La luz comenzó a brillar al frente, un grupo disperso de puntos como estrellas que se aproximaron, en número y brillo, hasta la gloria. Su dominio se amplió; en aquel momento el visor los mostraba ocupando casi la mitad del cielo; y aun así aquella área crecía y se hacía más brillante.
Aquellas extrañas constelaciones no estaban formadas por estrellas. Eran, al principio, familias enteras de galaxias formando un clan. Más tarde, a medida que avanzaba la nave, se dividieron en cúmulos y luego en miembros separados.
La reconstrucción que el visor realizaba del punto de vista de un observador estacionario sólo era aproximada. Del espectro recibido, un ordenador estimaba cual debía ser el desplazamiento Doppler, y por tanto la aberración, y realizaba los ajustes correspondientes. Pero no eran más que estimaciones.
Se creía que el clan se encontraba a trescientos millones de años luz de casa. Pero no había mapas de aquellas profundidades, ni estándares de medida. El error probable en el valor derivado de tau era enorme. Factores como la absorción simplemente no se encontraban en ninguna obra de consulta a bordo.
La Leonora Christine podía haber buscado un destino menos remoto, para el que hubiese datos más fiables. Sin embargo —teniendo en cuenta que a una tau ultra baja no era fácil de dirigir— la ruta la hubiese llevado a través de menos materia dentro del clan de la Vía Láctea-Andrómeda-Virgo. Hubiese ganado menos velocidad; y ahora corría a una velocidad tan cercana a C que todo incremento significaba una diferencia apreciable. Paradójicamente, el tiempo de a bordo hasta el siguiente destino posible hubiese sido mayor que para éste.
Y no se sabía, tampoco, cuánto tiempo podría aguantar la gente que viajaba en la nave.
La alegría producida por la reparación del desacelerador fue corta. Porque la otra mitad del módulo Bussard tampoco podía funcionar en el espacio interclan. Allí el gas primordial era por fin demasiado disperso. Por tanto, durante semanas la nave debía seguir una trayectoria inamovible establecida por la balística surreal de la relatividad. En el interior de la nave todo estaba ingrávido. Se discutía emplear los impulsores fónicos laterales para hacerla girar y crear así una pseudogravedad centrífuga. A pesar de su tamaño, eso hubiese provocado efectos radiales y de Coriolis que hubiesen sido demasiado problemáticos. No se la había diseñado para algo así, ni la gente estaba entrenada para ello.
Debían aguantar semanas, mientras en el exterior pasaban eras geológicas.
Reymont abrió la puerta de su camarote. El cansancio le hizo descuidado. Se empujó demasiado contra el mamparo y al soltarse salió despedido. Por un momento flotó en el aire. Pero rebotó en el otro lado del corredor, empujó y volvió a intentarlo. Una vez dentro del camarote, agarró otra barra antes de cerrar la puerta.
A aquella hora había esperado que Chi-Yuen Ai-Ling va estuviese dormida. Pero flotaba despierta, a unos pocos centímetros por encima de las camas unidas, con un solo cordón que la sujetaba. Al entrar, ella apagó la pantalla de la biblioteca con una rapidez que demostraba que no había estado prestando atención al libro proyectado en ella.
—¿Tú también? —La pregunta de Reymont pareció un grito. Habían estado acostumbrados durante tanto tiempo al pulso del motor junto a la fuerza de la aceleración, que la caída libre llenaba de silencio la nave hasta los topes.
—¿Qué? —Tenía una sonrisa incierta y preocupada. No se habían visto mucho últimamente. Él estaba demasiado ocupado por las nuevas condiciones, organizando, ordenando, obligando, preparando y planeando. Sólo venía para recuperar el poco sueño que podía.
—¿También tú eres incapaz de descansar en cero g? —preguntó él.
—No. Es decir, sí puedo. Un extraño sopor ligero, lleno de sueños, pero me siento bien después.
—Bien. —Suspiró—. Han aparecido dos casos más.
—¿Te refieres a insomnes?
—Sí. Casi colapsos nerviosos. Cada vez que se duermen se despiertan gritando. Tienen pesadillas. No estoy del todo seguro si se debe por completo a la ingravidez o es algo ya cercano al punto de ruptura. Tampoco lo sabe Urho Latvala. Acabo de hablar con él. Quería mi opinión sobre qué hacer, ahora que le quedan pocas drogas.
—¿Qué le dijiste?
Reymont intentó un sonrisa.
—Le dije quién creía que debía tenerlas incondicionalmente, y quién podría sobrevivir sin ellas.
—Comprendes que el problema no son simplemente los efectos psicológicos —dijo Chi-Yuen—. Es la fatiga. El puro cansancio físico, al intentar hacer demasiadas cosas en un ambiente sin gravedad.
