CAPÍTULO 18

27 de mayo de 2012

Anoche tuve pesadillas. La boca llena de telarañas, los dedos transformados en raíces. Presagios de muerte. ¿Acaso se aproxima el fin de Genghis Mao? Horrible, horrible, horrible… despertarme y descubrir que ya no existo. Estrellarme contra el silencio. Me lastima. Despertarme y descubrir que ya no existo, que me he ido a otra parte, o que me he ido al inmenso vacío de las tinieblas. Cuanto más larga es nuestra vida, más nos aferramos a ella: vivir se transforma en un hábito que es difícil abandonar. ¡Qué vacío quedaría el mundo si yo lo dejara! Puf, adiós Genghis Mao. ¡Qué vacío! Los vientos se precipitarían desde los cuatro puntos para llenar mi espacio. Tornados. Huracanes.

Me encanta pensar y pensar en la muerte.

La muerte nos puede enseñar. La muerte nos puede decir muchas cosas de nuestra verdadera personalidad. Y pienso que hasta nos puede dar placer. La muerte es una experiencia que nos devuelve pureza e integridad. ¡Sí, el cuerpo, ya viejo y dañado por la vida, entrega el alma, de buena gana! Supongo que para algunos ha de ser el éxtasis más intenso que jamás hayan experimentado.

¡Ay! La muerte me aterra.

¿Cómo moriré, cómo será mi partida? Creo que mi temor más grande son los asesinos. Dejar el mundo es una cosa, natural e inevitable. Pero que nos arrebaten de él es otra completamente distinta, una afrenta a la personalidad, un insulto al ego. No podré soportar la idea de mi destitución. No seré capaz de sentir la transición en el momento antes de mi partida, de enfrentar al asesino, de contemplar mi desaparición a medida que el asesino se acerque con el cuchillo o el revólver o lo que fuera. Que sea una bomba, si líela. Que pongan veneno en mi plato de sopa. Pero no hará asesinos. Estoy muy bien custodiado. El error fue no haber protegido a Mangú de la misma manera. De todos modos, Mangú no es Genghis Mao: su desaparición no significó rara el lo que mi desaparición significa para mí. La idea de la muerte es ajena a mi persona. Mi espíritu tiene demasiado alcance, ocupo demasiado espacio en la conciencia de la humanidad. El mundo no puede, de ninguna manera, aceptar que me arranquen de esta vida. Y, sin duda, yo tampoco lo puedo aceptar.

¿Por qué estos pensamientos tan mórbidos? Es extraño, teniendo en cuenta mi perfecto estado de salud. Soy un poderoso torrente de vitalidad después del transplante de aorta. La cirugía hace que la salud florezca en mí. Tendría que hacerme operar todas las semanas. Cambio de riñones el primero de cada mes, cambio de bazo cada quince días. Sí. Pero mientras tanto, a pesar de mi buena salud, la muerte juega con mi alma cuando mi cuerpo duerme. Pienso que estos juegos con la fantasía de la muerte son un entretenimiento, un exquisito deporte. Necesitamos cargar nuestras vidas de tensión para mitigar esa insoportable continuidad de la existencia, ese fluir de acontecimientos, un día detrás de otro, el amanecer, el mediodía, el atardecer, la oscuridad. Puede llegar a aplastarnos; a enloquecernos. Recurramos al deleite de explayar nuestros pensamientos en el fin de toda percepción, es decir, en el fin de todas las cosas. Descubrimos alegría al internarnos en la tristeza, especialmente, aunque no siempre, cuando esa tristeza se aplica a los demás. Hay un termino alemán, Schadenfreude, la alegría del pesar, el placer que se siente al contemplar las desgracias de los demás. Este siglo apesadumbrado ha sido la edad de oro de Schadenfreude. Hemos conocido el éxtasis de vivir el fin de una era, hemos compartido benditos momentos de decadencia y ruina. El bombardeo de las catedrales en 1914, las tropas inglesas muertas en el fango, las masacres soviéticas, el primer gran desastre económico, la guerra como consecuencia, Auschwitz, Hiroshima, la época de los asesinatos, la caída de los gobiernos, la Guerra del Virus, la descomposición orgánica. Demasiadas razones para llorar, aunque siempre hubo otros, desde luego, que sufrieron más que yo, y por eso mi llanto fue dulce. Nueve décadas de tinieblas que viví una tras otra. ¿Por qué, entonces, no habría de invertir las razones de mi llanto y llorar por la muerte de Genghis Mao? Es más agradable el duelo que la muerte. Quiero saborear en la fantasía mi lamentable partida. ¡Cuántas lágrimas por mi muerte! Soy el único que se enluta de pesar por mi muerte. Me encantan estas fantasías. Siento un dolor tan exquisito por mi mismo… ¿Será ésta mi muerte verdadera? Lamo a Sadrac, que me informa acerca de mi estado de salud esta mañana. Todo normal, lodo sano. Soy un fenómeno. No será hoy el día de mi muerte. ¡Que viva el Khan! ¡Que viva diez mil años!


