—…cero.
El motor iónico se encendió. Ningún hombre podría haber atravesado el grueso escudo para verlo y sobrevivir. Tampoco podría oírlo, o sentir la más mínima vibración de su poder. Era demasiado eficiente. En la llamada sala de motores, que era en realidad un centro nervioso electrónico, los hombres oían el pulso suave de las bombas que alimentaban la masa de reacción de los tanques. Pero apenas lo notaban, concentrados en los indicadores, pantallas y señales en código que controlaban el sistema. La mano de Boris Fedoroff nunca estaba muy lejos del interruptor principal. Entre él y el capitán Telander en el puente de mando fluía un murmullo de comentarios. No era necesario en el caso de la Leonora Christine. Naves mucho menos avanzadas podían operarse a sí mismas. Y eso exactamente era lo que hacía. Sus robots internos interconectados trabajaban con mayor velocidad y precisión —incluso con más flexibilidad, dentro de los límites de su programación— que cualquier esperanza de la carne mortal. Pero vigilar era una necesidad humana.
En el resto de la nave, la única prueba directa de movimiento que tuvieron aquellos que yacían en los camarotes fue el regreso a la gravedad. No era mucho, menos de un décimo de g, pero les daba un «arriba» y «abajo», cosa que agradecían sus cuerpos. Se soltaron de las camas. Reymont hizo un anuncio por el intercomunicador del salón:
—Condestable al personal libre. Pueden moverse ad libitum, es decir, hacia delante. —Su tono cambió a sarcástico—: Puede que recuerden que al mediodía de Greenwich se emitirá una ceremonia de adiós, con bendición y todo. La pondremos en la pantalla del gimnasio para aquellos que quieran verla.
La masa de reacción entró en la cámara de ignición. Los generadores termonucleares encendieron los furibundos arcos electrónicos que convertían esos átomos en iones; los campos magnéticos que separaban las partículas positivas y negativas; las fuerzas que los enfocaban en rayos; los pulsos que los impulsaban cada vez a mayor velocidad a medida que corrían por los anillos de los tubos de empuje, hasta que surgían apenas a menos velocidad que la misma luz. Su impulso era invisible. No había energía para malgastar en llamas. En su lugar, todo lo que las leyes de la física permitían se empleaba en empujar a la Leonora Christine hacia delante.
Una nave de su tamaño no podía acelerar por ese método como si fuese un crucero de vigilancia. Eso hubiese exigido más combustible del que podía llevar, cuando ya debía transportar medio centenar de personas, y atender sus necesidades durante diez o quince años y herramientas para satisfacer su curiosidad científica después de la llegada, y (si los datos enviados por los instrumentos de la sonda que la había precedido indicaban realmente que el tercer planeta de Beta Virginis era habitable) los suministros y máquinas con los que el hombre podría comenzar en un nuevo mundo. Realizó una espiral lenta fuera de la órbita terrestre. Los que la habitaban tuvieron amplias oportunidades para ir a las pantallas y observar cómo el hogar se perdía entre las estrellas.
No hay espacio para malgastar en el espacio. Cada centímetro cúbico en el interior del casco debía ser útil. Pero personas lo suficientemente inteligentes y sensibles como para aventurarse allá fuera se hubiesen vuelto locas en un ambiente «funcional». Por el momento los mamparos eran metal y plástico desnudo. Pero los que tenían talento artístico hacían planes. Reymont vio a Emma Glassgold, bióloga molecular, en un comedor, dibujando un mural que representaría un bosque alrededor de un lago iluminado por el sol. Desde el comienzo, las secciones residenciales y de recreo estaban cubiertas por un material verde y elástico como la hierba. El aire que salía de los ventiladores estaba más que purificado por las plantas de la sección hidropónica y los coloides del equilibrador Darrell. El aire pasaba por cambios de temperatura, ionización, olor. En ese momento olía a tréboles frescos, con un rastro apetitoso añadido si pasabas por la cocina, ya que la comida de gourmet compensa muchas carencias.
