1

—Mira allí, sobre la Mano de Dios. Es ella, ¿no?

—Sí, creo que sí. Nuestra nave.

Eran los últimos en irse mientras cerraban el Millesgården. Habían pasado la mayor parte de la tarde vagando por entre las esculturas, él entusiasmado y maravillado al verlas por primera vez, ella despidiéndose en silencio de algo que había sido más importante en su vida de lo que había creído nunca. Tuvieron suerte con el tiempo, ahora que el verano acababa. Ese día en la Tierra había sido soleado, con brisas que hacían que las sombras de las hojas bailasen sobre las paredes de la villa, acompañadas del sonido claro de las fuentes.

Pero cuando el sol se puso, el jardín apareció de pronto más vivo. Era como si los delfines saltasen por sus aguas, Pegaso asaltase los cielos, Folke Filbyter buscase a su nieto perdido mientras su caballo cruzaba un vado, Orfeo escuchase y las jóvenes hermanas se abrazasen en su resurrección, todo en silencio, porque aquello se percibía en un instante, pero el tiempo en que esas figuras se movían no era menos real que el tiempo que llevaba a los hombres.

—Es como si estuviesen vivos, camino de las estrellas, y nosotros tuviésemos que permanecer atrás y envejecer —murmuró Ingrid Lindgren.

Charles Reymont no la escuchaba. Se quedó quieto sobre las baldosas bajo un abedul, cuyas hojas crujían y ya habían comenzado a cambiar ligeramente de color, y miró hacia la Leonora Christine. Sobre su base, la Mano de Dios sosteniendo el Genio del Hombre elevaba su silueta contra el crepúsculo verde azulado. Tras ella, la pequeña estrella veloz cruzó y se hundió de nuevo.

—¿Está seguro de que no se trataba de un satélite normal? —preguntó tranquila Lindgren—. No creía que pudiésemos ver…

Reymont levantó una ceja en su dirección.

—¿Es la primer oficial y no sabe dónde está su propia nave o qué hace en este momento? —Su sueco tenía un acento entrecortado, como la mayoría de las lenguas que hablaba, un acento que destacaba el tono sardónico.

—No soy el oficial de navegación —dijo ella a la defensiva—. Además, me despreocupé todo lo que pude del tema. Debería hacer lo mismo. Ya pasaremos muchos años con esa preocupación. —Se medio acercó a él. Su tono se hizo más amable—. Por favor, no me arruine la tarde.

Reymont se encogió de hombros.

—Perdóneme. No lo pretendía.

Un empleado se acercó, se detuvo y dijo deferente:

—Lo siento, debemos cerrar.

—¡Oh! —Lindgren se sorprendió, consultó el reloj, y miró a las terrazas. Estaban completamente vacías exceptuando la vida que Carl Milles había moldeado en piedra y metal tres siglos antes—. Pero ya hace tiempo que debían haber cerrado. No me había dado cuenta.

El empleado se inclinó.

—Ya que la dama y el caballero claramente lo deseaban, les dejé solos después de que los otros visitantes se fuesen.

—Entonces sabe quienes somos —dijo Lindgren.

—¿Quién no? —El empleado la admiró con la mirada. Era alta y bien formada, de rasgos regulares, grandes ojos azules y pelo rubio cortado justo por debajo de las orejas. Sus ropas civiles tenían más estilo que lo normal en las mujeres del espacio; los ricos colores suaves y las telas fluidas de estilo neomedieval le sentaban bien.

Reymont contrastaba con ella. Era un hombre robusto, oscuro, de rasgos marcados que jamás se había tomado la molestia de eliminar la cicatriz que le marcaba la frente. Su túnica y pantalones sencillos bien podían haber sido un uniforme.

—Gracias por no molestarnos —dijo, más brusco que cordial.

—Di por supuesto que deseaban liberarse de ser celebridades —contestó el empleado—. Sin duda muchos otros les reconocieron, pero pensaron lo mismo.

