Ya amaneció. Antes de dirigirse a su habitación, Sadrac visita al Khan. A pesar de que los nódulos le dicen que todo marcha a la perfección, se siente obligado a hacer una visita personal a su paciente después del paseo. Genghis Mao duerme plácidamente: el nódulo electroencefalográfico implantado en el glúteo de Mordecai, vibra rítmicamente con las pacíficas ondas delta del presidente. Toda la información telemetrada que llega a Sadrac es alentadora. La presión sanguínea, normal; los pulmones, desprovistos de líquido; la temperatura ha vuelto al grado normal; la actividad cardíaca, excelente; la producción biliar, perfecta. Es obvio que el nuevo hígado ya se ha instalado y ha comenzado a subsanar los deterioros de las últimas semanas. Sadrac atraviesa la Interfaz y entra en la habitación en la que duerme el Khan, envuelto en ese intrincado capullo que es el equipo de mantenimiento de terapia intensiva. Las lecturas biométricas en el panel del equipo de mantenimiento, confirman al instante el diagnóstico que Sadrac elaboró a larga distancia: el presidente se recupera magníficamente. No fue necesario recurrir al equipo de emergencia, ni a la carpa de oxígeno ni a la máquina de electrodiálisis ni al oxigenador corazón pulmón ni a los otros doce o catorce instrumentos. He aquí al presidente a este hombre de unos noventa años tal vez, relajado, una tenue sonrisa se dibuja en sus labios delgados. Sólo han pasado dieciséis horas después de la operación y ya casi ha recuperado sus fuerzas para retomar el ritmo intenso de la vida normal. De más está decir, sin embargo, que no hay nada de normal en el cuerpo de Genghis Mao, que ha sido tantas veces reconstruido con la ayuda de órganos ajenos y sanos: como un rey caníbal, se deleita con la carne de héroes, consumiendo sus fuerzas para transformarlas en propias. Y además, Sadrac supone, la mente contenida en ese pequeño cráneo triangular posee una virtud que no admite la debilidad física, que la destierra completamente del ciclo metabólico. El doctor permanece unos minutos de pié al lado de la cama, admirando la fortaleza física de Genghis Mao, esperando tal vez el típico guiño del presidente, pero el sueño se ha apoderado de él por completo.
A su habitación, entonces. El perfecto estado de Genghis Mao le permite ahora retirarse a descansar todo lo que sea necesario hasta recuperar las horas de sueño perdido, así tenga que dormir hasta las dos de la tarde. Se desviste y se acomoda en la hamaca, tratando de no despertar a Nikki que, hace un rato ya, dormita acurrucada. Se arrima a ella con delicadeza, las piernas y muslos de Sadrac al amparo de la espalda y nalgas cobrizas de Nikki. El sueño, por fin, se adueña de su conciencia.
Unas horas más tarde, se despierta sobresaltado por una convulsión interna tan violenta que casi cae de la hamaca. Un geiser de adrenalina inunda la corriente sanguínea de Sadrac, su cuerpo entero tiembla y late; todos los sistemas en marcha en un violento arranque de alarma. Instantáneamente, Sadrac comienza a elaborar el autodiagnóstico, considerando y descartando en menos de un segundo posibilidades tales como una trombosis coronaria, una hemorragia cerebral, un edema pulmonar, pero a medida que la atronadora taquicardia comienza a apaciguarse y la respiración retoma el ritmo normal, comprueba que no es mas que un estado de shock que lleva a un clásico síndrome de enfrentamiento-huida. AL instante, empero, se da cuenta que nada tiene que ver con su cuerpo. Acaba de recibir una violenta sobrecarga a través del sistema de telemedición que lo une a Genghis Mao.
Se levanta de un salto, y la hamaca queda oscilando en agitado vaivén.
—¿Sadrac? —balbucea Nikki medio dormida— ¿Sadrac, qué pasa?
Mordecai detiene la hamaca al tiempo que murmura una disculpa.
—Hay problemas con el Khan —dice, mientras busca a tientas la ropa desparramada en el piso. Ya está completamente despierto, pero su cuerpo está tan saturado de producción hormonal originada por la sorpresa y la alarma, que las manos le tiemblan y su mente alterada se niega a concentrarse en la simple tarea de vestirse. ¿Se trata acaso de alguna falla en el funcionamiento del equipo de terapia intensiva? ¿Acaso fue un asesino que entró en la habitación de Genghis Mao? El presidente está con vida aún (lo comprueba la telemedición), y el momento de alarma, cualquiera sea su causa, ya se está disipando, puesto que la producción biofísica vuelve a la normalidad, a pesar de que hay indicaciones de una continua hiperestesia neurasténica asociada a irregularidades vasomotoras y cardiovasculares.
