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Vista desde el transbordador que llevaba a la tripulación, la Leonora Christine parecía una daga dirigida hacia las estrellas.

Su casco era un cono que se estrechaba hacia proa. Su bruñida superficie parecía ornamentada, más que rota, por el equipamiento exterior. Eran escotillas y esclusas; sensores para los instrumentos; almacenamiento para los dos yates que servirían para aterrizar en el planeta, algo para lo que la Leonora Christine no estaba diseñada; la red del motor Bussard, ahora completamente plegada. La base del cono era muy ancha, ya que entre otras cosas contenía la masa de reacción; pero la longitud era demasiado grande para que se notase mucho.

En la punta de la daga, se abría una estructura que podría suponerse era la protección de la empuñadura de una espada. Su borde servía de base a ocho cilindros esqueléticos que apuntaban hacia fuera. Ésos eran los tubos de impulso, que aceleraban la masa de reacción cuando la nave se movía a simples velocidades interplanetarias. La empuñadura contenía sus controles y planta de energía.

Más allá, algo más oscuro, se extendía el mango de la daga, que acababa finalmente en un pomo intrincado. Eso último era el motor Bussard; el resto, cuando se activase, sería un escudo contra la radiación.

Así era la Leonora Christine, la séptima y más joven de su clase. Su simplicidad exterior era una exigencia de la naturaleza de su misión y era tan engañosa como la piel humana; en su interior era casi tan complicada y sutil. El tiempo desde que se concibió la idea básica, a mitad del siglo XX, incluía quizás un millón de años-hombre de pensamiento y trabajo dirigidos a convertirla en realidad; y algunos de aquellos hombres habían poseído intelectos iguales a cualquiera que jamás hubiese existido. Aunque la experiencia práctica y las herramientas esenciales ya se habían obtenido cuando comenzó la construcción, y aunque la civilización tecnológica había conseguido su fantástico florecimiento (y finalmente, por un tiempo, no había sufrido el castigo o la amenaza de la guerra), su coste no era en ningún sentido despreciable y había provocado amplias protestas. ¿Todo eso para enviar cincuenta personas a una estrella cercana?

Exacto. Ése es el tamaño del universo.

Surgía a sus espaldas, a su alrededor, donde giraba alrededor de la Tierra. Mirando en sentido opuesto al Sol y los planetas, veías una oscuridad cristalina mucho mayor que lo que te atrevías a comprender. No parecía totalmente negra; hay reflexiones de luz en tus ojos, si no en otro sitio; pero era la noche definitiva, esa que nuestro amable cielo reserva para nosotros. Las estrellas la atestaban, sin parpadear, con un brillo de una frialdad invernal. Aquellas suficientemente luminosas para verse desde el suelo mostraban sus colores con claridad en el espacio: Vega de un azul metálico, Capella dorada, Betelgeuse ámbar. Y si no estabas acostumbrado, los miembros menores de la galaxia que se habían hecho visibles eran tantos que amenazaban con ahogar las constelaciones familiares. La noche era un desorden de estrellas.

Y la Vía Láctea cruzaba el cielo con hielo y plata; y las Nubes de Magallanes no eran destellos vagos sino agitados y brillantes; y la galaxia de Andrómeda resplandecía nítida por más de un millón de años; y sentías que tu alma se ahogaba en aquellas profundidades y presuroso retirabas la vista a la cómoda cabina que te contenía.


Ingrid Lindgren entró en el puente, cogió un agarre y se puso firme en el aire.

—Presentándose, capitán —anunció formalmente.

Lars Telander se volvió para saludarla. En caída libre, su figura demacrada y torpe se hacía agradable de ver, como un pez en el agua o un halcón en vuelo. De otra forma podría haber sido cualquier otro cincuentón de pelo gris. Ninguno de ellos se había molestado en ponerse las insignias de mando en los monos que eran el atuendo de trabajo estándar a bordo.

—Buenos días —dijo—. Espero que haya tenido un agradable permiso.

—Sí, muy bien. —El color le subió a las mejillas—. ¿Y usted?

—Oh… estuvo bien. Me dediqué principalmente a hacer turismo de un extremo al otro de la Tierra. Me sorprendió lo mucho que no había visto antes.

Lindgren lo miró con algo de compasión. Flotaba solo al lado del sillón de mando, uno de los tres que estaban alrededor de las consolas de comunicación y control en medio de la habitación circular.

Los medidores, pantallas de datos, indicadores, y otros dispositivos que ocupaban los mamparos, ya parpadeaban, se estremecían y dibujaban líneas, destacando su aislamiento. Hasta la llegada de ella, él no había escuchado nada sino el murmullo de los ventiladores y los infrecuentes chasquidos de un repetidor.

