Los campos de fuerza cambiaban. No eran paredes y tubos estáticos. Los formaban la incesante interacción entre pulsos electromagnéticos, cuya producción, propagación y recepción debía controlarse cada nanosegundo, desde el nivel cuántico hasta el cósmico. A medida que las condiciones exteriores —densidad de materia, radiación, fuerzas del campo de interferencia, la curvatura espacial gravitacional— cambiaban, instante a instante, se registraba su reacción en la red inmaterial de la nave; los datos se suministraban a los ordenadores; procesando como tarea más pequeña miles de series de Fourier simultáneamente, esas máquinas daban su respuesta; los dispositivos de generación y control, nadando a proa del casco en un vórtice producido por ellos mismos, realizaban los ajustes. En esa homeostasis, ese paseo por la cuerda floja de la posibilidad de una respuesta que fuese inapropiada o meramente tardía —que significaría la distorsión y colapso de los campos, con la destrucción en forma de nova de la nave—, entró una orden humana. Se convirtió en parte de los datos. Una toma a estribor se abrió, una a babor se cerró: con cuidado, con cuidado. La Leonora Christine se ajustó a su nuevo rumbo.
Las estrellas contemplaron el movimiento laborioso de una masa mayor y más achatada, pasando meses y años antes de que la desviación de su camino original fuese significativa. No es que el objeto sobre el que brillaban fuese lento. Era una concha incandescente del tamaño de un planeta, donde los átomos eran atrapados por los campos exteriores y excitados a radiación sincrotrón fluorescente y térmica. Y seguía muy de cerca a la onda frontal que anunciaba su marcha. Pero la luminosidad de la nave se perdió pronto entre los años luz. Se abría paso a través de abismos que parecían no tener final.
En su propio tiempo, la historia era diferente. Se movía en un universo cada vez más extraño —más viejo, más masivo y más compacto—. Por tanto el ritmo al que podía atrapar el hidrógeno, quemar parte de su energía y expeler el resto en una llama de un millón de kilómetros… ese ritmo aumentaba para la nave. Cada minuto, según sus relojes, eliminaba una fracción mayor de tau que el minuto anterior.
A bordo nada había cambiado. El aire y el metal todavía transportaban el pulso de la aceleración, cuyo tirón interno todavía era de una gravedad. La planta interna de energía todavía daba luz, electricidad y temperatura estables. Los biosistemas y ciclos orgánicos reciclaban el oxígeno y el agua, procesaban los desechos, fabricaban comida; permitían la vida. La entropía aumentaba. La gente envejecía al viejo ritmo de sesenta segundos por minuto, sesenta minutos por hora.
Pero esas horas tenían cada vez menos relación con las horas y años que transcurrían fuera. La soledad se cerró, como una mano, sobre la nave.
Jane Sadler ejecutó un ataque en flecha. Johann Freiwald intentó pararlo. Los floretes chocaron con estrépito. Inmediatamente, ella atacó.
—¡Touché! —reconoció él. Se reía tras la máscara—. Ese golpe me hubiese atravesado el pulmón izquierdo en un duelo real. Has superado con mucha diferencia el examen.
—Justo a tiempo —dijo ella tragando aire—. Un… minuto… más… y… me… hubiese quedado sin aire… Tengo las rodillas como si fuesen de goma.
—No practicaremos más esta tarde —decidió Freiwald.
Se quitaron los protectores. A ella le brillaba el sudor en la cara y le pegaba el pelo a la frente; respiraba ruidosamente, pero le brillaban los ojos.
—¡Vaya entrenamiento! —Se dejó caer en una silla. Freiwald se le unió.
Tan entrada la noche de la nave tenían el gimnasio para ellos solos. Parecía inmenso y hueco, haciendo que se sentasen más juntos.
—Te será más fácil con otras mujeres —le dijo Freiwald—. Creo que deberías empezar a enseñarles lo antes posible.
—¿Yo? ¿Dar una clase de esgrima con mi nivel?