Igualmente, las zonas comunes formaban un laberinto que ocupaba toda una cubierta. El gimnasio, que servía también de teatro y sala de reuniones, era la unidad mayor. Pero incluso el comedor era lo bastante grande para permitir que los comensales estirasen las piernas y se relajasen. Cerca había talleres para hobbies, cuartos para juegos sedentarios, una piscina, pequeños jardines y emparrados. Algunos de los diseñadores de la nave habían propuesto poner las cajas de sueño en ese nivel. ¿Debía recordarse a la gente que fuese allí que debían conformarse con fantasmagóricos sustitutos de la realidad que habían dejado atrás? Pero el proceso era en cierta forma un entretenimiento; ponerlas en la enfermería podía ser desagradable, y ésa era la única alternativa.
No había necesidad inmediata para esos aparatos. El viaje apenas había comenzado. Una alegría ligeramente histérica llenaba la atmósfera. Los hombres armaban escándalo, las mujeres hablaban, las risas eran desmesuradas a la hora de la comida y los frecuentes bailes eran ocasiones para flirtear. Reymont contempló un partido de balonmano. A baja gravedad, cuando de hecho se puede caminar por una pared, la acción se hacía espectacular.
Siguió hasta la piscina. Estaba situada en un hueco fuera del corredor principal y podía contener a varias personas sin apretujones; pero a aquella hora, 21.00, nadie la usaba.
Jane Sadler estaba en el borde, con el ceño fruncido. Era canadiense, una biotécnica del departamento de ciclos orgánicos. Físicamente era una rubia alta, con rasgos ordinarios pero el resto se apreciaba con gran facilidad en pantalones cortos y camiseta.
—¿Problemas? —preguntó Reymont.
—Oh, hola, condestable —respondió en inglés—. Nada malo, excepto que no puedo imaginar la mejor forma de decorar esto. Se supone que debo presentar algunas recomendaciones al comité.
—¿No tenían planeado un efecto de baño romano?
—¡Uh-uh! Sin embargo, eso es muy amplio. ¿Ninfas y sátiros, o álamos, o templos, o qué? —rió—. A la mierda. Propondré N y S. Si no queda bien, siempre podremos hacer algo encima, hasta que se nos acabe la pintura. Nos dará algo más en que entretenernos.
—¿Quién puede aguantar cinco años, y cinco más si tenemos que regresar, sólo en hobbies? —dijo Reymont lentamente.
Sadler rió de nuevo.
—Nadie. No se preocupe. Todos los de a bordo tienen un programa completo de trabajo ya preparado, ya sea la investigación teórica, escribir la gran novela de la era espacial o enseñar griego a cambio de cálculo tensorial.
—Por supuesto. He visto las propuestas. ¿Son adecuadas?
—Condestable, ¡relájese! Las otras expediciones lo consiguieron, más o menos cuerdas. ¿Por qué no nosotros? Dése un baño. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Y ya que está, mójese la cabeza.
Reymont imitó una sonrisa, se quitó la ropa y la colgó de una percha. Ella silbó.
—¡Hey! —dijo—. No le había visto antes en nada más pequeño que un mono. Ésa es una buena colección de tríceps, bíceps y demás. ¿Calistenia?
—En mi trabajo, mejor me mantengo en forma —respondió incómodo.
—En algún turno libre que no tenga nada que hacer —propuso ella—, venga por mi camarote y ejercíteme a mí.
—Me gustaría —dijo él mirándola de arriba abajo—, pero por el momento Ingrid y yo…
—Sí, por supuesto. Bromeaba, más o menos. Parece que pronto yo también tendré una relación estable.
—¿Sí? ¿Quién?, si puede saberse.
—Elof Nilsson. —Levantó una mano—. No, no lo diga. No es exactamente Adonis. Sus modales no siempre son los más delicados. Pero tiene un cerebro maravilloso, creo que el mejor de la nave. No te cansas de escucharle. —Apartó la vista—. También se siente muy solo.
Reymont se quedó quieto durante un momento.
—Y usted es una buena persona, Jane —dijo—. Ingrid va a encontrarse conmigo aquí. ¿Por qué no se une a nosotros?
