Desde la tarima, él y ella miraron a los pasajeros reunidos.
El grupo estaba sentado, sujeto con arneses a sillas cuyas patas habían sido pegadas con uniones de seguridad al suelo del gimnasio. Otra cosa hubiese sido peligrosa. No es que hubiese ingravidez continuamente. Las últimas semanas habían sido de condiciones que cambiaban con tal rapidez que aquellos que sabían no podían retrasar las explicaciones aunque lo hubieran deseado.
Entre el valor de tau que tenían ahora los átomos interestelares con respecto a la Leonora Christine; y la compresión de las longitudes en las medidas debido a esa misma tau; y el radio decreciente del cosmos: los ramjets de la nave la llevaban a sólo una buena fracción de un g por los abismos más exteriores del espacio interclan. Más y más a menudo llegaban momentos de mayor aceleración al pasar a través de galaxias. Eran demasiado rápidos para ser compensados por los campos interiores. Parecían olas; y en cada ocasión el ruido en el casco de la nave era más agónico y tormentoso.
Cuatro docenas de cuerpos reunidos podían haber significado huesos rotos o algo peor. Sin embargo dos personas, entrenadas y en alerta, podían mantenerse de pie con la ayuda de una barra para sostenerse. Y era necesario que lo hiciesen. En aquellas horas, la gente debía tener frente a sus ojos a un hombre y una mujer que se mantuviesen firmes.
Ingrid Lindgren completó su informe.
—…eso es lo que sucede. No podremos detenernos antes de la muerte del universo.
El silencio al que le había hablado pareció hacerse más profundo. Algunas mujeres gimieron, algunos hombres articularon juramentos o plegarias, pero en ningún caso hubo gritos. En la primera fila, el capitán Telander inclinó la cabeza y se cubrió la cara. La nave dio un bandazo por otra ráfaga. El ruido la recorrió, zumbando, gimiendo, silbando.
Los dedos de Lindgren agarraron momentáneamente los de Reymont.
—El condestable tiene algo que decirles —dijo.
Se adelantó. Hundidos y rojos, sus ojos parecían mirarles con tal salvajismo que ni la misma Chi-Yuen se atrevió a hacer un gesto. Llevaba una túnica de color gris lobo, y al lado de su insignia llevaba la pistola automática, el emblema definitivo. Habló, con calma pero sin la compasión de la primer oficial:
—Sé que piensan que éste es el final. Lo hemos intentado y hemos fracasado, y debería dejarles para que buscasen la paz consigo mismos o con Dios. Bien, no digo que no debiéramos hacerlo. No tengo ni idea de lo que va a pasar con nosotros. No creo que nadie pueda predecirlo ya. La naturaleza se vuelve demasiado extraña para eso. Honestamente, admito que nuestras posibilidades parecen muy reducidas.
»Pero tampoco creo que sean nulas. Y con eso no quiero decir que podamos sobrevivir en un universo muerto. Ésa es la meta obvia. Reducir nuestro tiempo hasta que no sea muy diferente al de fuera, mientras continuamente nos movemos lo bastante rápido para recoger hidrógeno como combustible. Pasar entonces los años que nos queden a bordo de esta nave, sin mirar nunca la oscuridad que nos rodea, sin pensar nunca en el destino de la niña que pronto va a nacer.
»Quizá sea físicamente posible, si la termodinámica del espacio en contracción no nos juega ninguna mala pasada. Sin embargo, no creo que sea psicológicamente posible. Sus rostros me indican que están de acuerdo conmigo. ¿Tengo razón?
»¿Qué podemos hacer?
»Creo que tenemos la obligación, hacia la raza que nos dio la existencia y hacia los hijos que podamos tener, de seguir intentándolo hasta el final.
»Para la mayor parte de ustedes, eso no será más que seguir viviendo, seguir estando cuerdos. Sé bien que podría ser la tarea más dura que los seres humanos jamás se hayan impuesto a sí mismos. La tripulación y los científicos que tengan especialidades importantes tendrán, además, que seguir trabajando en la nave y prepararse para lo que venga. Será difícil.
»Así que busquen la paz. La paz interior. Ésa es, de cualquier forma, la única que existe. La lucha exterior continúa. Propongo que la emprendamos sin pensar en rendirnos.
De pronto habló más alto:
—Yo propongo que marchemos al siguiente ciclo del cosmos.
Eso captó su atención. Sobre un conjunto de jadeos y gritos inarticulados se oyeron algunas estridencias:
—¡No! ¡Locura!
—¡Maravilloso!
—¡Imposible!
—¡Blasfemia!