En un corredor de uno de los pisos inferiores de la Gran Torre, Béla Horthy se le acerca a Sadrac, y, con disimulo suficiente como para que nadie advierta que se dirige a él, le dice:

—Frank me dijo que piensa quedarse aquí.

—Por ahora —dice Sadrac—. Necesito pensar.

—Pensar resulta efectivo, sí. Pero, ¿por qué no piensa lejos de Ulan Bator?

—Ulan Bator es el lugar en donde vivo.

—Por ahora —dice Horthy. Vuelve la cabeza y lo mira a Sadrac de frente, con ojos audaces, intrépidos. Un velo de inquietud cubre su mirada salvaje e hipertiroidea. Sadrac advierte entonces, que Horthy es, seguramente uno de los conspiradores, pero no se sorprende en absoluto—. Huya, Sadrac —continúa Horthy con voz suave.

—¿Qué sentido tiene? Me atraparán.

—¿Está seguro? Aún no han atrapado a Buckmaster.

—¿No tiene miedo de decir esas cosas, cuando pueden haber…?

—¿Radares en la pared?

—Sí.

—En todas partes hay radares. Todas las conversaciones quedan grabadas. ¿Y con eso qué? ¿Quien va a controlar todas las cintas? La policía está ahogada de información. Los canales espías están atorados con conspiraciones, casi todas dementes e imaginarias —Horthy hace un guiño—. Váyase como lo hizo Buckmaster.

—No tiene sentido.

—No estoy de acuerdo. Le aconsejo que huya. Le aconsejo firmemente que huya. Algunos piensan mejor cuando escapan, sabe.

Horthy sonríe. Toma la mano de Sadrac por un momento. Está a punto de irse cuando Sadrac lo llama y le dice:

—¿Usted también esta en el asunto?

—¿Qué asunto? —pregunta Horthy, y se ríe.


28 de mayo de 2012

Más pesadillas. Soñé que en el centro de la plaza Sukhe Bator habían construido una estatua con mi imagen. Una mole colosal de por lo menos cien metros de altura. Era de bronce, ya cubierto por verdes tintes de pátina. Mis brazos, abiertos de par en par, bendecían al mundo, pero mi rostro era horripilante: arrugado, cavernoso, deformado, el rostro de un hombre de quinientos años. La estatua no tenía piernas, terminaba a mitad de muslo. Genghis Mao tullido. Lo más curioso es que la estatua flotaba en el aire. Todo sugería que alguna vez había tenido piernas, pero que se las habían cortado y que, aun con las piernas truncadas, mantenía su altura original. "¿Genghis Mao ha muerto?", le pregunté a un anciano que barría las flores marchitas desparramadas por el suelo. "Sí, se ha muerto y se ha ido para siempre. Enviaron sus restos a Dalan-Dzadagad. Por fin nos liberamos de él", me respondió el anciano. Los restos, enviaron los restos. Esto no me gusta nada. Pienso demasiado en la muerte últimamente. El juego ya ha perdido su encanto. Debo tomar medidas.

Después del desayuno, decidí inspeccionar los laboratorios en donde se reparan los proyectos. Cuando estés obsesionado con la muerte, acuérdate de aquellos que pueden ayudarte a vivir para siempre.

Buena idea. Casi instantáneamente, me sentí mejor. Fue la primera visita personal después de muchos meses. Debería ir a los laboratorios con más frecuencia.