—Yo seguiría entrenando contigo —dijo Freiwald—. Puedes mantenerte por delante de tus alumnas. Comprende que debo empezar con los hombres. Y si el deporte atrae el interés que me gustaría, se necesitará tiempo para preparar adecuadamente al equipo. Además de más máscaras y floretes, necesitaremos espadas y sables. No podemos retrasarnos.
La alegría de Sadler se desvaneció. Le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Esto no fue idea tuya? Supuse que como tú eras la única persona que había practicado esgrima en la Tierra querías compañeros.
—Fue idea del condestable Reymont, cuando le mencioné mis deseos. Él hizo que se me asignara material para producir el equipo. Comprende que debemos mantenernos en buena forma…
—Y distraernos del lío en que estamos metidos —dijo ella con dureza.
—Una buena forma física ayuda a mantener un buen estado mental. Si te vas a la cama cansado, no te quedas despierto preocupándote.
—Sí, lo sé. Elof… —Sadler se detuvo.
—Puede que el profesor Nilsson esté demasiado inmerso en su trabajo —se atrevió a decir Freiwald. Apartó la mirada de su cara y flexionó la hoja entre las manos.
—¡Mejor que lo esté! A menos que podamos desarrollar mejores instrumentos astronómicos, no podremos establecer una trayectoria extragaláctica más que por intuición.
—Cierto. Cierto. Yo digo, Jane, que tu hombre podría beneficiarse incluso en su profesión si hiciese algo de ejercicio.
Le obligó a decirlo.
—Cada día es más difícil vivir con él —pasó a la ofensiva—. Así que Reymont te nombró entrenador.
—Informalmente —dijo Freiwald—. Me animó a tomar el liderazgo, a desarrollar deportes nuevos y atractivos… bien, soy uno de sus ayudantes no oficiales.
—¡Uh! Y él mismo no podría hacerlo. Sus motivos estarían claros, lo verían como un instructor, ya no sería divertido, y abandonarían por docenas. —Sadler sonrió—. Bien, Johann. Cuenta conmigo en la conspiración.
Ella le ofreció la mano. El la tomó. No se soltaron.
—Quitémonos estas ropas mojadas y metámonos en una piscina mojada —propuso ella.
Él respondió con voz áspera:
—No, gracias. Esta noche no. Estaríamos solos. Ya no me atrevo a eso, Jane.
La Leonora Christine encontró otra región de mayor densidad de materia. Era más tenue que la nebulosa que había provocado sus problemas, y la atravesó sin dificultad. Pero se extendía por muchos parsecs. Tau se redujo a un ritmo que para su propia cronología era sorprendente.
Cuando la nave salió de ella, viajaba tan rápido que la situación normal de un átomo por centímetro cúbico tenía el mismo efecto que la nube. No sólo mantuvo la velocidad que había ganado, sino que seguía acelerando.
Sin embargo, la tripulación siguió rigiéndose por el calendario terrestre, incluso en el seguimiento de las distintas religiones por parte de las pequeñas congregaciones. Cada séptima mañana, el capitán Telander guiaba al puñado de protestantes en los servicios religiosos.
Un domingo en particular le pidió a Ingrid Lindgren que se encontrase con él en su camarote después del servicio. Ella le esperaba cuando entró. Su pelo rubio y su vestido rojo destacaban frente a los libros, la mesa y los papeles. Aunque ocupaba una sección doble para él solo, la austeridad se veía rota sólo por unas pocas fotos familiares y un modelo de un clíper a medio construir.
—Buenos días —dijo él con la solemnidad habitual. Dejó la Biblia y se aflojó el cuello del traje—. ¿No se sienta? —Como la cama estaba guardada había sitio para un par de sillas plegables—. Pediré café.
—¿Cómo fue? —le preguntó, mientras se sentaba frente a él, intentando nerviosamente establecer una conversación—. ¿Asistió Malcolm?
