7

Un observador externo, en reposo con respecto a las estrellas, podría haberlo visto antes que la nave porque ésta, a su velocidad, viajaba medio ciega. Incluso sin mejores sensores que los suyos, él hubiese sabido del desastre con unas pocas semanas de antelación. Pero no hubiese tenido forma de gritar una advertencia.

Y de cualquier forma no había ningún observador: sólo la noche, sembrada de una multitud de soles remotos, la catarata helada de la Vía Láctea y el extraño reflejo fantasmagórico de una nebulosa o una galaxia hermana. A nueve años luz del Sol, la nave estaba infinitamente sola.

Una alarma automática despertó al capitán Telander. Mientras intentaba despejarse, la voz de Lindgren llegó por el intercomunicador:

¡Kors! ¡Herrens namn!

El terror lo despertó por completo. Sin detenerse a contestar, salió corriendo de su camarote. Tampoco se habría parado a vestirse si hubiese estado en la cama.

Tal como sucedió, estaba vestido. Tranquilizado por la monotonía del tiempo, había estado leyendo una novela proyectada desde la biblioteca y se había quedado dormido en la silla. Entonces las mandíbulas del universo se cerraron de golpe.

No notó la animación que cubría ahora los mamparos de los corredores, o la elasticidad bajo los pies o el aroma a rosas y lluvia. Oía claramente las vibraciones del motor. Los escalones producían un ruido metálico bajo su paso apresurado, que el pozo repetía.

Apareció en el siguiente nivel y entró en el puente. Ingrid Lindgren estaba al lado del visor. No era muy útil; en aquel momento, era casi un juguete. Cualquier verdad que la nave pudiese comunicar estaba en los instrumentos que parpadeaban por todo el panel frontal. Pero sus ojos no se apartaban del visor.

El capitán pasó a su lado. La alarma que le había llamado todavía destacaba en una pantalla conectada al ordenador astronómico. Leyó. El aire se le escapó por entre los dientes. Desplazó la vista por los otros medidores e indicadores. Una ranura emitió un chasquido y expulsó una hoja impresa. Las letras y cifras representaban una cuantificación: detalles hasta los decimales, después de que llegasen más datos y se hubiesen hecho más cálculos. El Mené, Mené básico permanecía inmutable en la pantalla.

Presionó el botón de alerta general. Las sirenas aullaron, y los ecos resonaron en los corredores. Por el intercomunicador ordenó que todos aquellos que no estuviesen en turnos de trabajo se presentasen en las áreas comunes con el resto de los pasajeros. Después de un momento, con dureza, añadió que los canales permanecerían abiertos para que aquellas personas que seguían en su puesto pudiesen tomar parte en la reunión.

—¿Qué vamos a hacer? —gritó Lindgren de pronto.

—Me temo que muy poco. —Telander se acercó al visor—. ¿Se puede ver algo por aquí?

—Apenas. Creo. El cuarto cuadrante. —Ella cerró los ojos y se volvió.

Él asumió que se refería a la proyección justo al frente y miró hacia allí. Con un gran aumento, el espacio saltó sobre él. La escena estaba algo borrosa y distorsionada. Los circuitos ópticos no podían compensar exactamente esas velocidades. Pero vio estrellas, diamantes, amatistas, rubí, topacios, esmeraldas, el tesoro de Fafnir. Cerca del centro ardía Beta Virginis. Debería haber tenido el aspecto del Sol, pero el desplazamiento espectral la teñía de azul. Y, sí, en el borde de la percepción… ¿ese hálito? Esa nubecilla de humo, ¿podía destruir a la nave y sus cincuenta vidas humanas?

El ruido lo sacó de su concentración: gritos, patadas, los sonidos del miedo. Se enderezó.

—Mejor voy a popa —dijo con voz plana—. Debo hablar con Boris Fedoroff antes de dirigirme a los demás. —Lindgren se movió para unirse a él—. No, vigile el puente.

—¿Por qué? —Su estado de ánimo le sorprendió—. ¿Ordenanzas?

Él asintió.

—Sí. No ha sido relevada. —Parte de una sonrisa tocó su rostro delgado—. A menos que crea en Dios, las ordenanzas son todo el consuelo que nos queda.


