12

Reymont se detuvo en la entrada de las áreas comunes. El nivel aparecía desierto y en calma. Después de un impulso inicial de interés, las actividades atléticas y otros hobbies se habían hecho poco a poco menos populares. Aparte de las comidas, la tendencia era que los científicos y la tripulación formasen pequeñas camarillas, se refugiasen por completo en la lectura, viesen programas grabados, o durmiesen todo lo posible. Les podía obligar a hacer algo de ejercicio. Pero no había encontrado forma de restaurar lo que los meses iban robándole al espíritu. En ese aspecto, él era el más indefenso porque su aplicación inflexible de las reglas básicas le había creado enemigos.

Hablando de reglas… Corrió por el corredor hasta la habitación de sueños y abrió la puerta. Una luz encima de cada una de las tres cajas indicaba que estaban ocupadas. Sacó una llave maestra del bolsillo y abrió una a una las tapas que dejaban pasar el aire pero no la luz. Volvió a cerrar dos de ellas. En la tercera, lanzó un juramento. El cuerpo tendido y la cara bajo el casco de sueño pertenecían a Emma Glassgold.

Durante un rato miró a la pequeña mujer. Había paz en su sonrisa. Sin duda, ella, como la mayoría a bordo, debía su cordura a aquel aparato. A pesar de los esfuerzos por decorarla, por crear construcciones interiores con cierto propósito, la nave era un ambiente demasiado estéril. La privación sensorial total hacía rápidamente que la mente humana perdiese el contacto con la realidad. Privado del flujo de datos con el que se supone que tiene que tratar, el cerebro crea alucinaciones, se vuelve irracional y finalmente pasa a la locura. Los efectos de la disminución sensorial prolongada son lentos, sutiles, pero en muchos aspectos más destructivos. Se hace necesaria la estimulación electrónica directa de los centros encefálicos correspondientes. Eso es hablando en términos neurológicos. En términos de emociones inmediatas, los largos y extraordinariamente intensos sueños generados por los estímulos —ya sean placenteros o no— se vuelven un sustituto para las experiencias reales.

Aun así…

La piel de Glassgold estaba fláccida y tenía un color poco saludable. La pantalla de EEG tras el casco indicaba que se encontraba en una condición de calma. Eso quería decir que se la podía despertar, con rapidez, sin peligro. Reymont pulsó el interruptor de emergencia en el temporizador. La línea osciloscópica del pulso inductor que había estado atravesando su cerebro se aplanó y ennegreció.

Ella se movió.

Shalom, Moshe. —Reymont la oyó murmurar.

En la nave no había nadie con ese nombre. Le quitó el casco. Ella cerró aún más los ojos, se puso los puños sobre ellos e intentó volverse sobre el colchón.

—Despierta. —Reymont la zarandeó.

Ella parpadeó. Volvió a respirar con fuerza. Se sentó completamente recta. Él casi pudo ver cómo el sueño se desvanecía tras sus ojos.

—Vamos —dijo, ofreciéndole una mano para ayudarla—. Sal de ese maldito ataúd.

—¡Uh!, no, no. —Perdió las palabras—. Estaba con Moshe.

—Lo siento, pero…

Ella comenzó a sollozar. Reymont golpeó la caja, un golpe por encima del murmullo de la nave.

—Bien —dijo—. Será una orden directa. ¡Fuera! Y vaya directamente al doctor Latvala.

—¿Qué demonios pasa aquí?

Reymont se volvió. Norbert Williams debía haberles oído, la puerta estaba entreabierta, y había venido de la piscina, porque el químico estaba desnudo y mojado. También estaba furioso.

—Ahora te dedicas a asaltar mujeres, ¿eh? —dijo—. Ni siquiera mujeres grandes. Lárgate.

Reymont se quedó donde estaba.

—Tenemos reglas para estas cajas —dijo—. Si una persona no tiene la autodisciplina para obedecerlas, yo tengo que obligarla.

—¡Ya! Vigilando, espiando, metiendo la nariz en nuestra vida privada… por Dios, ¡no voy a aguantarlo más!

—No —pidió Glassgold—. No peleen. Lo siento. Iré.

—Y una mierda irás —contestó el americano—. Quédate ahí. Exige tus derechos. —Tenía el rostro completamente rojo—. Ya me he cansado de este pequeño Jesús de hojalata, y ya es hora de hacer algo al respecto.