—Hoy no. Sospecho que nuestro amigo Foxe-Jameson todavía no está seguro si quiere regresar a la fe de sus padres o permanecer como un leal agnóstico. —Telander sonrió un poco—. Volverá, sin embargo, volverá. Sólo necesita convencerse que es posible ser cristiano y astrofísico al mismo tiempo. ¿Cuándo vamos a atraerla a usted, Ingrid?
—Probablemente nunca. Si hay una inteligencia directora tras la realidad, y no hay pruebas científicas de eso, ¿por qué habría de preocuparse de un accidente químico como el hombre?
—Cita a Charles Reymont casi con exactitud, ¿lo sabe? —dijo Telander. Los rasgos de Ingrid se tensaron. Él se apresuró a hablar—: Un ser que se preocupa de todo desde los cuantos hasta los cuásares puede ocupar parte de su atención en nosotros. Prueba racional… pero no quiero repetir viejos argumentos. Tenemos algo más de que ocuparnos. —Conectó el intercomunicador para hablar con la cocina—. Café, crema y azúcar, dos tazas, al camarote del capitán, por favor.
—¡Crema! —murmuró Lindgren.
—No creo que los técnicos en alimentos la imiten muy mal —dijo Telander—. Por cierto, Carducci está muy concentrado en la propuesta de Reymont.
—¿Cuál es?
—Trabajar con el equipo de alimentos para inventar nuevos platos. No un bistec hecho de algas y tejidos cultivados, sino cosas que nunca hayamos probado antes. Me alegra que haya encontrado algo que le interese.
—Sí, como jefe de cocina se había dejado ir. —La máscara de normalidad de Lindgren se desmoronó. Golpeó el brazo de la silla—. ¿Por qué? —soltó—. ¿Qué sucede? No ha pasado ni la mitad del tiempo que habíamos previsto. La moral no debería deteriorarse tan pronto.
—Hemos perdido toda garantía…
—Lo sé, lo sé. ¿No debería el peligro estimular a la gente? Y sobre la posibilidad de que nunca terminemos nuestro viaje, bien, también me afectó mucho, al principio. Pero creo que lo he superado.
—Usted y yo tenemos responsabilidades —dijo Telander—. Nosotros, la tripulación regular, somos responsables de vidas. Eso ayuda. E incluso para nosotros… —Hizo un pausa—. De eso quería hablar con usted, Ingrid. Estamos en una fecha crítica. Los cien años en la Tierra desde que partimos.
—No tiene sentido —dijo ella—. No se puede hablar de simultaneidad en estas condiciones.
—Está lejos de no tener sentido en términos psicológicos —respondió él—. En Beta Virginis hubiésemos tenido algo de contacto con el hogar. Hubiésemos pensado que los jóvenes que dejamos atrás, dado los tratamiento de longevidad, todavía estarían vivos. Si debíamos volver, hubiese habido la suficiente continuidad para que no nos hubiésemos convertido en extraños totales. Ahora, sin embargo, el hecho de que en algún sentido, matemático o no, en el mejor de los casos los niños que vimos en las cunas se estén acercando al final de la vida nos recuerda que jamás podremos recuperar nada de aquellos que una vez amamos.
—M-m-m… Supongo. Como ver a alguien a quien quieres mientras muere de una enfermedad lenta. No te sorprende cuando llega el final; pero aun así se trata del final. —Lindgren parpadeó—. Maldita sea.
—Debe hacer lo que pueda para ayudarles a superar este período —dijo Telander—. Sabe cómo hacerlo mejor que yo.
—Usted también podría hacer mucho.
La cabeza demacrada negó.
—Mejor que no. Al contrario, voy a retirarme.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella alarmada.
—Nada dramático —dijo—. Mi trabajo con los departamentos de ingeniería y navegación, en estas circunstancias impredecibles, me ocupa la mayor parte del día. Será una excusa para que gradualmente deje de mezclarme con la sociedad de la nave.
—¿Por qué razón?