—Descubrirá que los suecos son corteses. —Lindgren le sonrió a Reymont.

—No lo discutiré —dijo su acompañante—. Nadie puede evitar encontrarse con ustedes cuando andan por todo el sistema solar. —Hizo una pausa—. Aunque aquel que controla el mundo es mejor que sea amable. Los romanos lo eran en su momento. Por ejemplo, Pilato.

El empleado se echó atrás ante el rechazo implícito. Lindgren dijo algo cortante:

—Yo dije älskvärdig, no artig («cortés» no «amable»). —Ofreció su mano—. Gracias, señor.

—El placer ha sido mío, Señora Primer Oficial Lindgren —contestó el empleado—. Que tengan un viaje afortunado y que regresen a salvo.

—Si el viaje es realmente afortunado —le recordó ella—, nunca volveremos a casa. Si lo hacemos… —Se interrumpió. Él ya estaría en la tumba—. De nuevo le doy las gracias —le dijo al hombrecillo de mediana edad—. Adiós —dijo a los jardines.

Reymont también le dio la mano y murmuró algo. Él y Lindgren salieron.

Paredes altas oscurecían la calle exterior casi desierta.

Las pisadas sonaban huecas. Después de un minuto la mujer dijo:

—Me pregunto si lo que vimos era la nave. Estamos en una latitud muy alta. Y ni siquiera una nave Bussard es lo bastante grande y brillante como para destacar frente al resplandor de la puesta de sol.

—Sí lo es cuando la red de recogida está extendida —le dijo Reymont—. Y ayer la movieron a una nueva órbita como parte de las comprobaciones finales. La volverán a colocar en el plano de la eclíptica antes de partir.

—Sí, por supuesto, he visto el programa. Pero no tengo razones para recordar exactamente quién hace qué en qué momento. Especialmente cuando todavía faltan dos meses para partir. ¿Por qué lo sabe usted?

—Quiere decir cuando sólo soy un policía. —La boca de Reymont se dobló en una sonrisa—. Digamos que me preocupo porque aspiro a tener una úlcera.

Ella le echó una mirada de lado, que se volvió escrutadora. Habían salido a una explanada en el agua. Al otro lado, las luces de Estocolmo se encendían una a una a medida que la noche cubría las casas y los árboles. Pero el canal permanecía casi como un espejo, y había pocas luces en el cielo exceptuando a Júpiter. Todavía se podía ver sin ayuda.

Reymont tiró del bote alquilado. Los amarres aseguraban las cuerdas al muelle. Había conseguido una licencia especial para atracar prácticamente en cualquier sitio; una expedición interestelar era un gran acontecimiento. Lindgren y él habían invertido la mañana en un crucero por el archipiélago —unas pocas horas en medio de vegetación, casas como partes de las islas sobre las que crecían, velas y gaviotas y el sol reflejado en las olas—. Poco de aquello existiría en Beta Virginis, y nada en la distancia intermedia.

—Empiezo a sentir lo extraño que me es usted, Carl —dijo ella lentamente—. ¿Para todos?

—¿Eh? Mi biografía está en los ficheros.

El bote chocó con la explanada. Reymont se metió en la caseta del timón. Sosteniendo una soga con la mano le ofreció la otra a ella. No tenía necesidad de apoyarse en él mientras bajaba, pero lo hizo. Sus brazos apenas se movieron bajo su peso.

Ella se sentó en un banco al lado del timón. Él giró la parte alta del amarre que había cogido. Las fuerzas de unión intermoleculares se soltaron con un ruido ligero que respondió al choque del agua en el casco. Sus movimientos no podían definirse como gráciles, como lo eran los de ella, pero eran rápidos y seguros.

—Sí, supongo que todos hemos memorizado los registros oficiales de los demás —admitió ella—. En su caso, hay lo mínimo posible.

