18

Las inmensidades del espacio-tiempo no pueden ser numeradas con los términos familiares del hombre. Tampoco se pueden contar honestamente por órdenes de magnitud. Para entenderlo, recapitulemos:

La Leonora Christine pasó la mayor parte de un año a un uno por ciento de la velocidad de la luz. El tiempo a bordo fue más o menos el mismo, porque el valor de tau sólo comenzó a caer cuanto la nave se acercó a C. Durante el período inicial, recorrió medio año luz de espacio, aproximadamente cinco billones de kilómetros.

A partir de entonces el descenso se hizo cada vez más rápido. Ayudada por la alta aceleración entonces posible, necesitó algo menos de dos años más, en su propio tiempo, para llegar a diez años luz de la Tierra. Allí fue dónde encontró la tragedia.

La decisión tomada de llegar hasta el cúmulo de galaxias de Virgo requería que obtuviese una tau suficiente para recorrer la distancia en un tiempo de a bordo tolerable. A aceleración máxima —un máximo que se incrementaba a medida que viajaba— dio media vuelta a la Vía Láctea y atravesó su núcleo en poco más de un año. Según el cosmos, le llevó más de cien milenios.

En las nubes de Sagitario, consiguió una tau que la llevó fuera de su galaxia nativa en pocos días. Entonces su gente descubrió que el vacío entre la familia de estrellas a la que pertenecía y al grupo de Virgo al que se dirigía no era suficiente. La nave debía salir del clan.

En el espacio intergaláctico, la Leonora Christine fue capaz de aumentar su velocidad. Le llevó semanas recorrer un par de millones de años luz hasta una galaxia vecina. Atravesándola en horas, consiguió tal energía cinética que recorrió una distancia similar en días… y empleó una semana más o menos en salir de su cúmulo original y alcanzar otro… que atravesó con bastante rapidez…

Recorrió el casi vacío total del espacio interclan y mientras tanto sus ingenieros repararon la unidad dañada. Aunque sin aceleración, sólo necesitó un par de meses para dejar doscientos o trescientos millones de años luz a su espalda.

La masa disponible en todo el clan galáctico al que se dirigía resultó ser inadecuada para reducir su velocidad.

Por tanto, no lo intentó. En su lugar, empleó lo que tragaba en moverse aún más rápido. En dos días atravesó los dominios del segundo clan, sin ni siquiera intentar el control manual, simplemente atravesando varias de sus galaxias.

Al otro lado, de nuevo en el espacio vacío, cayó libre. La distancia hasta el siguiente clan era del orden de los millones de años luz. La recorrió en algo así como una semana. Cuando llegó allí, por supuesto, utilizó la materia estelar que encontró para acercarse aún más a la velocidad final.


—No… no… ¡cuidado!

Margarita Jimenes no pudo alcanzar el agarre que la hubiese ayudado en el vuelo. Luchando por acercarse, chocó contra el mamparo, hizo una carambola y acabó flotando en el aire.

—¡Ad i chawrti! —gritó Boris Fedoroff.

Calculó las direcciones y se lanzó para interceptarla.

No fueron cálculos conscientes; eso hubiese sido demasiado lento. Como un cazador que apunta a un blanco en movimiento, empleó sus habilidades y los múltiples sentidos del cuerpo —diámetros y desplazamientos angulares, presiones y tensiones musculares, la situación espacial, la configuración precisa de cada articulación que conocía sin verla, las derivadas temporales de esos factores y muchos otros—, su organismo, una máquina creada con una complejidad y precisión incomprensibles y, mientras se elevaba, belleza.

Tenía espacio para volar. Estaban en la cubierta Número Dos, muy a popa, cerca de las salas de motores. Se la usaba para carga; pero la mayor parte del material que había contenido se había convenido en objetos. Donde había estado la carga había un espacio cavernoso, repleto de ecos, iluminado con frialdad y poco visitado. Fedoroff había llevado a su mujer allí para darle clases privadas en técnicas de caída libre. Le iba muy mal en las clases que Lindgren había decretado para los terrícolas.

Ella giró frente a él, con la cabeza perdida entre los rizos, y los brazos, piernas y pechos agitándose. El sudor le corría por la piel y formaba glóbulos que brillaban a su alrededor como moscas enanas.

