16

La ruta fuera de la Vía Láctea no fue recta; se desviaba un poco, incluso varios siglos luz, para atravesar las nebulosas y acumulaciones de polvo más densas de entre las disponibles. Aun así, pasaron días a bordo hasta que la nave estuvo en el límite del brazo espiral, dirigida hacia una noche desprovista casi por completo de estrellas.

Johann Freiwald le llevó a Emma Glassgold un aparato que había fabricado para ella. Como habían propuesto, ella unía sus fuerzas a las de Norbert Williams para diseñar detectores de vida de largo alcance. El mecánico la encontró trajinando en el laboratorio, con las manos ocupadas y tarareando para sí misma. Los aparatos y el resto del material eran esotéricos, los olores químicos intensos, y de fondo estaba el interminable murmullo y el temblor que indicaban que la nave seguía adelante; y aun así Emma podía haber sido una simple recién casada que le preparaba a su esposo un pastel de cumpleaños.

—Gracias. —Sonrió al recoger el aparato.

—Pareces feliz —dijo Freiwald—. ¿Por qué?

—¿Por qué no?

Él movió el brazo en un gesto violento.

—¡Por todo!

—Bien… naturalmente, fue una desilusión lo del cúmulo de Virgo. Aun así, Norbert y yo… —Se detuvo poniéndose roja—. Aquí tenemos un problema fascinante, un verdadero desafío, y él ya ha hecho una propuesta brillante. —Inclinó la cabeza y miró a Freiwald—. Nunca te había visto tan deprimido. ¿Qué ha sido de ese feliz nietzchenismo tuyo?

—Hoy abandonamos la galaxia —dijo—. Para siempre.

—Pero, ya sabías…

—Sí. También sabía, sé, que debo morir algún día, y Jane también, lo que es aún peor. Pero eso no lo hace más fácil. ¿Crees que alguna vez nos detendremos? —le preguntó de pronto el enorme hombre rubio.

—No lo sé —le contestó Glassgold. Se puso de puntillas para palmearle en los hombros—. No fue fácil resignarme a esa posibilidad. Sin embargo, lo conseguí, gracias a la misericordia de Dios. Ahora puedo aceptar lo que vaya a suceder, y disfrutar de lo bueno que venga. Estoy segura de que puedes hacer lo mismo, Johann.

—Lo intento —dijo—. Está tan oscuro ahí fuera. Nunca pensé que yo, un adulto, volviese a tener miedo de la oscuridad.


El gran remolino de soles se contrajo y se hizo menos brillante a popa. Otro comenzó a aparecer lentamente por delante. En el visor aparecía como un objeto delicado, de esmerada belleza, como una tela enjoyada. Más allá, a su alrededor, aparecieron más, pequeños borrones y puntos de luz. Parecían monstruosamente lejanos y aislados, a pesar del encogimiento einsteniano del espacio a la velocidad de la Leonora Christine.

La velocidad seguía aumentando, no tan rápido como en las regiones que habían dejado atrás —allí la concentración de gas era de una cienmilésima de las cercanías del Sol—, pero lo suficiente para llevarla a la siguiente galaxia en unas semanas de su tiempo. No podrían obtenerse observaciones precisas sin mejoras radicales de la tecnología astronómica: una tarea a la que Nilsson y su equipo se entregaron con la intensidad de los fugitivos.

Realizó un descubrimiento al probar personalmente una unidad fotoconversora. Allí fuera había unas pocas estrellas. No sabía si perturbaciones caóticas las habían lanzado a la deriva fuera de sus galaxias de origen, muchos miles de millones de años atrás, o si de alguna forma desconocida se habían formado en aquellas regiones remotas. Por un azar grotescamente improbable, la nave pasó tan cerca de una que pudo identificarla —una vieja y apagada enana roja— y fue capaz de demostrar que tenía planetas, por lo poco que su aparato pudo ver antes de que el sistema fuese tragado por la distancia.

Era una idea extraña, esos mundos helados y en sombras, muchas veces más viejos que la Tierra, quizás uno o dos con vida, y sin ninguna estrella que iluminase sus noches. Cuando se lo comentó a Lindgren, ella le dijo que no divulgase esa información.

Varios días más tarde, al volver del trabajo, abrió la puerta de su camarote y la encontró allí. Ella no se dio cuenta. Estaba sentada en la cama, de espaldas, con los ojos fijos en una foto familiar. La luz era poco intensa y la dejaba a oscuras, pero a su vez era tan fría que su pelo parecía blanco. Rasgueó el laúd y cantó… ¿para sí misma? No era la alegría de su amado Bellman. La lengua, de hecho, era danés. Después de unos momentos, Nilsson reconoció la letra, La canción de Gurre de Jacobsen, y la melodía que Schónberg había escrito para ella.