En aquel momento, los adornos y murales del gimnasio-auditorio no tenían más sentido que los resultados del baloncesto o que las ropas brillantes de la gente. No habían tenido tiempo de sacar sillas. Todos estaban de pie. Todas las miradas se fijaron en Telander mientras subía al escenario. Nadie se movió sino para respirar. El sudor brillaba en los rostros y podía olerse. La nave murmuraba alrededor.

Telander puso los dedos sobre el atril.

—Damas y caballeros —dijo al silencio—, tengo malas noticias. —Habló con más rapidez—: Déjenme decirles que nuestras expectativas de supervivencia están lejos de ser desesperadas, según la información actual. Aun así, tenemos problemas. El riesgo se había previsto, pero por su propia naturaleza no podemos prevenirlo, en cualquier caso no en este momento todavía temprano de la tecnología Bussard…

—Al grano, ¡maldita sea! —gritó Norbert Williams.

—Tranquilo —dijo Reymont. Al contrario que la mayoría, que permanecía de pie agarrando manos masculinas y femeninas, él estaba alejado, cerca del escenario. Sobre el mono se había puesto la insignia de autoridad.

—No puede… —Alguien debió golpear a Williams, porque se calló de pronto.

La figura de Telander se puso más tensa.

—Los instrumentos han detectado… han detectado un obstáculo. Una pequeña nebulosa. Extremadamente pequeña, un montón de polvo y gas de no más de unos miles de millones de kilómetros de ancho. Se mueve a una velocidad anormal. Puede que sea el resto de algo mayor expulsado por una supernova, un resto que todavía se mantiene unido por fuerzas hidromagnéticas. O puede que sea una protoestrella. No lo sé.

»El hecho es que vamos a chocar con ella. En unas veinticuatro horas en tiempo de la nave. No sé tampoco lo qué sucederá entonces. Con suerte, puede que superemos el impacto sin sufrir daños serios. De otra forma… si los campos se sobrecargan demasiado y no pueden protegernos… bien, sabíamos que este viaje tenía sus peligros.

Oyó cómo la gente tragaba aire, al igual que él en el puente, y vio cómo los ojos se volvían blancos, los labios temblaban y los dedos dibujaban símbolos en el aire. Continuó:

—No podemos hacer mucho para prepararnos. Reforzar un poco, sí; pero en general, la nave ya es tan resistente como puede serlo. Cuando se acerque el momento, nos protegeremos con arneses de tensión o trajes espaciales. Así… ¿alguna pregunta? —La mano de Williams pasó disparada cerca del hombro del alto M'Botu—. ¿Sí?

La descortesía del químico mostraba más indignación que miedo.

—¡Capitán! La sonda robótica no encontró ningún peligro en esta ruta. Al menos, no envió ninguna información al respecto. ¿No? ¿Quién es el responsable de que nos encontremos en esta situación?

Las voces se elevaron hasta la confusión.

—¡Silencio! —gritó Charles Reymont. Aunque no lo dijo muy alto, expulsó el aire de los pulmones de tal forma que causó impresión. Le dedicaron varias miradas resentidas, pero se restableció el orden.

—Creí haberlo explicado —dijo Telander—. La nube es diminuta para estándares cósmicos, no emite luz y es indetectable a grandes distancias. Posee una gran velocidad, cientos de kilómetros por segundo. Por tanto, aún suponiendo que la sonda siguiese una ruta idéntica a la nuestra, la nebulosa hubiese estado lejos de su camino en aquel momento. Recuerden que eso fue hace más de cincuenta años. Más aún… podemos estar seguros de que la sonda no siguió exactamente nuestra trayectoria. Además de los movimientos relativos del Sol y Beta Virginis, hay que considerar la distancia intermedia. Treinta y dos años luz es más de lo que nuestras pobres mentes pueden imaginar. La mínima variación en la curva que se toma entre estrella y estrella significa una diferencia de muchas unidades astronómicas en el medio.

—No se podía haber predicho —añadió Reymont—. Las probabilidades de encontrarnos con algo así eran muy pequeñas. Pero a alguien tiene que tocarle de vez en cuando.

