Cuando la Leonora Christine alcanzó una fracción sustancial de la velocidad de la luz, los efectos ópticos se hicieron evidentes al ojo desnudo. Su velocidad y la de los rayos de las estrellas se sumaban vectorialmente; el resultado era la aberración. Excepto para aquellos que estuviesen justo a proa o popa, la posición aparente cambiaba. Las constelaciones se torcían, se hacían grotescas y se fundían, a medida que sus miembros se arrastraban por la oscuridad. Más y más, las estrellas desaparecían de la parte posterior y se acumulaban delante de ella.
El efecto Doppler operaba simultáneamente. Como la nave huía de las ondas de luz que la alcanzaban por la popa, para ella su longitud se incrementaba y su frecuencia se reducía. De la misma forma, las ondas contra las que se encontraba se reducían y aumentaban de frecuencia. De esta forma, los soles a popa parecían más rojos, los de proa más azules.
En el puente había un visor de compensación: el único a bordo, debido a su elaborado diseño. Un ordenador calculaba continuamente el aspecto que tendría el cielo si la nave estuviese inmóvil en aquel punto del espacio, y proyectaba una simulación del mismo. El dispositivo no era para la diversión o el placer; era una valiosa ayuda para la navegación.
Sin embargo, claramente, el ordenador necesitaba datos de donde estaba realmente la nave y a qué velocidad se movía con respecto a los objetos en el cielo. No era fácil saber esas cosas. La velocidad —módulo exacto y dirección exacta— cambiaba con las variaciones en el medio interestelar y con la retroalimentación necesariamente imperfecta de los controles Bussard, así como con el tiempo bajo aceleración. Las desviaciones sobre la ruta calculada eran comparativamente pequeñas; pero en distancias astronómicas, cualquier imprecisión podría acabar añadiéndose a una suma fatal. Debían eliminarse cuando ocurrían.
Por tanto, aquel hombre de barba negra, regordete y esmerado, el oficial de navegación Auguste Boudreau, era uno de los pocos que tenía un trabajo a tiempo completo durante el viaje relacionado con la operación de la nave. No requería realmente que recorriese un círculo lógico: encuentra tu posición y velocidad para que puedas corregir los fenómenos ópticos, para que puedas comprobar tu posición y velocidad. Las galaxias distantes eran sus faros primarios; el análisis estadístico de las observaciones realizadas sobre estrellas individuales cercanas le daba datos adicionales; empleaba realmente la matemática de aproximaciones sucesivas.
Eso lo convertía en un colaborador del capitán Telander, que calculaba y ordenaba los cambios de rumbo necesarios, y del ingeniero jefe Fedoroff, que los ejecutaba. La tarea se realizaba con suavidad. Nadie sentía los ajustes, exceptuando algún diminuto incremento temporal del zumbido apenas perceptible de la nave, y un cambio igualmente pequeño y transitorio en el vector de aceleración, que se manifestaba como si las cubiertas se hubiesen inclinado unos pocos grados.
Además, Boudreau y Fedoroff intentaban mantener el contacto con la Tierra. La Leonora Christine era todavía detectable por instrumentos espaciales en el Sistema Solar. A pesar de las dificultades creadas por los campos, el máser lunar podía todavía alcanzarla para traer preguntas, entretenimientos, noticias y saludos personales. La nave todavía podía contestar con su propio transmisor. De hecho, se esperaba que tales conversaciones de un lado a otro fuesen regulares, una vez que se hubiesen establecido en Beta Virginis. Su precursora innominada no había tenido problemas para enviar información. Lo seguía haciendo justo en ese momento, aunque la nave no podía recibir esa comunicación y la tripulación tenía la intención de leer las cintas de la sonda cuando llegasen.
El problema en ese momento era éste: los planetas y los soles son objetos grandes y tranquilos. Se mueven por el espacio a velocidades razonables, rara vez por encima de los cincuenta kilómetros por segundo. Y no van en zigzag, por poco que sea. Es fácil predecir dónde estarán dentro de varios siglos, y dirigir un mensaje a esa posición. Una nave espacial es otra cosa. Los hombres no duran mucho; deben darse prisa. La aberración y el desplazamiento Doppler afectan también a la radio. Eventualmente la transmisión de Luna llegaría a frecuencias que nada en la nave podría recibir. Mucho antes, sin embargo, por algún factor impredecible, cuando el tiempo de viaje entre el proyector máser y la nave fuese de meses, era seguro que el rayo la perdería.
Fedoroff, que también era el oficial de comunicaciones, trasteaba con los detectores y amplificadores. Reforzaba la señal que enviaba al Sol, esperando que eso diese una pista de su posición futura. Aunque podían pasar días de silencio, perseveraba. El triunfo le recompensaba. Pero la calidad de la recepción era cada vez más pobre, los intervalos de duración más cortos, el tiempo hasta la siguiente más largo, a medida que la Leonora Christine penetraba en las grandes profundidades.