Reymont sacó la pistola y disparó. El disparo los hizo callar. Sonrió.
—Una bala de fogueo —dijo—. Mejor que un martillo. Por supuesto, lo he discutido antes con los oficiales y expertos en astronomía. Al menos los oficiales admiten que la apuesta vale la pena, aunque sólo sea porque no tenemos mucho que perder. Pero de la misma forma, queremos un acuerdo general. Discutámoslo de la forma habitual. Capitán Telander, ¿quiere usted presidir?
—No —dijo el jefe con voz débil—. Usted. Hágame el favor.
—Muy bien. Comentarios… ah, probablemente debería comenzar nuestro físico más antiguo.
Ben-Zvi habló con voz casi indignada:
—El universo necesitó entre cien y doscientos mil millones de años para completar su expansión. No colapsará en menos tiempo. ¿De verdad cree que podremos adquirir una tau que nos permita sobrevivir a este ciclo?
—Creo de veras que deberíamos intentarlo —contestó Reymont. La nave se agitó y tembló—. Hemos ganado un pequeño porcentaje en ese grupo galáctico. A medida que la materia se haga más densa, aceleraremos más rápido. El espacio mismo se está contrayendo en una curva más y más cerrada. Antes no podíamos circunnavegar el universo, porque no hubiese durado tanto en la forma que lo conocíamos. Pero podríamos ser capaces de rodear el universo en contracción varias veces. Esa es la opinión del profesor Chidambaran. ¿Podrías explicarlo, Mohandas?
—Si quiere —dijo el cosmólogo—. Hay que tener en cuenta tanto el espacio como el tiempo. Las características del continuo cambiarán radicalmente. Algunas suposiciones conservadoras me han llevado a concluir que, en efecto, nuestro decrecimiento exponencial del factor tau con respecto al tiempo de la nave se incrementará hasta un orden de magnitud mayor. —Hizo una pausa—. Como estimación imprecisa, diría que el tiempo que experimentaremos en esas condiciones, desde ahora hasta el colapso final, será de tres meses.
A continuación, aprovechando la quietud que siguió a otra ola de estupefacción, añadió:
—Aun así, como dije a los oficiales cuando me pidieron que realizara estos cálculos, no veo cómo podríamos sobrevivir. Las observaciones actuales vindican las pruebas empíricas que Elof Nilsson descubrió, hace ya eones en el sistema solar, de que el universo realmente es oscilante. Renacerá. Pero toda la materia y energía será acumulada en un monobloque de la más alta densidad y temperatura. A nuestra velocidad actual podríamos atravesar una estrella sin sufrir daños. No podríamos pasar por el núcleo primordial. Mi propuesta personal es que cultivemos la serenidad. —Dobló las manos sobre los muslos.
—No es mala idea —dijo Reymont—. Pero no creo que sea lo único que debemos hacer. También deberíamos seguir volando. Déjenme que les diga lo que le dije al grupo de discusión original. Nadie lo puso en duda.
»El hecho es que nadie sabe con seguridad qué va a suceder. Mi suposición es que no todo quedará comprimido en un algo puntual. Ése es el tiempo de simplificación excesiva que ayuda a la matemática pero que nunca describe la realidad por completo. Creo que el núcleo central de masa tendrá una enorme envoltura de hidrógeno, incluso antes de la explosión. Las partes exteriores de la envoltura podrían no ser demasiado calientes, luminosas o densas para nosotros. Sin embargo, el espacio será tan pequeño que podremos navegar alrededor del monobloque como un satélite. Cuando estalle y el espacio se expanda de nuevo, nosotros saldremos hacia fuera también. Sé que es una forma algo torpe de decirlo, pero indica algo que quizá podríamos hacer… ¿Norbert?
—Nunca me he considerado un hombre religioso —dijo Williams. Era extraño y preocupante verlo en actitud tan humilde—. Pero esto es demasiado. Somos… bien, ¿qué somos? Animales. ¡Por Dios… literalmente, por Dios… no podemos seguir… haciendo nuestras necesidades… mientras sucede la creación!
A su lado, Emma Glassgold puso cara de sorpresa y luego de determinación. Levantó la mano de un golpe. Reymont le dio permiso.
—Hablando como creyente —declaró—, debo decir que eso es una completa tontería. Lo siento, Norbert, cariño, pero lo es. Dios nos hizo de la forma que Él quería que fuésemos. No hay nada vergonzoso en cualquier aspecto de Su obra. Me gustaría ver cómo Él crea nuevas estrellas, y alabarle, mientras Él considere que debo.
—¡Bien por ti! —gritó Ingrid Lindgren.