—He hablado en varias ocasiones con Charles Reymont. Ha hecho una observación excelente, crucial, creo yo. Cuando nos rodea la incertidumbre, cuando la desesperanza aguarda para atacarnos… la persona media a bordo debe sentir que su vida está en manos competentes. Por supuesto, nadie va a suponer conscientemente que el capitán es infalible. Pero hay una necesidad inconsciente de esa aura. Y yo… yo tengo mi parte de debilidad y estupidez. Mis juicios humanos no podrían soportar pruebas diarias bajo esta presión.
Lindgren se hundió en su asiento.
—¿Qué quiere el condestable de usted?
—Que deje de actuar de forma informal e íntima. La excusa será que no debo distraerme por preocupaciones ordinarias, cuando toda mi atención debe dedicarse a llevarnos con seguridad por las nubes y cúmulos de galaxias. Es una excusa razonable, será aceptada. Al final, acabaré comiendo por separado, aquí, exceptuando las ceremonias. Me ejercitaré y pasaré el tiempo aquí también, solo. Las visitas personales serán sólo de los oficiales más importantes, como usted. Me rodearé de la etiqueta oficial. Por medio de sus ayudantes, Reymont extenderá la idea de que se espera un trato formal hacia mí por parte de todos.
»En suma, el viejo amigo Lars Telander será sustituido por el Viejo Maestro.
—Suena a plan típico de Reymont —le dijo ella con amargura.
—Me ha convencido de que es deseable —contestó el capitán.
—¡Sin pensar en lo que pueda hacerle a usted!
—Lo soportaré. Nunca he sido de gran vida social. Tenemos muchos libros en microcintas que me gustaría leer. —Telander la miró con confianza. Aunque el aire se acercaba a la parte más cálida de su ciclo y tenía un olor a heno recién cortado, ella tenía el vello de los brazos completamente erizado—. Usted también tiene un papel, Ingrid. Más que nunca, tendrá que resolver problemas humanos. Organización, mediación, alivio… no será fácil.
—No puedo hacerlo sola. —Le fallaban las palabras.
—Puede, si debe hacerlo —le dijo él—. En la práctica podrá delegar y redireccionar muchas cosas. Es sólo cuestión del planteamiento adecuado. Lo resolveremos sobre la marcha.
Vaciló. Se sentía incómodo; de hecho, se ruborizó.
—¡Ah!… un tema en ese sentido…
—¿Sí? —dijo ella.
La llamada a la puerta lo rescató. Aceptó la bandeja de café de manos del inmenso cocinero y la llevó hasta la mesa para servirlo. Eso le permitió estar de espaldas a ella.
—En su posición —dijo—. Es decir, en su nueva posición. Existe la necesidad de dar a los oficiales un estatus especial; no tienen que encerrarse por completo como yo, pero habrá que establecer ciertas limitaciones de, bien, acceso.
Él no supo si era diversión lo que oyó en la voz de ella.
—¡Pobre Lars! Quiere decir que la primer oficial no debe cambiar de amante tan a menudo, ¿no?
—Bien, no propongo el celibato. Yo sí debo, por supuesto, apartarme de las cosas. En su caso… bien, la fase experimental ya ha pasado para la mayoría de nosotros. Se están formado relaciones estables. Si pudiese buscar un…
—Puedo hacerlo mejor —dijo—. Puedo quedarme sola.
Él ya no pudo retrasar más el darle una taza.
—Eso no es necesario —tartamudeó.
—Gracias. —Ella inhaló el olor del café. Lo miró por encima del borde de la taza—. Nosotros dos no tenemos por qué convertirnos en monjes absolutos. El capitán necesita una conferencia privada de vez en cuando con su primer oficial.
