4

En una de las habitaciones jardín había una pantalla sintonizada con el exterior. Oscuridad y diamantes quedaban bordeados por helechos, orquídeas, fucsias arqueadas y buganvillas. Una fuente tintineaba y relucía. El aire era más cálido allí que en la mayor parte de los lugares de a bordo, húmedo, lleno de perfumes y verde.

Nada de eso eliminaba por completo el pulso subyacente de energías. Los sistemas Bussard no habían sido desarrollados hasta tener la fluidez de los cohetes eléctricos. Siempre, y también ahora, la nave suspiraba y temblaba. La vibración era ligera, en el mismo límite de la conciencia, pero se abría paso por entre el metal, los huesos y quizá los sueños.

Emma Glassgold y Chi-Yuen Ai-Ling estaban sentadas en un banco entre las flores. Habían estado paseando, forjando una amistad. Sin embargo, desde su llegada al jardín habían permanecido en silencio.

Abruptamente Glassgold hizo una mueca y apartó la vista de la pantalla.

—Fue un error venir aquí —dijo—. Vámonos.

—¿Por qué?, creo que es encantador —contestó sorprendida la planetóloga—. Una huida de paredes desnudas que necesitarán años para convertirse en agradables.

—No podemos huir de eso. —Glassgold señaló la pantalla. En aquel momento estaba dirigida a popa y mostraba una imagen del Sol, encogido hasta ser sólo la estrella más brillante.

Chi-Yuen la miró minuciosamente. La bióloga molecular era igualmente pequeña y morena, pero sus ojos eran redondos y azules, su rostro redondo y rosa, su cuerpo estaba un poco rellenito. Se vestía de forma sencilla estuviese trabajando o no; y sin rechazar por completo las actividades sociales era más una observadora que una participante.

—En… ¿cuánto tiempo?… un par de semanas —siguió— hemos alcanzado las fronteras del Sistema Solar. Cada día… no, cada veinticuatro horas; «día» y «noche» ya no significan nada… cada veinticuatro horas ganamos ochocientos cuarenta y cinco kilómetros por segundo de velocidad.

—Una persona pequeña como yo agradece tener el peso de la Tierra —dijo Chi-Yuen intentando sonar animada.

—No me malinterpretes —respondió Glassgold apresurada—. No gritaré: «¡Demos la vuelta! ¡Demos la vuelta!» —Intentó un chiste propio—. Eso decepcionaría al psicólogo que me examinó. —El chiste se disipó—. Es sólo… encuentro que necesito tiempo… para acostumbrarme, poco a poco, a esto.

Chi-Yuen asintió. Ella, en su más reciente y colorido cheong-sam —entre sus hobbies se encontraba el realizar sus propias ropas—, podía casi haber pertenecido a una especie diferente a la de Glassgold. Pero palmeó la mano de la otra mujer y dijo:

—No eres la única, Emma. Lo esperaban. La gente empieza a entender con algo más que el cerebro, con todo su ser, lo que significa un viaje como éste.

—A ti no parece que te moleste.

—No desde que el brillo del Sol se tragó a la Tierra. Y antes tampoco demasiado. Duele decir adiós. Pero tengo experiencia en eso. Una aprende a mirar hacia delante.

—Siento vergüenza —dijo Glassgold—. Cuando yo he tenido mucha más experiencia que tú. ¿O eso me ha hecho débil de espíritu?

—¿Realmente tuviste más que yo? —La pregunta de Chi-Yuen era apagada.

—¿Cómo?… sí. ¿No? ¿O no te acuerdas? Mis padres siempre fueron personas acomodadas. Mi padre es ingeniero en una planta de desalinización, y mi madre es agrónomo. El Negev es hermoso cuando crecen las cosechas, y es tranquilo y amable, no apresurado como Tel Aviv o Haifa. Aunque disfruté estudiando en la universidad. Tuve la oportunidad de viajar, con buenas compañías. Mi trabajo iba bien. Sí, era afortunada.

—¿Entonces por qué te alistaste para ir a Beta 3?