Telander se enderezó.

—No le di permiso para hablar, condestable —dijo.

Reymont se puso rojo.

—Capitán, intentaba agilizar la reunión, para que ningún idiota le tenga aquí explicándonos lo obvio hasta que choquemos.

—No insulte a sus compañeros, condestable. Y espere a que se le dé permiso antes de hablar.

—Pido el perdón del capitán. —Reymont cruzó los brazos y adoptó una expresión neutra.

Telander habló con cuidado.

—Por favor, no teman hacer preguntas, no importa lo elementales que parezcan. Todos conocen la teoría de la astronáutica interestelar. Pero yo, que la ejerzo como profesión, sé cuán extrañas son las paradojas, lo difícil que es meterlas en la cabeza. Es mejor si todos entienden a qué nos enfrentamos… ¿Doctora Glassgold?

La bióloga molecular bajó la mano y habló con timidez.

—No podemos… es decir… objetos nebulares como ése serían considerados alto vacío en la Tierra. ¿No? Y nosotros… nosotros nos movemos algo por debajo de la velocidad de la luz y vamos más rápidos cada segundo. Por tanto tenemos más masa. Nuestra tau inversa es de quince en estos momentos, creo. Eso quiere decir que nuestra masa es enorme. ¿Cómo puede detenernos un poco de polvo y gas?

—Buena observación —contestó Telander—. Si tenemos suerte, la atravesaremos sin sufrir daños muy grandes. No por completo. Recuerden, el polvo y el gas se mueven a igual velocidad con respecto a nosotros, con el correspondiente incremento en su masa.

»Los campos de fuerza deben actuar sobre ellos, dirigiendo el hidrógeno al sistema de impulsión y desviando la materia lejos del casco. Esa acción ejerce una reacción sobre nosotros. Más aún, se realiza con mucha rapidez. Lo que los campos pueden hacer en, digamos, una hora, pueden no ser capaces de hacerlo en minutos. Debemos esperar que sean capaces, y que los componentes materiales de la nave puedan soportar la tensión.

»He hablado con el ingeniero jefe Fedoroff en su puesto. Cree que es probable que no suframos grandes daños. Admite que su opinión es simple extrapolación. En la era de los pioneros se aprende principalmente por experiencia. ¿Señor Iwamoto?

—¡Chsss! Doy por supuesto que no hay posibilidades de evitarla. Un día a bordo es equivalente a dos semanas en tiempo cósmico, ¿no? ¿No tenemos oportunidades de bordear esta nebu-nebulosa?

—No, me temo que no. En nuestro propio sistema de referencia, estamos acelerando a unas tres gravedades. En términos del universo externo, sin embargo, esa aceleración no es constante, sino decreciente. Por tanto no podemos variar el curso con rapidez. Incluso un vector normal a nuestra velocidad no nos apartaría lo suficiente para evitar el encuentro. Además, no hemos tenido tiempo para preparar un cambio tan drástico del plan de vuelo. ¡Ah!, ¿segundo ingeniero M'Botu?

—¿Ayudaría si desaceleramos? Debemos mantener uno u otro modo operativo en todo momento, ya sea un impulso frontal o trasero. Pero creo que desacelerar ahora aliviaría la colisión.

—Los ordenadores no han hecho ninguna recomendación sobre eso. Probablemente la información es insuficiente. En el mejor caso, el porcentaje de diferencia en velocidad no sería muy grande. Me temo… creo que no tenemos otra elección que… ah…

—Taladrarla —dijo Reymont en inglés. Telander le lanzó una mirada de enfado. A Reymont no pareció importarle.

A medida que avanzaba la discusión, sin embargo, su mirada iba de orador a orador y las líneas entre boca y nariz se hicieron más profundas. Cuando finalmente Telander dijo: «Se levanta la sesión», el condestable no volvió con Chi-Yuen. Se abrió camino casi brutalmente entre los demás y tiró de la manga del capitán.

—Creo que es mejor que tengamos una charla privada, señor —declaró. El borde cortante de su voz, una entonación que había ido perdiendo, volvía a manifestarse.