—Relájate —dijo Fedoroff—. Maldita sea, lo primero que tienes que aprender es a relajarte.

Pasó cerca de ella y la agarró por la cintura. Unidos, los dos formaron un nuevo sistema que giró sobre un eje alocado mientras flotaba hacia el otro mamparo. Los procesos vestibulares registraron su enfado en forma de mareos y náusea. Él sabía cómo reprimir esa respuesta; y le había dado a ella una píldora contra el mareo antes de empezar la lección.

A pesar de eso, ella vomitó.

Él no podía hacer nada más que sostenerla durante el trayecto. La primera vez le cogió por sorpresa y le dio en la cara.

Después la sostuvo por la espalda. La mano libre nadaba en líquido amarillo y gotitas. Respirarlo bajo esas condiciones podía ahogar a una persona.

Cuando golpearon el metal, él agarró el apoyo más cercano, un estante vacío. Metió un hombro dentro del estante, para poder sostenerla y calmarla. Eventualmente se le pasó el mareo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Ella tembló y habló en murmullos.

—Quiero limpiarme.

—Sí, sí, encontraré un baño. Espera aquí. Aguanta, no te sueltes. Volveré en unos minutos. —Fedoroff se soltó de nuevo.

Debía cerrar los ventiladores antes de que el vómito entrase en el sistema general de aire de la nave. Después podría recogerlo con una aspiradora. Lo haría él mismo. Si se lo decía a otro hombre, el tipo podría sentirse algo más que resentido. Podría comenzar un rumor sobre…

Fedoroff apretó los dientes. Acabó su tarea y volvió con Jimenes.

Aunque todavía tenía la cara blanca, parecía haber recuperado el control.

—Lo siento muchísimo, Boris. —La voz era ronca como si la laringe estuviese quemada por los ácidos del estómago—. Nunca debí aceptar… alejarme tanto… de un aseo de succión.

Él se puso frente a ella y le preguntó con seriedad:

—¿Cuánto hace que tienes vómitos?

Ella se encogió de hombros. Fedoroff la agarró antes de que se soltase. Le hacía daño en las muñecas.

—¿Cuándo tuviste la última regla? —exigió.

—Tú viste…

—Vi lo que podía haberse simulado con facilidad. Especialmente si consideras lo mucho que he estado ocupado en mi trabajo. ¡Dime la verdad!

Él la zarandeó. Su cuerpo se retorció por los hombros.

Gritó. Fedoroff la soltó como si de pronto estuviese ardiendo.

—No pretendía hacerte daño —dijo. Ella se alejó de él. La agarró justo a tiempo, la acercó y la sostuvo contra el pecho.

—T-t-tres meses —dijo entre lágrimas.

La dejó llorar mientras le acariciaba el pelo negro. Cuando dejó de llorar, la llevó a un baño. Se limpiaron más o menos bien con unas esponjas. El líquido orgánico que empleaban tenía un olor penetrante que superaba al suyo propio, pero se volatilizaba con tal rapidez que Jimenes temblaba de frío. Fedoroff tiró las esponjas a la boca de un conducto que llevaba a la lavandería y encendió el secador, disfrutaron del calor durante unos minutos.

—¿Sabes?—dijo Fedoroff después de mucho silencio—, si hubiésemos resuelto el problema de la hidroponía en gravedad cero, podríamos diseñar algo que nos diese un baño de verdad. Incluso una ducha.

Ella no sonrió, simplemente se acercó a la salida de aire. Su pelo se echó hacia atrás.

Fedoroff se puso serio.

—Bien —le dijo—, ¿cómo pasó? ¿No se supone que el doctor debe seguir el programa anticonceptivo de cada mujer?

Ella asintió, sin mirarle. Su respuesta apenas era audible.

—Sí. Un pinchazo al año, pero para veinticinco de nosotras… y tiene muchas cosas en la cabeza además de la rutina…

—¿No os olvidasteis los dos?