—Por supuesto. —Reymont metió una pierna bajo la barra para mantenerse mientras empezaba a quitarse el mono—. Es innecesario. Los hombres del espacio normales saben cómo manejarse, y tú, yo y unos pocos más. No nos cansamos al intentar coordinar los músculos. Son esos científicos terrestres los que lo hacen.
—¿Cuánto tiempo más, Charles?
—¿De esta forma? ¿Quién sabe? Planean reactivar mañana los campos de fuerza, a la potencia mínima de las plantas de energía. Una precaución, en caso de que choquemos con materia más densa antes de lo esperado. La última estimación que he oído sobre cuando alcanzaremos otro clan es de una semana.
Ella se relajó aliviada.
—Eso lo podemos soportar. Y entonces… buscaremos nuestro nuevo hogar.
—Eso espero —gruñó Reymont. Guardó las ropas, tembló un poco aunque el aire estaba caliente y sacó el pijama.
Chi-Yuen se acercó. Su agarre la detuvo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿No lo sabes?
—Mira, Ai-Ling —dijo cansado—, se te ha informado como a todos los demás sobre los problemas de instrumentación. Por el maldito infierno, ¿cómo esperas que pueda contestar a algo así?
—Lo siento…
—¿Hay que acusar a los oficiales si los pasajeros no escuchan sus informes o no los entienden? —La voz de Reymont se elevó con furia—. Algunos de vosotros os estáis desmoronando de nuevo. Algunos os habéis refugiado tras las barricadas de la apatía, la religión, el sexo, o cualquier otra cosa, hasta que nada se queda en vuestra memoria. La mayor parte de vosotros… bien, fue saludable el trabajo en esos proyectos de investigación y desarrollo, pero se ha convertido en un mecanismo de defensa por sí mismo. Otra forma de limitar vuestra atención para excluir ese enorme universo malvado. Y ahora, cuando la caída libre os impide seguir trabajando, volvéis a meteros en vuestros pequeños agujeros. —En tono cruel—: Adelante. Haz lo que quieras. Todos vosotros podéis hacer lo que queráis. ¡Pero no vuelvas a chincharme! ¿Me oyes?
Se puso el pijama, se dirigió a la cama y se ajustó el cordón de seguridad alrededor de la cintura. Chi-Yuen se acercó para abrazarle.
—¡Oh, amor! —le susurró—. Lo siento. Estás cansado, ¿no?
—Ha sido duro para todos nosotros —dijo él.
—Lo peor para ti. —Repasó con los dedos sus mejillas, las líneas profundas, y los ojos enrojecidos y hundidos—. ¿Por qué no descansas?
—Me gustaría.
Ella lo hizo tenderse y se acercó aún más. Su pelo flotaba sobre la cara de él, y olía a rayos de sol de la Tierra.
—Hazlo —dijo—. Puedes. ¿No es agradable no sentirse tan pesado?
—M-m… sí, en cierta forma… Ai-Ling, conoces bien a Iwasaki. ¿Crees que puede aguantar sin tranquilizantes? Ni el doctor ni yo estábamos seguros.
—Calla. —Le tapó la boca con la mano—. No te preocupes por eso.
—Pero…
—No, no te lo permitiré. La nave no va a estrellarse sólo porque pases una noche decente de sueño.
—Vale… vale… puede que no.
—Cierra los ojos. Déjame darte un masaje en la frente… así. ¿No te sientes algo mejor? Ahora piensa en cosas bonitas.
—Como qué.
—¿Las has olvidado? Piensa en el hogar. No. Supongo que mejor no. Piensa en el hogar que vamos a encontrar. Cielos azules. Cálida luz brillante, la luz atravesando las hojas, moteando las sombras, parpadeando en un río; y el río fluye, fluye, fluye, cantándote para que duermas.
—Mm-m-m.
Ella le dio un beso suave.
—Nuestra propia casa. Un jardín. Extrañas flores llenas de color. Oh, pero también plantaremos semillas de la Tierra: rosas, madreselvas, manzanos, romero para el recuerdo. Nuestros hijos…
Él se agitó. Le volvió la preocupación.
—Espera un momento, no podemos hacer planes personales. Todavía no. Podrías no querer, ¡uh!, a un hombre determinado. Me gustas, por supuesto, pero…
Ella le volvió a cerrar los ojos antes de que él viese el dolor en los de ella.
—Estamos soñando despiertos, Charles. —Rió en voz baja—. Deja de ser tan solemne y literal. Simplemente piensa en niños, los niños de todos, jugando en un jardín. Piensa en el río. En los bosques. En las montañas. En las canciones de los pájaros. En la paz.
