6

Cada uno de los científicos de a bordo había planeado al menos un proyecto de investigación para que le ayudase a llenar el lustro de viaje. Glassgold estudiaba la base química de la vida en Épsilon Eridani 2. Después de montar el equipo, comenzó a someter a sus protófitas y cultivos de tejidos al proceso experimental. En su momento obtenía productos de reacción y necesitaba saber exactamente qué eran. Norbert Williams realizaba análisis para varias personas diferentes.

Un día a finales del primer año, Williams llevó el informe sobre las últimas muestras a su laboratorio. Se había acostumbrado a hacerlo en persona.

Las moléculas eran extrañas, y él se emocionaba tanto como ella y los dos discutían los descubrimientos durante horas. Poco a poco, las conversaciones derivaban a otros temas.

Ella lo recibió con alegría cuando entró. El banco de trabajo tras el que se encontraba estaba barricado con tubos de ensayos, matrices, medidores de pH, agitadores, mezcladores y demás aparatos.

—Bien —dijo ella—, me muero por saber qué metabolitos han estado produciendo mis bichitos.

—La mayor confusión que he visto nunca. —Le pasó un par de páginas unidas—. Lo siento, Emma, pero vas a tener que repetirlo. Una y otra vez, me temo. No puedo trabajar con esas microcantidades. Esto requiere todos los tipos de cromatografía que tengo, más difracción de rayos X, además de las pruebas de enzimas que he puesto ahí, antes de aventurar ideas sobre las fórmulas estructurales.

—Ya veo —contestó Glassgold—. Lamento darte más trabajo.

—Nada, para eso estoy, hasta que lleguemos a Beta 3. Me volvería loco si no tuviese algo que hacer, y tu proyecto, sinceramente, es el más interesante de todos. —Williams se pasó una mano por el pelo; la camisa chillona se arrugó en el hombro—. Aunque, para serte franco, no entiendo lo que significa para ti además de un pasatiempo. Es decir, están estudiando los mismos problemas en la Tierra, con más personal y mejores equipos. Habrán resuelto tu acertijo antes de que nos detengamos.

—Sin duda —dijo ella—. ¿Pero nos enviarán los resultados?

—Supongo que no, a menos que preguntemos. Y si lo hacemos, seremos viejos o estaremos muertos antes de que llegue la respuesta. —Williams se inclinó hacia ella—. La cuestión es ¿por qué debería importarnos? Sabemos que la biología que encontremos en Beta 3 no se parecerá a esto. ¿Te mantienes en forma?

—En parte —admitió ella—. Creo que tendrá valor práctico. Cuanto mayor sea mi visión de la vida en el universo mejor podré estudiar el caso particular del lugar a donde vamos. Y de esa forma sabremos antes, con mayor seguridad, si podemos construir nuestro hogar allá y decirles a otros que nos sigan desde la Tierra.

Él se acarició la barbilla.

—Sí. Supongo que tienes razón. No había pensado en eso.

El asombro sobresalía bajo aquellas palabras prosaicas. La expedición no iba simplemente a mirar: no con aquellos costes en recursos, trabajo, habilidades, sueños y años. Ni tampoco podían esperar encontrar algo tan fácil de ocupar como América.

Como mínimo, aquella gente pasaría otro lustro en el sistema Beta Virginis, explorando sus mundos con los vehículos auxiliares de la nave, añadiendo lo poco que pudiesen a lo poco que la sonda orbital había recogido. Y si el tercer planeta era realmente habitable, nunca volverían a casa, ni siquiera los astronautas profesionales. Vivirían sus vidas, posiblemente también sus hijos y nietos, explorando sus múltiples misterios y enviando sus descubrimientos a las mentes ansiosas de la Tierra. Porque cualquier planeta es un mundo, infinitamente variado, infinitamente secreto. Y aquel mundo parecía ser tan terrestre que las cosas extrañas que contuviese serían aún más vívidas e interesantes.

La gente de la Leonora Christine era clara en su ambición por establecer ese tipo de base científica.

Sus esperanzas a largo plazo era que sus descendientes no encontrasen razones para volver: que Beta 3 pasase de ser una base a ser una colonia y a convertirse en Nueva Tierra, y en un punto de salto para el siguiente viaje a las estrellas. No había otra forma de que los hombres poseyesen la galaxia.