—No. Fui a su consulta en la fecha indicada. Es vergonzoso cuando tiene que recordárselo a alguien. Él no estaba. Puede que estuviese fuera preocupándose de alguien con problemas. Nuestro programa se encontraba sobre la mesa. Lo miré. Vi que Jane había venido por la misma razón aquel mismo día, probablemente una hora o dos antes. De pronto cogí el bolígrafo y escribí «OK» al lado de mi nombre, en el espacio destinado a mi dosis. Lo escribí de la misma forma que lo hace él. Sucedió antes de saber lo que hacía. Salí corriendo.

—¿Por qué no se lo confesaste más tarde? Ha visto impulsos más tontos que ése desde que la nave sufrió el accidente.

—Él debía haberse acordado —dijo Jimenes en voz alta—. Si decidió que había olvidado que yo había ido, ¿por qué debería hacer su trabajo por él?

Fedoroff lanzó un insulto e intentó atraparla. Se detuvo cuando casi le había agarrado la muñeca.

—¡En nombre de la cordura! —protestó—. Latvala se mata trabajando para mantenernos en pie. ¿Y tú preguntas por qué deberías ayudarle?

Jimenes manifestó su desafío más abiertamente. Se enfrentó a él y habló:

—Prometiste que tendríamos hijos.

—Pero… bien, sí, es verdad, queremos tantos como podamos, una vez que lleguemos a un planeta…

—¿Y si no encontramos un planeta? ¿Entonces qué? ¿Puedes mejorar los biosistemas como has estado alardeando?

—Lo hemos dejado de lado en favor del proyecto de instrumentación. Puede llevarnos años.

—Unos pocos bebés no representarán una gran diferencia mientras tanto… para la nave, la maldita nave… pero serán importantes para nosotros…

Él se acercó a ella. Jimenes abrió los ojos aún más. Huyó de él, de agarre en agarre.

—¡No! —gritó—. ¡Sé lo que quieres! ¡No me quitarás mi bebé! ¡También es tuyo! Si… si me quitas a mi hijo… ¡te mataré! ¡Mataré a todos a bordo!

—¡Calma! —bramó él. Se echó un poco atrás.

Ella se quedó donde estaba, sollozando y enseñando los dientes.

—No voy a hacer nada —dijo—. Veremos al condestable. —Fue a la salida—. Quédate aquí. Tranquilízate. Piensa en cómo quieres defender tu caso. Traeré ropa.

En su camino, las únicas palabras que emitió fueron a través del intercomunicador. Pidió una entrevista privada con Reymont. No le habló a Jimenes, ni ella a él, de regreso al camarote.

Cuando estuvieron dentro, ella le agarró un brazo.

—Boris, es tu propio hijo, no puedes… y se acerca la Pascua…

Él la unió al cordón de seguridad.

—Cálmate —le dijo—. Toma. —Le dio una botella con algo de tequila—. Puede que te ayude. No bebas demasiado. Necesitarás toda tu inteligencia.

Llamaron a la puerta. Fedoroff dejó entrar a Reymont y la cerró de nuevo.

—¿Te gustaría una copa, Charles? —preguntó el ingeniero.

El rostro al que se enfrentó podía haber sido una máscara o un yelmo.

—Será mejor que hablemos primero de vuestro problema —dijo el condestable.

—Margarita está embarazada —le dijo Fedoroff.

Reymont flotó tranquilamente, agarrando ligeramente una barra.

—Por favor… —empezó a decir Jimenes. Reymont le hizo un gesto para que se callara.

—¿Cómo sucedió? —preguntó, con tanta suavidad como la respiración de la nave a través del sistema de ventilación.

Ella intentó explicárselo pero no pudo. Fedoroff lo resumió en unas pocas palabras.

—Entiendo —le dijo Reymont—. Quedan unos siete meses, ¿no? ¿Por qué me preguntáis a mí? Debíais haber ido directamente a la primer oficial. En cualquier caso ella será la encargada de tomar decisiones. No tengo más poder que el de arrestaros por violación grave del reglamento.

—Tú… Pensaba que éramos amigos, Charles —dijo Fedoroff.

—Mi deber es para con la nave —le contestó Reymont con la misma voz monótona de antes—. No puedo admitir las acciones egoístas que amenacen la vida del resto.

—¿Un niño pequeño? —gritó Jimenes.

—¿Y cuántos más deseados por otras?

—¿Deberemos esperar siempre?

—Parece apropiado esperar hasta que sepamos cuál va a ser nuestro futuro. Un niño nacido aquí podría tener una vida corta y una muerte terrible.