—Interés científico… una evolución planetaria completamente nueva…

—No, Emma. —Los mechones de ala de cuervo se agitaron cuando Chi-Yuen negó con la cabeza—. Las primeras naves trajeron datos para mantener la investigación durante cientos de años, en la misma Tierra. ¿De qué huyes?

Glassgold se mordió el labio.

—No debí curiosear —se disculpó Chi-Yuen—. Esperaba ayudarte.

—Te lo diré —dijo Glassgold—. Tengo la impresión de que podrías ayudarme. Eres más joven que yo, pero has visto más. —Los dedos se enredaban en su regazo—. Aunque yo misma no estoy muy segura. ¿Cómo empezaron las ciudades a parecer vulgares y vacías? Y cuando volvía a casa para visitar a mi gente, el campo me parecía pagado de sí mismo y vacío. Creí que podría encontrar… ¿un propósito?… ahí fuera. No sé. Me presenté por un impulso. Cuando me llamaron para las pruebas de verdad, mis padres montaron tal jaleo que ya no pude echarme atrás. Sin embargo, siempre fuimos una familia muy unida. Fue tan doloroso dejarlos. Mi padre, grande y seguro de sí mismo, pareció de pronto pequeño y viejo.

—¿Había también un hombre? —preguntó Chi-Yuen—. Lo hubo para mí. Te lo digo porque no es un secreto, él y yo estábamos prometidos, y todo lo que era público sobre esta tripulación acabó en los informes.

—Un compañero de estudios —dijo Glassgold humilde—. Le amaba. Todavía le amo. Él apenas sabía que yo existía.

—No es raro —contestó Chi-Yuen—. Una lo supera o se convierte en una enfermedad. Tienes buena salud en la cabeza, Emma. Lo que necesitas es salir de tu concha. Únete a tus compañeros. Preocúpate de ellos. Sal de tu camarote por un rato y métete en el de un hombre.

Glassgold enrojeció.

—No hago esas cosas.

Chi-Yuen arqueó las cejas.

—¿Eres virgen? No nos lo podemos permitir, no si queremos empezar una población en Beta 3. El material genético es escaso.

—Quiero un matrimonio decente —dijo Glassgold con algo de furia—, y tanto niños como Dios provea. Pero sabrán quién es su padre. No hago ningún daño si no juego al ridículo juego de ir cambiando de camas mientras viajamos. Ya tenemos a bordo suficientes chicas que lo hacen.

—Como yo. —Chi-Yuen no estaba enfadada—. Sin duda se desarrollarán relaciones estables. Mientras tanto, de vez en cuando, ¿por qué no dar y recibir unos pocos momentos de placer?

—Lo siento —dijo Glassgold—. No debería criticar asuntos privados. Especialmente cuando nuestras vidas han sido tan distintas.

—Verdad. No estoy de acuerdo en que tu vida fuese más afortunada que la mía. Al contrario.

—¿Qué? —A Glassgold se le abrió la boca—. ¡No puedes hablar en serio!

Chi-Yuen sonrió.

—Como mucho conoces la superficie de mi pasado. Adivino lo que piensas. Mi país dividido, empobrecido, paralizado por las consecuencias de las revoluciones y las guerras civiles. Mi familia culta y preocupada por la tradición pero pobre, con la pobreza desesperada que sólo los aristócratas caídos en tiempos terribles conocen. Sus sacrificios para mantenerme en la Sorbona, cuando llegó la oportunidad. Después de licenciarme, el trabajo duro y el sacrificio que realicé a cambio, ayudándoles a volver a ponerse en pie. —Volvió el rostro hacia la luz del sol y añadió con calma—: Sobre mi hombre. Nosotros también éramos estudiantes, en París. Más tarde, como ya te he dicho, tenía que alejarme de él a menudo por el trabajo. Finalmente fue a visitar a mis padres en Pekín. Yo iba a unirme a él lo antes posible, y nos hubiésemos casado, en ley y sacramento así como de hecho. Hubo disturbios. Lo mataron.