Se oyó la llamada del rey Valdemar a sus hombres, levantados de los ataúdes para seguirle en el viaje espectral que estaba condenado a realizar.

¡Saludos, rey, aquí en el lago Gurre!

Desde la isla comenzamos nuestra búsqueda,

deja que la flecha vuele desde los arcos sin cuerda

que hemos apuntado con un ojo ciego.

Golpeamos y perseguimos al ciervo de las sombras,

y la sangre fluirá como el rocío de las heridas.

Los cuervos de la noche vuelan

aleteando sombríos,

y el follaje hace resonar los cascos,

así que debemos buscar todas las noches,

dice, hasta el día del juicio final.

Caballos, perros,

¡deteneos sobre esta tierra!

Aquí está el castillo que una vez fue.

Alimenta tus caballos con los cardos;

los hombres pueden comer de su renombre.

Comenzó a cantar los siguientes versos, el llanto de Valdemar por su amor perdido; pero titubeó y fue directamente a las palabras de sus hombres mientras amanecía.

El gallo levantó la cabeza para cantar,

tiene el día dentro de él,

y el rocío de la mañana es rojo

por la herrumbre de las espadas.

¡Ya ha pasado el momento!

Las tumbas reclaman con bocas abiertas,

y la tierra absorbe todos los terrores

temerosos de la luz.

¡Húndete, húndete!

Fuerte y radiante, llega la vida,

con hazañas y ritmos pesados.

Y nosotros somos muertos.

Tristes y muertos,

angustiados y muertos.

¡A las tumbas! ¡A las tumbas! Al sueño de pesadillas…

¡Oh, si pudiésemos descansar en paz!

—Eso me suena demasiado cercano, querida —le dijo Nilsson, después de un momento de silencio.

Ella miró a su alrededor. El cansancio era evidente en su rostro.

—No lo cantaría en público —contestó.

Preocupado, él se acercó, se sentó a su lado y preguntó:

—¿Crees de verdad que la nuestra es la búsqueda alocada de los condenados? No lo sabía.

—Intento que no se note. —Miraba directamente al frente. Tocaba con los dedos algunas cuerdas del laúd—. A veces… Ahora estamos en el año un millón, ¿sabes?

Él la cogió por la cintura.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte, Ingrid? Lo que sea.

Ella agitó la cabeza.

—Te debo tanto —dijo él—. Tu fuerza, tu amabilidad, tú misma. Me convertiste de nuevo en un hombre. —Luego añadió con dificultad—: No el mejor de los hombres, lo admito. No soy guapo o encantador o ingenioso. A menudo olvido siquiera intentar ser un buen compañero para ti. Pero quiero serlo.

—Por supuesto, Elof.

—Si tú, bien… te has cansado de nuestro acuerdo… o simplemente quieres más variedad…

—No. Nada de eso. —Puso el laúd a un lado—. Debemos llevar esta nave a puerto, si podemos. No me atrevo a que nada más tenga importancia.

Él la miró herido; pero antes de poder preguntar qué quería decir, ella sonrió, lo besó y dijo:

—Aun así, nos vendría bien un descanso. Un tiempo para olvidar. Puedes hacer algo por mí, Elof. Saca nuestras raciones de licor. Sírvete la mayor parte; eres muy dulce cuando has disuelto tu timidez. Invitaremos a alguien joven y alegre (creo que Luis y María) y nos reiremos y jugaremos y haremos tonterías en este camarote y derramaremos un cubo de agua sobre aquel que diga algo en serio… ¿Lo harás?

—Si puedo —dijo él.


La Leonora Christine penetró en la nueva galaxia por el plano ecuatorial, para maximizar la distancia que debería atravesar por entre el gas y el polvo estelar. Incluso en el borde, donde los soles todavía estaban muy dispersos, empezó a alcanzar aceleraciones más altas. La furia de aquel paso la hizo vibrar con mayor fuerza y ruido.

El capitán Telander estaba en el puente. Aparentemente tenía poco control. Ya se había tomado la decisión; el brazo espiral aparecía frente a ellos doblado como una carretera azul y plateada. Ocasionalmente, estrellas gigantes se acercaban lo suficiente para aparecer en las pantallas, se veían ahora modificadas, distorsionadas por los efectos de la velocidad que las hacía correr como si fuesen chispas impulsadas por el viento para chocar contra la nave. De vez en cuando una nebulosa densa la envolvía en la noche o en la ardiente fluorescencia de los fuegos estelares recién nacidos.