Primero visité el Laboratorio del Fénix. Sarafrazi, la encargada del proyecto, una muchacha delicada, de ojos fascinantes y rasgos bellísimos, estaba aterrada. Me mostró los monos, las cubas con burbujeantes sustancias químicas, los cerebros conservados en campanas de vidrio. Se mostró optimista con respecto a los resultados de su labor. Su voz delataba su perturbación. Dice que me hará rejuvenecer. Yo tengo mis serias dudas con respecto a eso, pero le dije que siguiera trabajando con esmero. Estaba dura de miedo. Hasta pensé que se iba a arrodillar cuando me iba.

De allí, fui al laboratorio de Talos. Entré sin anunciarme, pero la doctora Lindman ni se inmutó. Una barra de hielo.

La última noticia es que Lindman es la nueva amante de Sadrac. No sé qué le ve a esa mujer. Su boca tiene algo que no me gusta, le arruina la cara. Parece la boca de un roedor salvaje. En su laboratorio vi a un Genghis Mao de plástico, enorme. La parte inferior, debajo de la cintura no está terminada aún, tiene sólo la estructura. Y no tiene piernas. No tiene piernas. La Estatua Recordatoria de Genghis Mao. "Termine las piernas", le dije. Me miró de una manera extraña y me dijo que las piernas es lo último que hará, porque ahora lo más importante es terminar con el mecanismo interno. Ella sabe perfectamente lo que tiene que hacer y no va a aceptar que yo le sugiera tonterías, aunque yo sea el presidente del Comité Revolucionario Permanente. Yo, Genghis II Mao IV Khan, soy el que manda. Si, señor… no. El robot de Talos guiña el ojo, sonríe y agita los brazos: Gonchigdorge, que estaba conmigo, dijo: "Es igual a usted, señor, tiene un notable parecido", pero yo no estoy de acuerdo. Será ingenioso, pero es mecánico. No querría que fuera mi sucesor. No cancelaré el Proyecto Talos por ahora, pero no creo que pueda lograr lo que yo necesito.


Luego visité el laboratorio de Avatar, el proyecto de Nikki Crowfoot. ¡Ah, sí! Hermosa mujer, aunque estos últimos días se la ve tensa, deprimida, introvertida. Supongo que se debe sentir culpable por el destino de Sadrac. Claro, es lógico, pero sigue siendo fiel servidora del Khan. ¿Y eso es bueno? ¿Cuándo estará todo listo para hacer la transferencia?", le pregunté. "Es sólo una cuestión de meses", me contestó. Fue tan intensa mi emoción, que Sadrac me llamó desde arriba para ver si estaba bien. Le dije que se preocupara por sus cosas, pero lo que ocurre es que yo soy sus cosas. La verdad es que tengo muchas esperanzas en Avatar. Pronto luciré un cuerpo nuevo y sano. Antes de que llegue el invierno, le hablaré al mundo con los labios de Sadrac, respiraré el aire con los pulmones de Sadrac.

Promedia la tarde y Sadrac se dirige al laboratorio del Proyecto Avatar. Entra sin anunciarse. Apenas atraviesa la puerta, se enfrenta con Manfred Eis, el asistente principal de Nikki Crowfoot, que emerge de un laberinto de equipos, se acerca caminando a grandes trancos como un Thor belicoso y se detiene en una majestuosa posición de alto, tan típica de los guerreros que sólo le falta el chasquido de talones.

—Estamos muy ocupados en este momento —anuncia Eis en desafiante declaración.

—Me alegro.

—¿Vino por qué…?

—Una inspección de rutina —responde Sadrac indulgente—. Quiero ver cómo marchan las actividades. Hacía mucho que no venía.