Ésta es la primera vez que las señales de Genghis Mao afectan a Sadrac de esta manera; todavía sigue mareado. En este estado y semidesnudo —solo se ha puesto tos pantalones— se dirige a la Interfaz.
—Sadrac Mordecai para servir al Khan —dice. Espera unos minutos, pero nada sucede. Repite la contraseña, esta vez con más impulso. La puerta permanece cerrada—. ¡Pero, vamos maquina estúpida! ¡El Khan puede estar muriéndose y tengo que ir a atenderlo! —las luces se encienden, los radares comienzan a funcionar, pero la puerta no se abre. Sadrac se da cuenta, entonces, que el sistema de la Interfaz está funcionando bajo el programa de seguridad, por medio del cual el control de la entrada y salida de personal es mucho más estricto que de costumbre. Esto confirma la hipótesis de Sadrac: probablemente se trate de un asesinato. Sadrac grita, hace ademanes, golpea la superficie de la Interfaz e incluso le hace gestos, pero es obvio que el sistema de seguridad está ocupado en otros asuntos y no lo dejará pasar. Finalmente —ya han pasado cuatro o cinco minutos— la puerta se abre. La información que recibe del Khan es constante, al menos: los signos del presidente indican. que aún está perturbado y sobreexitado por la alarma, pero se recupera gradualmente.
La inspección no está concluida, sin embargo: Sadrac, ya al borde de la histeria, debe permanecer un minuto más en la pequeña cámara de retención. Libre por fin, se dirige a paso ligero a la habitación de Genghis Mao, atravesando la sala, desierta en este momento, del Vector de Vigilancia Uno. No ha librado todo los obstáculos aún, ya que la Interfaz que lo comunicará, por fin, con la habitación de Genghis Mao debe realizar los controles necesarios, que, afortunadamente, no duran más que un micrón de segundo, como de costumbre. Entra a la habitación y encuentra a Genghis Mao vivo y despierto, sentado en la cama, rodeado de cinco o seis sirvientes y otros doce o más individuos, todos miembros del Comité, que giran a su alrededor en frenético nerviosismo, lo cual es muy perjudicial en esta etapa de la recuperación del presidente. Mordecai ve, entre otros, al General Gonchigdorge, al vicepresidente Ionigylakis, al jefe de seguridad Avogadro, e incluso a Bela Horthy, ojeroso y abombado después de los excesos de anoche. Un incesante ir y venir de gente que espanta a Sadrac. Hay tanta gente alrededor de la, cama que Mordecai no logra acercarse al Khan, cuya voz clara, aunque débil, se destaca entre el alboroto general.
—Es terrible, terrible —dice Ionigylakis, meneando la cabeza como un oso herido.
—¿Qué pasa? —le pregunta Sadrac.
—Mangú —responde Ionigylakis abruptamente— ¡Asesinaren a Mangú!
—¿Qué? ¿Cómo?
—Por la ventana… por el balcón —gesticulando con sus brazos corpulentos, el griego imita la acción, la ventana abierta, los cortinados flotando en el viento, la inclinación del cuerpo al caer desde el piso setenta y cinco, el aterrizaje abrupto, el impacto y, finalmente, el rebote del cuerpo destrozado.
Sadrac tiembla.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace diez minutos, quince. Horthy justo llegaba al edificio y vio todo.
—¿Quién le avisó al Khan? ¿Horthy?
—¿Cómo habría de saberlo? —dice Ionigylakis encogiéndose de hombros.
—Tendría que haber esperado… El shock con este tipo de noticias…
—Yo me di cuenta de lo que ocurría cuando se iluminaron las luces de emergencia en el Vector de Comité Uno. Después todos empezaron á correr como locos y luego entraron aquí.
—¡Qué locura! —dice Sadrac frunciendo el ceño—, hacer tanto ruido, alterar el sistema nervioso del Khan, impregnar el ambiente con bacterias infecciosas en potencia. ¿Pero es que nadie tiene un poco de sentido común? Estamos poniendo en peligro la vida del presidente en este caos. Ayúdeme a despear la habitación.