—¿No tiene a nadie? —preguntó.

—Nadie cercano. —Los grandes rasgos de Telander se arrugaron en una sonrisa—. No olvide que, en lo que se refiere al Sistema Solar, casi tengo ya un siglo. Cuando visité por última vez mi villa natal en Dalarna, el nieto de mi hermano era el orgulloso padre de dos adolescentes. No podía esperar que me consideraran un pariente cercano.

(Había nacido tres años antes de que la primera expedición tripulada partiese para Alfa Centauri. Entró en el jardín de infancia dos años antes de que el primer mensaje máser de la expedición llegase a la Estación Farside en la Luna. Ese acontecimiento fijó la trayectoria vital de un niño introvertido e idealista. A los veinticinco años, recién graduado de la Academia con una actuación notable en las naves interplanetarias, se le permitió formar parte de la primera tripulación a Épsilon Eridani. Volvieron veintinueve años más tarde; pero debido a la dilatación temporal, para ellos sólo habían transcurrido once, incluyendo los seis que habían pasado en el planeta de destino. Los descubrimientos que realizaron les dieron la gloria. La nave a Tau Ceti estaba siendo aprovisionada cuando regresaron. Telander podía ser el primer oficial si estaba dispuesto a partir en menos de un año. Lo estaba. Pasaron trece años de los suyos antes de volver, mandando una nave cuyo capitán había muerto en un mundo extrañamente salvaje. En la Tierra, el intervalo había sido de treinta y dos años. La Leonora Christine estaba siendo construida en órbita. ¿Quién mejor que él para tomar el mando? Dudó. Iba a ser lanzada en apenas tres años. Si aceptaba, la mayor parte de esos mil días los pasaría planeando y preparando… Pero no aceptar era probablemente impensable; y además, caminaba como un extraño por una Tierra que también se le había hecho extraña a él.)

—Vamos al trabajo —dijo—. ¿Doy por supuesto que Boris Fedoroff y sus ingenieros vinieron con usted?

Ella asintió.

—Me dijo que le llamaría por el intercomunicador después de que se organizase.

—Mmmm. Podría haber tenido la cortesía de notificarme su llegada.

—No está de buen humor. Estuvo malhumorado durante todo el camino. No sé por qué. ¿Importa?

—Vamos a permanecer juntos en esta nave durante un tiempo, Ingrid —señaló Telander—. Nuestro comportamiento importará mucho.

—Oh, a Boris se le pasará. Supongo que tenía resaca, o una chica lo rechazó anoche, o algo así. Durante el entrenamiento me pareció un hombre de corazón blando.

—El perfil psicológico lo indica. Aun así, hay cosas, potencialidades, en cada uno de nosotros que no se ven en las pruebas. Hay que estar allá lejos… —Telander señaló el periscopio óptico como si fuese el lugar más remoto— antes de que se manifiesten, para bien o para mal. Y lo hacen. Siempre lo hacen. —Se aclaró la garganta—. Bien. ¿El personal científico también cumple el horario?

—Sí. Llegarán en dos grupos, el primero a las 13.40 y el segundo a las 15.00. —Telander notó el acuerdo con el programa sujeto a la consola. Lindgren añadió—: No creo que necesitemos un intervalo tan amplio entre ellos.

—Margen de seguridad —le respondió Telander ausente—. Además, con entrenamiento o no, necesitaremos tiempo para llevar a tantos terrícolas a sus camarotes, ya que no pueden comportarse adecuadamente en ingravidez.

—Carl puede ocuparse de ellos —dijo Lindgren—. Si es necesario, los puede llevar individualmente más rápido de lo que parece creíble.

—¿Reymont? ¿El de seguridad? —Telander estudió las pestañas que se agitaban—. Sé que es bueno en caída libre, y que llegará en el primer grupo, ¿pero es tan bueno?

—Estuvimos en L'Etoile de Plaisir.

—¿Dónde?

—Un satélite de descanso.

—Mmmm, sí, ése. ¿Y jugaron a juegos de ingravidez? —Lindgren asintió, sin mirar al capitán. Él sonrió de nuevo—. Entre otras cosas, sin duda.

—Va a quedarse conmigo.

—Mmmm… —Telander se tocó la barbilla—. Para ser honesto, me gustaría más que se quedase en el camarote asignado, en caso de que haya problemas con, hmmm, los pasajeros. Ése será su trabajo en ruta.

—Podría unirme a él —ofreció Lindgren.

Telander agitó la cabeza.