Ella inclinó la cabeza.
—Cáspita, tiene un ser humano escondido bajo ese policía. No se preocupe, no divulgaré su secreto. Y tampoco me quedaré. La intimidad es difícil de conseguir. Úsenla mientras la tengan.
Se despidió con la mano y se fue. Reymont desvió la mirada de ella al agua.
Así estaba cuando llegó Lindgren.
—Lo siento, llego tarde —dijo—. Una transmisión de Luna. Otra pregunta idiota sobre si todo iba bien. Vaya si me alegraré cuando estemos en el espacio profundo. —Lo besó. Él apenas respondió. Ella se echó atrás, con la cara preocupada—. ¿Qué pasa, cariño?
—¿Crees que soy demasiado serio? —dijo bruscamente.
Ella no respondió al instante. El fluorescente se reflejaba en su pelo rojizo, el aire del ventilador lo enredó un poco; el ruido del juego de pelota llegaba desde la entrada. Finalmente:
—¿Por qué lo preguntas?
—Un comentario. Bien intencionado, pero un ligero golpe de todas formas.
Lindgren frunció el ceño.
—Ya te lo he dicho antes, has sido más duro de lo que a mí me gustaría las pocas veces que alguien se ha pasado de la raya. Nadie a bordo es un tonto, un farsante o un saboteador.
—¿No debía haberle dicho a Norbert Williams que se callase el otro día, cuando empezó a atacar a Suecia durante la comida? Cosas así pueden tener consecuencias terribles. —Puso el puño cerrado sobre la palma de la otra mano—. Lo sé —dijo—. La disciplina militar no es necesaria, ni siquiera es deseable… todavía. Pero he visto tantas muertes, Ingrid. Llegará el momento en que no sobreviviremos a menos que podamos actuar unidos y saltar cuando nos lo ordenen.
—Bien, supuestamente en Beta 3 —admitió Ingrid Lindgren—. Aunque el robot no envió ningún dato que sugiriese vida inteligente. A lo peor, podemos encontrarnos con salvajes armados con lanzas, que probablemente no nos serían hostiles.
—Pensaba en peligros como tormentas, corrimientos de tierra, enfermedades, Dios sabe qué en un mundo que no es la Tierra. O un desastre antes de llegar allí. No estoy convencido de que el hombre moderno lo sepa todo sobre el universo.
—Hemos tratado este tema muy a menudo.
—Sí. Es tan viejo como el viaje espacial; más aún. Pero eso no lo hace menos real. —Reymont vaciló buscando las frases—. Lo que intento hacer es… no estoy seguro. Esta situación no se parece en nada a cualquier otra a la que me haya enfrentado. Intento… de alguna forma… mantener viva alguna idea de autoridad. Más allá de la simple obediencia a los reglamentos y a los oficiales. Autoridad que tenga derecho a ordenar cualquier cosa, ordenar que un hombre muera si eso es necesario para salvar al resto… —Miró la sorpresa de ella—. No —suspiró—, no entiendes. No puedes. Tu mundo siempre fue bueno.
—Es posible que puedas explicármelo si me lo dices de muchas formas diferentes —dijo con suavidad—. Y puede que yo sea capaz de aclararte algunas cosas a ti. No será fácil. Nunca te has quitado la armadura, Carl. Pero lo intentaremos, ¿no? —Sonrió y le dio un palmada en el muslo—. Ahora, sin embargo, idiota, se supone que estamos de descanso. ¿Qué hay del baño?
Ella se quitó la ropa. Él la observó mientras se le acercaba. A ella le gustaban los deportes duros para luego descansar bajo una lámpara solar. Era evidente en los senos y caderas firmes, en la cintura delgada, en los miembros flexibles y en un bronceado en el que destacaba su intenso pelo rubio.
—¡Bozhe moi, eres preciosa! —dijo él en voz baja.
Ella hizo una pirueta.
—A su servicio, amable señor… ¡si puedes cogerme! —Dio cuatro saltos de baja gravedad hasta el final del trampolín y saltó. Su descenso fue lento como un sueño, una oportunidad para un ballet aéreo. Su entrada en el agua dejó lentas formas ondulantes.