Él la agarró por la cintura.
—Eres una buena persona.
—Tú eres tú mismo. Una buena persona que necesita ser abrazada. ¿Te gustaría que te cantase para que te duermas?
—Sí. —Sus palabras apenas eran claras—. Por favor. Me gusta la música china.
Ella siguió acariciándole la frente mientras recuperaba el aliento.
El intercomunicador se activó.
—Condestable —dijo la voz de Telander—, ¿está usted ahí?
Reymont despertó de pronto.
—No —le pidió Chi-Yuen.
—Sí —dijo Reymont—, aquí estoy.
—¿Podría venir al puente? Es confidencial.
—Sí, sí. —Reymont soltó el cordón de seguridad y se sacó la parte de arriba del pijama por la cabeza.
—No podían darte ni cinco minutos, ¿eh? —dijo Chi-Yuen.
—Debe ser importante —contestó él—. No lo comentes antes de que yo te diga algo. —En unos momentos se volvió a meter en el mono y en los zapatos, y se puso en camino.
Le esperaban Telander y, sorprendentemente, Nilsson. El capitán tenía aspecto de haber recibido un golpe en el estómago. El astrónomo estaba excitado pero no había perdido su autocontrol de los últimos meses. Sostenía una hoja de papel escrita.
—Dificultades de navegación, ¿eh? —dedujo Charles Reymont—. ¿Dónde está Boudreau?
—No le implica inmediatamente —dijo Nilsson—. He estado calculando el significado de las observaciones realizadas con los nuevos instrumentos. He llegado a, eh, una conclusión frustrante.
Reymont agarró con los dedos una barra de sujeción y se quedó quieto mirándolos, leyéndolos. Las luces fluorescentes creaban sombras en su cara. Las líneas grises que habían aparecido recientemente en su pelo destacaban en contraste.
—A pesar de todo no podemos llegar al clan frente a nosotros —adelantó.
—Exacto —dijo Telander.
—No, no es estrictamente exacto —declaró Nilsson nervioso—. Lo atravesaremos. De hecho, pasaremos no sólo por la región general, sino, si queremos, por un gran número de galaxias dentro de algunas familias que forman el clan.
—¿Ya puede distinguir tantos detalles? —le preguntó Reymont—. Boudreau no podía.
—Ya le he dicho que tengo equipo nuevo, con capacidad mejorada —dijo Nilsson—. Recordará que después de que Ingrid me diese lecciones especiales, fui capaz de trabajar en caída libre con algo de eficacia. La precisión de los datos parece mayor de la que esperábamos cuando, ¡ah!, empezamos el proyecto. Sí, tengo un mapa razonablemente preciso de la zona del clan que podríamos atravesar. Con esa base, he calculado las opciones que tenemos.
—¡Vaya a lo importante, maldita sea! —le gritó Reymont. Al instante se controló, respiró profundamente y dijo—: Disculpen. Estoy algo cansado. Por favor, continúe. Una vez que lleguemos a la zona donde los propulsores tengan una cantidad de materia razonable para funcionar, ¿por qué no podemos frenar?
—Podemos —respondió Nilsson con rapidez—. Por supuesto que podemos. Pero nuestra tau inversa es inmensa. Recuerde que la obtuvimos al pasar por las zonas más densas posibles de varias galaxias, en nuestro camino al espacio interclan. Era necesario. No discuto la validez de la decisión. Aun así, el resultado es que estamos limitados en las rutas que podemos tomar que intercepten el espacio ocupado por ese clan. Esas rutas forman un volumen cónico bastante estrecho, como ya habrá supuesto.
Reymont se mordió el labio.
—Y resulta que no hay materia suficiente en el cono.
—Correcto. —Nilsson movió la cabeza—. Entre otras cosas, la diferencia de velocidad entre esas galaxias y nosotros, debido a la expansión del espacio, reduce la eficacia del motor Bussard más de lo que decrece la cantidad de desaceleración necesaria.
Había recuperado los hábitos profesionales.
—En el mejor de los casos, saldríamos al otro lado del clan, después de unos seis meses de tiempo de la nave en desaceleración, con una tau que seguiría siendo del orden de diez a la menos tres o menos cuatro. No podría realizarse ningún cambio importante de velocidad en el espacio más allá, ya que sería espacio interclan. Por tanto, antes de morir de viejos nos sería imposible llegar a otro clan, dado el alto valor de tau.
La voz pomposa se detuvo, y los ojos pequeños parecían expectantes. Reymont lo miró, más que nada para no tener que soportar la mirada vacía y triste de Telander.
—¿Por qué me lo cuentan a mí y no a Lindgren? —preguntó.
La ternura convirtió a Elof Nilsson, por un instante, en otro hombre.