(Charles Jan Reymont. Ciudadanía interplanetaria. Treinta y cuatro años. Nacido en la Antártida, pero no en una de sus mejores colonias; los subniveles de Polyugorsk sólo ofrecían pobreza y caos a un chico cuyo padre había muerto joven. El joven en que se convirtió fue a Marte por algún medio sin especificar y ejerció varios empleos hasta que empezaron los problemas. Luchó con los Zebras, con tal distinción que a continuación el Cuerpo de Rescate Lunar le ofreció un puesto. Allí completó su formación académica y ascendió con rapidez, hasta que como coronel fue responsable de mejorar la rama policial. Cuando se ofreció para la expedición, la Autoridad de Control lo aceptó feliz.)

—Nada en absoluto sobre usted —señaló Lindgren—. ¿Descubrieron algo en la pruebas psicológicas?

Reymont se adelantó y agarró las líneas de atraque. Recogió ambas anclas con maestría, agarró el timón y arrancó el motor.

El motor magnético era silencioso y la hélice hacía poco ruido, pero el bote se movió con rapidez hacia delante. Mantuvo la vista fija al frente.

—¿Por qué le preocupa? —preguntó.

—Vamos a estar juntos durante muchos años. Muy posiblemente durante el resto de nuestras vidas.

—Eso me hace preguntarme por qué ha pasado este día conmigo.

—Me invitó usted.

—Después de que usted me llamase al hotel. Debió consultar el registro de tripulación para descubrir donde estaba.

El Millesgården desapareció en la oscuridad creciente a popa. La iluminación del canal y de la ciudad en la distancia no permitían ver si ella se había ruborizado. Aun así, apartó el rostro.

—Lo hice —admitió—. Yo… pensé que estaría solo. No tiene a nadie, ¿verdad?

—No me quedan parientes. Recorría los lugares de diversión y lujo de la Tierra. No habrá muchos allá adonde vamos.

Ella volvió a levantar la vista, esta vez hacia Júpiter, una lámpara fija de blanco parduzco. Iban apareciendo más estrellas. Tembló y se echó la capa por encima para protegerse del viento otoñal.

—No —le dijo en voz baja—. Todo será extraño. Y cuando apenas hemos empezado a explorar, a entender ese mundo ahí fuera, nuestro vecino, nuestro hermano, debemos cruzar treinta y dos años luz…

—La gente es así.

—¿Por qué va usted, Carl?

Levantó los hombros y los dejó caer.

—El descontento, supongo. Y francamente, hice enemigos en el cuerpo. Me crucé en su camino, o los alejé de los ascensos. Me encontraba en una situación en la que no podía avanzar más sin jugar a política de despachos, algo que odio. —Su mirada encontró la de ella. Ambos la mantuvieron durante un momento—. ¿Usted?

Ella suspiró.

—Seguramente puro romanticismo. Desde que era niña pensaba en ir a las estrellas, de la misma forma que el príncipe de los cuentos de hadas debe ir a la tierra mágica. Finalmente, insistiendo mucho, conseguí que mis padres me dejasen matricularme en la Academia.

La sonrisa de él era más cálida que de costumbre.

—Y realizó una gran carrera en el servicio interplanetario. No vacilaron en nombrarla primer oficial en su primer viaje en una nave extrasolar.

Lindgren agitó las manos en el regazo.

—No. Por favor. No soy mala en mi trabajo. Pero es fácil que una mujer ascienda rápido en el espacio. Estamos muy solicitadas. Y mi trabajo en la Leonora Christine será sobre todo administrativo. Estará más cerca de… bien, las relaciones humanas… que de la astronáutica.

Él volvió a mirar al frente. El bote bordeaba la tierra en dirección a Saltsjön. El tráfico acuático se hizo más intenso. Los hidrofoils pasaban volando. Un submarino de carga se abría paso majestuoso hacia el Báltico.