—¡Oh, Dios mío…! —empezó a decir Glassgold.

—Ésa es la superficie —la interrumpió Chi-Yuen—. La superficie. ¿No lo entiendes?, también tuve un hogar lleno de amor, quizá más que el tuyo, porque me entendían tan bien que no se resistieron a que los abandonase para siempre. Vi muchas partes del mundo, más de lo que puede verse viajando cuidadosamente en primera clase. Tuve a mi Jacques. Y a otros, antes y después, como él hubiese querido. Voy al exterior sin pesares ni heridas que no sanarán. La suerte es mía, Emma.

Glassgold no respondió con palabras.

Chi-Yuen la cogió de la mano y se levantó.

—Debes liberarte de ti misma —dijo la planetóloga—. Al final, sólo tú puedes enseñarte a ti misma cómo hacerlo. Pero quizá pueda ayudarte un poco. Ven a mi camarote. Te haremos un vestido que te haga justicia. La fiesta del Día de la Alianza está cerca, y pretendo que te lo pases bien.


Piense: un solo año luz es un abismo inconcebible. Numerable pero inconcebible. A velocidad ordinaria —digamos, el ritmo razonable de un coche en el tráfico metropolitano, dos kilómetros por minuto— se invertirían casi nueve millones de años en atravesarlo. Y en la vecindad del Sol las estrellas están a una media de nueve años luz de distancia. Beta Virginis estaba a treinta y dos.

Aun así, tales espacios podían conquistarse. Una nave acelerando continuamente a gravedad uno habría recorrido medio año luz en algo menos de un año de tiempo. Y estaría moviéndose a casi la velocidad límite: trescientos mil kilómetros por segundo.

Aparecieron problemas prácticos. ¿De dónde saldría la masa-energía para hacer algo así? Incluso en un universo newtoniano, la idea de un cohete que transportase tanto combustible desde el principio sería ridícula. Era aún más cierto en el verdadero cosmos einsteniano, en el que la masa de la nave y la carga aumentan con la velocidad, alcanzando el infinito a medida que la velocidad se acerca a la de la luz.

¡Pero el combustible y la masa de reacción estaban en el espacio! El universo estaba repleto de hidrógeno. Es cierto, las concentraciones no eran muy grandes para los estándares terrestres: alrededor de un átomo por centímetro cúbico en la vecindad galáctica del Sol. Aun así, eso significaba treinta mil millones de átomos por segundo, golpeando cada centímetro cúbico de la sección transversal de la nave a medida que se aproximaba a la velocidad de la luz (la cifra era más o menos igual en las primeras fases del viaje, ya que el medio interestelar era más denso cerca de una estrella). Las energías eran increíbles. Se emitirían megaroentgens de radiación dura por el impacto: y menos de mil r en una hora es fatal. Ningún apantallamiento ayudaría. Aunque fuera imposiblemente grueso al empezar, acabaría erosionándose.

Aun así, en los días de la Leonora Christine había medios no materiales disponibles: campos magnetohidrodinámicos, cuyos pulsos se extendían por millones de kilómetros para atrapar átomos por los dipolos —sin necesidad de ionización— y controlar su flujo. Esos campos no servían pasivamente como simples armaduras. Desviaban el polvo, sí, y todos los gases menos el dominante hidrógeno. Pero éste era forzado a popa —en largas curvas que evitaban el casco por un margen razonable— hasta que entraba en un torbellino de electromagnetismo compresor y ardiente centrado en el motor Bussard.

La nave no era pequeña. Aun así no era sino un diminuto rastro de metal en esa vasta red de fuerzas que la rodeaba. Ella misma ya no la generaba. Había iniciado el proceso cuando había conseguido la velocidad mínima de ramjet; pero se hizo demasiado grande, demasiado rápida hasta que sólo podía ser creada y mantenida por sí misma. Los reactores termonucleares primarios (se usaría un sistema distinto para desacelerar), los tubos Venturi, todo el sistema que la impulsaba no estaba contenido a bordo. La mayoría ni siquiera era material, sino la resultante de vectores a escala cósmica. Los sistemas de control de la nave, controlados por ordenador, no eran análogos a pilotos automáticos. Eran como catalizadores que, usados juiciosamente, podían afectar el curso de aquellas monstruosas reacciones, podían incrementarlas, reducirlas o apagarlas… pero no con rapidez.