—¡Pero el Khan mandó llamar a esta gente!
—No importa. No la necesita. Yo soy responsable de la salud del Khan y quiero que se vaya todo el mundo excepto… a ver… excepto Avogadro y Gonchigdorge y tal vez Eyuboglu.
—Pero…
—No hay peros que valgan. El resto debe volver al Comité de Vigilancia Uno por si surgen más problemas. ¿Qué pasaría si esto es una sublevación revolucionaria mundial? ¿Quién enfrentará la crisis si todos ustedes están acá? Vayan, vayan. Quiero despejar la habitación. Saque a todos de aquí. Hágame el favor, es una orden.
Ionigylakis titubea un momento, pero después hace un esto afirmativo con la cabeza y comienza a empujar a todos lacia la puerta, explicándoles con voz enérgica que deben abandonar la habitación. Entretanto, Sadrac llama al jefe de seguridad y le dice que ubique a dos de sus hombres en el hall para evitar la entrada de visitantes.
Sadrac se acerca a la cama. Genghis Mao está abatido y tenso, la frente húmeda y brillosa, la tez pálida y grisácea, respira agitado y su mirada, siempre activa, vibra con una intensidad maníaca. El sistema de mantenimiento de terapia intensiva comienza a funcionar y le proporciona una corriente de glucosa, cloruro de sodio y plasma sanguíneo. Sadrac echa un vistazo alas lecturas del panel de instrumentos e, integrando esa información con la telemedición de sus módulos, determina el nivel de potasio sanguíneo del presidente, el magnesio plasmático, la permeabilidad capilar, la vasoconstricción arteriolar y la presión venosa. Luego realiza los ajustes manuales necesarios de la dosis de medicación.
—Trate de relajarse —le dice a Genghis Mao— Apóyese en el respaldo de la cama. Afloje brazos y piernas.
—Lo mataron —dice el Khan con voz renca— ¿Escuchó? Lo tiraron por la ventana.
—Sí, ya sé. Acuéstese, por favor, señor.
—Los asesinos no pueden haber salido del edificio aún. Yo mismo supervisare la investigación. Lléveme al Vector de Vigilancia Uno, Sadrac.
—No será posible, señor. Debe quedarse en cama.
—No se dirija a mí de esa manera. ¡Avogadro! ¡Avogadro! ¡Ayúdeme a sentarme en la silla de ruedas!
—Lo siento, señor —murmura Sadrac, mientras hace señas por detrás a Avogadro para que ignore los órdenes de Genghis Mao. Al mismo tiempo, oprime un pedal que envía una corriente de calmante 9-pordenone al cuerpo de Genghis Mao— Las consecuencias pueden llegar a ser fatales si sale de la cama ahora, señor. ¿Me entiende? Corre peligro de muerte.
Genghis Mao lo entiende. Vuelve a hundirse en la almohada y hasta parece tranquilizarlo el hecho de que alguien lo domine. A medida que la droga hace efecto, su rostro se relaja y toma un aspecto más calmado. Sadrac advierte que Genghis Mao está mucho más débil de lo que indica el panel de instrumentos.
—Lo mataron —repite el Khan pensativo y divagante—. No era más que un niño y lo mataron. No tenía enemigos —los labios del anciano comienzan a temblar y sus ojos se llenan de lágrimas. Sadrac queda azorado. ¿Qué es esto? ¿Acaso Genghis Mao quiere probar que es capaz de sentir verdadera emoción? ¿Es posible que un dolor cuasipaternal embargue al presidente, cuando precisamente él planeaba un destino nefasto para Mangú? O la operación de ayer lo ha debilitado hasta el punto de despertar en él un sentimentalismo poco común y un cariño excesivo, o Mordecai ha malinterpretado la señal: en lugar de pena, lo que el Khan siente es miedo; ha tomado conciencia de que su persona está en peligro, de que si los asesinos pudieron llegar a Mangú, bien podrían llegar a los aposentos sagrados del Khan. Sí, tiene que ser eso. El presidente está enfurecido y atemorizado, pero como está tan abatido físicamente a causó de la operación, su furia y temor se transforman, por un momento, en dolor. Y efectivamente, después de un momento el Khan recupera la calma. Con voz fresca, grave y controlada, dice:
—Este es el primer ataque en contra de nuestro gobierno que se lleva a cabo con éxito. Es algo sin precedentes, porto tanto, debemos enfrentarlo con fuerza para demostrar que nuestro vigor y autoridad no serán superados —le indica a Avogadro que se acerque a la cama y comienza a dictar planes de arrestos masivos, interrogatorios a subversivos sospechosos, estrictas medidas de seguridad en toda la torre así como también en toda la capital. El tono de su voz, más que el de un anciano acongojado, es el de un déspota amenazado. La muerte de Mangú, ya no cabe dudas al respecto, le afecta poco o nada, ya que Mangú era un ser insignificante, pero su desaparición presagia una brecha en el poder del Khan y será necesario, por lo tanto, imponer un régimen de terror.
