir algo más, pero perdía coherencia.

—Fue... fue...

—Tranquila, ahora, tranquila, —Índigo la mantuvo inmóvil—. Duerme, Rimmi. Verás a Kinter cuando despiertes.

—Nnn... no... ¡no comprendes! —Los ojos drogados de Rimmi se abrieron desmesuradamente—.

¡Madre! ¿Dónde está mi madre?

—Duerme, Rimmi. Ella tampoco está herida, pero necesita descansar.

Rimmi hizo una mueca.

—¡Kinter! —susurró—. Fue Kinter; oh, por la Diosa, fue Kinter...

—¿Fue Kinter qué? —Perpleja, Índigo se inclinó sobre ella, luego dio un respingo al oír que la puerta se abría a su espalda.

Carlaze estaba en el umbral.

—Oí gritar a Rimmi —dijo—. ¿Sucede algo? ¿Puedo ayudar?

Rimmi gimió, cerró los ojos y soltó la mano que sujetaba la muñeca de Índigo, dejando la suya inerte sobre la cama, Índigo suspiró y meneó la cabeza.

—Llamaba a Kinter —dijo a Carlaze—. No pude entender gran cosa, pero creo que está inquieta por él.

Carlaze dirigió una rápida mirada a Rimmi, quien ahora parecía haberse sumido en el sopor inducida por la droga.

—Quizá debiera hablar con ella —dijo—. Me conoce mejor que a ti... Perdona, pero quizá sea más probable que acepte mi palabra de que Kinter está bien. —Sus ojos se encontraron con la mirada indecisa de Índigo y le dedicó una sonrisa entristecida—. Estoy más descansada ahora; Livian está despierta también y se siente mucho mejor. Deja que te releve, Índigo. Ahora puedes descansar tú.

—Bueno... —Índigo no se creía capaz de descansar y mucho menos de dormir. Pero a lo mejor Carlaze podría, tal y como había dicho, hacer más para consolar a Rimmi y tranquilizarla. Respondió a la sonrisa de la muchacha con otra llena de afecto—. Gracias, Carlaze, te lo agradezco.

—Bien, pues. —Carlaze cruzó la habitación para contemplar a su cuñada—. ¿Hay algo más que deba darle? ¿Otra poción?

—No. Más tarde prepararé una nueva cocción; lo mejor por ahora es dejar que ésta le haga efecto. Y si se duerme sabiendo que su hermano está ileso, probablemente le será más beneficioso que ninguna de mis pociones.

Carlaze asintió.

—Vete, pues. Yo la tranquilizaré y me ocuparé de ella.

Índigo se deslizó fuera de la habitación y escaleras abajo. En la cocina encontró a Livian de pie junto a los fogones, inclinada sobre un puchero que empezaba a hervir, mientras Grimya, enroscada en un rincón caliente junto al fuego, dormía profundamente.

Livian volvió la cabeza al escuchar las pisadas de Índigo. Tenía los ojos enrojecidos, el rostro demacrado, y fue suficientemente honrada como para no intentar sonreír siquiera.

—Necesitaremos comer —anunció a modo de saludo y explicación—. Los hombres volverán, y... —Su voz se apagó y su labio inferior tembló por un instante antes de que inquiriera suplicante—: ¿Se pondrá bien Rimmi?

—Creo que sí, Livian —respondió Índigo—. La herida no es tan seria como temía Carlaze.

Livian cerró los ojos y murmuró una breve oración de agradecimiento en voz apenas audible. Luego su expresión se endureció.

—Tenemos que seguir adelante —dijo categórica—. No importa lo que haya sucedido ni lo que pueda suceder. Tenemos que pensar en lo que nos espera. Incluso si Rimmi..., incluso si Rimmi muriera...

—No morirá. Estoy tan segura como es posible de que vivirá. Y Kinter, también. Veness y él

saben lo que hacen..., no correrán riesgos innecesarios.

Por la mirada que le dedicó Livian tuvo la impresión de que la mujer sabía que intentaba dar ánimos a las dos.

Entonces un leve destello de su antigua cordialidad apareció en los ojos de Livian.

—Bien, pues. —Su voz había adquirido de repente un tono enérgico—. Tenemos que mantener el fuego encendido para ellos, ¿no es así?, y estar listas para cualquier cosa que pueda suceder. — Indicó con la cabeza en dirección al puchero—. Ahí hay sopa calentándose. Tendrías que beberte un tazón, y luego seguir el ejemplo de tu Grimya y dormir un rato.

—No creo que pueda. Me quedaré y te haré compañía... pero deja que antes le lleve un poco de sopa a Carlaze. Se quedará arriba hasta que Rimmi se duerma.

—Es muy amable por tu parte. Carlaze es una buena chica.

Livian echó unos cucharones de sopa en un tazón y lo colocó sobre una pequeña bandeja de madera junto con dos pedazos de pan de la hornada del día anterior, Índigo tomó la bandeja y cruzó con ella el vestíbulo oscuro. La ventisca empeoraba por momentos; la oía ahora como un centenar de almas en pena aullando alrededor de la granja y apartó de su mente pensamientos angustiantes sobre cómo les iría a Veness y a. Kinter en medio de h oscuridad y la tormenta de nieve. Saben lo que hacen, había dicho Livian, y tenía que conseguir creerlo también ella. Regresarían. Estarían bien. Tenían que estarlo.

El descansillo estaba aún más oscuro que el vestíbulo y avanzó a tientas con mucho cuidado sobre el suelo desigual en dirección al lugar donde una delgada línea de luz brillaba por debajo de la puerta de Rimmi. Mientras mantenía la bandeja en precario equilibrio con una mano, alzó el picaporte con la otra y abrió la puerta.

Y Carlaze, inclinada sobre la cama sosteniendo una almohada contra el rostro de Rimmi, se incorporó de un salto como un conejo asustado.

Загрузка...