Reymont habló, espaciando las palabras:

—Las reglas que limitan el uso no se escribieron por diversión, doctor Williams. Demasiado es peor que nada. Es adictivo. El resultado final es la locura.

—Escuche. —El químico hizo un intento evidente por dominar su cólera—. Las personas no son todas idénticas. Puede que usted piense que se nos puede estirar y cortar hasta encajar en su molde… forzándonos a hacer ejercicio, preparando trabajos que hasta un niño vería que sólo sirven para mantenernos ocupados unas pocas horas diarias, destrozando la destiladora que fabricó Pedro Barrios… su pequeña dictadura desde que emprendimos este viaje del Holandés Errante… —Bajó el volumen—. Escuche —dijo—. Esas reglas. Como en este caso. Están escritas para asegurarse de que nadie reciba una sobredosis. Por supuesto. ¿Pero como sabe si algunos de nosotros está recibiendo lo necesario? Todos debemos pasar tiempo en las cajas. Usted también, condestable Hombre de Hierro. Usted también.

—Por supuesto… —Reymont fue interrumpido.

—¿Cómo sabe lo que otra persona puede necesitar? No tiene ni la sensibilidad que Dios le dio a una cucaracha. ¿Sabe una mierda sobre Emma? Yo sí. Sé que es una mujer maravillosa y valiente… perfectamente capaz de juzgar sus propias necesidades y guiarse a sí misma… no necesita que usted dirija su vida por ella. —Williams señaló con el dedo—. Ahí está la puerta. Úsela.

—Norbert, no. —Glassgold salió de la caja e intentó interponerse entre los dos hombres.

Reymont la hizo a un lado y contestó a Williams:

—Si deben hacerse excepciones, el médico de la nave es la persona que debe decidirlo. No usted. De cualquier forma, después de esto debe ver al doctor Latvala. Puede pedirle una autorización médica.

—Sé lo que le sacará. Ese idiota ni siquiera receta tranquilizantes.

—Nos quedan muchos años por delante. Tendremos que superar problemas imprevisibles. Si comenzamos a depender de los tranquilizantes…

—¿Ha pensado qué sin esa ayuda nos volveríamos locos y moriríamos? Tomamos nuestras propias decisiones, gracias. Salga, le he dicho.

Glassgold intentó intervenir de nuevo. Reymont tuvo que agarrarla por el brazo para moverla.

—¡No le ponga las manos encima, cerdo! —Williams cargó agitando los puños.

Reymont soltó a Glassgold y se echó atrás, hacia el salón donde había más sitio para moverse. Williams gritó y le siguió. Reymont se protegió de los inexpertos golpes hasta que, tras sólo un minuto, saltó. Una ráfaga de karate y dos golpes enviaron a Williams al suelo. Se quedó acurrucado, atontado. Le salía sangre de la nariz.

Glassgold lanzó un grito y fue hacia él. Se arrodilló, lo agarró entre los brazos y miró a Reymont.

—¡Qué valor! —escupió.

El condestable extendió las palmas.

—¿Se supone que debía dejar que me pegase?

—Podía haberse ido.

—Imposible. Mi deber es mantener el orden a bordo. Hasta que el capitán Telander me destituya, seguiré haciéndolo.

—Muy bien —dijo Glassgold entre dientes—. Iremos a verle. Voy a presentar una queja formal.

Reymont negó con la cabeza.

—Se explicó, y todos estuvieron de acuerdo, que no debía molestarse al capitán con nuestras disputas. Debe preocuparse de la nave.

Williams recuperó la conciencia con un gemido.

—Veremos a la primer oficial Lindgren —le dijo Reymont—. Debo presentar cargos contra ustedes dos.

Glassgold apretó los labios.

—Como desee.

—No Lindgren —dijo Williams con dificultad—. Lindgren y él, fueron…

—Ya no —dijo Glassgold—. No puede ni verle, incluso antes del accidente. Ella será justa. —Con su ayuda, Williams se vistió y fue cojeando hasta el nivel de mando.

Varias personas vieron pasar al grupo y empezaron a preguntar qué sucedía. Reymont los hizo callar con un gesto. Las miradas que le lanzaban eran malhumoradas. En el primer intercomunicador llamó a Lindgren y le pidió que fuese a la sala de entrevistas.