Como si le intimidasen un poco esas imágenes que la invadían, Glassgold habló, enrojeciendo un poco:

—Además, me importa la vida en Épsilon Eridani. Me fascina. Quiero saber… qué la hace funcionar. Y como dices, si nos quedamos es poco probable que recibamos las respuestas en el curso de nuestras vidas.

Él se quedó en silencio, jugueteó con un equipo de titulación, hasta que el motor y la respiración de ventilación, los penetrantes olores químicos, los colores vivos de los reactivos y colorantes se hicieron evidentes. Finalmente se aclaró la garganta.

—¡Uh!, Emma.

—¿Sí? —Ella parecía sentir la misma timidez.

—¿Qué tal si te divirtieras un rato? Ven conmigo al club para tomar algo antes de la cena. De mi ración.

Ella se retiró tras su instrumental.

—No, gracias —dijo confusa—. Yo… yo tengo mucho trabajo.

—Tienes tiempo para eso —dijo con más valor—. De acuerdo, si no quieres un cóctel, ¿qué tal una taza de café? Quizás un paseo por los jardines… Mira, no pretendo ligar. Sólo me gustaría que nos conociésemos mejor.

Ella tragó antes de contestar, pero le dedicó su mejor sonrisa.

—Muy bien, Norbert, eso sí que me gustaría.


Un año después de partir, la Leonora Christine estaba cerca de su velocidad final. Le llevaría treinta y un años cruzar el espacio interestelar, y un año más para desacelerar a medida que se acercase al sol de destino.

Pero ésa es una afirmación incompleta. No tiene en cuenta la relatividad. Justo porque hay una velocidad límite absoluta (a la que viaja la luz in vacuo; al igual que los neutrinos) hay una interdependencia del espacio, el tiempo, la materia y la energía. El factor tau entra en las ecuaciones; si V es la velocidad (uniforme) de la nave espacial, y C la velocidad de la luz, entonces tau es igual a la raíz cuadrada de 1-V2/C2.

Cuanto más cerca está C de V, más se acerca tau a cero.

Supongamos que un observador externo mide la masa de la nave. El resultado obtenido es la masa en reposo —es decir, la masa que tiene cuando no se mueve con respecto al observador— dividida por tau. Por tanto, cuanto más rápido viaja más masa tiene para el resto del universo. Obtiene su masa extra de la energía cinética del movimiento; e=mc2.

Más aún, si el observador «estacionario» pudiese comparar los relojes de la nave con el suyo, notaría que hay una diferencia. La separación entre dos sucesos (como el nacimiento y la muerte de un hombre) medida en la nave donde suceden, es igual al intervalo medido por el observador… multiplicada por tau. Se podría decir que el tiempo se mueve proporcionalmente más despacio en la nave.

Las longitudes se contraen; el observador ve la nave más corta en la dirección del movimiento en un factor tau.

Pero las medidas realizadas en la nave son tan válidas como las realizadas en otro sitio. Para un pasajero, que mira de frente el universo, las estrellas se comprimen y aumentan de masa; la distancia entre ellas se encoge; brillan y evolucionan a un ritmo extrañamente rápido.

Pero la situación es aún más compleja. Hay que recordar que la nave ha estado acelerando y desacelerando en relación con el fondo total del cosmos. Eso saca el problema del campo de la relatividad especial y lo traslada al territorio de la relatividad general. La relación estrellas-nave no es realmente simétrica. La paradoja de los gemelos no se produce. Cuando las velocidades se igualen de nuevo y se produzca la reunión, las estrellas habrán vivido mucho más tiempo que la nave.

Si tau fuese de una centésima y estuvieses en caída libre, atravesarías un siglo luz en un solo año de tu experiencia (aunque, por supuesto, jamás podrías recuperar el siglo que pasó en casa durante el que tus amigos se hicieron viejos y murieron). Eso inevitablemente implica un incremento de masa en un centenar. Un motor Bussard, que se alimenta del hidrógeno del espacio, podría hacerlo. De hecho, sería estúpido parar el motor y deslizarse cuesta abajo cuando se puede seguir reduciendo tau.

Por tanto, para alcanzar otros soles en una porción razonable de tu esperanza de vida, acelera continuamente, hasta llegar al punto interestelar medio, momento en el que se activa el sistema de desaceleración en el módulo Bussard y comienzas a reducir otra vez. Estás limitado por la velocidad de la luz, que no puede alcanzarse. Pero no estás limitado en lo cerca que puedas situarte a esa velocidad. Por lo que no hay límite a la inversa del factor tau.

