8

Todo lo que podía hacerse se había hecho. Ahora, embutidos en trajes espaciales y metidos en arneses de seguridad anclados a las camas, la tripulación de la Leonora Christine esperaba el impacto. Algunos dejaron conectadas las radios de los cascos para poder hablar con sus compañeros de habitación; otros preferían la soledad. Con la cabeza inmóvil, ninguno podía ver al otro, nada excepto la desnudez del techo.

El camarote de Reymont y Chi-Yuen parecía menos alegre que la mayoría. Ella había guardado los tapices de seda que habían suavizado los mamparos y techos, la mesa de patas cortas que había hecho para sostener un cuenco de la dinastía Han, con agua y una piedra, los rollos con un sereno paisaje montañoso y la caligrafía de su abuelo, las ropas, el juego de costura, la flauta de bambú. La luz fluorescente caía desoladora sobre superficies sin pintar.

Aunque tenían conectadas las radios, habían permanecido un rato en silencio. Él escuchaba el sonido lento de su corazón y la respiración de ella.

—Charles —dijo Chi-Yuen finalmente.

—¿Sí? —Él habló con la misma tranquilidad.

—Lo he pasado bien contigo. Desearía poder tocarte.

—Lo mismo digo.

—Hay una forma. Déjame tocar tu ser.

Sorprendido, no supo qué responder. Ella siguió hablando.

—Siempre has mantenido gran parte de ti escondida. No creo que sea la primera mujer que te lo dice.

—No lo eres. —Ella podía sentir lo difícil que le era decirlo.

—¿Estás seguro de que no cometías un error?

—¿Qué hay que explicar? No me importan esos tipos cuyos intereses son sus pequeñas y tontas neurosis personales. No en un universo tan rico como éste.

—Nunca me has hablado de tu infancia, por ejemplo —dijo—. Yo he compartido la mía contigo.

La respuesta sonó casi alegre.

—Considérate afortunada. Los niveles bajos de Polyugorsk no eran agradables.

—He oído hablar de las condiciones en ese lugar. Nunca he entendido cómo pudo producirse esa situación.

—La Autoridad de Control no podía hacer nada. No había peligro para la paz mundial. Los jefes locales eran demasiado útiles, de demasiadas formas distintas, para las grandes figuras internacionales como para deshacerse de ellos. Como algunos de los señores de la guerra de tu país, supongo, o los Leopardos de Marte antes de que estallase la lucha. Se podía sacar mucho dinero en la Antártida, por aquellos a los que no les importaba agotar los últimos recursos, matar la última vida salvaje, violar la última frontera blanca… —Se detuvo. Había estado alzando la voz—. Bien, eso quedó atrás. Me pregunto si la especie humana lo hará mejor en Beta 3. Lo dudo mucho.

—¿Cómo aprendiste a preocuparte por esas cosas? —preguntó ella en voz baja.

—Para empezar, un profesor. Mi padre fue asesinado cuando yo era muy joven, y cuando cumplí los doce años mi madre casi había caído a lo más bajo. Sin embargo, teníamos a ese hombre, Melikot, un abisinio, no sé cómo acabó en aquel infierno de escuela, pero vivía para nosotros y para lo que enseñaba, lo sentíamos y nuestros cerebros se despertaron… No estoy seguro si me hizo un favor. Empecé a pensar y leer; ello me llevó a hablar y hacer, y eso me trajo problemas hasta que tuve que huir a Marte, no importa cómo… Sí, supongo que a la larga fue un favor.

—¿Ves? —dijo ella sonriendo en su casco—, no es tan difícil quitarse la máscara.

—¿Qué quieres decir? —exigió él—. Intento complacerte, no más.

—Porque puede que pronto estés muerto. Eso también me enseña algo sobre ti, Charles. Empiezo a ver el porqué de las cosas, el hombre tras ellas. Por qué en el Sistema Solar decían que eras honesto pero tacaño, por mencionar un detalle trivial. Por qué eres a menudo brusco y nunca intentas vestirte con elegancia aunque te sentaría bien, y escondes ese carácter posesivo tuyo tras un «Ve por tu propio camino si no quieres seguir el mío» que puede ser muy frío, y…

—¡Un momento! ¿Un psicoanálisis a partir de unos pocos hechos elementales de cuando era niño?

—Oh no, no. Eso sería ridículo, estoy de acuerdo. Pero un poco de comprensión, por la forma en que lo contaste. Un lobo en busca de una guarida.

—Ya basta.

—Por supuesto. Estoy contenta de que tú… No más, nunca más, a menos que quieras. —El estado de ánimo de Chi-Yuen permaneció evidentemente en su conciencia porque comentó—: Echo de menos los animales. Más de lo que esperaba.

»Teníamos carpas y pájaros cantores en la casa de mis padres. Jacques y yo teníamos un gato en París. Hasta que hemos viajado tanto, nunca había entendido que gran parte del mundo son el resto de los animales de la creación. Los grillos en las noches de verano, una mariposa, un colibrí, un pez saltando en el agua, gorriones en las calles, caballos con morros de terciopelo y olor cálido… ¿Crees que encontraremos algo parecido a animales terrestres en Beta 3?


La nave chocó.

Fue un cambio demasiado rápido con una pauta de asalto demasiado grande. El delicado baile de energías que equilibraba las presiones de la aceleración no podía continuar. Los coreógrafos informáticos rompieron un circuito, cerrando ese sistema en particular, antes de que la retroalimentación positiva lo destruyese.

Los pasajeros sintieron su peso desplazarse y cambiar. Un gigante se sentó en cada pecho y apretó cada garganta. La oscuridad cubrió los ojos. El sudor corría, los corazones martilleaban, los pulsos saltaban. Ese ruido fue contestado por la nave, un rugido metálico, un desgarrón y una rotura. No había sido diseñada para tensiones como aquélla. Sus factores de seguridad eran pequeños; la masa era demasiado preciosa. Y tragaba átomos de hidrógeno hinchados hasta tener el peso del nitrógeno o el oxígeno, partículas de polvo convertidas en meteoritos. La velocidad redujo longitudinalmente la nube, era delgada y la atravesó en minutos. Pero por la misma razón, para ella la nebulosa ya no era una nube. Era una pared casi sólida.

Las pantallas de fuerza exteriores absorbieron los golpes, desviaron la materia a los lados en chorros turbulentos y protegieron el casco contra todo excepto la reducción de velocidad. La reacción era inevitable en los campos mismos y por tanto en los dispositivos exteriores que los producían y controlaban. Se deshicieron estructuras. Se fundieron componentes electrónicos. Líquidos criogénicos hirvieron en contenedores fracturados.

De esa forma uno de los fuegos termonucleares se apagó.

Las estrellas vieron el suceso de otra forma. Vieron una masa tenue y oscura golpeada por un objeto increíblemente rápido y denso. Las fuerzas hidromagnéticas atraparon átomos, los retorcieron, los ionizaron y los unieron. La radiación brilló. El objeto quedó rodeado de un resplandor meteórico. Durante la hora de su paso, horadó un túnel a través de la nebulosa. El túnel era más ancho que la nave, porque la onda de choque se extendía hacia fuera, y hacia fuera y hacia fuera, destruyendo la estabilidad que hubiese podido haber allí, expulsando sustancia al exterior en chorros y jirones.

Si allí había habido soles y planetas en embrión, ya no se formarían jamás.

El invasor pasó. No había perdido demasiada velocidad. Acelerando una vez más, se alejó hacia estrellas aún más lejanas.

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