Efectivamente, hace varias semanas que Sadrac no pasa por el Laboratorio Avatar. La última vez que estuvo fue exactamente antes de la muerte de Mangú, y, según su plan de actividades, debe visitar los laboratorios por lo menos una vez por mes, pero la conducta de Eis está muy lejos de ser una bienvenida. Manfred Eis es un hombre frío, apático para elegir un adjetivo mejor, es típicamente teutónico, rígido, de mandíbulas cuadradas y hombros cuadrados, vidriosos ojos azules, dientes perlados cabello rubio y largo, un prototipo nórdico, si no fuera por la cicatriz desafiante. Sadrac esta acostumbrado a la descortesía aria del doctor Eis, pero hoy hay algo distinto en sus modales, una suerte de hostilidad gratuita, un aire de superioridad vagamente despectivo que perturba a Sadrac, ya que supone que esta actitud tiene que ver con su participación repentina y significativa en los objetivos del Proyecto Avatar.

A Eis le alegra la idea de que hayan elegido a Sadrac. Eis se siente complacido, le parece perfecto que Sadrac sea el donante. Sí. eso es: tal vez haya sido Eis el que convenció a Genghis Mao para que eligieran a Sadrac. No, no, un empleadito como Eis no habría podido tener acceso al Khan. sin embargo, debe haberse regocijado ante la idea, como se regocija en este preciso momento, y a Sadrac no le gusta que nadie goce su mala suerte. Se pregunta qué posibilidades habrá de encontrar alguna aplicación experimental apropiada para el bello cuerpo nórdico de Eis.

De todas maneras, Sadrac es el director general de los tres proyectos, y Eis tendrá que reconocer su autoridad y permitirle que inspeccione el laboratorio, por más atareados que estén. Obviamente, hoy es un día de mucho trabajo en el laboratorio, demasiado: toda clase de experimentos con toda clase de animales; técnicos alterados, empapados en sudor arrastrando aparatos electrónicos de una sala a la otra; hombres y mueres corriendo de aquí para allá, enloquecidos, revoloteando manojos de papeles impresos. Realmente, parece un circo, un circo maníaco y cómico un circo de científicos lunáticos en plena actividad, que se afanan desesperadamente por cuadrar el círculo antes de que llegue el momento de la largada.

Sadrac contempla el ir y venir de gente y la idea de que el es el círculo que deben cuadrar lo descompone. El es el hazmerreír, el bobalicón, la víctima, el alimento de toda esta maquinaria, y la razón de esta atmósfera maníaca del laboratorio Avatar, es la necesidad de hacer, lo antes posible, todos los cambios necesarios de los parámetros de Mangú para adecuarlos a los parámetros de Sadrac. Probablemente, unas cuantas personas de las que están aquí sepan tanto de su cuerpo como el, de los patrones de sus ondas cerebrales, de los elementos que componen sus circuitos neurales, de sus niveles de serotonina. Es posible que lo hayan estado analizando secretamente durante días. (¿Cómo hacen? ¿Roban pedacitos de uñas? ¿Recortes de pelo?) Sadrac se pregunta cuántos de los técnicos del laboratorio están al tanto del cambio de donante, y se imagina que todos lo saben, que todos lo miran con secreta fascinación, aun los que corren de aquí para allá, que lo miden desde lejos, comparando su tamaño natural al del simulacro abstracto y sintético de Sadrac Mordecai con el cual trabajan. Pero tal vez no. Aparentemente muy poca gente de Avatar sabía que Mangú iba a ser el donante, y, por lo tanto, es muy probable que sean aún menos los que conocen la identidad del reemplazante de Mangú.

Nikki, sin embargo, no presenta el aspecto frenético de todos los demás. Lo saluda a Sadrac con voz serena y le explica que el proyecto se desarrolla satisfactoriamente. Lo dice en tono seguro y calmado, sin apartar su mirada de los ojos de Sadrac. Que este proyecto se desarrolle satisfactoriamente significa exactamente que cada vez falta menos para la destrucción de Sadrac, y Nikki, sin duda, sabe muy bien que ésa es la interpretación que él le dará, pero, es obvio que la doctora Crowfoot ha tomado la determinación de dejar de sentirse culpable y de no evadir preguntas y situaciones. Ya han puesto las cartas sobre la mesa: ella admitió que prefería traicionar a su amante antes de desobedecerle a Genghis Mao. Ahora, pues, la vida continúa —nadie sabe hasta cuándo— y Nikki debe seguir adelante con su trabajo. Todo esto transcurre en un espacio de noventa segundos, expresado no con palabras, sino con el tono de la voz y la expresión de los ojos. Es un alivio para Sadrac, ya que la idea de que alguien se sienta culpable por su causa, lo hace sentir culpable a él.