Jimenes cerró los dedos sobre su abdomen.

—¡No lo asesinarás! ¡No!

—Estáte quieta —dijo Reymont. Ella tragó saliva pero obedeció. Él volvió la vista hacia Fedoroff—. ¿Cuál es tu opinión, Boris?

Lentamente, el ruso retrocedió hasta estar al lado de la mujer. La agarró y habló:

—El aborto es un asesinato. Puede que esto no tuviera que haber sucedido, pero no puedo creer que mis compañeros sean asesinos. Moriré antes que permitirlo.

—Estaremos mal sin ti.

—Exacto.

—Bien… —Reymont desvió la vista—. Todavía no me habéis dicho qué creéis que puedo hacer —dijo.

—Sé lo que puedes hacer —le contestó Fedoroff—. Ingrid querrá salvar esta vida. Podría no ser capaz de hacerlo sin tu consejo y apoyo.

—Mmm. Mmm. Vaya. —Reymont tamborileó con los dedos sobre el mamparo—. No es lo peor que nos ha sucedido —dijo meditabundo después de un rato—. Puede que podamos ganar algo. Si podemos pasarlo por un accidente, un despiste, lo que sea, en lugar de una infracción deliberada… Lo fue, en cierta forma. Margarita actuó movida por la locura; aun así, ¿quién está cuerdo entre nosotros a estas alturas?… Mmm. Supongamos que anunciamos un relajamiento de las reglas. Se autorizará un número limitado de nacimientos. Calcularemos cuántos puede soportar el ecosistema y dejaremos que las mujeres que quieran entren en un sorteo. Dudo que muchas estén dispuestas… en las presentes circunstancias. La rivalidad no será muy grande. Tener niños que cuidar y arrullar puede calmar algunas tensiones.

Brevemente levantó la voz.

—También, por Dios, sería un voto de confianza. Una nueva razón para sobrevivir. ¡Sí!

Jimenes intentó acercarse a él para abrazarlo. Él la evitó. Por encima de sus llantos y risas, le dio una orden al ingeniero.

—Cálmala. Lo hablaré con la primer oficial. En su momento, lo discutiremos todos juntos. Mientras tanto, no digáis nada a nadie.

—Te… tomas el asunto… con calma —dijo Fedoroff.

—¿Hay otra forma? —La respuesta de Reymont fue cortante—. Hay demasiadas emociones por aquí. —Otra vez, por un instante, la máscara se levantó. Esta vez asomó la cabeza de la muerte—. ¡Demasiadas emociones desgarradoras! —gritó. Abrió la puerta de golpe y saltó al corredor.


Boudreau miraba por el visor. La galaxia hacia la que la Leonora Christine se dirigía aparecía como una neblina azulada sobre un campo visual oscuro. Cuando hubo terminado, frunció el ceño. Fue hasta la consola principal. Sus pisadas resonaron bajo el peso recuperado por el viaje dentro de una familia de galaxias.

—No está bien —dijo—. Los he visto; lo sé.

—¿Te refieres al color? —preguntó Foxe-Jameson. El navegante le había pedido al astrofísico que fuese al puente—. ¿La frecuencia parece demasiado baja para nuestra velocidad? Eso se debe principalmente a la expansión del espacio, Auguste. La constante de Hubble. Cuanto más lejos viajamos alcanzamos grupos galácticos con velocidades más y más grandes con respecto a nuestro punto inicial. Eso es bueno. De otra forma el efecto Doppler produciría más radiación gamma de la que pueden soportar los escudos. Y, para estar seguros, como bien sabes, dependemos de la expansión del espacio para ayudarnos a llegar a una situación en la que podamos detenernos. Al final los cambios de velocidad deberían compensar la reducción de eficacia del motor Bussard.

—Eso está claro. —Boudreau se inclinó sobre la mesa, con los hombros encogidos, mirando con atención las notas que había tomado—. Sin embargo, te digo que he observado cada galaxia que hemos atravesado y aquellas que hemos pasado a distancia observacional en estos meses. Me he familiarizado con los distintos tipos. Y gradualmente están cambiando. —Movió la cabeza hacia el visor—. Ésa de ahí arriba, por ejemplo, es de un tipo irregular, como las Nubes de Magallanes en casa…

—Me atrevería a decir que en estas regiones, las Nubes de Magallanes podrían considerarse el hogar —murmuró Foxe-Jameson.