Genghis Mao continúa absorto elaborando planes maléficos. De pronto, levanta la vista en dirección a Sadrac, como si acabara de advertir su presencia, y le dice en fono amigable:
—Tiene el torso descubierto, doctor. ¿Por qué?
—Todo esto me tomó muy de sorpresa y apenas tuve tiempo para vestirme. Supe que algo andaba mal cuando una terrible convulsión interna me despertó.
—Sí, cuando Horthy me dio la noticia del asesinato me agité mucho.
—Estas malditas puertas me tuvieron esperando durante cinco minutos. Tenemos que hacer algo con respecto a eso. Algún día habrá un problema grave que requiera mi presencia de inmediato, y si Interfaz Tres hace lo de hoy, llegaré demasiado tarde.
—Mmm. Sí, eso tenemos que hablarlo.
El Khan parece atraído por el torso desnudo de Sadrac. Lo contempla casi con admiración, examinando la fuerte musculatura de su vientre, los brazos largos y delgados, la espalda ancha y corpulenta. Sadrac sabe que su físico es atractivo, de contextura compacta y estilizada, cubierto por un suave manto de piel chocolate, un cuerpo atlético y elegante, casi el mismo de hace veinte años atrás, cuando era un respetable estudiante deportista y un jugador de básquetbol pasable. Sin embargo, hay algo misterioso e intimidatorio en esa mirada acechante.
—Tiene un aspecto muy saludable, Sadrac —dice el Khan con voz casi jovial.
—Trato de mantener mi estado, señor.
—Es usted un médico inteligente. Muchos de sus colegas se ocupan de la salud de todos menos de la de ellos. Pero, ¿cómo es que todavía estaba en la cama a estas horas de la mañana?
—Estuve en Karakorum hasta tarde —confiesa Sadrac.
Genghis Mao estalla en carcajadas.
—¡Vida pródiga y licenciosa! ¿Así es cómo mantiene su estado, Sadrac?
—Bueno…
—Tranquilo. Es sólo una broma —el humor del presidente ha dado un vuelco tremendo. Esta burla molesta, esas bromas sutiles…, es realmente asombroso, cuesta creer que hace sólo un momento lloraba por la muerte de Mang—. Puede ir a su habitación a ponerse la camisa, si quiere. Creo que puedo prescindir de usted por unos minutos, Sadrac.
—Preferirla quedarme un rato más, señor. No tengo frío.
—Como guste —Genghis Mao parece perder interés en Sadrac. Se dirige nuevamente a Avogadro, que aún está de pie al costado de la cama, y comienza a enumerar, una tras otra, nuevas medidas de represión que serán puestas en práctica de inmediato. Cuando termina con el jefe de seguridad, llama al vicepresidente Eyuboglu y traza de improviso un detallado programa para la canonización virtual de Mangú: un entierro colosal y pomposo, un período prolongado de duelo; se cambiarán las nombres de caminos y ciudades en las capitales más importantes, se levantarán monumentos conmemorativos, imponentes y espléndidos ¿Y todo esto para un joven tan insignificante? ¿Para qué? Todo este despliegue funerario, piensa Sadrac, es digno de un semidios, de un Augusto César, de un Sigfrido, e incluso de un Osiris. ¿Por qué? No tiene sentido, a menos que Mangú fuera la extensión simbólica de Genghis Mao, el eslabón que lo une con el mañana, la esperanza de la reencarnación física.
Sí, Sadrac acaba de entenderlo todo: no es en honor a Mangú que Genghis Mao ordena este engrandecimiento póstumo, extravagante y ridículo, sino a su persona misma.