19

—Por favor —imploró Jane Sadler—. Ayúdale.

—¿Tú no puedes? —preguntó Reymont.

Ella negó con la cabeza.

—Lo he intentado. Y creo que ha sido para peor. En su condición actual y como yo soy una mujer… —Se ruborizó—. ¿Lo captas?

—Bien, no soy un psicólogo —dijo Reymont—. Sin embargo, veré qué puedo hacer.

Salió del emparrado donde ella lo había pillado descansando. Los árboles enanos, las vides caídas, el musgo y las flores lo convertían en un lugar de curación para él. Pero había notado que comparativamente muy pocos iban ya a aquellas habitaciones. ¿Les recordaban demasiadas cosas?

Ciertamente no se habían hecho planes para celebrar el equinoccio de otoño que se acercaba en el calendario de la nave —o cualquier otra fiesta, ahora que lo pensaba—. El festival de San Juan había sido descorazonadoramente silencioso.

En el gimnasio se celebraba un juego de balonmano a cero g de esquina a esquina. Pero estaban jugando los astronautas, y más por cabezonería que por diversión. La mayor parte de los pasajeros solamente iban allí para realizar poco más que los ejercicios obligatorios. Tampoco demostraban mucho interés en las comidas: y no es que Carducci estuviese haciendo un trabajo muy inspirado en esos días. Uno o dos transeúntes saludaron indiferentes a Reymont.

Más adelante en el pasillo, había una puerta abierta en un taller de hobbies. Se oía un torno, un soplete brillaba azul en las manos de Kato M'Botu y Yeshu ben-Zvi. Aparentemente estaban haciendo algo para el proyecto ecológico de Fedoroff-Pereira retomado recientemente, y habían tenido que salir de las facilidades en las cubiertas interiores porque no había sitio suficiente para todos.

Estaba bien por el momento, pero no avanzaba demasiado. Tenías que asegurarte con precisión de lo que hacías antes de alterar los sistemas sobre los que se apoyaba la vida. Por ahora, y sin duda durante años por venir, el tema estaba en fase de investigación. La tarea sólo podía ocupar la atención completa de unos pocos especialistas, hasta que comenzase la construcción.

Las mejoras instrumentales de Nilsson habían sido excelentes generadores de trabajo. Ahora eso estaba completándose, a menos que el astrónomo pudiese pensar en nuevos inventos. La mayor parte del trabajo había terminado; se había movido carga, la cubierta Número Dos se había convertido en un observatorio electrónico y su desorganización había sido ordenada. Los expertos podían manipular y mejorar, así como enfrascarse en prodigiosos estudios del universo externo. Pero para la mayoría del equipo, ya no había trabajo que hacer.

Nada quedaba por hacer sino aguantar.

A cada crisis, la gente se había reunido. Aun así, cada pico de esperanza era menor que el anterior, cada retirada a la tristeza resultaba más profunda. Por ejemplo, había esperado más reacción al cambio de la regla sobre niños. Exactamente dos mujeres habían pedido ser madres, y el efecto de sus últimas inyecciones no pasaría en meses. Las demás, sin duda, estaban interesadas en cierta forma…

La nave se estremeció. El peso atrapó a Reymont. Apenas pudo evitar caerse al suelo. El ruido metálico recorrió el casco, como un bajo profundo. Pasó pronto. El vuelo libre volvió. La Leonora Christine había atravesado otra galaxia.

Esos pasos se hacían más frecuentes cada día. ¿Jamás encontraría la configuración adecuada para detenerse? ¿Deberían desacelerar, aunque sólo fuese por hacer algo diferente?

¿Se habían equivocado en los cálculos Nilsson, Chidambaran y Foxe-Jameson? ¿Estaban empezando a darse cuenta? ¿Habían estado trabajando por eso hasta tan tarde en el observatorio las pasadas semanas, y por eso tenían ese aire tan preocupado y taciturno cuando iban a buscar comida o a dormir?

Bien, sin duda Lindgren le sacaría información a Nilsson cuando lo confirmasen, fuese lo que fuese.

Reymont flotó por la escalera hasta el nivel de tripulación. Después de una pausa en su camarote, encontró la puerta que buscaba y llamó. No obtuvo respuesta e intentó abrirla. Estaba bien cerrada. La puerta de Sadler no lo estaba. Entró. La división entre su lado y el de su hombre estaba bajada. Reymont la abrió.

Johann Freiwald flotaba al final del cordón de seguridad. La figura fornida estaba doblada como un feto. Pero los ojos demostraban que estaba consciente.

Reymont se afianzó en un agarre, fijó la mirada y habló sin comprometerse.