—Me gustaría ver los equipos —dice Sadrac.

—Ven.

Nikki lo pasea por el laboratorio, mostrándole el zoológico de animales transmigrados, el último logro de las metempsicosis electrónicas: aquí hay un perro con el alma de un mapache, que, con mucho esmero, lava sus alimentos en un recipiente lleno de agua; y allí hay un águila, en cuyo cerebro han codificado la mente de un pavo real, que se pasea engreída, se acomoda las plumas y extiende las alas; ¿y aquello? Es una leona con alma de oveja, plácidamente echada, masticando forrajes que, con seguridad, dañarán su sistema digestivo. Todas estas criaturas reencarnadas tienen la mirada inmóvil, perpleja, como si un insaciable parásito les estuviera devorando las entrañas. Sadrac, entonces, le pregunta a Nikki si esa característica estará también presente en los avatares humanos, si el alma anulada del cuerpo donante no permanecerá como un miasma para perturbar la vida de su reemplazante.

—Creemos que no —dice Nikki—. Recuerda que los animales que te he mostrado fueron sometidos a implantaciones de las mentes codificadas de otras especies, de otras clases genéricas. Un pavo real nunca estará cómodo en el cuerpo de un águila, o una oveja en el cuerpo de un león. Con el tiempo el animal aprende a dominar su nuevo cuerpo, pero siempre tenderá a volver a sus reflejos originales.

—¿Por qué, entonces, molestarse en conmutaciones transgenéricas? ¿Qué sentido tiene? ¿Demostrar lo inteligente que eres?

—¿Qué sentido tiene? Que las disparidades entre la entidad donante y el recipiente son tan notables que inmediatamente podemos confirmar el éxito de la implantación. Si transferimos el alma de un spaniel al cuerpo de otro spaniel, si transferimos un chimpancé a otro chimpancé, una cabra a otra cabra, ¿cómo sabemos si cumplimos con nuestro objetivo? La cabra no nos puede decir. El spaniel no nos puede decir.

Sadrac frunce el ceño.

—Sin duda, los patrones eléctricos del cerebro de un spaniel son diferentes a los de otro spaniel, y eso se puede detectar enseguida. ¿Si todos los individuos tienen los mismos patrones de ondas cerebrales, en qué consiste tu proyecto, entonces?

—Desde luego que no todos los patrones de ondas cerebrales son iguales —dice la doctora Crowfoot—. Pero para poder probar el éxito de la transferencia necesitamos observar niveles de conducta más evidentes. Hicimos implantaciones y codificaciones con animales de la misma especie, muchísimos, pero una vez implantamos el alma de un chimpancé en otro chimpancé, por ejemplo, las diferencias de conducta son demasiado sutiles cómo para poder sacar conclusiones, y, por otra parte, los cambios que detectamos de las ondas cerebrales son, según nuestros conocimientos, producto de nuestra intromisión. En cambio, si codificamos la mente de una oveja y la transferimos— al cuerpo de una leona y la leona, entonces, adquiere los hábitos de la oveja, tenemos una confirmación muy ilustrativa de que hemos logrado algo. ¿No?

—Pero sería mucho más ilustrativo, naturalmente, si conmutaran mentes humanas, y resultaría mucho más fácil confirmar que la conmutación fue inducida.

—Naturalmente.

—Pero no han hecho nada de eso.

Todavía no —dice Nikki—. Creo que la semana que viene haremos nuestra primera implantación humana.

Sadrac siente un escalofrío que le corre por la espalda. Hasta ahora, ha logrado mantener una impersonalidad admirable desde que Nikki comenzó a pasearlo por el laboratorio, ha llevado la conversación como si su único interés en el Proyecto Avatar fuera pura y exclusivamente profesional. Sin embargo, ahora que Nikki ha comenzado a hablar del traslado de mentes humanas de un cuerpo a otro, no puede dejar de pensar en las consecuencias finales de esta ardua investigación. Es incapaz de ignorar el objetivo de Avatar, la transmigración del tigre en gacela: Genghis Mao es el tigre, y Sadrac la miserable gacela. ¿Qué pasa con la gacela cuando invade al tigre? Sadrac piensa por un momento en una posibilidad de salvación que antes no había considerado: si pueden trasladar la mente de una oveja al cuerpo de una leona, y la mente de Genghis Mao al cuerpo de Sadrac, de la misma manera pueden transplantar la mente de Sadrac a algún otro cuerpo, y dejarlo que viva en él, un tiempo más.