Era minúscula pero insonorizada, un lugar para reuniones confidenciales y humillaciones necesarias. Lindgren estaba sentada tras la mesa. Se había puesto el uniforme. El fluoropanel extendía la luz sobre su pelo rubio helado; la voz con la que le pidió a Reymont que comenzase fue igualmente fría.

Él dio una versión sucinta del incidente.

—Acuso a la doctora Glassgold de violación de la regla higiénica —terminó—, y al doctor Williams de asalto a un agente de paz.

—¿Motín? —preguntó Lindgren. El desaliento inundó a Williams.

—No, señora. Asalto será suficiente —dijo Reymont. Al químico—: Considérese afortunado. Psicológicamente no podemos permitirnos el juicio que el cargo de motín provocaría. No a menos que persista en ese tipo de comportamiento.

—Eso será suficiente, condestable —cortó Lindgren—. Doctora Glassgold, ¿me daría su versión?

La bióloga todavía estaba furiosa.

—Me declaro culpable del delito mencionado —declaró con firmeza—. Pero pido que se revise mi situación, y la de todo el mundo, como se especifica en el reglamento. No según el juicio único del doctor Latvala; sino según el de un grupo de oficiales y mis colegas. Y en lo que se refiere a la pelea, a Norbert se le provocó intolerablemente y fue víctima de una malicia extrema.

—¿Su declaración, doctor Williams?

—No sé cuál es mi situación bajo sus estúpidas reglas… —El americano se comportó—. Perdóneme, señora —dijo, con algunos problemas por los labios hinchados—. Nunca memoricé la ley del espacio. Creía que el sentido común y la buena voluntad serían suficientes. Puede que Reymont tenga técnicamente razón, pero he alcanzado mi límite respecto de sus descaradas interferencias.

—¿Por tanto, doctora Glassgold, doctor Williams, aceptan someterse a mi sentencia? Tienen derecho a un juicio si lo desean.

Williams consiguió una sonrisa torcida.

—Las cosas ya están lo bastante mal, señora. Supongo que esto tendrá que aparecer en el diario de a bordo, pero puede que no tenga que llegar a oídos de toda la tripulación.

—¡Oh!, sí. —Glassgold respiró aliviada. Cogió la mano de Williams.

Reymont abrió la boca.

—Está usted bajo mi autoridad, condestable —le interrumpió Lindgren—. Puede, por supuesto, apelar al capitán.

—No, señora —contestó Reymont.

—Bien entonces. —Lindgren se echó atrás. Su rostro se aflojó—. Ordeno que todas las acusaciones de cada lado sean desestimadas… o mejor, que nunca se presenten. Esto no irá a ningún archivo. Hablémoslo como seres humanos que están todos, podemos decir, en el mismo barco.

—¿Él también? —Williams lanzó un pulgar hacia Charles Reymont.

—Debemos tener ley y disciplina, ya lo sabe —dijo Lindgren con calma—. Sin ellas, moriremos. Quizás el condestable Reymont sufra de exceso de celo. O quizá no. En cualquier caso, es el único especialista policial y militar que tenemos. Si no están de acuerdo con él… para eso estoy yo. Relájense. Pediré café.

—Si la primer oficial está de acuerdo —dijo Reymont—, me iré.

—No, tenemos cosas que decirle —fue la respuesta inmediata de Glassgold.

Reymont mantuvo los ojos fijos en Lindgren. Era como si saltasen chispas entre ellos.

—Como ya ha dicho, señora —dijo—, mi trabajo es mantener el orden en la nave. Ni más ni menos. Esto es algo más: una sesión de consejos personales. Estoy seguro de que la dama y el caballero hablarían con mayor libertad sin mí.

—Creo que tiene razón, condestable —asintió ella—. Puede retirarse.

Se levantó, saludó y se fue. En el camino hacia arriba se encontró con Freiwald que le saludó. Se mantenía algo cercano a la cordialidad con su media docena de ayudantes.

Entró en el camarote. Las camas estaban bajadas, y unidas para formar una. Chi-Yuen estaba sobre ella. Vestía una bata ligera con volantes que le daba aspecto de niñita triste.

—Hola —dijo sin emoción—. Tienes truenos en el rostro. ¿Qué pasó?

Reymont se sentó a su lado y se lo contó.

—Bien —dijo ella—, ¿puedes echárselo en cara?