—No. Los oficiales deben vivir en la zona de oficiales. La razón teórica, que estén cerca del puente, no es la verdadera. En los próximos cinco años descubrirá, Ingrid, que los símbolos son muy importantes. —Se encogió de hombros—. Bien, los otros camarotes sólo están a un nivel por debajo. Me atrevo a suponer que sería capaz de llegar allí con rapidez si fuese necesario. Suponiendo que a su compañero asignado no le importe el cambio, que sea como usted quiere.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—No puedo evitar estar un poco sorprendido —confesó Telander—. No me parece el tipo que usted elegiría. ¿Cree que su relación durará?

—Espero que sí. Él dice que está dispuesto. —Se salió de su confusión con un ligero ataque—. ¿Qué hay de usted? ¿Ha establecido ya alguna relación?

—No. En su momento, sin duda, en su momento. Al principio estaré muy ocupado. A mi edad esas cuestiones no son tan urgentes. —Telander se rió y luego se puso serio—. No estamos sobrados de tiempo, y no podemos malgastarlo. Por favor, realicé las inspecciones y…


El transbordador se encontró con la nave y se acopló. Anclajes de enlace se extendieron para mantener su casco rechoncho contra la amplia curva de la Leonora Christine. Los robots —unidades actuadoras-sensoras-computadoras— que dirigían las maniobras de la terminal hicieron que las esclusas se uniesen en un beso exacto. Algo más que eso se les exigiría más tarde. Ambas cámaras fueron vaciadas, las válvulas exteriores hacia dentro, permitiendo que el tubo de plástico se convirtiese en un sello hermético. Los cierres fueron represurizados y comprobados en busca de una posible fuga. Cuando no se encontró ninguna se abrieron las válvulas interiores.

Reymont se desató. Flotando en caída libre en el asiento dio un vistazo a toda la sección de pasajeros. El químico americano Norbert Williams también se estaba soltando.

—Pare —le ordenó Reymont. Aunque todos hablaban sueco no todos lo entendían bien. Para los científicos, el inglés y el ruso seguían siendo las verdaderas lenguas internacionales—. Quédese en su sito. Les dije en el embarcadero que los escoltaría individualmente a sus camarotes.

—No tiene que preocuparse por mí —le contestó Williams—. Puedo manejarme bien en ingravidez. —Era bajo, de cara redonda, pelo rubio rojizo, aficionado a las ropas chillonas y hablaba en voz alta.

—Todos tienen algo de experiencia —dijo Reymont—. Pero eso no es lo mismo que conseguir los reflejos adecuados por la práctica.

—Nos equivocaremos un poco, ¿y qué?

—Que puede producirse un accidente. No es probable, lo admito, pero posible, y mi tarea es ayudar a evitar tales posibilidades. Mi conclusión es que debo ayudarles a llegar a sus camarotes, donde permanecerán hasta nueva orden.

Williams se puso rojo.

—Mire, Reymont…

Los ojos del condestable, que eran grises, lo recorrieron por completo.

—Es una orden directa —dijo Reymont, con lentitud—. Tengo la autoridad suficiente. No comencemos el viaje con una infracción.

Williams se ató de nuevo. Sus movimientos eran innecesariamente enérgicos, y tenía los labios apretados uno contra el otro. Unas gotitas de sudor salieron de su frente y flotaron por el pasillo; el fluorescente del techo hizo que brillasen.

Charles Reymont habló al piloto por el intercomunicador. Aquel hombre no subiría a bordo de la nave, pero se iría en cuanto descendiese la carga humana.

—¿Le importa si abrimos las contraventanas? Para que los amigos puedan ver algo mientras esperan.

—Adelante —dijo la voz—. No hay peligro. Y… no volverán a ver la Tierra durante una temporada, ¿no?

Reymont anunció el permiso. Manos ansiosas se volvieron locas en la parte de la nave orientada al espacio, corriendo los paneles que cubrían las ventanas. Reymont se concentró en hacer de guía.

La cuarta era Chi-Yuen Ai-Ling. Se había girado por completo en su red de seguridad para orientarse hacia la portilla. Tenía los dedos apretados contra la superficie.

—Ahora usted, por favor —dijo Reymont. Ella no respondió—. Señorita Chi-Yuen. —Le tocó el hombro—. Usted es la siguiente.