—Me preguntaba por qué no te había visto por ahí. Entonces me dijeron que no te sentías bien. ¿Puedo hacer algo por ti?

Freiwald lanzó un gruñido.

—Tú puedes hacer mucho por mí —le siguió diciendo Reymont—. Te necesito. Has sido mi mejor ayudante, policía, consejero, jefe de equipo y hombre de ideas que he tenido durante todo este tiempo. No puedo trabajar sin ti.

Freiwald habló con esfuerzo.

—Tendrás que hacerlo.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Yo no puedo hacer nada más. Es así de simple. No puedo.

—¿Por qué? —insistió Reymont—. Las tareas que tenemos no son trabajos físicamente duros. Y de cualquier forma, eres fuerte. La ingravidez nunca te ha molestado. Eres un chico de la era de las máquinas, un tipo práctico, un alma fuerte y con los pies en la tierra. No uno de esos personajillos delicados que tienen que ser mimados cada minuto porque sus frágiles espíritus no pueden soportar un viaje largo —dijo con mofa—. ¿Eres uno de ellos?

Freiwald se movió. Sus mejillas sin afeitar se oscurecieron un poco.

—Soy un hombre —dijo—. No un robot. Con el tiempo empiezo a pensar.

—Amigo mío, ¿supones que habríamos podido sobrevivir tanto tiempo si los oficiales, al menos, no pasasen cada hora de conciencia pensando?

—No me refiero a las malditas medidas, cálculos de ordenador, ajustes de ruta y modificaciones de equipo. Eso no es sino el instinto por permanecer vivos. Una langosta que intenta salir del caldero tiene la misma dignidad. Me pregunto por qué. ¿Qué estamos haciendo realmente? ¿Qué sentido tiene?

Et tu, Brute —murmuró Reymont.

Freiwald se giró hasta que su mirada se clavó directamente en la del condestable.

—Porque tú eres tan insensible… ¿Sabes que año es?

—No. Ni tú tampoco. Los datos son demasiado imprecisos. Y si te preguntas qué año sería en Sol, eso no tiene sentido.

—¡Cállate! Me sé todo el rollo de la simultaneidad. Hemos recorrido unos cincuenta mil millones de años luz. Estamos viajando por toda la curva del espacio. Si volviésemos ahora mismo al Sistema Solar, no encontraríamos nada. Nuestro sol murió hace mucho tiempo. Se hinchó y brilló hasta devorar la Tierra; se convirtió en una variable, parpadeando como una vela al viento; se hundió hasta ser una enana blanca, ascuas y cenizas. Y las otras estrellas hicieron lo mismo. Nada puede quedar de nuestra galaxia sino enanas rojas, si acaso. En cualquier caso escoria. La Vía Láctea ha desaparecido. Todo lo que conocíamos, todo lo que nos hizo, está muerto. Empezando por la especie humana.

—No necesariamente.

—Entonces se habrá convertido en algo que no podríamos comprender. Somos fantasmas. —El labio de Freiwald temblaba—. Huimos y huimos como monomaníacos… —De nuevo la aceleración recorrió la nave—. Mira. Escucha. —Sus ojos estaban blancos como si tuviese miedo—. Hemos atravesado otra galaxia. Otros cientos de miles de años. Una fracción de segundo para nosotros.

—Oh, no exactamente —dijo Reymont—. Nuestra tau no puede ser tan pequeña, ¿no? Habremos atravesado un brazo espiral.

—¿Destruyendo cuántos mundos? Conozco las cifras. No tenemos la masa de una estrella. Pero sí la energía; creo que podríamos atravesar un sol y no nos daríamos cuenta.

—Quizá.

—Eso es parte de nuestro infierno. Nos hemos convertido en una amenaza para… para…

—No lo digas —dijo Reymont en serio—. No lo pienses. Porque no es verdad. Estamos interaccionando con polvo y gas, nada más. Cruzamos muchas galaxias. En términos de su tamaño están muy próximas unas a otras. Dentro de un cúmulo, los miembros se encuentran a diez diámetros de distancia, a veces menos. Las estrellas individuales dentro de una galaxia… ése es otro tema. Sus diámetros son una fracción microscópica de un año luz. En una región del núcleo, la parte más poblada… bien, la separación entre dos estrellas es todavía como la separación entre dos hombres, uno a cada lado de un continente. Un gran continente. Como Asia.

Freiwald apartó la vista.

—Ya no existe Asia —dijo—. Ya no.