—¡Eh!… no. Es amable por su parte, Ingrid, pero no. —Telander recorrió la pequeña anchura del camarote, de un lado a otro—. En una comunidad tan pequeña como ésta, ¿cuánto tiempo se puede guardar un secreto? No me atrevo a arriesgarme a la hipocresía. Y aunque a mí… a mí me encantaría tener una compañera permanente… no puede ser. Tiene que ser la conexión de todos conmigo: no mi colaboradora directa. ¿Me sigue? Reymont lo explicó mejor.
La alegría de Ingrid desapareció.
—No me gusta del todo la forma en que le ha manejado.
—Tiene experiencia en situaciones de crisis. Sus razonamientos tenían sentido. Podemos repasarlos en detalle.
—Lo haremos. Pueden que sean lógicos… cualesquiera que sean sus motivos. —Lindgren tomó un sorbo de café, dejó la taza en sus muslos y declaró con voz afilada—: En lo que a mí se refiere, de acuerdo. De todas formas ya me he cansado de todo ese asunto infantil. Tiene razón, la monogamia se está poniendo de moda, y las posibilidades de una chica están desagradablemente limitadas. Ya había pensado en parar. Olga Sobieski se siente igual. Le diré a Kato que cambie su mitad de camarote con ella. Algo de calma y frialdad estarán bien, Lars, una oportunidad para pensar sobre varias cosas, ahora que hemos superado esa marca de los cien años.
La Leonora Christine estaba bien lejos de la Virgen, pero no todavía en el Arquero. Sólo después de que hubiese dado casi media vuelta alrededor de la galaxia, la espiral majestuosa de su ruta se dirigió hacia el corazón. Por el momento la nebulosa de Sagitario permanecía a babor. Lo que había más allá se infería, no se sabía. Los astrónomos esperaban un volumen de espacio vacío, con poco polvo o gas, hogar de una multitud de viejas estrellas. Pero ningún telescopio podría ver más allá de las nubes que rodeaban la región, y nadie había ido todavía a mirar.
—A menos que una expedición haya partido después que nosotros —propuso el piloto Lenkei—. Han pasado siglos en la Tierra. Supongo que hacen cosas maravillosas.
—Seguro que no envían sondas al núcleo —objetó el cosmólogo Chidambaran—. ¿Treinta milenios para llegar allí y el mismo tiempo para recibir un mensaje? No tiene sentido. Creo que el hombre se extenderá poco a poco hacia el interior, colonia tras colonia.
—Exceptuando un impulsor más rápido que la luz —dijo Lenkei.
Los rasgos morenos de Chidambaran y su pequeño cuerpo demostraron lo más cercano al desprecio que se le había visto expresar nunca.
—¡Eso es fantasía! Si quieres reescribir todo lo que hemos aprendido desde Einstein, no, desde Aristóteles, considerando la contradicción lógica de una señal sin velocidad límite, adelante.
—No es mi área de trabajo. —La delgadez de galgo de Lenkei pareció de pronto macilenta—. De cualquier forma, no me interesa el viaje a velocidades superiores a la luz. La idea de que otros podrían estar viajando de estrella a estrella como pájaros, como yo de ciudad en ciudad cuando estaba en casa, mientras nosotros estamos atrapados aquí… sería demasiado cruel.
—Nuestro destino no se vería alterado por su fortuna —contestó Chidambaran—. De hecho, la ironía le añadiría otra dimensión, otro reto si lo prefieres.
—Tengo más retos de los que quiero —dijo Lenkei.
Sus pisadas resonaban en las escaleras y en todo el pozo. Habían venido juntos desde un taller en el nivel bajo donde Nilsson había consultado con Foxe-Jameson y Chidambaran sobre el diseño de una gran rejilla de difracción de cristal.
—Es más fácil para ti —dijo el piloto—. Tú tienes un trabajo real. Nosotros dependemos de tu equipo. Si no puedes producir esos instrumentos para nosotros… Yo, hasta que no lleguemos a un planeta donde necesiten ferries espaciales y naves aéreas, ¿qué soy yo?
—Ayudas a construir esos instrumentos, o lo harás cuando tengamos los diseños listos —dijo Chidambaran.