Boudreau decidió ignorar el comentario.

—Debería tener una proporción grande de estrellas de tipo II —siguió—. Desde aquí deberíamos poder ver muchas gigantes azules. Sin embargo, no vemos ninguna.

»Todos los espectros que he tomado, en la medida que puedo interpretarlos, se están volviendo diferentes a los normales en esos tipos. Ninguna galaxia tiene ya el aspecto correcto.

Levantó los ojos.

—Malcolm, ¿qué sucede?

Foxe-Jameson pareció sorprendido.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —preguntó a su vez.

—Al principio sólo tenía una impresión vaga —dijo Boudreau—. No soy un astrónomo de verdad. Además, no pude obtener datos navegacionales precisos. Obtener un valor de tau, por ejemplo, requiere tal conjunto de suposiciones que… Bien, cuando estuve finalmente seguro de que la naturaleza del espacio se estaba alterando, fui a ver a Charles Reymont. Ya sabes cómo persigue, con razón, a los que provocan el pánico. Pero dijo que se lo consultase confidencialmente a alguien de tu equipo y que le llevase la respuesta a él.

Foxe-Jameson rió entre dientes.

—¡Patéticos mendigos! ¿No tenéis nada más de que preocuparos? De hecho, suponía que sería de conocimiento común. Tan común que ninguno de los profesionales nos hemos molestado en comentarlo, a pesar de lo deseosos que estamos por conversaciones nuevas. Hace que un tipo se pregunte que más ha estado pasando por alto, ¿eh?

—¿Qu'est ce que c'est?

—Piensa —dijo Foxe-Jameson. Se sentó a medias en la mesa—. Las estrellas evolucionan. Fabrican elementos más pesados que el hidrógeno en las reacciones termonucleares. Si una resulta ser tan grande que explota, una supernova, al final de su vida, dispersa esos átomos al medio interestelar. Sin embargo, un proceso más importante, aunque menos espectacular, es el derramamiento de masa por las estrellas más pequeñas, la mayoría en su fase de gigante roja de camino a la extinción. Las nuevas generaciones de estrellas y planetas se forman en ese medio enriquecido en metales pesados y lo aumentan en su momento. Con el tiempo tienes una mayor proporción de soles ricos en metales. Eso afecta al espectro total. Pero por supuesto ninguna estrella devuelve más que un porcentaje de la materia que la forma. La mayor parte de la materia permanece atrapada en cuerpos densos, enfriándose hacia el cero absoluto. Así que el medio interestelar se empobrece. El espacio entre las galaxias se hace más vacío. Y el ritmo de formación estelar se reduce.

Hizo un gesto con el brazo.

—Al final llegas a un punto donde ya sólo es posible, si acaso, poca condensación. Las gigantes azules energéticas y de corta vida arden y no tienen sucesoras. Todos los miembros luminosos de la galaxia son enanas, y al final nada más que rojas, frías y mezquinas estrellas de tipo M. Ésas duran casi un centenar de gigaaños.

»Supongo que la galaxia a la que nos acercamos todavía no ha llegado tan lejos. Pero por ahí va, por ahí va.

Boudreau lo meditó.

—Entonces no ganaremos mucha velocidad por galaxia como solíamos hacer antes —dijo—. No, si el polvo y el gas interestelar están desapareciendo.

—Es cierto —dijo Foxe-Jameson—. Pero no te preocupes. Estoy seguro de que quedará suficiente para nuestros propósitos. No todo acaba recogido en estrellas. Además, tenemos el medio intergaláctico, el espacio entre cúmulos y el espacio interfamiliar. Poco densos, pero utilizables a nuestra tau actual. Y con el tiempo podremos emplear el gas interclan.

Palmeó amigablemente la espalda del navegante.

—Recuerda que hemos recorrido alrededor de trescientos megaparsecs —dijo—. Lo que significa que hemos superado unos mil millones de años en el tiempo. Hay que esperar algunos cambios.

Boudreau estaba menos acostumbrado a los conceptos astronómicos.