—¡Oh! —Parecía como si la hubiesen sacado de un sueño. Tenía lágrimas en los ojos—. Yo, disculpe. Estaba perdida…

Las naves unidas se acercaban a otro amanecer. La luz se extendía sobre el inmenso horizonte de la Tierra, rompiéndose en miles de colores desde el escarlata de hojas de arce hasta el azul del pavo real. Momentáneamente pudo verse un ala de luz zodiacal, como un halo sobre el disco de fuego que se elevaba. Más allá estaban las estrellas y la luna creciente. Debajo estaba el planeta, brillando con sus océanos, sus nubes donde caminaban la lluvia y el trueno, sus continentes verdes-marrones-nevados y ciudades como joyas. Se veía, se sentía que aquel mundo vivía.

Chi-Yuen abrió torpemente las hebillas. Sus manos parecían demasiado finas para el trabajo.

—Odio tener que dejar de mirar —susurró en francés—. Descansa bien, Jacques.

—Podrá mirar por las pantallas de la nave, una vez que comencemos a acelerar —le dijo Reymont en la misma lengua.

La sorpresa de oírle hablar la devolvió a la vida ordinaria.

—Entonces nos estaremos yendo —dijo, pero con una sonrisa. Su estado de ánimo era, evidentemente, más de éxtasis que de tristeza.

Era pequeña, de huesos delicados. Su figura parecía la de un chico con la túnica de cuello alto y los pantalones de corte ancho de las nuevas modas orientales. Sin embargo, los hombres solían estar de acuerdo en que tenía el rostro más encantador de la nave, rodeado de pelo negro azulado que le llegaba hasta el hombro. Cuando hablaba en sueco, el rastro de entonación china que le daba lo convertía en una canción.

Reymont la ayudó a soltarse y pasó el brazo por su cintura. No se molestó en arrastrarse con los zapatos de enlace. En su lugar, puso un pie contra el asiento y voló por el pasillo. En la escotilla cogió una agarradera, hizo un arco, se dio otro empujón y quedó dentro de la nave espacial. En general, aquellos a los que escoltaba se relajaban; le era más fácil llevarlos pasivamente que luchar contra sus torpes esfuerzos por ayudar. Pero Chi-Yuen era diferente. Ella sabía cómo hacerlo. Sus movimientos conjuntos se convirtieron en una danza suave y grácil. Después de todo, como planetóloga tenía mucha experiencia en caída libre.

Su vuelo no fue menos estimulante por ser explicable.

La escalera que venía de la escotilla atravesaba varias capas concéntricas de cubiertas de almacenamiento: escudo extra y protección para el cilindro del eje de la nave en el que se alojaba el personal. Los ascensores podrían funcionar allí, para elevar cargas pesadas adelante o atrás contra la aceleración. Pero probablemente las escaleras que serpenteaban en el interior de pozos paralelos a los huecos de los ascensores serían más utilizadas. Reymont y Chi-Yuen usaron una de ellas para ir de la cubierta de centro de masa, dedicada a la maquinaria eléctrica y giroscópica, en dirección a la proa hasta la zona de personal. Ingrávidos, se empujaron por la escalera sin tocar un travesaño. A la velocidad que adquirieron, la fuerza centrífuga y de Coriolis les provocó un ligero mareo, como una borrachera ligera que les hiciese reír.

—Y ahí vamos otra vez… ¡uuuh!

Los camarotes de aquellos que no eran oficiales se dividían en dos corredores que bordeaban una fila de baños. Cada compartimento tenía dos metros de alto y cuatro metros cuadrados; había dos puertas, dos armarios, dos vestidores con estantes y dos camas plegables. Esas dos se podían unir para formar una cama mayor, o separarse. En el segundo caso, era posible bajar una pantalla del techo y así convertir la habitación doble en dos individuales.

—Éste fue un viaje para recordar en mi diario, condestable. —Chi-Yuen cogió una agarradera y pegó la frente al metal frío. La alegría todavía le temblaba en la boca.

—¿Con quién la comparte? —preguntó Reymont.

—Por el momento, con Jane Sadler. —Chi-Yuen abrió los ojos y los fijó en él—. A menos que tenga una idea diferente.

—¿Eh? Uh… Estoy con Ingrid Lindgren.

—¿Ya? —La alegría desapareció—. Perdóneme. No debería cotillear.

—No, yo soy el que le debe una disculpa —le dijo—. Por hacerla esperar sin nada que hacer, como si no pudiese manejarse en ingravidez.

—No puede haber excepciones. —Chi-Yuen volvía a estar seria. Extendió su cama, flotó sobre ella, y comenzó a atarse—. Quiero tenderme un rato a solas y pensar.

—¿En la Tierra?

—En muchas cosas. Estamos dejando más de lo que muchos todavía no han comprendido, Charles Reymont. Es una especie de muerte; quizá seguida por la resurrección, pero aun así muerte.

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