—Sí, me ofrecí de aprendiz a Sadek. Para matar todo este tiempo libre. —Lenkei recuperó su ánimo—. Lo siento. Es una actitud de la que tenemos que alejarnos, lo sé. Mohandas, ¿puedo preguntarte algo?
—Por supuesto.
—¿Por qué viniste? Eres importante hoy. Pero si no hubiésemos tenido el accidente… ¿no podías haber seguido comprendiendo el universo en la Tierra? Me han dicho que eres un teórico. ¿Por qué no dejar la recogida de datos a hombres como Nilsson?
—Apenas hubiese vivido para trabajar con los informes de Beta Virginis. Parecía tener valor que un científico como yo se expusiese a nuevas experiencias e impresiones. Podía haber obtenido una comprensión imposible de otra forma. Si no lo hacía, la pérdida no sería muy grande, y como mínimo podría seguir pensado tan bien como en casa.
Lenkei se agarró la barbilla.
—No sé —dijo—, creo que no necesitas sesiones de caja de sueños.
—Puede ser. Confieso que lo encuentro algo indigno.
—Entonces, ¿por qué?
—Reglamentos. Todos debemos recibir el tratamiento. Pedí una excepción. El condestable Reymont convenció a la primer oficial Lindgren que privilegios especiales, aunque justificados, sentarían un mal precedente.
—¡Reymont! ¡Ese bastardo otra vez!
—Puede que tenga razón —dijo Chidambaran—. No me hace daño, a menos que tengas en cuenta las interrupciones de la concentración, y eso no sucede tan a menudo para ser un verdadero problema.
—¡Uh! Tienes más paciencia que yo.
—Sospecho que Reymont también tiene que obligarse a entrar en la caja —señaló Chidambaran—. El, también, va lo mínimo permitido. ¿Has observado, igualmente, que si bien bebe jamás se emborracha? Creo que tiene la compulsión, quizá producto de temores internos, de permanecer siempre en control.
—Así es él. ¿Sabes qué me dijo la semana pasada? Cogí prestada una plancha de cobre; hubiese vuelto directamente desde el horno y el taller, tan pronto como hubiese acabado con ella, por lo que no me molesté en anotarlo. El bastardo me dijo…
—Olvídalo —le aconsejó Chidambaran—. Él tiene razón. No somos un planeta. Lo que perdemos lo perdemos para siempre. Es mejor no correr riesgos; y tenemos muchos tiempo para los asuntos burocráticos. —Apareció la entrada a las áreas comunes—. Ya hemos llegado.
Se dirigieron a la habitación hipnoterapéutica.
—Confío en que tu experiencia sea placentera, Matyas —dijo Chidambaran.
—Yo también. —Lenkei guiñó un ojo—. He tenido muchas pesadillas terribles ahí dentro. —Luego más alegre—: ¡Y mucha diversión!
Las estrellas se espaciaron más. La Leonora Christine no iba de un brazo espiral de la galaxia a otro… todavía no; simplemente se encontraba en una zona de relativo vacío. A falta de masa entrante, la aceleración se redujo. Tau era tan reducida que la situación fue sólo temporal; unos pocos cientos de años cósmicos. Pero durante algún tiempo a bordo, las pantallas a proa mostraban una noche oscura.
La mayor parte de la tripulación opinaba que era mejor que las sobrenaturales formas y colores que resplandecían a popa.
Llegó otro Día de la Alianza. Las ceremonias y las fiestas posteriores fueron menos melancólicas de lo que podía esperarse. El shock y la pena habían sido erosionados por la rutina. En ese momento, el ánimo dominante era de desafío.
No asistieron todos. Elof Nilsson, uno de ellos, permaneció en el camarote que compartía con Jane Sadler. Pasó mucho tiempo realizando bocetos y estimaciones para el telescopio exterior. Cuando se le cansó el cerebro, consultó el índice de la biblioteca en el apartado de ficción. La novela que eligió, al azar entre miles, resultó ser absorbente. No la había terminado cuando Jane volvió.