Durante su año a gravedad uno, las diferencias entre la Leonora Christine y las lentas estrellas se habían acumulado imperceptiblemente. Ahora la curva entraba en la parte inclinada de su subida. Ahora, más y más, la gente medía cómo se reducía la distancia a su meta, no sólo porque viajaban, sino porque, para ellos, la geometría del espacio estaba cambiando. Más y más, percibían que los procesos naturales en el universo exterior se aceleraban.

Todavía no era espectacular. De hecho, el tau mínimo en su plan de vuelo, en el punto medio, estaría por encima de 0,015. Pero llegó un momento en el que un minuto a bordo correspondía a sesenta y un segundos en el resto de la galaxia. Un poco más tarde, correspondía a sesenta y dos. Luego sesenta y tres… sesenta y cuatro… el tiempo de la nave entre esos recuentos era gradualmente pero inexorablemente menor… sesenta y cinco… sesenta y seis… sesenta y siete…


La primera Navidad —Hanukah, Año Nuevo, Festival del Solsticio— que la tripulación pasó junta llegó pronto y fue un carnaval febril. La segunda fue más tranquila. La gente se acomodaba a su trabajo y sus compañeros. Aun así, adornos improvisados brillaban en todas las cubiertas. Los cuartos de hobby resonaban, las tijeras y las agujas chasqueaban, la cocina olía a especias, al intentar todos hacer regalos para todos los demás. La división hidropónica descubrió que podía desprenderse de suficientes enredaderas y ramos para realizar un árbol de imitación en el gimnasio. De la inmensa biblioteca de microcintas llegaron películas de nieve y trineos, y grabaciones de villancicos. Los más inclinados al teatro ensayaron una obra. El jefe de cocina Carducci planeó banquetes. Las áreas comunes y los camarotes se llenaron de fiestas. Por acuerdo tácito, nadie mencionó que cada segundo que pasaba alejaba la Tierra trescientos mil kilómetros más.

Reymont se abrió paso por un abarrotado nivel recreativo. Algunos grupos estaban colgando los adornos recién terminados. Nada podía desperdiciarse, pero las guirnaldas de papel de aluminio, los globos de vidrio, las espirales colgadas hechas con piezas de ropa, eran reciclables. Otros jugaban, charlaban, ofrecían bebidas, flirteaban y armaban estrépito. A pesar de las charlas, risas y alborotos, zumbidos y crujidos y susurros, la música llegaba flotando desde un altavoz:

Adeste, fideles,

Laeti, triumphantes,

Venite, venite, in Bethlehem.

Iwamoto Tetsuo, Hussein Sadek, Yeshu ben-Zvi, Mohandas Chidambaran, Phra Takh o Kato M'Botu parecían estar tan metidos en la fiesta como Olga Sobieski o Johann Freiwald.

El ingeniero le bramó a Reymont:

¡Guten Tag, mein lieber Schutzmann! ¡Ven a compartir mi botella! —La agitó en el aire. Tenía el otro brazo alrededor de Margarita Jimenes. Sobre ellos colgaba un trozo de papel en el que habían escrito MUÉRDAGO.

Reymont se detuvo. Se llevaba bien con Freiwald.

—No, gracias —dijo—. ¿Has visto a Fedoroff? Esperaba que viniese aquí al terminar su turno.

—N-no. Yo también le esperaba, las cosas están animadas esta noche. Por alguna razón ahora es más feliz, ¿no? ¿Por qué lo buscas?

—Negocios.

—Negocios, siempre negocios —dijo Freiwald—. Juro que tus diversiones son cada vez peores. Yo, tengo algo mejor. —Abrazó a Jimenes. Ella se acurrucó—. ¿Has llamado a su camarote?

—Por supuesto. No responde. Aun así, puede… —Reymont se volvió—. Lo intentaré. Volveré más tarde a por el licor —añadió cuando se alejaba.

Atravesó por las escaleras el nivel de tripulación hasta la cubierta de oficiales. La música le seguía: «…Iesu, tibi sit gloria.» Los pasillos estaban desiertos. Pulsó el timbre de Fedoroff.

El ingeniero abrió la puerta. Vestía un pijama cómodo. A su espalda había una botella de vino francés, dos copas y algunos bocadillos al estilo danés que aguardaban sobre el aparador. Demostró sorpresa. Dio un paso atrás.

Chto… ¿tú?

—¿Puedo hablar contigo?

—M-m-m. —La mirada de Fedoroff parpadeó—. Espero una invitada.

Reymont sonrió.