—¿Quieres decir —susurró— que el universo está envejeciendo tanto que podemos notarlo? —Fue la primera vez desde su juventud que se persignaba.


La puerta de la habitación de entrevistas estaba cerrada. Chi-Yuen vaciló antes de llamar al timbre. Cuando Lindgren la dejó entrar, habló con timidez.

—Me dijeron que estabas sola aquí.

—Estaba escribiendo. —La primer oficial estaba algo inclinada; aun así le sacaba a la planetóloga una cabeza—. Es un lugar privado.

—Odio molestarte.

—Para eso estoy, Ai-Ling. Siéntate.

Lindgren volvió a colocarse tras la mesa, que estaba cubierta con papeles escritos. El camarote temblaba y vibraba bajo las aceleraciones irregulares. Quedaba más de un día de peso. La Leonora Christine atravesaba un clan de un tamaño y riqueza sin precedentes.

Durante un tiempo hubo la esperanza de que aquél pudiese ser el clan en el cual la nave podría detenerse en alguna galaxia. Sin embargo, observaciones más precisas mostraron lo contrario. La tau inversa se había hecho demasiado grande.

Una facción había argumentado en la asamblea general que aun así debería haber una desaceleración limitada, de forma que los requerimientos para detenerse en el siguiente clan fuesen menos rigurosos. Era una afirmación que no podía demostrarse que fuese errónea; no se conocía tanta cosmografía. Sólo podía utilizarse la estadística, como dijeron Nilsson y Chidambaran, para demostrar que la probabilidad de encontrar un lugar de descanso parecía mayor si continuaba la aceleración. El teorema era demasiado complejo para que la mayoría lo entendiese. Los oficiales de la nave decidieron tomarlo como un artículo de fe y mantener la aceleración. Reymont tuvo que ocuparse de algunos individuos cuyas objeciones se acercaron al motín.

Chi-Yuen se colocó en el borde de la silla de los visitantes. Era pequeña y llevaba una elegante túnica roja de cuello alto y pantalones blancos y anchos. Tenía el pelo peinado hacia atrás con extraña severidad y mantenido en su sitio por una peineta de marfil. Lindgren contrastaba en algo más que el tamaño. Llevaba la camisa abierta por el cuello, las mangas recogidas, con manchas aquí y allá; su pelo estaba despeinado y los ojos atormentados.

—Si puedo preguntarlo, ¿qué escribes? —se aventuró Chi-Yuen.

—Un sermón —dijo Lindgren—. No es fácil. No soy una escritora.

—¿Tú?, ¿un sermón?

El borde de la boca de Lindgren se inclinó ligeramente hacia arriba.

—En realidad es el discurso del capitán para el día de San Juan. A duras penas puede llevar todavía los servicios religiosos. Pero me pidió esto para, ah, inspirar a las tropas en su nombre.

—No está bien, ¿verdad? —le preguntó Chi-Yuen en voz baja.

El humor desapareció de Lindgren.

—No. Supongo que puedo confiar en que no lo dirás por ahí. Aunque lo sospechen todos. —Descansó los codos en la mesa, con la frente entre las manos—. La responsabilidad le está destruyendo.

—¿Cómo puede culparse a sí mismo? ¿Qué elección le queda sino dejar que los robots nos lleven hacia delante?

—Se preocupa —le dijo Lindgren con un suspiro—. También está la última disputa. En su condición, fue más de lo que podía aguantar. No está en cama con un ataque de nervios, entiéndelo. No todavía. Pero ya no es capaz de mandar a la gente.

—¿Es conveniente tener una ceremonia? —preguntó Chi-Yuen.

—No lo sé —dijo Lindgren con voz cansada—. Simplemente no lo sé. Ahora que, no lo hemos anunciado pero no podemos evitar los cálculos y las habladurías, nos acercamos a la marca de los cinco o seis mil millones de años… —Levantó la cabeza y dejó caer las manos—. Celebrar algo tan puramente terrestre como el día de San Juan, ahora que debemos empezar a pensar que la Tierra ha desaparecido.