En el aire, los taxis volaban como luciérnagas. Central Estocolmo era un fuego intranquilo de muchos colores y miles de ruidos unidos para formar un rugido en cierta forma armónico.

—Eso me lleva de vuelta a mi pregunta. —Reymont rió entre dientes—. Mi contrapregunta, mejor, ya que era usted la que me presionaba. No crea que no he disfrutado de su compañía. Lo he hecho, muchísimo, y si cena conmigo consideraré este día como uno de los mejores de mi vida. Pero la mayor parte del grupo se desperdigó como gotas de mercurio en el momento en que terminó el período de entrenamiento. Deliberadamente evitan a sus compañeros. Mejor pasar el tiempo con aquellos que no volveremos a ver. Ahora bien, usted… tiene raíces. Una vieja y distinguida familia acomodada; su padre y su madre viven, tiene hermanos, hermanas, primos, seguro que ansiosos por hacer todo lo que puedan por usted en las pocas semanas que quedan. ¿Por qué los dejó hoy?

Ella permaneció sentada sin hablar.

—La reserva sueca —dijo él tras un rato—. Apropiada para los gobernantes de la humanidad. No debí haberme inmiscuido. Sólo concédame el mismo derecho a la vida privada, ¿eh?

Y a continuación:

—¿Le gustaría cenar conmigo? He descubierto un pequeño restaurante bastante decente.

—Sí —dijo ella—. Gracias. Lo haré.

Se levantó para ponerse tras él, reposando una mano sobre su brazo. Los gruesos músculos se agitaron bajo sus dedos.

—No nos llame gobernantes —le pidió—. No lo somos. Ésa era la idea tras la Alianza. Después de la guerra nuclear… tan cerca de la destrucción mundial… debía hacerse algo.

—Uh, uh —gruñó él—. De vez en cuando leo libros de historia. Desarme general; una fuerza de policía mundial para mantenerlo; ¿sed quis custodiet ipsos Custodes? ¿A quién podemos confiar el monopolio de las armas capaces de asesinar el planeta y el poder ilimitado de inspección y arresto? Un país lo suficientemente grande y moderno como para convertir en una gran industria el mantenimiento de la paz; pero no tan grande como para conquistar a otros o imponer su voluntad sin el apoyo de la mayoría de los países; y razonablemente bien considerado por todos. Vamos, Suecia.

—Lo entiende entonces —dijo ella con alegría.

—Sí. Incluyendo las consecuencias. El poder se alimenta a sí mismo, no por conspiración, sino por necesidad lógica. El dinero que el mundo paga para cubrir los costes de la Autoridad de Control pasa por aquí; por lo que se convierten en el país más rico de la Tierra, con todo lo que eso conlleva. Y ni hablar del centro diplomático. Y cuando todo reactor, nave espacial, laboratorio es potencialmente peligroso y debe estar sometido a la Autoridad, eso significa que algún sueco tiene voz en todo lo que importa. Y ello lleva a que sean imitados, incluso por aquellos que ya no les quieren. Ingrid, amiga, su gente no puede evitar convertirse en los nuevos romanos.

La alegría de Lindgren desapareció.

—¿No le gustamos, Carl?

—Supongo que tanto como cualquiera. Hasta ahora han sido amos humanos. Demasiado humanos, diría yo. En mi caso, debería estar agradecido, ya que me permiten ser básicamente una persona sin estado, situación que, creo, prefiero. No, no lo han hecho mal. —Señaló hacia las torres que extendían su brillo a derecha e izquierda—. Sin embargo, no durará.

—¿Qué quiere decir?

—No sé. Sólo estoy seguro de que nada es para siempre. No importa con qué cuidado diseñes él sistema, acabará mal y morirá.

Reymont se detuvo para elegir las palabras.

—En su caso —dijo—, creo que el final podría venir de la misma estabilidad de que están tan orgullosos. ¿Ha cambiado algo importante, en la Tierra, desde finales del siglo XX? ¿Es ésta una situación deseable? Supongo —añadió— que ésa es una de las razones para fundar colonias en la galaxia. Contra el Ragnarok.