Como en las estrellas, el hidrógeno se fusionaba a popa del módulo Bussard que enfocaba el electromagnetismo que lo contenía. Un titánico efecto de láser de gas dirigía los fotones mismos en un rayo cuya reacción empujaba la nave hacia adelante, y que hubiese podido vaporizar cualquier cuerpo sólido que tocase. El proceso no era eficiente al cien por cien. Pero la mayor parte de la energía perdida se empleaba en ionizar el hidrógeno que escapaba a la combustión nuclear. Esos protones y electrones, junto con los productos de la fusión, también eran impulsados hacia atrás por los campos de fuerza, un vendaval de plasma que aportaba su propio incremento de impulso.

El proceso no era estable. Más bien, compartía la inestabilidad del metabolismo vivo y bailaba siempre al borde del desastre. Se producían variaciones impredecibles en el contenido de materia del espacio.

La extensión, intensidad y configuración de los campos de fuerza debía por tanto ajustarse continuamente: un problema con un número indeterminado de millones de factores que sólo un ordenador podía resolver con la suficiente rapidez. Los datos de entrada y las señales de salida viajaban a la velocidad de la luz: una velocidad finita que requería tres segundos y un tercio para recorrer un millón de kilómetros. La respuesta podría ser fatalmente lenta. Ese peligro se incrementaría a medida que la Leonora Christine se acercase tanto a la velocidad final que el tiempo cambiase de forma mesurable.

Aun así, semana tras semana, mes tras mes, la nave se movía hacia delante.


Los múltiples ciclos de materia que convertían de nuevo los desechos biológicos en aire respirable, agua potable, comida y fibras utilizables, llegaban tan lejos como para mantener un equilibrio del alcohol etílico a bordo. El vino y la cerveza se producían con moderación, principalmente para la mesa. Las raciones de licores fuertes eran escasas. Pero ciertas personas habían incluido botellas en sus equipajes personales. Más aún, podían negociar las partes de los amigos abstemios y guardar las suyas hasta que fuesen suficientes para una ocasión especial.

Ninguna regla oficial, pero sí la costumbre, decía que fuera de los camarotes sólo se podía beber en el comedor. Para estimular la vida social, esa habitación tenía varias mesas pequeñas en lugar de una sola mesa larga. Por tanto, entre comidas, servía de club. Algunos hombres construyeron un bar al fondo para servir hielo y productos para mezclar. Otros fabricaron cortinas para los mamparos, para que los murales decorosos pudiesen ocultarse durante las horas de bebida tras escenas un poco más verdes. Continuamente había música de fondo, cosas alegres, desde gallardas del siglo XVI hasta lo último de los asteroides llegado desde la Tierra.

En una fecha particular, alrededor de las 20.00, el club estaba vacío. Había un baile programado en el gimnasio. El personal libre que quería asistir —la mayoría— se estaba vistiendo. Las prendas, todas de gala, se estaban volviendo terriblemente importantes. El mecánico Johann Freiwald resplandecía dentro de una túnica dorada que una dama había cosido para él. Ella todavía no estaba lista, ni tampoco la orquesta, por lo que dejó que Elof Nilsson lo llevase al bar.

—¿No podemos hablar mañana de negocios? —preguntó. Era un joven grande y amigable, de rasgos rectos, con una calva que resplandecía rosa por entre un pelo rubio muy corto.

—Quiero hablarlo contigo ahora que lo tengo fresco en la cabeza —dijo la voz chillona de Nilsson—. Me vino de golpe mientras me cambiaba. —Su aspecto lo confirmaba—. Antes de pensarlo más quiero saber si es práctico.

Jawohl, si tú pones las bebidas y no nos lleva mucho tiempo.