—No. Supongo que no. Aun así… no sé. Este grupo se suponía que era lo mejor que la Tierra podía ofrecer. Inteligencia, educación, personalidad estable, salud y dedicación. Y sabían que era probable que nunca volviesen a casa. Como mínimo, volverían a países casi un siglo más viejos que los que dejaron. —Reymont se pasó los dedos por entre el pelo muy corto—. Así que las cosas han cambiado. —Suspiró—. Vamos hacia un destino desconocido, quizás hacia la muerte, con seguridad hacia el aislamiento absoluto. ¿Pero es tan diferente de nuestro destino original? ¿Debe hacer que nos desmoronemos?

—Lo hace —dijo Chi-Yuen.

—Tú también. Tenía intención de hablarlo contigo. —Ella le lanzó una mirada feroz—. Al principio estabas ocupada, con tus distracciones, tu trabajo teórico, la programación de las investigaciones que querías realizar en el sistema de Beta V. Y cuando los problemas nos alcanzaron, respondiste bien.

Una sonrisa fantasmal se instaló en el rostro de ella. Le acarició las mejillas.

—Tú me inspiraste.

—Sin embargo, desde entonces… más y más, te sientas sin hacer nada. Tú y yo teníamos el principio de algo real; pero últimamente no realizas ningún contacto significativo conmigo. Rara vez te interesas por hablar o por el sexo o por nada, incluyendo otras personas. No más trabajo. No más grandes sueños. Ya ni siquiera lloras sobre la almohada cuando se apaga la luz… Sí, me he quedado despierto escuchándote. ¿Por qué, Ai-Ling? ¿Qué te sucede? ¿Qué les sucede a ellos?

—Supongo que no tenemos tu voluntad instintiva de sobrevivir a cualquier precio —dijo, casi inaudible.

—Yo considero que algunos precios a pagar por la vida son demasiado altos. Sin embargo, aquí… tenemos lo que necesitamos. Incluso cierta cantidad de comodidades. Una aventura como ninguna antes. ¿Qué sucede?

—¿Sabes qué año es en la Tierra? —contraatacó ella.

—No. Yo fui el que convenció al capitán Telander para que ordenase la retirada de ese reloj. A su alrededor se estaba desarrollando una actitud demasiado morbosa.

—De cualquier forma, la mayoría de nosotros puede realizar sus propias estimaciones. —Ella habló con voz monótona e indiferente—. En este momento, creo que, en casa, es aproximadamente el año del señor 10.000. Más o menos varios siglos. Y sí, aprendí en la escuela que la simultaneidad deja de tener sentido en condiciones relativistas. Y recuerdo que se esperaba que la gran barrera psicológica sería la marca de un siglo. A pesar de eso, esas fechas tienen sentido. Nos convierten en exiliados absolutos. Ya. De forma irrevocable. No sólo nuestros parientes deben estar muertos. Nuestra civilización también debe estarlo. ¿Qué ha sucedido en la Tierra? ¿En la galaxia? ¿Qué ha hecho el hombre? ¿En qué se ha convertido? Nunca lo compartiremos. No podemos.

El intentó romper su apatía con rigor.

—¿Y qué importa? En Beta 3, el máser nos hubiese traído palabras una generación más viejas. Nada más. Y nuestras muertes individuales nos cierran el universo. El destino común del hombre. ¿Por qué debemos gimotear si nuestro destino adquiere un rumbo inesperado?

Ella lo miró con gravedad antes de contestar.

—Realmente no quieres una respuesta para ti. Quieres sacarme una a mí.

Sorprendido, él dijo:

—Bien… sí.

—Entiendes a la gente mejor de lo que dejas ver. Tu trabajo, sin duda. Dime tú cuál es el problema.

—Pérdida de control sobre la vida —contestó él inmediatamente—. La tripulación no está en tan malas condiciones aún. Tienen sus trabajos. Pero los científicos, como tú, os habíais comprometido con Beta Virginis. Teníais un trabajo heroico y emocionante como meta y, mientras tanto, muchos preparativos que hacer. Ahora no tenéis ni idea de lo que va a suceder. Sólo sabéis que será algo por completo impredecible. Que podría ser la muerte, porque estamos aceptando riesgos terribles, y no podéis hacer nada por ayudar, sólo sentaros pasivos y esperar a que os lleven. Por supuesto, la moral se resiente.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, Charles?