Lindgren cerró los puños. Volvió el rostro hacia él. Ya había anochecido por completo, pero pocas estrellas podían verse a través del velo de luz que cubría la ciudad. En otro lugar —en Laponia, por ejemplo, donde sus padres tenían una casa de campo— brillarían inmisericordes en gran cantidad.

—Estoy portándome como un mal acompañante —se disculpó Reymont—. Dejemos esas profundidades de colegial y discutamos temas más interesantes. Como el aperitivo.

Ella sonrió insegura.

Él se las arregló para mantener una charla insustancial mientras se dirigían a Strómmen, atracaba el barco y la llevaba a pie por el puente a la ciudad vieja. Más allá del palacio real se encontraron bajo una iluminación más suave, mientras atravesaban calles estrechas entre altos edificios de tonos dorados que habían tenido el mismo aspecto durante los últimos cientos de años. La temporada turística ya había terminado; de los incontables extranjeros en la ciudad, pocos tenían razones para visitar ese enclave; exceptuando algún peatón ocasional o un electrociclista, Reymont y Lindgren estaban prácticamente solos.

—Echaré de menos todo esto —dijo ella.

—Es pintoresco —admitió él.

—Más que eso, Carl. No es sólo un museo al aire libre. Aquí viven seres humanos de verdad. Y los que estaban aquí antes que ellos, no son menos reales. En las Torres de Birger Jarl, la Iglesia Riddarholm, los escudos de la Casa de los Nobles, el Golden Peace donde Bellman bebía y cantaba… Estaremos solos en el espacio, Carl, muy lejos de nuestros muertos.

—Aun así te vas.

—Sí. No es fácil. Mi madre que me tuvo, mi padre que me cogió de la mano y me llevó fuera para enseñarme las constelaciones. ¿Sabía aquella noche lo que me hacía? —Respiró profundamente—. En parte ésa es la razón por la que contacté con usted. Tenía que huir de lo que les estaba haciendo. Aunque sólo fuese por un día.

—Necesita una copa —dijo él—, y ya hemos llegado.

El restaurante quedaba frente al Gran Mercado. Entre las fachadas alguien podría imaginarse cómo los caballeros recorrían felices las piedras del pavimento. No recordaría cómo las alcantarillas se llenaron de sangre y las cabezas formaron montones altísimos durante cierta semana de invierno, porque eso pasó hace tiempo y los hombres rara vez recuerdan las heridas que afligieron a otros hombres. Reymont llevó a Lindgren a una mesa en una habitación, iluminada con velas, dispuesta para ellos solos, y a continuación pidieron akvavit con cerveza.

Ella lo igualó bebiendo, aunque tenía menos masa y menos práctica. La comida, a continuación, fue larga incluso para los escandinavos, con mucho vino durante y mucho brandy después. Él dejó que ella llevase la conversación.

…sobre una casa en Drottningholm, cuyos parques y jardines casi eran suyos; la luz del sol por las ventanas, reflejándose en los suelos de madera pulida y en la plata que había permanecido en la familia durante diez generaciones; un balandro en el lago, inclinado por el viento, su pelo volando suelto, su padre al timón con un silbato entre los dientes; noches monstruosas en invierno, y en medio la caverna cálida llamada Navidad; las cortas noches ligeras de verano, las luces de guía encendidas en la víspera de San Juan que una vez se habían encendido para dar la bienvenida a casa a Baldr en su regreso del otro mundo; un paseo bajo la lluvia con un primer amor, el aire frío, empapado de agua y el olor de las lilas; viajes alrededor del mundo, las pirámides, el Partenón, París al atardecer desde lo alto de Montparnasse, el Taj Majal, Angkor Wat, el Kremlin, el puente Golden Gate, sí, y el Fujiyama, el Gran Cañón, las cataratas Victoria, la gran barrera de coral…