—Nosotros existimos —le contestó Reymont—. Estancos vivos, somos reales, tenemos esperanzas. ¿Qué más quieres? ¿Algún gran sentido filosófico? Olvídalo. Eso es un lujo. Nuestros descendientes lo inventarán, junto con aburridos poemas épicos sobre nuestro heroísmo. Tenemos sangre, sudor y lágrimas. —Su sonrisa parpadeó—. Es decir, los fluidos corporales sin encanto. ¿Y qué tiene de malo? Tu problema es que piensas que una combinación de miedo a las alturas, privación sensorial y cansancio nervioso es una crisis metafísica. Por mi parte, no desprecio nuestro instinto de langosta por sobrevivir. Me alegro de tenerlo.

Freiwald flotaba sin moverse.

Reymont se acercó y le agarró el hombro.

—No estoy despreciando tus dificultades —dijo—. Es difícil seguir. Nuestro peor enemigo es la desesperación; y nos arroja al suelo a cada uno de nosotros de vez en cuando.

—A ti no —dijo Freiwald.

—Oh, sí —le dijo Reymont—. A mí también. Sin embargo, vuelvo a ponerme en pie. Tú también lo harás. Si sólo dejases de sentirte inútil por una incapacidad que es simplemente el resultado del cansancio físico. Jane lo entiende mejor que tú, amigo, porque la incapacidad desaparecerá por sí misma. Después verás el resto de tus problemas en perspectiva y volverás a ser el de antes.

—Bien… —Freiwald, que se había puesto tenso mientras Reymont hablaba, se relajó un poco—. Puede ser.

—Lo sé. Pregúntaselo al doctor si no te lo crees. Si quieres, haré que te recete algunas drogas para acelerar tu recuperación. Mi razón es que te necesito, Johann.

Los músculos bajo la mano de Reymont se aflojaron aún más. Sonrió.

—Sin embargo —continuó—. Tengo conmigo la única droga que creo que necesitarás.

—¿Qué? —Freiwald miró hacia «arriba».

Reymont buscó bajo su túnica y sacó una botella con dos tubos para beber.

—Aquí la tienes —dijo—. El rango tiene sus privilegios. Es escocés. El artículo genuino, no ese brebaje de brujas que los escandinavos consideran una imitación. Te receto una buena dosis, y para mí también. Me gustaría una charla tranquila. No he tenido una desde hace tanto tiempo que no puedo acordarme.

Habían hablado durante una hora, y la vida volvía a la actitud de Freiwald, cuando el intercomunicador habló con la voz de Lindgren:

—¿Está ahí el condestable?

—Uh, sí —contestó Freiwald.

—Sadler me lo dijo —explicó la primer oficial—. ¿Podrías venir al puente, Carl?

—¿Es urgente? —preguntó Reymont.

—N-n-no realmente, supongo. Las últimas observaciones parecen indicar… posteriores cambios evolutivos en el espacio. Quizá tengamos que modificar nuestro plan de vuelo. Pensé que quizá te gustaría discutirlo.

—Está bien. —Reymont se encogió de hombros—. Lo siento.

—Yo también. —El otro hombre miró la botella, agitó la cabeza y se la devolvió.

—No, más vale que la acabes —dijo Reymont—. Solo no. Es malo beber solo. Se lo diré a Jane.

—Vaya —rió Freiwald con sinceridad—. Es muy amable por tu parte.

Al salir, cerrando la puerta a su espalda, Reymont miró a lo largo de todo el pasillo. No había nadie a la vista.

Entonces se dejó caer y cerró los ojos con el cuerpo temblando. Después de un minuto llenó los pulmones y se dirigió al puente.

Norbert Williams venía en el otro sentido por la escalera.

—Hola —le saludó el químico.

—Pareces más feliz que la mayoría —comentó Reymont.

—Sí, supongo que lo soy. Emma y yo hemos estado hablando y puede que hayamos encontrado una nueva forma de comprobar a distancia si un planeta tiene nuestro tipo de vida. Una población de tipo plancton debería imprimir cierta radiación térmica característica a la superficie del océano; y dado que el efecto Doppler hace que esas frecuencias puedan ser analizadas adecuadamente…

—Bueno. Trabaja en eso. Y si necesitas la cooperación de otros, me alegraré.

—Claro, ya lo hemos pensado.

—¿Y podrías decir por ahí que esté donde esté, Jane Sadler queda excusada de su trabajo por hoy? Su amigo tiene algo que discutir con ella.

La carcajada de Williams siguió a Reymont por la escalera.

Pero el nivel de mando estaba vacío y tranquilo; y en el puente, Lindgren estaba de guardia sola. Agarraba con las manos la base del visor. Cuando se volvió, él vio que su rostro había perdido el color.