—Puedo añadir —le dijo Reymont—, que siendo un hombre sin poesía en su alma, y sospecho que no tengo alma para guardar la poesía… propondría que se examinasen a sí mismos y se preguntasen que aspecto psicológico les impide vivir el momento en el que el tiempo comienza de nuevo. ¿No hay, muy dentro, alguna identificación con… sus padres, quizá? No debemos ver a nuestros padres en la cama, por lo tanto no debemos ver cómo nace un nuevo universo. Pero eso no tiene sentido. —Tragó aire—. No podemos negar que lo que va a suceder es increíble. Pero también lo es todo lo demás. Siempre. Nunca pensé que las estrellas fuesen más misteriosas, o tuviesen más magia, que las flores.
Otros querían hablar. Con el tiempo todos lo hicieron. Las frases machacaban incansablemente el mismo punto. Pero no era inútil. Tenían que descargarse. Pero para cuando dieron por concluida la reunión, después de un voto unánime por continuar, Reymont y Lindgren estaban cerca de un colapso propio.
Aprovecharon un momento para hablar en privado en voz baja, mientras la gente se dividía en grupos y la nave rugía con el ruido hueco de su viaje. Ella le cogió las manos y dijo:
—¡Cómo me gustaría volver a ser tu mujer!
Él tartamudeó de alegría.
—¿Mañana? Tendríamos que mudarnos… y explicárselo a nuestros compañeros… ¿mañana, mi Ingrid?
—No —contestó ella—. No me dejaste terminar. Todo mi ser lo desea, pero no puedo.
Afligido, preguntó:
—¿Por qué?
—No podemos arriesgarnos. El equilibrio emocional es demasiado frágil. Cualquier cosa podría desatar el infierno en uno de nosotros. Elof y Ai-Ling sufrirían mucho si los dejásemos… ahora que la muerte está tan cerca.
—Ella y él podrían… —Reymont se paró a media palabra—. No. Él podría. Ella también. Pero no.
—Tú no serías el hombre que deseo despierta por las noche si pudieses pedirle algo así a ella. Nunca te deja hablar sobre esas horas que nos dio, ¿no?
—No. ¿Cómo lo has adivinado?
—No lo hice. La conozco. Y no dejaré que lo haga de nuevo, Carl. Una vez estuvo bien. Nos dio lo que habíamos construido juntos. Más a menudo, a escondidas, no habría forma de manejarlo. —La voz de Lindgren pasó a los temas prácticos—. Además, está Elof. Él me necesita. Se echa la culpa, por su consejo, por haber dejado que la nave corriese durante tanto tiempo, ¡cómo si algún mortal hubiese podido saberlo! Si descubriese que yo… La desesperación, quizás el suicidio de un solo individuo podría provocar la histeria en todos.
Se puso recta, lo miró de frente, sonrió y dijo con tono suave:
—Después, sí. Cuando estemos a salvo. Entonces no dejaré que te escapes.
—Puede que nunca estemos a salvo —protestó—. Las posibilidades son que no. Quiero tenerte antes de morir.
—Y yo a ti. Pero no podemos. No debemos. Dependen de nosotros. Absolutamente. Tú eres el único hombre que puede guiarnos a través de lo que se avecina. Además… Carl, nunca ha sido fácil ser rey.
Se dio la vuelta y se alejó.
Él se quedó solo durante un rato.
Alguien se acercó con una pregunta. Le hizo un gesto con la mano.
—Mañana —dijo. Saltó a la cubierta, y se acercó a Chi-Yuen, que esperaba en la puerta.
Ella habló con voz casi por completo tranquila:
—Si morimos con las últimas estrellas, Charles, aun así, al conocerte, habré tenido más de la vida de lo que jamás esperé. ¿Qué puedo hacer por ti?
Él la miró. El canto febril de la nave los aislaba del resto de la humanidad.
—Vuelve al camarote conmigo —dijo.
—¿Nada más?
—No, sólo que seas como eres. —Se pasó los dedos por los pelos ya algo encanecidos. Incómodo e inseguro, dijo—: No puedo articular frases bonitas, Ai-Ling, y no tengo experiencia con las emociones. Dime, ¿es posible amar a dos personas diferentes a la vez?
Ella lo abrazó.
—Por supuesto que sí, idiota.
La respuesta quedó apagada por su cuerpo y era menos segura que antes. Pero cuando ella le cogió la mano y se dirigieron a su habitación, sonreía.
—¿Sabes? —añadió con el tiempo—, me preguntó si la mayor sorpresa de los siguientes meses no será comprobar cuán tenaz puede ser la vida, para seguir manteniéndose viva.