—Eso está claro. No te preocupes, no me llevará mucho tiempo. Pero es urgente.

Fedoroff se refrenó.

—¿No puedes esperar a que comience mi turno?

—Bueno, es mejor discutirlo confidencialmente —dijo Reymont—. El capitán Telander está de acuerdo. —Bordeó a Fedoroff para meterse en el camarote—. Se olvidaron de algo en los planes —siguió, hablando rápido—. Según el plan de vuelo deberemos cambiar a modo de alta aceleración el 7 de enero. Sabes mejor que yo que se necesitan dos o tres días de trabajo preliminar de tu grupo y es bastante perturbador para la rutina de los demás. Bien, de alguna forma los que establecieron el plan de vuelo olvidaron que el 6 es importante en la tradición del oeste de Europa. El día de Reyes, la Epifanía, llámalo como quieras, da final a la parte alegre de la fiesta. Las celebraciones del año anterior fueron tan alborotadas que nadie se dio cuenta. Pero este año se habla de una fiesta y un baile con el viejo ritual, algo que sería agradable si fuese posible. Piensa en lo que ese recuerdo de nuestros orígenes podría hacer por la moral. El capitán y yo quisiéramos que estudiaras las posibilidades de retrasar la alta aceleración unos pocos días.

—Sí, sí, lo miraré. —Fedoroff empujaba a Reymont hacia la puerta abierta—. Mañana, por favor…

Demasiado tarde. Ingrid Lindgren entró. Todavía vestía de uniforme, habiendo venido directamente del puente al acabar su turno.

¡Gud! —exclamó ella. Se detuvo inmediatamente.

—Vaya, vaya, Lindgren —dijo Fedoroff frenético—, ¿qué te trae por aquí?

Reymont había dejado de respirar. Su cara estaba desprovista de toda expresión. Se quedó inmóvil, exceptuando los puños que se cerraron hasta que las uñas se hundieron en las palmas y la piel se quedó blanca y tirante sobre los nudillos.

Comenzó un nuevo villancico.

La mirada de Lindgren iba de un hombre al otro. Su rostro había perdido la sangre. Sin embargo, abruptamente se enderezó y dijo:

—No, Boris. No mentiremos.

—No ayudaría —dijo Reymont sin énfasis.

Fedoroff se enfrentó a él.

—Bien, bien —gritó—. ¡Está bien! Hemos estado juntos un par de veces. No es tu esposa.

—Nunca dije que lo fuese —contestó Reymont, con lo ojos fijos en los de ella—. Tenía intención de pedírselo, cuando llegásemos.

—Carl —susurró ella—. Te quiero.

—Sin duda un solo compañero acaba siendo aburrido —dijo Reymont, frío como el invierno—. Te apetece un cambio. Estás en tu derecho, por supuesto. Simplemente pensé que estabas por encima de hacerlo a mis espaldas.

—¡Déjala en paz! —Fedoroff lo agarró sin pensar.

El condestable se echó a un lado. Le golpeó con el borde de las manos. El ingeniero gritó de dolor, se derrumbó sobre la cama y se agarró la muñeca herida con la otra mano.

—No está rota —le dijo Reymont—. Sin embargo, si no te quedas donde estás hasta que me marche te incapacitaré. —Hizo una pausa. Recuperó el juicio—: No es un desafío a tu hombría. Sé tanto de combate personal como tú de nucleónica. Seamos personas civilizadas. Supongo que de todas formas ella es tuya.

—Carl. —Lindgren dio un paso hacia él. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Él hizo una reverencia.

—Retiraré mis cosas de tu camarote tan pronto como encuentre uno libre.

—No, Carl, Carl. —Ella agarró su túnica—. Nunca pensé… Escucha, Boris me necesitaba. Sí, lo admito, disfrutaba estando con él, pero nunca fue nada más que amistad… ayuda… mientras que contigo…

—¿Por qué no me dijiste lo que hacías? ¿No tenía derecho a saberlo?

—Lo tenías, lo tenías, pero sentía miedo… algunos comentarios que has hecho… eres celoso… y es innecesario, tú eres el único importante.

—He sido pobre toda mi vida —le dijo—, y tengo el sentido primitivo de la moral de un hombre pobre, además de cierto respeto por la intimidad. En la Tierra puede que haya formas de hacer que la situación… no esté exactamente bien, pero que al menos sea tolerable. Podría luchar como mi rival, o partir en un largo viaje, o tú y yo podríamos mudarnos a otro sitio. Esas opciones no son posibles aquí.

