La hija de Margarita nació por la noche. Ya no había soles visibles. La nave atravesaba vendavales y tormentas. Mientras tenía lugar el nacimiento, el padre dirigía un grupo de trabajo, y utilizaba sus propios músculos para reforzar el casco. El primer llanto del bebé respondió al ruido de los mundos que caían sobre sí mismos.
Las cosas se calmaron después durante un rato. Los científicos habían hecho observaciones y cálculos hasta que comprendieron algo sobre aquellas extrañas fuerzas que cabalgaban sobre los años luz. Reprogramados, los robots hicieron que la nave navegase con los vientos y vórtices más a menudo que a través de ellos.
No todos estaban de humor para celebrar una fiesta, pero ésos eran a los que Johann Freiwald y Jane Sadler habían invitado. Bajo luces semioscuras, redujeron una esquina del gimnasio que empleaban hasta convertirla en una pequeña habitación cálida. Eso destacó los adornos de Halloween que habían colgado.
—¿Es adecuado? —preguntó Reymont cuando llegó con Chi-Yuen.
—Estamos más o menos en esas fechas —contestó Sadler—. ¿Por qué no combinar las ocasiones? Por mi parte, creo que las calabazas añaden un toque de color que es de agradecer.
—Pueden que nos recuerden demasiadas cosas. No la Tierra, supongo que lo estamos superando, sino, uh…
—Sí, se me pasó por la cabeza. Una nave llena de brujas, demonios, vampiros, duendes, espectros y fantasmas aullando mientras recorren el cielo hacia el aquelarre. Bien, ¿no es eso lo que hacemos? —Sadler sonrió y se acercó a Freiwald. Él rió y la abrazó—. Me siento con ganas de tocar un poco las narices.
El resto estaba de acuerdo. Bebieron más de lo que estaban acostumbrados y se pusieron ruidosos. Al final entronizaron a Boris Fedoroff en el escenario, con una guirnalda, una corona de flores y dos chicas para servir a todos sus deseos. Otros formaron un círculo, con los brazos unidos, bramando canciones que eran viejas cuando la nave dejó el hogar.
No importa donde acabe cuando muera.
No importa donde acabe cuando muera.
Vaya al cielo o al infierno,
tengo amigos que me darán la bienvenida.
No importa donde acabe cuando muera.
Michael O'Donnell, que llegaba tarde una vez acabado su turno —en esos días había vigilantes de carne y hueso en todo punto de posible ruptura— se abrió paso por entre la multitud.
—¡Eh, Boris! —llamó. El barullo ahogó su voz.
Oh, cuando mueres ya no necesitas dinero.
Porque san Pedro no exige entrada
cuando haces cola en la puerta del cielo.
Oh, cuando mueres ya no necesitas dinero.
Llegó al escenario.
—¡Eh, Boris! ¡Felicidades!
Heredarás mi bicicleta cuando muera.
Heredarás…
—Gracias —gritó Fedoroff—. En gran parte es obra de Margarita. Dirige todo un astillero, ¿no?
En el kilómetro final va en tándem con san Pedro…
—¿Cómo la vais a llamar? —preguntó O'Donnell.
Cuando muera jugaré a los dados con san Pedro…
—No lo hemos decidido todavía —dijo Fedoroff. Agitó una botella—. Sin embargo, puedo decirte que no será Eva.
Si juego como he jugado aquí…
—¿Embla? —le propuso Ingrid Lindgren—. La primera mujer en las Eddas.
Le invitaré a cerveza.
—No, eso tampoco —dijo Fedoroff.
Cuando muera jugaré a los dados con san Pedro…
—Ni tampoco la Leonora Christine —siguió el ingeniero—. No va a ser un maldito símbolo. Va a ser ella misma.
Los cantores empezaron a bailar en un círculo.
No es seguro que haya alcohol cuando muramos.
No es seguro que haya alcohol cuando muramos.
Bebamos todo lo que podamos esta noche que estamos juntos.
No es seguro que haya alcohol cuando muramos.
Chidambaran y Foxe-Jameson aparecían empequeñecidos por las irregulares masas de los aparatos del observatorio, naturales en medio de medidores, controles y luces parpadeantes, y chillones y torpes en la quietud eficiente que llenaba la cubierta. Se levantaron cuando apareció el capitán Telander.
—¿Me pidieron que viniese? —dijo innecesariamente. Mostraba cansancio en el rostro—. ¿Qué noticias hay? Hemos tenido calma durante estos meses…
—No durará. —Foxe-Jameson habló llevado a medias por la alegría—. Elof ha ido en persona a buscar a Ingrid. No pudimos hacer lo mismo por usted, señor. La imagen es todavía demasiado débil, podríamos perderla si no la seguimos continuamente. Usted debe ser el primero en saberlo. —Volvió a la silla frente a una consola electrónica. La pantalla que estaba encima sólo mostraba oscuridad.
Telander se acercó.
—¿Qué han encontrado?
Chidambaran lo agarró de los hombros y señaló a la pantalla.
—Ahí. ¿Lo ve?
En el límite de la percepción brillaba la más pálida y pequeña de las chispas.