Telander respondió con frialdad:

—Ahora no es el momento de negarle a los demás el acceso a los hechos, condestable.

—Oh, digamos que es amabilidad, que nos vamos a trabajar a solas en lugar de molestar a los demás —respondió Reymont impaciente.

Telander suspiró.

—Entonces, venga conmigo al puente. Estoy demasiado ocupado para mantener conferencias especiales.

Un par de personas parecían tener otra opinión, pero Reymont los ahuyentó con una mirada y un ladrido. Telander rió forzosamente un poco al cruzar la puerta.

—Usted puede ser útil —admitió.

—¿Como alguien que hace el trabajo sucio en un parlamento? —dijo Reymont—. Me temo que tendré otras ocupaciones además de ésa.

—Posiblemente en Beta 3. Un especialista en rescate y control de desastres será necesario cuando lleguemos allí.

—Es usted el que oculta hechos, capitán. Está muy afectado por eso a lo que nos enfrentamos. Sospecho que nuestras posibilidades no son tan buenas como pretende. ¿Tengo razón?

Telander miró a su alrededor y no contestó hasta que estuvieron solos en la escalera. Bajó el volumen de su voz.

—Simplemente no lo sé. Tampoco lo sabe Fedoroff. Ninguna nave Bussard ha sido probada bajo las condiciones que se avecinan. ¡Evidentemente! O las superamos en buena forma o moriremos. En ese último caso, no creo que sea por enfermedad de radiación. Si ese material penetra las defensas y nos golpea, acabará con todos, una muerte rápida y limpia. No vi razón para hacer que las horas que se avecinan sean peores extendiéndome sobre esa posibilidad.

Reymont frunció el ceño.

—No ha considerado una tercera posibilidad. Podemos sobrevivir, pero en malas condiciones.

—¿Cómo podríamos?

—Es difícil decirlo. Quizá tengamos mala suerte y muera personal. Personal clave, que no nos podemos permitir perder… y no es que cincuenta sea un gran número —dijo Reymont. Las pisadas resonaban sordas frente al murmullo de las energías—. En general reaccionaron bien —añadió—. Se les eligió por su coraje y frialdad, además de salud e inteligencia. En unos pocos casos, la elección puede que no fuese del todo acertada. Supongamos que nos encontramos, digamos, impedidos. ¿Entonces? ¿Cuánto tiempo durará la moral o la cordura? Quiero estar preparado para mantener la disciplina.

—En ese asunto —respondió Telander, frío una vez más—, recuerde por favor que actúa bajo mis órdenes y sujeto a los reglamentos de la expedición.

—Maldita sea —estalló Reymont—. ¿Por quién me toma? ¿Por un futuro Mao? Le pido autorización para delegar en algunos hombres de confianza y prepararles con sigilo para las emergencias. Les daré armas, pero sólo aturdidores. Si nada va mal, o si algo va mal pero la gente se comporta, ¿qué podemos perder?

—La confianza mutua —dijo el capitán.

Llegaron al puente. Reymont entró con su acompañante, todavía discutiendo. Telander hizo un gesto para acallarle y fue hacia la consola de control.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Sí. Los instrumentos han comenzado a dibujar un mapa de densidad —contestó Lindgren. Se había sorprendido al ver a Reymont y habló mecánicamente, sin mirarle—. Está recomendado… —Señaló la pantalla y las últimas impresiones.

Telander las estudió.

—Hmm. Parece que podemos pasar a través de una región ligeramente menos gruesa de la nebulosa, si generamos un vector lateral activando los desaceleradores números tres y cuatro junto con todo el sistema de aceleración… un procedimiento que tiene sus propios peligros. Esto exige una discusión. —Activó los controles del intercomunicador y habló brevemente con Fedoroff y Boudreau—. En la sala de ruta. ¡Deprisa!

Se volvió para salir.

—Capitán… —intentó Reymont.

—Ahora no —dijo Telander. Sus piernas recorrieron la cubierta.

—Pero…

—La respuesta es no. —Telander desapareció por la puerta.