El astrónomo encontró su botella personal en el estante, cogió un par de vasos y se dirigió a la mesa.

—Yo tomaré agua… —comenzó a decir Freiwald. El otro hombre no lo oyó—. Ése es Nilsson —le dijo Freiwald al aire. Llenó una jarra de agua y se la llevó.

Nilsson se sentó, sacó una libreta de notas y comenzó a dibujar. Era bajo, gordo, cano y feo. Se sabía que un padre intelectualmente ambicioso, en una antigua ciudad universitaria de Upsala, le había obligado a convertirse en un prodigio a costa de todo lo demás. Se suponía que su matrimonio había sido el resultado de la desesperación mutua y se había convertido en una catástrofe prolongada, porque a pesar de tener un hijo la pareja se deshizo en el momento en que tuvo la oportunidad de ir en aquella nave. Aun así, cuando hablaba, no sobre las humanidades que no entendía y que por tanto despreciaba, sino sobre sus propios temas… entonces olvidaba su arrogancia y pomposidad, recordaba sus observaciones que habían probado finalmente el modelo del universo oscilante, y se le veía coronado de estrellas.

—…oportunidad única para conseguir datos valiosos. Piensa en la base que tenemos: diez parsecs. Además de la capacidad de examinar espectros de rayos gamma con menos incertidumbre, con mayor precisión, cuando se desplazan al rojo hacia fotones menos energéticos. Y más y más. Aun así, no estoy satisfecho.

»No creo que sea realmente necesario mirar una imagen electrónica del cielo, estrecha, borrosa y degradada por el ruido, por no mencionar los malditos cambios ópticos. Deberíamos montar espejos en el exterior del casco. Las imágenes podrían dirigirse por conductores de luz a los oculares, fotomultiplicadores y cámaras a bordo.

»No, no lo digas. Sé que los intentos anteriores han fallado. Se podría construir una máquina que saliese por una esclusa, le diese forma al soporte de plástico de ese instrumento y lo aluminizara. Pero los efectos de inducción de los campos Bussard pronto harían que el espejo fuese algo más apropiado para una casa de la risa en Gróna Lund. Sí.

»Pero mi idea es grabar sensores y circuitos de retroalimentación en el plástico, flexores de control que automáticamente compensarían las distorsiones a medida que sucedan. Me gustaría conocer tu opinión sobre las posibilidades de diseñar, probar y producir esos flexores, señor Freiwald. Aquí tienes, éste es mi esquema rápido de lo que tengo en mente…

Nilsson fue interrumpido.

—Hola, ahí están, ¡amigos!

Él y el mecánico levantaron la vista. Williams se acercaba dando bandazos. El químico llevaba una botella en la mano derecha y un vaso medio lleno en la izquierda. Su cara estaba más roja que de costumbre y respiraba con pesadez.

—¿Was zum Teufel? —exclamó Freiwald.

—En inglés, chico —dijo Williams—. Habla inglés esta noche. Al estilo americano. —Llegó hasta la mesa y se sentó sobre ella con tal ímpetu que casi la tira. Un fuerte olor a whisky flotaba a su alrededor—. Especialmente tú, Nilsson. —Apuntó con un dedo vacilante—. Habla en americano esta noche, sueco. ¿Me oyes?

—Por favor, vete a otro sitio —dijo el astrónomo.

Williams se echó de golpe sobre la silla. Se inclinó hacia delante apoyándose en ambos codos.

—No sabes qué día es —dijo—. ¿Verdad?

—Dudo que tú lo sepas, en tus condiciones actuales —le respondió Nilsson en sueco—. La fecha es el Cuatro de julio.

—¡E-e-e-exacto! ¿Sabes qué significa? ¿No? —Williams se volvió hacia Freiwald—. ¿Lo sabes tú, Heinie?

—¿Un aniversario? —aventuró el mecánico.

—Eso es. Un aniversario. ¿Quién lo diría? —Williams levantó su brazo—. Bebed conmigo, vosotros dos. He estado reuniendo para hoy. ¡Bebed!