Reymont se metió directamente desde un lado de la piscina. Nadar no era muy diferente bajo aquella aceleración. El golpe de los músculos, el fluir frío y aterciopelado del agua, sería igual en el borde de la galaxia e incluso más allá. Ingrid Lindgren había dicho una vez que verdades como aquéllas le hacían dudar que algún día sintiese realmente nostalgia. El hogar del hombre era todo el cosmos.
Esa noche ella jugaba, zambulléndose, esquivando, escapándose de él una y otra vez. Sus risas se reflejaban en las paredes. Cuando finalmente él la atrapó, ella le abrazó el cuello, puso los labios en su oído y murmuró:
—Bien, me cogiste.
—Mmmm. —Reymont le besó la zona entre el hombro y la garganta. A pesar del agua olía a mujer—. Cojamos la ropa y vayámonos.
Él levantó fácilmente sus seis kilos con un brazo. Cuando estuvieron solos en la escalera, la acarició con su mano libre. Ella agitó los talones y rió.
—¡Sensualista!
—Pronto volveremos a estar a un g —le recordó, y comenzó a lanzarse hacia el nivel de oficiales a una velocidad que hubiese roto cuellos en la Tierra.
…Más tarde, ella se alzó sobre un codo y le miró fijamente a los ojos. Había bajado la intensidad de las luces. Las sombras se movían a su espalda, a su alrededor, dándole tonos dorados y ámbar. Con un dedo recorrió su perfil.
—Eres un amante maravilloso, Carl —murmuró—. Nunca he tenido uno mejor.
—Tú también me gustas —dijo él.
Un rastro de dolor tocó frente y voz.
—Pero ésa es la única ocasión en la que realmente te entregas. ¿E incluso entonces lo haces por completo? —dijo ella.
—¿Qué más hay que dar? —Su tono se hizo más rudo—. Te he contado cosas que me sucedieron en el pasado.
—Anécdotas. Episodios. No hay conexiones, no… En la piscina me ofreciste, por primera vez, una imagen de quien eres. La imagen más pequeña posible, y la escondiste inmediatamente. ¿Por qué? No utilizaría lo que supiese para hacerte daño, Carl.
Él se sentó ceñudo.
—No sé qué quieres decir. La gente se conoce al vivir juntos. Sabes que admiro a pintores clásicos como Rembrandt y Bonestell, y no me interesan ni las abstracciones y ni la cromodinámica. No soy muy musical. Tengo un sentido del humor de barracón. Mis ideas políticas son conservadoras. Prefiero un tournedos a un filet mignon pero me gustaría que los tanques de crecimiento pudiesen proveernos de cualquiera de ellos más a menudo. Juego al póquer de forma perversa, o lo haría si tuviese sentido a bordo de esta nave. Disfruto trabajando con las manos y soy bueno, así que ayudaré a construir los laboratorios una vez que el proyecto se organice. En estos momentos intento leer Guerra y paz pero me quedo dormido continuamente. —Golpeó el colchón—. ¿Qué más quieres saber?
—Todo —contestó ella triste. Señaló toda la habitación. Su armario estaba abierto, mostrando las vanidades inocentes de sus mejores galas. Los estantes estaban repletos de sus tesoros privados, hasta el límite de la masa permitida: una ajada copia de Bellman, un laúd, una docena de fotos esperando su turno para ser colgadas, retratos más pequeños de su familia, una muñeca kachina Hopi…—. Tú no trajiste nada personal.
—He tenido poco equipaje a lo largo de mi vida.
—Y parece que el camino fue difícil. Quizás algún día te atrevas a confiar en mí. —Se acercó a él—. Ahora no importa, Carl. No quiero acosarte. Te quiero dentro de mí otra vez. ¿Sabes?, esto ha dejado de ser una cuestión de amistad y conveniencia. Me he enamorado de ti.