—¿No lo entiendes? —imploró ella.

—¿Lo entiendes tú? —Cerró nuevamente los puños—. No —dijo—, tú honestamente, asumo que honestamente, no crees haberme hecho ningún daño. Los años que nos quedan ya serán lo bastante duros sin tener que mantener ese tipo de relación.

Se soltó.

—Deja de gimotear —dijo él.

Ella tembló y se quedó rígida. Fedoroff gruñó. Empezó a levantarse. Ingrid le indicó que no lo hiciese.

—Así es mejor. —Reymont se acercó a la puerta. Se paró allí y les miró—. No habrá escenas, ni intrigas, ni rencores —afirmó—. Cuando hay cincuenta personas encerradas en un casco, todos se portan bien o todos mueren. Ingeniero Fedoroff, al capitán Telander y a mí nos gustaría ver su informe sobre el tema que vine a discutir tan pronto como pueda. Puede pedir la opinión de la primer oficial Lindgren, teniendo en cuenta que el secreto es preferible hasta que estemos listos para anunciar la decisión. —Durante un instante, el dolor y la furia le dominaron—. Nuestro deber es para con la nave, ¡que el infierno os maldiga! —Volvió a recuperar el control. Golpeó los tacones—. Mis disculpas. Buenas noches.

Se fue. Fedoroff se acercó a Ingrid por la espalda y la rodeó con los brazos.

—Lo siento —dijo embarazado—. Si hubiese imaginado que esto pudiese suceder, nunca…

—No es culpa tuya, Boris. —No se movió.

—Si compartes el camarote conmigo, estaría encantado.

—No, gracias —contestó ella lentamente—. Dejo ese juego por el momento. —Se liberó—. Es mejor que me vaya. Buenas noches.

Él se quedó solo con los bocadillos y el vino.


Santo Niño de Belén,

Rogamos que desciendas sobre nosotros.


Una vez realizados los ajustes necesarios, la Leonora Christine incrementó su aceleración pocos días después de la Epifanía.

No produciría ninguna diferencia importante en la duración cósmica del viaje. En cualquier caso, corría en los talones de la luz. Pero al reducir tau con mayor rapidez, alcanzando así valores más bajos en el punto medio, el mayor empuje reduciría apreciablemente el tiempo a bordo.

Extendiendo los campos de recogida con mayor amplitud, intensificando la bola de fuego termonuclear que encendía el motor Bussard, la nave se desplazaba a más de tres gravedades. Eso hubiese añadido casi treinta metros por segundo a baja velocidad. A su velocidad actual, añadía pequeños incrementos que se hacían cada vez más pequeños. Eso desde el punto de vista externo. A bordo, se desplazaba a tres g; y esa medida era igualmente real.

La carga humana no podría soportarlo y vivir mucho tiempo. La tensión sobre el corazón, los pulmones y especialmente en el equilibrio de los fluidos corporales hubiese sido demasiado grande. Las drogas hubiesen ayudado. Afortunadamente, había métodos mejores.

Las fuerzas que acercaban la nave cada vez más a C no sólo eran enormes. Eran precisas por necesidad. Eran, de hecho, tan precisas que su interacción con el universo externo —la materia y sus campos de fuerza— podía mantenerse en una resultante casi constante a pesar de los cambios en las condiciones exteriores. De la misma forma, la energía de impulsión podía acoplarse con toda seguridad a campos similares mucho más débiles cuando estos últimos se creasen en el interior del casco.

Esa unión podía entonces operar sobre las asimetrías de los átomos y moléculas para producir una aceleración uniforme con respecto a la del generador interno. En la práctica, sin embargo, el efecto se dejaba incompleto. Una gravedad no se compensaba.

Por tanto el peso a bordo permanecía en un valor terrestre, sin que importase lo alta que fuese la tasa a la que la nave ganaba velocidad.

Ese amortiguamiento sólo era posible a velocidades relativistas. A un ritmo ordinario, una tau grande, los átomos no tenían masa suficiente, eran demasiado caprichosos para agarrarlos bien. A medida que se acercaban a C, se hacían más pesados —no para ellos, pero sí para todo fuera de la nave— hasta que la interacción de campos entre la carga y el cosmos podía establecer una configuración estable.