Lenkei y Barrios eran los hombres importantes en aquella situación, dirigiendo la nave manualmente a través de aquel fantástico viaje por cientos de miles de años luz. La pantalla frente a ellos, la voz por el intercomunicador del navegante Boudreau diciendo lo que parecía haber frente a ellos o la del ingeniero Fedoroff advirtiéndoles de tensiones inaguantables, les servían de cierta guía. Pero la nave era demasiado rápida, demasiado pesada para virar con facilidad, los instrumentos en los que antes se podía confiar se habían convertido en oráculos délficos. La mayor parte del tiempo los pilotos se guiaban por su habilidad e instinto, y quizá por las oraciones.

El capitán Telander permaneció sentado durante esas horas, tan inmóvil que parecía muerto. Algunas veces se movía. («Se ha identificado una alta concentración de materia, señor. Podría ser demasiado gruesa. ¿Intentamos bordearla?») Y él daba la respuesta. («No, continúen, aprovechen todas las oportunidades de reducir tau si creen que tenemos una probabilidad de al menos el cincuenta por ciento a nuestro favor.») El tono era tranquilo y firme.

Las nubes alrededor del núcleo eran más densas y se comportaban peor que las de su galaxia de origen. Resonaron truenos en el casco, que sufría aceleraciones que cambiaban con tal rapidez que no podían compensarlas. El equipo se salió de los contenedores y golpeó el suelo; las luces fallaron, se apagaron, pero de alguna forma fueron encendidas de nuevo por hombres sudorosos y cansados equipados con linternas; la gente en los camarotes oscuros esperaba la muerte.

—Sigan con nuestro curso —ordenó Telander; y se le obedeció.

Y la nave sobrevivió. Se abrió paso hasta el espacio estrellado y salió por el otro lado de la inmensa espiral de fuego. En algo menos de una hora, había vuelto a las regiones intergalácticas. Telander lo anunció sin fanfarria.

Algunos lanzaron vítores.

Boudreau se acercó al capitán, temblando pero con el rostro alegre.

Mon Dieu, señor, ¡lo conseguimos! No sabía si sería posible. Yo no hubiese tenido el valor de dar esa orden. ¡Tenía usted razón! ¡Nos ha dado todo lo que deseábamos!

—Todavía no —dijo el hombre sentado. La inflexión de voz no había cambiado. Miró más allá de Boudreau—. ¿Ha corregido los datos de navegación? ¿Podremos utilizar otra galaxia en esta familia?

—Eh… bien, sí. Varias, aunque algunas son pequeños sistemas elípticos, y posiblemente apenas podremos pasar por ellas. Tenemos una velocidad demasiado grande. Sin embargo, por la misma razón, deberíamos tener menos problemas y peligros cada vez, teniendo en cuenta nuestra masa. Y al menos podremos utilizar de la misma forma otras dos familias galácticas, puede que tres. —Boudreau se acarició la barba—. Estimo que en otro mes podremos estar en el espacio interclan, muy adentro para que podamos realizar las reparaciones.

—Bien —dijo Telander.

Boudreau lo miró con atención y se sorprendió. Bajo una cuidadosa falta de expresión el rostro del capitán era el de un hombre completamente vacío.


Oscuridad.

La noche total.

Los instrumentos, llevando al límite la amplificación y reconvirtiendo longitudes de ondas, podían identificar algunas chispas en aquel pozo. Los sentidos humanos no podían ver nada de nada.

—Estamos muertos. —Las palabras de Fedoroff resonaron en auriculares y cráneos.

—Yo me siento vivo —contestó Reymont.

—¿Qué es la muerte sino el aislamiento total? Ningún sol, ninguna estrella, ningún sonido, ningún peso, ninguna sombra… —La voz de Fedoroff era entrecortada, demasiado evidente en una radio que ya no tenía el ruido de fondo de las interferencias cósmicas. Su cabeza era invisible frente al espacio vacío. La lámpara del traje lanzaba sobre el casco de la nave un triste chorro de luz que se reflejaba y se perdía en las distancias.

—Vamos a movernos —le dijo Reymont.

—¿Quién es para dar órdenes? —le exigió otro hombre—. ¿Qué sabe de motores Bussard? ¿Por qué está aquí fuera con el grupo de trabajo?

—Puedo trabajar en caída libre y con traje espacial —le dijo Reymont—, y por tanto soy un par de manos extra. Y sé que es mejor que hagamos el trabajo rápido. Que parece más de lo que ustedes, cerebros de chorlito, entienden.

—¿Por qué tanta prisa? —se burló Fedoroff—. Tenemos la eternidad. Estamos muertos, recuerde.