Cuando alcanzaron la velocidad apropiada, en línea recta desde los dominios de la Tierra hacia el signo del zodiaco donde reinaba la Virgen, la Leonora Christine se liberó. Apagados los impulsores, se convirtió en un cometa más. Sólo la gravedad actuaba sobre ella, doblando su trayectoria y reduciendo su marcha.
Lo habían permitido. Pero el efecto debía mantenerse al mínimo. Las incertidumbres de la navegación interestelar eran demasiado grandes de por sí como para añadir factores extras. Así que la tripulación —los astronautas profesionales, para distinguirlos del personal científico y técnico— trabajaba con un límite de tiempo.
Boris Fedoroff guió un grupo fuera. Su trabajo era complejo. Se necesitaba habilidad para trabajar en condiciones de gravedad reducida y no agotarse intentando controlar las herramientas y el cuerpo. Aun al mejor hombre podían soltársele sus suelas de agarre de la estructura de la nave. Flotaría entonces, maldiciendo, mareado por las fuerzas de giro, hasta que llegase al final de su línea de rescate y volviese a la nave. La iluminación era pobre: brillo directo al sol, negro tinta en la sombra rota sólo por la iluminación no difusa de las lámparas de los cascos. El oído no funcionaba mejor. Las palabras tenían problemas para superar los sonidos de la dura respiración y la corriente sanguínea cuando se les confinaba en un traje espacial, y el borboteo cósmico en los auriculares de radio. A falta de una purificación de aire comparable a la de la nave, los desechos gaseosos no se eliminaban por completo. Se acumulaban durante horas hasta que se trabajaba lleno de sudor, vapor de agua, dióxido de carbono, sulfuro de hidrógeno, acetona… y la empapada ropa interior se pegaba a la piel… y se miraba las estrellas por el visor con el dolor de cabeza formando una banda tras los ojos.
Aun así, el módulo Bussard, la empuñadura y el pomo de la daga, fue separado. Alejarlo de la nave fue un trabajo peligroso y difícil. Sin fricción o peso, conservaba cada gramo de su considerable masa inercial. Era tan difícil detenerlo como ponerlo en marcha.
Finalmente se desplazó a popa unido a un cable. Fedoroff comprobó él mismo la posición.
—Hecho —gruñó—. Eso espero.
Sus hombres unieron sus líneas de seguridad al cable.
Él hizo lo mismo, habló con Telander en el puente y se soltó. El cable fue arrastrado a bordo, llevando consigo a los ingenieros.
Debían apresurarse. Aunque el módulo seguiría al casco más o menos en la misma órbita, había influencias diferenciales. Pronto provocarían un desvío indeseado en el alineamiento relativo. Pero todos debían estar dentro antes de la siguiente fase del proyecto. Las fuerzas que iban a activarse no serían amables con los organismos vivos.
La Leonora Christine extendió las redes del campo de recogida. Brillaban al sol, con el color de la plata, frente al cielo estrellado. Desde lejos hubiese parecido una araña, uno de esos pequeños arácnidos valientes que se aventuran en cometas hechas de seda cubierta de rocío. No era, después de todo, nada grande o importante en el universo.
Aun así, lo que hacía era impresionante a escala humana. La planta de energía activó los generadores del campo de recogida. De sus redes de control surgía un campo de fuerzas magnetohidrodinámicas —invisible pero que se extendía por miles de kilómetros—; una combinación dinámica, no estática, pero mantenida y ajustada con absoluta precisión; enormemente fuerte pero aún más enormemente compleja.
Las fuerzas atraparon la unidad Bussard, la trajeron a una posición micrométricamente exacta con respecto al casco y la fijaron en su lugar. Los monitores verificaron que todo estaba en orden. El capitán Telander hizo una última comprobación con la Patrulla en Luna, recibió la señal de partida y dio una orden. En ese momento, los robots se hicieron cargo.
La baja aceleración del impulso iónico le había dado una modesta velocidad hacia delante, cuantificable en decenas de kilómetros por segundo. Era suficiente para activar el motor estelar. La potencia disponible se incrementó en varios órdenes de magnitud. A gravedad uno, la ¡Leonora Christine comenzó a moverse!