Pero la fantasía se desvanece en el instante que nace. No quiere trasladarse a otro cuerpo, quiere conservar el suyo. Qué parecido a un sueño es todo esto, piensa Sadrac. La única diferencia es que se trata de un sueño del cual no despertará.

—¿Durante cuánto tiempo harán experimentos con implantaciones humanas —pregunta Sadrac— antes de estar preparados para…

—¿Transplantar al presidente?

—Sí.

Nikki se encoge de hombros.

—No te puedo responder. Depende de los problemas que surjan con los transplantes humanos experimentales. En caso de que surjan problemas de adaptación psicológica más complicados de lo que esperamos, en caso de que el transplante provoque anormalidades psicóticas, o trastornos cerebrales o pérdida de la identidad o algo por el estilo, pueden llegar a pasar meses o tal vez años antes de que nos atrevamos a trasladar a Genghis Mao a otro cuerpo. Nuestros experimentos con animales no han indicado que sucederá ese tipo de cosas, pero la mente humana es más compleja que la de un spaniel, y debemos aceptar la posibilidad de que una mente compleja reaccione de una manera complicada ante algo tan traumático como es un cambio de cuerpos. Por lo tanto, procederemos con cautela, a menos que Genghis Mao esté a punto de morir, en cuyo caso será necesario realizar un transplante de emergencia y ver qué sucede. No es ese nuestro deseo, desde luego.

—Desde luego —repite Sadrac indiferente.

—Preferiríamos hacerlo de una manera organizada. Un período de experimentos con sujetos humanos, y luego, si no han surgido inconvenientes, nos gustaría hacer dos o tres transplantes preliminares de Genghis Mao antes de…

—¿Qué?

—Si. Insertar el modelo de la mente de Genghis Mao en varios cuerpos donantes temporarios, simplemente para observar cómo reacciona el presidente al ser transplantado, que adaptaciones serán necesarias para…

—¿Y qué harán con todos los Genghis Mao de sobra? —pregunta Sadrac—. Ya sé que es una bellísima redundancia mantenerlos en reserva, pero si todos empiezan a dar órdenes al mismo tiempo…

—Ah, no —dice la doctora Crowfoot—. La mente de Genghis Mao no permanecerá en los sujetos experimentales.

Ese tipo de redundancia no nos interesa en absoluto. Nuestra idea es destruir todos los sujetos experimentales, una vez hechas ¡as pruebas, anularles la mente por completo.

—Ah, sí. Siempre que el sujeto se los permita.

—No te entiendo.

—Recuerda que una vez hecho el transplante, el sujeto con el que tratarán no será un pobre diablo indefenso, será Genghis Mao contenido en un nuevo cuerpo. Tendrán que enfrentarse con el alma dominante de esta era, y pueden llegar a tener problemas.

—Lo dudo —dice Nikki airosa—. Tomaremos precauciones. Ven por aquí, por favor.

Lo conduce hacia una inmensa computadora, toda una pared de metal gris y verde, de donde sobresalen extrañísimos aparatos. Aquí, explica Nikki, está conservada la esencia codificada de Genghis Mao, todo lo que se ha registrado hasta el momento, un modelo de persona digitado, casi completo, capaz de responder a estímulos en la misma medida que responde el verdadero Genghis Mao, calculado para una probabilidad de siete a ocho decimales. Nikki se ofrece a activar el aparato creador de estímulo para demostrar la reacción del modelo de la persona de Genghis Mao, pero Sadrac, que de pronto se siente deprimido, no muestra mucho interés. Nikki le sigue mostrando las maravillas de Avatar, pero como advierte el poco entusiasmo de Sadrac y comprueba que él ha decidido dejar de fingir interés por sus milagros tecnológicos, lo conduce a su oficina privada y cierra la puerta con llave.