—Estaremos muertos de veras si nos vemos atrapados, sin los campos de fuerza, en algo parecido a una verdadera concentración de materia —le respondió Reymont—. Menos de un átomo por metro cúbico podría matarnos a nuestra tau actual, lo que pone el siguiente clan galáctico a una semana de distancia.

—¿Y qué?

—¿Está usted completamente seguro, Fedoroff, de que no chocaremos con una galaxia en embrión, una familia, o un clan… alguna enorme nube de hidrógeno, todavía oscura, todavía cayendo sobre sí misma… en cualquier momento?

—En cualquier milenio, quiere decir —le dijo el ingeniero jefe. Pero evidentemente afectado por el ánimo de Reymont, se dirigió a popa desde la esclusa principal de personal.

Era, en realidad, una banda de fantasmas. No era extraño que él, que nunca había sido un cobarde, hubiese oído por un momento el aleteo de las Furias. Podría pensarse que el espacio es negro. Pero en ocasiones como aquéllas uno recordaba que había estado abarrotado de estrellas. Cualquier forma se recortaba sobre soles, cúmulos, constelaciones, nebulosas y galaxias hermanas; ¡oh, el cosmos estaba repleto de luz! El cosmos interior. Allí la situación era peor que un fondo oscuro. No había fondo. Ninguno en absoluto. Las formas rechonchas de los hombres en traje espacial y la larga curva del casco, se veían como retazos inconexos y fugitivos. Al dejar de acelerar había desaparecido también el peso. Ni siquiera existía el ligero efecto de gravedad diferencial por estar en órbita. Un hombre se movía como en un sueño infinito de agua, vuelo o caída. Y aun así… recordó que su cuerpo sin peso tenía la masa de una montaña. ¿Había un peso verdadero en su flotar; o habían cambiado sutilmente las constantes de la inercia, o era tan plana allí la métrica del espacio-tiempo hasta ser completamente recta; o era una ilusión, producida por la tumba de silencio que le rodeaba? ¿Qué era una ilusión? ¿Qué era realidad? ¿Era real?

Atados juntos, unidos por suelas de enlace al metal de la nave (curioso, el terror que se sentía de soltarse, la extinción sería la misma si hubiese sucedido en los pequeños caminos espaciales del Sistema Solar, pero la idea de recorrer gigaaños como un meteoro a escala estelar era extrañamente solitaria), los detalles de ingeniería les guiaban por el casco, más allá de la estructura imbricada del generador hidromagnético. Aquellas costillas parecían terriblemente frágiles.

—Supongamos que no podemos arreglar la mitad de desaceleración del módulo —dijo una voz—. ¿Continuamos? ¿Qué nos sucederá? Es decir, ¿no serán distintas las leyes en el borde del universo? ¿No nos convertiremos en algo terrible?

—El espacio es isotrópico —ladró Reymont a la oscuridad—. «El borde del universo» es una tontería. Y empecemos dando por supuesto que podemos arreglar esa estúpida máquina.

Escuchó algunos insultos y sonrió como un carnívoro. Cuando se detuvieron y empezaron a asegurar las cuerdas de seguridad individualmente a las vigas del motor iónico, Fedoroff pegó el casco al de Reymont para mantener por conducción una charla privada.

—Gracias, condestable —dijo.

—¿Por qué?

—Por ser un bastardo tan prosaico.

—Bien, el trabajo de reparación es bastante prosaico. Puede que hayamos recorrido mucho camino, puede que hayamos sobrevivido a la raza que nos vio nacer, pero no hemos dejado de ser una especie de monos con nariz. ¿Por qué tomarnos a nosotros mismos tan en serio?

—Vaya. Entiendo por qué Lindgren insistió en que le trajésemos con nosotros. —Fedoroff se aclaró la garganta—. Respecto a ella…

—Sí.

—Yo… estaba furioso… por su trato con ella. Era eso principalmente. Por supuesto, fui, ¡uh!, humillado personalmente. Pero un hombre debería ser capaz de superar algo así. Sin embargo, me preocupaba mucho por ella.

—Olvídelo —dijo Reymont.

—No puedo hacerlo. Pero quizá pueda entender un poco lo que hice en el pasado. Usted también debía estar herido. Y ahora, por sus propias razones, nos ha dejado a los dos. ¿Nos damos la mano y volvemos a ser amigos, Charles?

—Claro. Yo también lo quería. Los buenos hombres son difíciles de encontrar. —Los guantes se buscaron para agarrarse.

—Bien. —Fedoroff volvió a conectar su transmisor y saltó de la nave—. Vamos a popa y echemos un vistazo al problema.

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