—Bien, en tu caso, por ejemplo, ¿por qué no continuar con tu trabajo? Con el tiempo buscaremos un mundo donde asentarnos. La planetología será vital para nosotros.

—Sabes que las posibilidades están en contra. Vamos a seguir en esta escapada hasta que muramos.

—Maldita sea, ¡podemos mejorar las posibilidades!

—¿Cómo?

—Ésa es una de las cosas en las que deberías estar trabajando.

Ella sonrió de nuevo, un poco más viva.

—Charles, haces que quiera. Aunque sólo sea para que dejes de darme la vara. ¿Es ésa la razón por la que eres tan duro con los demás?

Él la miró un momento.

—Hasta ahora lo has soportado mejor que la mayoría —dijo—. Podría ayudarte a recuperar tu propósito si te digo lo que estoy haciendo. ¿Puedes guardar un secreto profesional?

Su mirada le bailaba en la cara.

—A estas alturas deberías conocerme lo suficientemente bien para saberlo. —Acarició con un pie desnudo el muslo de él.

Reymont la acarició y rió.

—Es un viejo principio —dijo—. Se usa en las organizaciones militares y paramilitares. Lo he estado aplicando aquí. El animal humano quiere una figura paterno-materna pero, al mismo tiempo, odia la disciplina. Puede llegarse a la estabilidad de esta forma: la figura última de autoridad se mantiene remota, divina, casi fuera del alcance. Tu superior inmediato es un hijo de puta odioso que te hace seguir las reglas y al que, por tanto, detestas. Pero a su vez, su superior es tan simpático y amable como lo permita el rango. ¿Me entiendes?

Ella se puso un dedo en la cabeza.

—En realidad no.

—Mira la situación actual. Nunca adivinarías cómo tuve que hacerlo aquellos primeros meses después de chocar contra la nebulosa. No digo que sea responsable de todo el asunto. Gran parte fue natural, casi inevitable. La lógica de nuestro problema lo impuso, con algo de ayuda por mi parte. El resultado final es que el capitán Telander ha quedado aislado. Su infalibilidad no tiene que lidiar con problemas humanos como el de hoy, que son esencialmente imposibles de arreglar.

—Pobre hombre. —Chi-Yuen examinó de cerca a Reymont—. ¿Lindgren es la que trata esos temas?

Él asintió.

—Yo soy el sargento tradicional: duro, cruel, exigente, pesado, sin consideración y brutal. No tan malo como para pedir que lo destituyan. Pero lo suficiente para irritar, ser odiado, aunque respetado. Eso es bueno para las tropas, es más sano odiar a alguien como yo que hundirse en males personales… como tú, mi amor, has estado haciendo.

»Lindgren arregla las cosas. Como primer oficial, ella mantiene mi poder. Pero me contradice de vez en cuándo. Utiliza su rango para forzar las reglas en favor de la misericordia. Por tanto añade la bondad a los atributos de la Autoridad Definitiva.

Reymont frunció el ceño.

—El sistema nos ha llevado hasta aquí —acabó—. Comienza a fallar. Tendremos que añadir algún factor nuevo.

Chi-Yuen lo miró hasta que él se movió incómodo en el colchón. Al final preguntó.

—¿Planeaste todo esto con Ingrid?

—¿Eh? Oh, no. Su papel exige que no sea una figura maquiavélica que ejecuta un guión deliberado.

—¿La entiendes tan bien…? ¿por alguna relación anterior?

—Sí. —Se puso rojo—. ¿Qué pasa? Hoy en día nuestra relación es puramente formal. Por razones evidentes.

—Creo que encuentras formas de seguir desairándola, Charles.

—¡Eh! Cállate, déjame en paz. Lo que intento es que recuperes algún deseo real de vivir.

—¿Para que yo a su vez pueda ayudarte a ti a aguantar?

—Bien, ¡uh!, sí. No soy un superhombre. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien me dejó un hombro para llorar.

—¿Lo dices porque lo sientes o porque sirve a tus propósitos? —Chi-Yuen se echó el pelo hacia atrás—. No importa. No contestes. Haremos lo que podamos el uno por el otro. Después, si sobrevivimos… Lo arreglaremos cuando hayamos sobrevivido.

Los rasgos oscuros y marcados de Reymont se ablandaron.

—Estás recuperando tu equilibrio —dijo—. Excelente.

Ella rió. Puso los brazos alrededor de su cuello.

—Tú, ven aquí.

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