Cerró la puerta.

—¿Qué pasa? —dijo en voz baja.

—¿No dejaste que se te escapara?

—No, por supuesto que no, cuando la situación es tan difícil.

Ella intentó hablar pero no pudo.

—¿Tienen que venir más personas a esta reunión? —preguntó Reymont.

Ella negó con la cabeza. Él se acercó a ella, se sujetó con una pierna a una barra y con el otro pie se apuntaló en el suelo, y la recibió en los brazos. Ella lo agarró tan fuerte como lo había hecho en su única noche robada.

—No —dijo contra su pecho—. Elof y… Auguste Boudreau… me lo dijeron. Además de ellos, sólo lo saben Malcolm y Mohandas. Me pidieron que se lo dijese… al jefe. Ellos no se atreven. No saben cómo. Yo tampoco. Cómo decírselo a nadie. —Sus uñas atravesaron la túnica—. Carl, ¿qué podemos hacer?

Él acarició su pelo, mirando más allá de su cabeza y sintió los latidos rápidos e irregulares de su corazón. Una vez más la nave resonó y saltó; y de nuevo otra vez. Las notas que la recorrían tenían un tono más alto que antes.

El aire de la ventilación estaba frío. El metal que le rodeaba parecía hundirse.

—Sigue —dijo finalmente—. Cuéntamelo, ülskling.

—El universo, todo el universo, se muere.

Reymont no pudo contener un ruido en la garganta.

Por lo demás, esperó.

Al final ella pudo echarse atrás lo suficiente para mirarle a los ojos. Se lo contó todo con voz torpe y apresurada:

—Hemos avanzado más de lo que suponíamos. En el espacio y el tiempo. Más de cien mil millones de años. Los astrónomos empezaron a sospecharlo… no sé. Sólo sé lo que me han contado. Todos han oído que las galaxias que vemos se hacen más oscuras. Las viejas estrellas se marchitan y no nacen otras nuevas. No pensábamos que nos afectase. Todo lo que buscábamos era un pequeño sol no demasiado diferente de nuestro Sol. Debería haber muchos. Las galaxias tienen vidas largas. Pero ahora…

»Los hombres no estaban seguros. Las observaciones son difíciles de hacer. Pero empezaron a preguntarse… si no habíamos infravalorado la distancia recorrida. Comprobaron el corrimiento Doppler con mayor cuidado. Especialmente ahora, cuando parece que atravesamos más y más galaxias y el gas entre ellas parece que se hace más denso.

—Descubrieron que lo que observamos no puede explicarse por completo por ninguna tau que podamos tener. Debía haber otros factores. Las galaxias se están aproximando. El gas está siendo comprimido. El espacio ha dejado de expandirse. Alcanzó el límite y vuelve a contraerse. Elof dice que el colapso continuará. Y continuará. Hasta el final.

—¿Y nosotros? —preguntó Reymont.

—¿Quién sabe? Excepto que los cálculos indican que no podemos detenernos. Es decir, podríamos, pero para cuando lo hiciésemos no quedaría nada… excepto la oscuridad, soles quemados, cero absoluto, muerte y muerte. Nada.

—No es eso lo que queremos —dijo él estúpidamente.

—No. ¿Qué queremos? —Curiosamente no lloraba—. Creo… Carl, ¿no deberíamos decir buenas noches? ¿Todos nosotros a todos los demás? Una última fiesta, con vino y velas. Y después ir a los camarotes. Tú y yo en el nuestro. Y amarnos, si podemos, y decirnos buenas noches. Tenemos morfina para todos. Y oh, Carl, estamos tan cansados. Será agradable dormir.

Reymont volvió a acercarla hacia él.

—¿Leíste alguna vez Moby Dick? —murmuró ella—. Así somos nosotros. Hemos perseguido a la Ballena Blanca. Hasta el final del tiempo. Y ahora… la pregunta. ¿Qué es el hombre, que debería sobrevivir a su Dios?

Reymont la apartó cuidadosamente de él, y buscó el visor. Mirando al frente vio, por un momento, pasar una galaxia. Debía estar sólo a unos diez mil parsecs de distancia, porque la vio grande y clara sobre la oscuridad. La forma era caótica. Cualquier estructura que una vez tuviera se había desintegrado. Era de un rojo vago y apagado, haciéndose hacia los bordes del tono de la sangre coagulada.

Salió del campo visual. La nave atravesó otra, fue agitada por ella, pero de ésa nada fue visible.

Reymont se arrastró de nuevo a la cubierta de mando. Los dientes le brillaban en el rostro.

—¡No! —dijo.

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