Él levantó los ojos que estaban inyectados en sangre por el cansancio. Exceptuando la pantalla del lector, la habitación estaba a oscuras. Ella estaba de pie, grande, llamativa, no del todo en equilibrio, en penumbra.
—¡Buen Dios! ¡Son las cinco de la mañana!
—¿Por fin te has dado cuenta? —Ella sonrió. La nube de whisky que la rodeaba alcanzó su nariz, junto con un olor a almizcle. Él inhaló un poco de rapé, un lujo que ocupaba gran parte de su equipaje permitido.
—No tengo que entrar a trabajar hasta dentro de tres horas —dijo.
—Yo tampoco. Le dije a mi jefe que quería una semana libre. Estuvo de acuerdo. Más le vale. ¿A quién más tiene?
—¿Qué actitud es ésa? Supón que otros de los que depende la nave se comportasen igual.
—Tetsuo Iwamoto… Iwamoto Tetsuo, realmente; los japoneses ponen el apellido primero, como los chinos… como los húngaros, ¿lo sabías? Excepto cuando quieren ser amables con nosotros, los ignorantes occidentales. —Sadler recuperó el sentido—. Es un buen hombre para trabajar. Se las puede arreglar sin mí. Así que, ¿por qué no?
—Aun así…
Ella levantó un dedo.
—No me regañes, Elof. ¿Me oyes? He aguantado ese complejo de inferioridad sobrecompensado tuyo más de lo que debiera. Mucho más. Creyendo quizá que el resto de ti crecería para igualar ese Cl tuyo. Demasiado es demasiado. Recoge las rosas mientras puedas.
—Estás borracha.
—Más o menos. —Luego añadió, pensativa—: Tenías que haber venido.
—¿Para qué? ¿Por qué no confesar lo cansado que estoy de las mismas caras, los mismos actos, las mismas conversaciones tontas? No soy el único a ese respecto.
Ella habló en voz más baja.
—¿Estás cansado de mí?
—¿Por qué…? —Su cuerpo de muñeco se puso de pronto rígido—. ¿Qué pasa, cariño?
—No me has colmado precisamente de atenciones en estos últimos meses.
—¿No? No, quizá no. —Tamborileó con los dedos sobre una mesa—. He estado preocupado.
Ella respiró profundamente.
—Seré directa. Estuve con Johann esta noche.
—¿Freiwald? ¿E! mecánico? —Nilsson se quedó sin habla durante un minuto. Ella esperó, de pronto sobria. Finalmente él habló, con dificultad, mirando el tatuaje de sus dedos—: Bien, tienes el derecho legal y sin duda el moral. No soy un joven animal hermoso. Yo estoy… estaba… más orgulloso y feliz de lo que supe expresar cuando aceptaste ser mi compañera. Te dejé enseñarme cosas que antes no entendía. Posiblemente no fui el alumno más atento que alguien haya tenido jamás.
—¡Oh, Elof!
—Vas a dejarme, ¿no?
—Estamos enamorados, él y yo. —Los ojos se le nublaron—. Pensé que iba a ser más fácil decírtelo. No creí que te importase tanto.
—No considerarías la posibilidad de una salida más discreta… No, la discreción no es posible. Además, tú no podrías fingirlo. Y yo tengo mi orgullo. —Nilsson volvió a sentarse y cogió la caja de rapé—. Es mejor que te vayas. Puedes recoger tus cosas más tarde.
—¿Así de rápido?
—¡Vete! —gritó.
Ella se fue, sollozando pero con los pies ligeros.
La Leonora Christine volvió a entrar en la zona poblada. Al pasar a menos de cincuenta años luz de un nuevo sol gigante, atravesó la cubierta de gas que lo rodeaba. Al estar ionizados los átomos podía atraparlos con mayor eficacia. Tau se desplomó cerca del cero asintótico, y con ella, el paso del tiempo.