Agarró los dos brazos de la silla. Por un momento tuvo los ojos azules ciegos y salvajes. Luego el cuerpo en tensión se calmó, músculo a músculo; se echó atrás en el asiento hasta que la articulación cedió con un ruido; habló sin emociones:

—El condestable me persuadió de continuar con los rituales. Desafío. Reunificación, después de las luchas pasadas. Dedicado especialmente a ese niño todavía por nacer. Nueva Tierra: si hace falta se la arrancaremos de las manos de Dios. Si Dios todavía significa algo, aunque sea emocionalmente. Quizá debería dejar fuera la religión. Carl no me dio detalles, sólo la idea general. Se supone que soy el mejor orador. Yo. Eso explica algunas cosas sobre nuestra situación, ¿no?

Parpadeó y volvió a recuperar el control.

—Discúlpame —dijo—. No tenía que descargar mis problemas en ti.

—Son los problemas de todos, primer oficial —contestó Chi-Yuen.

—Por favor, me llamo Ingrid. Sin embargo, gracias. Si no te lo había dicho antes, déjame decírtelo ahora, a tu modo tranquilo eres una de las personas importantes a bordo. Un jardín de calma… bien. —Lindgren juntó los dedos—. ¿Qué puedo hacer por ti?

La mirada de Chi-Yuen bailó por la mesa.

—Es sobre Charles.

Los dedos de Lindgren se quedaron blancos.

—Necesita ayuda —dijo Chi-Yuen.

—Tiene a sus ayudantes —contestó Lindgren sin emoción.

—¿Quién los mantiene sino él? ¿Quién nos sostiene a todos? A ti también, Ingrid. Dependes de él.

—Claro. —Lindgren entrecruzó los dedos y tiró de ellos—. Debes comprender, quizá no te lo dijo nunca con palabras, aunque tampoco a mí o yo a él, pero es evidente: ya no hay conflicto entre nosotros. Ha desaparecido al trabajar juntos. Le deseo lo mejor.

—Entonces, ¿puedes darle algo?

La mirada de Lindgren se hizo más dura.

—¿Qué quieres decir?

—Está cansado. Más cansado de lo que crees, Ingrid. Y más solo.

—Ése es su carácter.

—Puede que sí. Pese a todo nunca ha sido ninguna de las cosas inhumanas que ha tenido que ser: un fuego, un látigo, un arma, un impulso. He llegado a conocerle un poco. Le he observado últimamente, como duerme, las pocas veces que puede. Ha agotado todas sus defensas. Le oigo hablar en ocasiones, en sueños, cuando no tiene pesadillas.

Lindgren cerró las manos en el vacío.

—¿Qué puedo hacer por él?

—Devolverle parte de su fuerza. Tú puedes. —Chi-Yuen levantó los ojos—. Él te ama.

Lindgren se levantó, recorrió el pequeño espacio tras la mesa y golpeó la palma de una mano con un puño.

—He aceptado obligaciones —dijo. Las palabras le dolieron en la garganta.

—Lo sé…

—No destrozar a un hombre, especialmente a uno que necesitamos. Y no… volver a ser promiscua. Tengo que ser una oficial en todo lo que hago. También Carl. —Con voz dura—: ¡Él se negaría!

Chi-Yuen también se levantó.

—¿Tienes libre esta noche? —preguntó.

—¿Qué? ¿Qué? No. Te digo que es imposible. Oh, tengo tiempo, pero sigue siendo imposible. Es mejor que te vayas.

—Ven conmigo. —Chi-Yuen cogió a Lindgren de la mano—. ¿Qué escándalo puede haber si nos visitas a los dos en nuestro camarote?

La mujer alta caminó tras ella. Subieron por las escaleras hasta el nivel de la tripulación. Chi-Yuen abrió la puerta, metió a Lindgren dentro y la volvió a cerrar. Permanecieron de pie en medio de adornos y recuerdos de un país que había muerto gigaaños atrás, y se miraron unos a otros. Lindgren respiraba rápida y profundamente. El roo seguía al blanco por su cara, su garganta y pecho.

—Volverá pronto —dijo Chi-Yuen—. No lo sabe. Es mi regalo para él. Al menos una noche: para decirle y demostrarle lo que siempre sentiste por él.

Había separado las camas. Ahora bajó la división. No pudo evitar las lágrimas.

Lindgren la abrazó por un momento, la besó y terminó de dividir el camarote. Entonces Lindgren esperó.

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