Freiwald lo miró con simpatía y brindó con él.

Prosit —empezó a decir Nilsson—, Skál. —Pero volvió a poner el licor sobre la mesa y lo miró fijamente.

—Cuatro de julio —dijo Williams—. Día de la Independencia. Mi país. Quise dar una fiesta. A nadie le importaba. Una copa conmigo, quizá dos, luego a su maldita fiesta. —Miró a Nilsson durante un rato—. Sueco —dijo lentamente—, bebe conmigo o te romperé los dientes.

Freiwald puso una mano grande sobre el brazo de Williams. El químico intentó levantarse. Freiwald lo mantuvo donde estaba.

—Calma, doctor Williams —le pidió amablemente el mecánico—. Si quiere celebrar su día nacional, por supuesto que estaremos contentos de brindar con usted. ¿Verdad, señor? —añadió para Nilsson.

El astrónomo adoptó un tono adusto.

—Sé cuál es el problema. Me lo contó antes de partir un hombre que sabía lo que pasaba. Frustración. No podía aguantar los métodos modernos de administración.

—Maldita burocracia del estado del bienestar —dijo Williams con hipo.

—Comenzó a soñar con la era imperial y soberana de su país —siguió Nilsson—. Fantaseó sobre el sistema de libre empresa que no creo que existiese nunca. Expresaba ideas políticas reaccionarias. Cuando la Autoridad de Control tuvo que arrestar a varios oficiales americanos de alto rango por conspiración para violar la Alianza…

—Me harté. —El tono de Williams subió hasta convertirse en un grito—. Otra estrella. Un nuevo mundo. La oportunidad de ser libres. Incluso si tengo que viajar con un montón de suecos.

—¿Ves? —Nilsson le sonrió a Freiwald—. No es sino una víctima del nacionalismo romántico con el que nuestro mundo demasiado ordenado se ha estado consolando a sí mismo en la pasada generación. Es una pena que no quedase satisfecho con la ficción histórica o la mala poesía épica.

—¡Romántico! —gritó Williams. Luchó sin éxito para liberarse de Freiwald—. Tú, monstruo de ojos de búho, barriga caída y largo como un palo, ¿qué crees que te ha hecho? ¿Cómo te sentías al ser así, mientras los otros chicos jugaban a ser vikingos? ¡Tu matrimonio salió aún peor que el mío! Y yo aguanté, hijo de puta, yo tenía que ganarme la vida, algo que tú jamás has tenido que hacer… Suéltame y veremos quién es el hombre aquí.

—Por favor —dijo Freiwald—. Bitte. Caballeros. —Estaba de pie, para poder mantener a Williams en su silla. Clavó a Nilsson con la vista—. Y usted, señor —dijo fríamente—. No tiene derecho a hostigarle. Podía haber demostrado la cortesía mínima de brindar por el día de su país.

Nilsson parecía estar a punto de invocar su rango intelectual. Se detuvo al aparecer Jane Sadler. Había estado mirando desde la puerta durante unos minutos. Su expresión hacía que su traje formal pareciese patético.

—Johann te ha dicho la verdad, Elof —dijo—. Mejor vienes conmigo.

—¿A bailar? —escupió Nilsson—. ¿Después de esto?

—Especialmente después de esto. —Inclinó la cabeza—. Me he cansado de tus aires de superioridad, cariño. ¿Intentamos comenzar de nuevo o lo dejamos ahora mismo?

Nilsson murmuró algo pero se levantó y le ofreció el brazo. Ella era un poco más alta que él. Williams se quedó caído en la silla, intentando no llorar.

—Yo me quedaré aquí un rato, Jane, para ver si puedo animarle —le susurró Freiwald.

Ella le dedicó una sonrisa de preocupación.

—Lo harás, Johann. —Habían estados juntos un par de veces antes de que ella se fuese con Nilsson—. Gracias.

Mantuvieron las miradas un rato. Nilsson agitó los pies y tosió.

—Te veré más tarde —dijo ella y salió.

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