—Naturalmente estamos muy lejos —le dijo Foxe-Jameson al silencio—. Queremos mantener una distancia respetuosa.
—¿Qué es? —dijo Telander con voz temblorosa.
—El germen del monobloque —contestó Chidambaran—. El nuevo comienzo.
Telander miró durante mucho, mucho tiempo, antes de arrodillarse.
Le caían lágrimas tranquilas por la cara.
—Padre, te lo agradezco —dijo.
Se levantó.
—Y les doy las gracias a ustedes, caballeros. Lo que suceda a continuación… hemos llegado tan lejos, hemos hecho tanto. Creo que vuelvo a tener energías… después de lo que me han mostrado.
Cuando finalmente se fue para regresar al puente, caminaba con el paso de un capitán.
La Leonora Christine gritó, tembló y saltó.
El espacio estaba en llamas a su alrededor, una tormenta de fuego, el hidrógeno encendido por el sol sobrenatural que se estaba formando en el corazón de la existencia, que brillaba más y más a medida que las galaxias llovían sobre él.
El gas escondía el alumbramiento bajo sábanas, estandartes y lanzas de radiación, auroras, llamas y rayos. Fuerzas, más allá de toda medida, rompían la atmósfera, eléctricas, magnéticas, gravitacionales, campos nucleares; las ondas de choque recorrerían megaparsecs; había corrientes, olas y cataratas. En el borde de la creación a través de ciclos de miles de millones de años que pasaban como momentos, la nave del hombre volaba.
Volaba.
No hay otra palabra. En lo que a la humanidad se refiere, a los ordenadores más veloces y las máquinas más rápidas, luchaba con un huracán, pero un huracán como no había habido otro desde la última vez que las estrellas se fundieron juntas y renacieron nuevas.
—¡Ya-a-ah-h-h! —gritó Lenkei, y guió la nave por una ola cuya cresta producía una espuma de supernovas. Los hombres cansados en el puente de pilotaje miraron con él a la pantalla que había sido construida para ese propósito. Lo que allí se veía no era la realidad (la realidad actual transcendía toda imagen o comprensión), sino una representación de campos de fuerza. Ardía, se retorcía y vomitaba grandes llamas y globos. Existía en el metal de la nave, en carnes y cráneos.
—¿Ya no puede aguantar más? —gritó Reymont desde su asiento—. Barrios, sustitúyale.
El otro hombre negó con la cabeza. Estaba demasiado aturdido y cansado de su turno anterior.
—Bien. —Reymont se desató—. Lo intentaré. He manejado muchas naves diferentes. —Nadie le oyó por la furia que les rodeaba, pero le vieron luchar sobre la cubierta. Se sentó en la silla auxiliar de control, en el lado opuesto de Lenkei, y acercó la boca al oído del piloto—. Guíeme.
Lenkei asintió. Juntas, sus manos se movían por el panel.
Debían mantener a la Leonora Christine bien lejos del monobloque en crecimiento, cuya radiación los mataría con seguridad; al mismo tiempo, debían permanecer donde el gas fuese tan denso que tau siguiese decreciendo para ellos, convirtiendo esos gigaaños finales de renacimiento en horas; y debían mantener la nave navegando segura a través de un caos que, si les golpeaba con toda su furia, los convertiría en partículas nucleares. Ningún ordenador, ningún instrumento, ningún precedente podía guiarles. Debía hacerse por instinto y reflejos entrenados.
Gradualmente Reymont comprendió la dinámica, hasta que pudo guiar solo. Los ritmos del renacimiento eran salvajes, pero ellos estaban allí. Un poco a estribor… vector bajo a las nueve en punto… ¡ahora acelera!… frena un poco aquí… no dejes que se vaya… bordea esa nube de llamas si puedes… Los truenos bramaban. El aire estaba lleno de ozono y frío.
La pantalla se apagó. Un instante más tarde, todos los fluoropaneles de la nave se volvieron simultáneamente ultravioletas e infrarrojos, y la oscuridad se impuso. Quienes estaban sujetos a solas oyeron, a través del casco, cómo rayos invisibles caminaban por los pasillos. Los del puente de mando, puente de pilotaje y sala de motores, que pilotaban la nave, sintieron un peso mayor que el de los planetas —no podían moverse ni detener un movimiento una vez que éste empezaba— y comenzaron a sentir una ligereza tal que sus cuerpos se rompían en pedazos —y aquél era un cambio en la misma inercia, en cada constante de la naturaleza a medida que el espacio-tiempo-materia-energía sufría su convulsión final— durante un momento infinitesimal e infinito, hombres, mujeres, niños, nave y muerte fueron uno.
Pasó, con tal rapidez que no sabían si había sido real. La luz volvió, y con ella el paisaje exterior. La tormenta se hizo más feroz. Pero ahora a través suyo, distorsionadas por lo que parecían gotas de fuego de un blanco azulado que se deshacían en chispas mientras volaban, surgían dos enormes hojas que se doblaban; ahí venían las galaxias nacientes.
El monobloque había explotado. La creación había comenzado.
Reymont cambió a desaceleración total. La Leonora Christine comenzó lentamente a reducir su velocidad; y voló hacia la luz recién nacida.