Ingrid Lindgren apretó el timbre. Los camarotes estaban tan a prueba de ruidos que un golpe en la puerta nunca se oiría. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo, obteniendo más silencio. Vaciló, frunciendo el ceño, cambiando de un pie a otro. Al final agarró el pestillo. La puerta no estaba cerrada con llave. Abrió una rendija. Sin mirar, llamó con suavidad:
—Boris. ¿Estás bien?
Le llegaron varios ruidos, un chirrido, un roce, pisadas fuertes y lentas.
Fedoroff abrió la puerta por completo.
—¡Oh! —dijo—. Buenos días.
Ella lo miró. Era un hombre fuerte de estatura media, de cara ancha y pómulos altos, y pelo marrón salpicado de gris aunque su edad biológica era de sólo cuarenta y dos. No se había afeitado durante varios turnos y no vestía sino una bata, evidentemente cogida en el último minuto.
—¿Puedo pasar? —pidió.
—Si quieres. —Le indicó que entrase con la mano y cerró la puerta.
Su mitad de la unidad había sido separada de la parte ocupada actualmente por el jefe de Biosistemas Pereira. La mayor parte estaba ocupada por una cama sin hacer. Había una botella de vodka en el aparador.
—Perdona el desorden —dijo indiferente. Pasó a su lado—: ¿Quieres una copa? No tengo vasos, pero no debes temer un trago de esto. Nadie tiene nada contagioso. —Rió o más bien se sacudió—. Aquí, ¿de dónde podrían venir los gérmenes?
Lindgren se sentó en el borde de la cama.
—No, gracias —contestó—. Estoy de servicio.
—Y se supone que yo también. Sí. —Fedoroff se acercó a ella inclinándose un poco—. Informé al puente de que me sentía indispuesto y que sería mejor que descansase.
—¿No debería verte el doctor Latvala?
—¿Para qué? Físicamente estoy bien. —Fedoroff hizo una pausa—. Viniste a asegurarte.
—Es parte de mi trabajo. Respetaré tu intimidad, pero eres un hombre clave.
Fedoroff sonrió. La expresión era tan forzada como los sonidos anteriores.
—No te preocupes —dijo—. Tampoco estoy mal del cerebro. —Fue a coger la botella, pero retiró el brazo—. Ni siquiera me estoy hundiendo a borbotones en un atontamiento alcohólico. No es nada sino… ¿cómo lo llaman los americanos?… un bajón.
—Los bajones son mejor en compañía —declaró Lindgren. Después de un rato añadió—: Creo que aceptaré esa copa.
Fedoroff le pasó la botella y se unió a ella en la cama. Ingrid levantó la botella hacia él.
—Skál.
Se echó un poco en la garganta. Le devolvió la botella.
—Zdoroviye —dijo él.
Se quedaron sentados en silencio. Fedoroff miró los mamparos hasta que se agitó y dijo:
—Muy bien. Ya que tienes que saberlo. No se lo diría a nadie más, especialmente no a una mujer. Pero he aprendido algo sobre ti, Ingrid… hija de Gunnar, ¿no es cierto?
—Sí, Boris Ilyitch.
La miró fijamente y sonrió con franqueza. Ella estaba relajada, con el mono curvado por el cuerpo y un rastro de calor y olor humano a su alrededor.
—Creo… —su lengua se trabó—, espero que lo entiendas, y que no repitas lo que voy a decirte.
—Te prometo el silencio. En lo de entender, puedo intentarlo.
Puso los codos en las rodillas, con las manos apretadas una contra la otra.
—Es personal, ¿sabes? —dijo lentamente y sin regularidad—. Aunque no es importante. Pronto se me pasará. Es simplemente… esa emisión última que recibimos… me alteró.
—¿La música?
—Sí. La música. La relación señal-ruido era demasiado baja para la televisión. Casi demasiado baja para el sonido. La última que recibimos, Ingrid hija de Gunnar, antes de que alcancemos nuestro destino y comencemos a recibir mensajes de una generación de antigüedad. Estoy seguro que será la última. Esos pocos minutos, vacilantes, temblorosos, apenas audibles a través de los ruidos de las estrellas y los rayos cósmicos… cuando perdimos esa música, supe que ya no recibiríamos más.
La voz de Fedoroff se fue apagando. Lindgren esperó.
Agitó la cabeza.
—Era una canción de cuna rusa —dijo—. La que mi madre me cantaba para que me durmiese.
Ella puso una mano sobre su hombro y la dejó allí con la suavidad de una pluma.
—No creas que estoy en una orgía de autocompasión —añadió rápidamente—. Durante un momento recordé demasiado bien a mis muertos. Se me pasará.
—Puede que lo entienda —murmuró ella.