Tres gravedades no era el límite. Con los campos de recogida extendidos por completo, y en regiones donde la materia fuese más densa que allí, como en una nebulosa, podían haber acelerado mucho más. En ese lugar en particular, considerando lo tenue del hidrógeno local, cualquier ganancia posible en tiempo no era suficiente —ya que la fórmula contiene una función hiperbólica— para que valiese la pena reducir los límites de seguridad. Otras consideraciones, por ejemplo la optimización de la masa entrante frente a la minimización de la longitud del camino, también se consideraban en el cálculo del plan de vuelo.

Por tanto, tau no era un factor multiplicado estático. Era dinámico. Su influencia en la masa, el espacio y el tiempo podía observarse como algo fundamental, creando una relación continuamente nueva entre los hombres y el universo por el que viajaban.


En una hora de a bordo, que el calendario decía que correspondía a abril y que el reloj decía que pertenecía a la mañana, Reymont despertó. No se movió, ni parpadeó, ni bostezó o se estiró como la mayoría de los hombres. Se sentó, inmediatamente en alerta.

Chi-Yuen Ai-Ling se había despertado antes. La rapidez de Reymont la cogió arrodillada al estilo asiático al pie de la cama, mirándolo con una seriedad que contrastaba con su ánimo juguetón la noche anterior.

—¿Te pasa algo? —preguntó él.

Ella sólo había demostrado su sorpresa abriendo los ojos. Después de un momento, su sonrisa volvió lentamente a la vida.

—Una vez conocí a un halcón amaestrado —dijo—. Es decir, no estaba domesticado igual que un perro, pero cazaba con su hombre y se dignaba posarse en su muñeca. Tú te despiertas de la misma forma.

—Mm —dijo—. Me refería a ese aire preocupado de tu cara.

—Preocupado no, Charles. Pensativo.

Él admiró su figura. Desvestida no parecía un muchacho. Las curvas de los pechos y caderas eran más sutiles de lo normal, pero eran parte integral del resto de su cuerpo —no pegadas a él como en demasiadas mujeres— y cuando se movía, fluían. También lo hacía la luz por su piel, que tenía el matiz de las colinas alrededor de la Bahía de San Francisco en verano, y la luz en su pelo, que tenía el aroma de todo día de verano en la Tierra.

Estaban en su camarote en el nivel de tripulación, dividido por una pantalla del lado perteneciente a su compañero Foxe-Jameson. Era demasiado monótono para ella. Su propio camarote estaba repleto de belleza.

—¿En qué pensabas? —preguntó él.

—En ti. En nosotros.

—Fue una noche magnífica. —Estiró la mano para acariciarla bajo la barbilla. Ella ronroneó—. ¿Más? Ella volvió a ponerse seria.

—En eso pensaba. —Él arqueó las cejas—. En un acuerdo entre nosotros. Hemos tenido nuestros períodos extravagantes. Al menos, tú los has tenido en los últimos meses. —El rostro de él se ensombreció. Ella continuó—: Para mí, no era tan importante; algo ocasional. No quiero seguir así. Aunque no sea por otra cosa, esos flirteos e intentos, todo el rito del cortejo, una y otra vez… interfiere en mi trabajo. Estoy desarrollando algunas ideas sobre núcleos planetarios. Necesito concentración. Una unión duradera me ayudaría.

—No quiero firmar un contrato —dijo él sombrío.

Ella se agarró los hombros.

—Lo entiendo. No te lo pido. Tampoco te lo ofrezco. Simplemente me gustas más cada vez que hablamos, o bailamos, o pasamos una noche juntos. Eres un hombre tranquilo, casi siempre; fuerte; cortés, conmigo en cualquier caso. Podría ser feliz contigo… nada exclusivo para ninguno de los dos, sólo una alianza, para que toda la nave lo sepa… mientras los dos queramos.

—¡Hecho! —exclamó él y la besó.

—¿Así de rápido? —preguntó, sorprendida.

—Yo también he estado pensando. Estoy tan cansado de buscar. Debería ser fácil vivir contigo. —El recorrió sus caderas con una mano—. Muy fácil.

—¿Qué parte juega tu corazón en esto? —Inmediatamente ella se echó a reír—. No, disculpa, esas preguntas quedan fuera… ¿Nos mudamos a mi camarote? Sé que a María Toomajian no le importará intercambiar su sitio contigo. De todas formas mantiene su parte cerrada.

—Bien —dijo—. Cariño, todavía nos queda casi una hora antes del desayuno…


La Leonora Christine se acercaba a su tercer año de viaje, o al décimo por el cómputo de tiempo de las estrellas, cuando la tragedia cayó sobre ella.

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