Reymont se quedó donde estaba, con la cabeza gacha y encorvado de hombros, como dispuesto a cargar. Pero no tenía a donde ir. Ingrid Lindgren lo miró durante un tiempo —un minuto o más, en la cronología de la nave, que fue un cuarto de hora en la vida de los planetas y las estrellas— antes de hablar, con mucha suavidad.

—¿Qué querías de él?

—¡Oh! —Reymont adoptó su postura normal—. Su orden para reclutar una reserva policial. Me respondió con algo estúpido sobre no confiar en mis compañeros.

Sus ojos se enfrentaron.

—Y no dejarles en paz en las que podrían ser sus últimas horas —dijo ella. Era la primera ocasión desde la ruptura en que habían dejado de hablarse con perfecta corrección.

—Lo sé. —Reymont escupió las palabras—. Creen que tienen poco que hacer excepto esperar. Así que emplearán el tiempo… hablando; leyendo sus poemas favoritos; comiendo sus comidas favoritas, con mucho vino, botellas terrestres; oyendo música, ópera y viendo ballet y cintas de teatro, o en algunos caso algo más animado, incluso algo más obsceno; hacer el amor. Especialmente hacer el amor.

—¿Eso es malo? —preguntó ella—. Si debemos morir, ¿no deberíamos hacerlo en una forma civilizada, decente y exaltando la vida?

—Siendo algo menos civilizados, etcétera, podríamos incrementar nuestras oportunidades de no morir.

—¿Temes morir?

—No, simplemente me gusta vivir.

—Lo dudo —dijo ella—. Supongo que no puedes evitar ser tosco. Un resultado de tu pasado. ¿Qué hay, sin embargo, de tu falta de ganas de superarlo?

—Sinceramente —contestó—, viendo en qué convierte la educación y la cultura a la gente, cada vez estoy menos interesado en adquirirlas.

La emoción se apoderó de ella. Se le empañaron los ojos, y acercó a él y dijo:

—Oh, Carl, ¿vamos a pelearnos por lo mismo otra vez, ahora que posiblemente sea nuestro último día con vida? —Él estaba rígido. Ella siguió hablando con rapidez—: Te amaba. Te quería como mi compañero de por vida, el padre de mis hijos, ya fuese en Beta 3 o en la Tierra. Pero estamos tan solos, todos nosotros, aquí entre las estrellas. Debemos dar todo el cariño que podamos, y aceptarlo, o estaríamos peor que muertos.

—A menos que podamos controlar nuestras emociones.

—¿Crees que con Boris sentía alguna emoción… algo más que amistad, deseos de ayudarle a superar su herida, y el deseo de asegurarme de que no se enamorase en serio de mí? Y los reglamentos dicen, en muchas palabras, que no podemos tener matrimonios formales durante el viaje, porque ya de por sí estamos muy restringidos y limitados…

—Por tanto tú y yo terminamos una relación que era insatisfactoria.

—¡Tú has formado otras muchas! —le reprochó ella.

—Durante un tiempo. Hasta que encontré a Ai-Ling. Tú te has dedicado a dormir por ahí otra vez.

—Tengo necesidades normales. No me he establecido… no me he comprometido —tragó saliva— como tú.

—Ni yo tampoco, excepto que uno no abandona a un compañero cuando las cosas se ponen difíciles. —Reymont se encogió de hombros—. No importa. Como das a entender, ambos somos individuos libres. No fue fácil, pero finalmente me he convencido de que no es razonable ni positivo que mantenga una enemistad sólo porque tú y Fedoroff ejercisteis esa libertad. No dejes que yo estropee tu diversión cuando termines tu turno.

—Ni yo la tuya. —Se frotó violentamente los ojos.

—De hecho, estaré ocupado casi hasta el último minuto. Ya que no se me permite reclutar a nadie, voy a pedir voluntarios.

—¡No puedes!

—No se me prohibió estrictamente. Prepararé, en privado, a algunos pocos hombres que tal vez estén de acuerdo conmigo. Nos convertiremos en una fuerza de espera, alerta para hacer aquello que podamos. ¿Vas a decírselo al capitán?

Ella se volvió dándole la espalda.

—No —dijo—. Por favor, vete.

Él se fue haciendo resonar las botas en el corredor.

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