…sobre el amor y la alegría en casa, pero también disciplina, orden, seriedad en presencia de los extraños; música, Mozart el más apreciado; un buen colegio, donde profesores y compañeros trajeron a su conciencia un nuevo universo en explosión; la Academia, trabajo aún más duro de lo que creía que podía hacer, y cuán encantada estaba de descubrir que podía hacerlo; cruceros por el espacio, a los planetas, oh, había pisado las nieves de Titán con Saturno sobre su cabeza, anonadada por la belleza; siempre, siempre su deseo de regresar a…

…sobre un buen mundo, sus gentes, sus ocupaciones, sus placeres todos buenos; sí, seguía habiendo problemas, crueldades evidentes, pero podían ser resueltos con tiempo por medio de la razón y la buena voluntad; sería una alegría creer en algún tipo de religión, ya que ello mejoraría el mundo dándole un propósito, pero en ausencia de pruebas convincentes podía poner su mejor empeño en dar ese sentido, ayudar a la humanidad a ir hacia algo mejor…

…pero no, no era una mojigata, no debía pensar eso; de hecho, a veces se preguntaba si no sería demasiado hedonista, un poco más liberada de lo deseable; aun así, disfrutaba de la vida sin herir, por lo que sabía, a nadie más; vivía llena de esperanzas.

Reymont le sirvió la última taza de café. El camarero ya había traído la cuenta, aunque parecía que no tenía tanta prisa en cobrar como el resto de sus colegas en Estocolmo.

—Espero que a pesar de los inconvenientes —le dijo Reymont—, disfrutes de nuestro viaje.

A ella le costaba un poco hablar. Sus ojos, que lo miraban fijamente, eran brillantes y firmes.

—Ése es mi plan —declaró—. Ésa es la razón principal por la que te llamé. Recuerda, durante el entrenamiento te exhorté a venir aquí durante parte de tu permiso. —A esas alturas ya usaban el pronombre íntimo.

Reymont sacó un cigarrillo. Fumar estaría prohibido en el espacio, para evitar sobrecargar el sistema de soporte vital, pero esa noche todavía podía poner una nube azul frente a él.

Ella se echó hacia delante, poniendo una mano sobre la de él.

—Pensaba por adelantado —le dijo—. Veinticinco hombres y veinticinco mujeres. Cinco años en un cascarón de metal. Otros cinco años si nos volvemos inmediatamente. Incluso con tratamientos antisenectud, una década es un buen trozo de una vida.

Él asintió.

—Y por supuesto nos quedaremos a explorar —siguió ella—. Si ese tercer planeta es habitable nos quedaremos para colonizarlo, para siempre, y empezaremos a tener niños. Hagamos lo que hagamos, habrá relaciones. Nos emparejaremos.

Él habló en voz baja por miedo a sonar brusco:

—¿Crees que tú y yo formaremos una pareja?

—Sí. —Su tono se hizo más firme—. Puede que parezca inmodesta, sea o no una mujer del espacio. Pero estaré más ocupada que la mayoría, especialmente durante las primeras semanas de viaje. No tendré tiempo para rituales y matices. Podría acabar en una situación que no me gustase. A menos que piense por adelantado y haga algunos preparativos. Y eso es lo que hago.

Él se llevó su mano a los labios.

—Es un honor para mí, Ingrid. Aunque puede que seamos muy distintos.

—No, sospecho que eso es lo que me atrae de ti. —Su palma se dobló sobre la boca y rozó las mejillas—. Quiero conocerte. Eres más hombre que nadie que haya conocido antes.

Él contó el dinero de la cuenta. Era la primera vez que ella lo veía moverse sin control. Apagó el cigarrillo, mirándolo mientras lo hacía.

—Me hospedo en un hotel de Tyska Brinken —dijo—. Bastante andrajoso.

—No me importa —contestó ella—. Dudo que me dé cuenta.

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