—Trabaja hasta la crueldad. ¿Qué podría hacer aquí? Pensé que era mejor dejarla dormir.
—Bien, ¿qué puedo hacer yo?
—Déme… dénos… consejo —dijo Telander.
—Pero señor, ¡usted es el capitán!
—Ya lo hemos discutido antes, Carl. Supongo que puedo tomar decisiones, dar órdenes y establecer la rutina que nos llevaría corriendo por el espacio. —Telander extendió las manos. Temblaban como hojas en otoño—. Más que eso ya no puedo hacer, Carl. Ya no me quedan fuerzas. Debe decírselo a nuestros compañeros.
—¿Decirles que hemos fallado? —dijo Reymont rechinando los dientes—. ¿Decirles que a pesar de todo lo que hemos hecho estamos condenados a correr hasta que nos volvamos locos y muramos? No pide mucho de mí, ¿no, capitán?
—Puede que las noticias no sean tan malas —le dijo Nilsson.
Reymont intentó agarrarlo, falló y quedó colgado en el aire con un rugido en la garganta.
—¿Tenemos alguna esperanza? —pudo decir al final.
El hombre gordo habló con una rapidez que convirtió su pedantería en el sonido de una corneta:
—Quizá. No tengo datos válidos. Las distancias son demasiado grandes. No podemos elegir otro clan galáctico determinado y apuntar a él. Lo veríamos con una imprecisión demasiado grande, y a través de demasiados millones de años de tiempo. Sin embargo, creo que podemos basar nuestra esperanza en las leyes de la probabilidad.
»Con el tiempo, en algún lugar acabaremos encontrando la configuración adecuada. Ya sea un clan especialmente grande por el que podamos establecer una ruta a través de su zona con mayor densidad de galaxias; o dos o tres clanes, muy cercanos, más o menos en línea recta, para que podamos pasar a través de ellos en sucesión; o uno cuya velocidad con respecto a nosotros resulte ser favorable. ¿Lo entiende? Si pudiésemos encontrar algo así, estaríamos en una situación razonable. Podríamos frenar en unos pocos años del tiempo de la nave.
—¿Cuáles son las posibilidades? —Las palabras de Reymont sonaron a metal.
Ahora Nilsson agitó la cabeza.
—No puedo saberlo. Quizá no muy malas. Éste es un cosmos grande y variado. Si continuamos durante el tiempo suficiente, creo que tendremos una probabilidad finita de encontrar lo que necesitamos.
—¿Cuánto es suficiente tiempo? —Reymont le hizo un gesto para que se detuviese—. No se moleste en contestar. Lo sé. Del orden de miles de millones de años. Diez mil millones, quizás. Eso quiere decir que necesitamos una tau aún menor. Una tau tan baja que podremos de hecho circunnavegar el universo… en años o en meses. Y eso a su vez significa que no podremos comenzar a desacelerar al entrar en el clan frente a nosotros. No. Aceleraremos de nuevo. Después de pasar a través, bien, deberíamos tener un período de caída libre en la nave más corto que el actual, hasta que lleguemos a otro clan. Probablemente allí, también encontrará que es aconsejable acelerar, haciendo que tau sea aún más pequeña. Sí, lo sé, será aún más difícil encontrar un lugar en el que podamos descansar; pero cualquier otro plan no nos deja ninguna probabilidad mensurable, ¿verdad?
»Espero que aprovecharemos cualquier oportunidad que encontremos para acelerar, hasta que hallemos un final del viaje que podamos usar, si alguna vez lo hacemos. ¿De acuerdo?
Telander tembló.
—¿Podremos soportarlo? —dijo.
—Debemos hacerlo —afirmó Reymont. Una vez más habló con decisión—. Buscaré una forma adecuada de dar la noticia. Estaba entre las posibilidades discutidas por casi todo el mundo. Eso ayuda. Tendré a algunos hombres de confianza preparados… no, no para la violencia. Listos para el liderazgo, la estabilidad y el estímulo. Y organizaremos un entrenamiento general para la ingravidez. No hay razón por la que tenga que causar problemas. Les enseñaremos hasta al último de esos terrícolas cómo manearse en cero g. Cómo dormir. Por Dios, ¡les enseñaremos a tener esperanza! —Hizo chocar las palmas como el sonido de un disparo.
—No olvide que también puede contar con algunas de las mujeres —dijo Nilsson.
—Sí. Por supuesto. Como Ingrid Lindgren.
—Sí, como ella.
—M-mm. Me temo que tendrá que ir a despertarla, Elof. Tenemos que reunir al núcleo, los de confianza, la gente que entiende a la gente. Reunirlos y planear. Empiecen a proponer nombres.