Era el segundo viaje interestelar para él. Había ido a Delta Pavonis. Los datos de la sonda indicaban un planeta terrestre, y partió una expedición con grandes esperanzas. La realidad era tan de pesadilla que los supervivientes demostraron un raro heroísmo al permanecer el mínimo tiempo planeado para investigar. A su regreso, habían experimentado doce años; pero la Tierra había envejecido cuarenta y tres.
—Dudo que puedas, realmente. —Fedoroff se volvió para enfrentarse a ella—. Esperábamos que la gente hubiese muerto cuando regresamos. Esperábamos cambios. Me alegré al principio de poder reconocer parte de mi ciudad, la luna sobre los canales y los ríos, las cúpulas y torres en la Catedral de Kazan, Alejandro y Bucéfalo levantándose sobre el puente que lleva a Nevsky Prospect, los tesoros en el Hermitage. —Apartó la vista cansado—. Pero la vida misma. Eso era demasiado diferente. Encontrarse con ella era como ver una mujer que antes amabas convertida en una mujerzuela. —Sonrió con amargura—. ¡Eso exactamente! Trabajé en el espacio durante cinco años, todo lo que pude; investigación y desarrollo para mejorar el motor Bussard, como recordarás. Mi propósito principal era ganar el puesto que tengo ahora. Podemos esperar un nuevo comienzo en Beta 3.
Sus palabras se hicieron casi inaudibles.
—Entonces la pequeña canción de mi madre me llegó por última vez.
Se puso la botella en los labios.
Lindgren le concedió un minuto o dos de silencio.
—Ahora entiendo, Boris, al menos en parte, por qué te ha afectado tanto. He estudiado un poco de sociohistoria. En tu juventud, la gente era, bueno, menos relajada. Repararon los daños de la guerra en muchos paisajes y controlaron el crecimiento de la población y los desórdenes civiles. Se enfrentaban a cosas nuevas, proyectos inimaginables en la Tierra y en el espacio. Nada parecía imposible. En el centro de su élan había un espíritu de trabajo duro, patriotismo y dedicación.
»Supongo que tenías dos dioses a los que servías con todo tu corazón, el Padre Técnica y la Madre Rusia. —Deslizó la mano hasta ponerla sobre la suya—. Volviste —dijo— y a nadie le importó.
Él asintió, mordiéndose el labio inferior.
—¿Es por eso por lo que desprecias a las mujeres de hoy? —preguntó ella.
Se sobresaltó.
—¡No! ¡Nunca!
—¿Por qué entonces ninguna de tus uniones ha durado más allá de una semana o dos, a veces un solo turno? —le desafió ella—. ¿Por qué sólo estás relajado y alegre entre hombres? Creo que no te preocupas de conocer a la mitad de la especie humana más que como cuerpos. No crees que haya nada más que valga la pena conocer. Y lo que dijiste hace un minuto, sobre mujerzuelas…
—Volví de Delta Pavonis deseando una verdadera esposa —contestó él como si lo estrangulasen.
Lindgren suspiró.
—Boris, los modos cambian. Desde mi punto de vista, creciste en un período de puritanismo irracional. Pero fue una reacción a una facilidad anterior que quizás había sido excesiva; y antes… No importa. —Escogió las palabras con cuidado.
»El hecho es que el hombre nunca se ha guiado por un solo ideal. El entusiasmo de masas de cuando eras joven dio lugar a un clasicismo racionalista y frío. Hoy eso está quedando ahogado por un cierto tipo de neorromanticismo. Sólo Dios sabe adónde nos llevará. Seguramente no me gustará. No importa, surgen nuevas generaciones. No tenemos derecho a congelarlas en nuestro propio molde. El universo es demasiado amplio.
Fedoroff se quedó quieto tanto tiempo que ella empezó a levantarse para irse. De pronto se giró, le agarró la muñeca y la sentó de nuevo a su lado. Las palabras fueron difíciles.
—Me gustaría llegar a conocerte, Ingrid, como ser humano.
—Me alegro.
Él apretó la boca.
—Sin embargo, es mejor que te vayas ahora. —Se levantó—. Estás con Reymont. No quiero causar problemas.
—Yo también quiero que seas mi amigo, Boris —dijo ella—. Te admiro desde que te conocí. Coraje, competencia, amabilidad… ¿qué más puede admirarse en un hombre? Desearía que aprendieses a mostrar esas cualidades a tus compañeras.
Él la soltó.
—Mejor te vas.
Ella lo miró.
—Si lo hago —le preguntó—, y hablamos en otra ocasión, ¿estarás cómodo conmigo?
—No lo sé —dijo—. Espero que sí, pero no lo sé.
Ella pensó un poco.
—Intentemos asegurarnos —le sugirió finalmente con amabilidad—. No tengo adónde ir en lo que me queda de turno.