Están de pie, mirándose de frente, a menos de— un metro de distancia. Sadrac siente, de pronto, una excitación física intensa, intensidad que lo sorprende. Creía que, después de saber que Nikki lo había traicionado, habla perdido para siempre todo el deseo por ella. Pero no, el deseo perdura, y más apasionado que nunca. La tentación de su cuerpo cobrizo y suave, el recuerdo de su fragancia, el brillo de sus enormes ojos oscuros y penetrantes. La princesa india, Pocahontas, Sacajawea, aún ahora lo atrae. Ya no ve en ella a la ingeniosa mujer de ciencia cuyo talento lo ha arruinado: sólo ve a la mujer hermosa, apasionante, irresistible. Se siente seducido por el cuerpo de Nikki y sabe que ella siente lo mismo por él.

¿Qué hay de extraño, sin embargo, en que un hombre y una mujer, que han sido amantes por muchos meses, que están solos en una habitación cerrada con llave, se sientan invadidos por el deseo, a pesar de todo? Sadrac, no obstante, está aturdido por este súbito cambio de ánimo, por esta atmósfera erótica; el sexo que se estrella inesperadamente contra el escenario de la traición, la depresión, la condena, resulta inadecuado, indeseable, fuera de lugar y grotesco.

Fingiendo indiferencia, permanece inmóvil.

—¿Cómo te sientes Sadrac? —pregunta Nikki con ternura, después de un momento—. ¿La pasas muy mal?

—Sigo adelante.

—¿Tienes miedo?

—Un poco. Más que miedo es indignación, pienso. —¿Me odias?

—Yo no odio a nadie.

—Todavía te amo, sabes.

—Guárdatelo, Nikki.

—En serio. Por eso estuve tan mal este último tiempo.

La fuerza de la preocupación de la doctora Crowfoot es como una presencia tangible en la pequeña oficina.

—No me interesa saberlo.

—Entonces me odias.

—No. Simplemente no me importa tu remordimiento. —¿Y mi amor?

—¿Tal como es?

—Tal como es.

—No sé —dice Sadrac— No tengo ganas de pensar en cosas que me compliquen más de la que estoy.

—¿Qué harás, Sadrac?

—¿Qué quieres decir con "que harás"?

—No te quedarás en Ulan Bator, supongo.

—Todos me dicen que me escape.

—Sí.

—No tendría sentido.

—Podrías salvarte —le dice la doctora Crowfoot.

Sadrac menea la cabeza.

—Imposible todo el planeta está vigilado, Nikki. Observa el Vector de Vigilancia Uno durante quince minutos, y te darás cuenta de lo que digo. Ya lo sabes. Tú misma me dijiste que es imposible escapar. Hay un localizador para cada individuo. Además, si desaparezco tu proyecto volvería a arruinarse.

—¡Ay, Sadrac!

—En serio. Yo soy el hombre clave, ¿no es cierto? —No seas idiota.

—Tendrían que buscar otro donante y, entonces, tendrías que volver a recalibrar todo otra vez y tú…

—Basta. Por favor.

—Está bien —dice Sadrac—, pero, de todas maneras, es inútil tratar de escapar del Khan.

—Ni siquiera lo intentarás.

—Ni siquiera lo intentaré.

Nikki lo mira tranquila y en silencio durante unos cuantos minutos al cabo de los cuales dice:

—Pienso que lo que dices debería tranquilizarme.

—¿Por qué?

—Si tú no asumes la responsabilidad de salvarte, entonces yo no tengo que sentirme responsable por lo… por…

—¿Por lo que me sucederá si me quedo aquí?

—Sí.

Tienes razón. No tienes por qué sentirte culpable. Ya me han prevenido lo suficiente y yo decido, por propia voluntad, quedarme y aceptar mi destino. Estás absuelta, Nikki, y libre de culpa.

—¿Lo dices con ironía?

—No precisamente.

—Nunca me doy cuenta cuando hablas con ironía. —Esta vez no.

Una vez más, sus miradas se encuentran, extrañas y penetrantes. Sadrac siente aún esa misteriosa excitación sexual, ese deseo grotesco y fuera de lugar. Sabe que si se acerca a ella y la abraza hasta caer en el piso alfombrado de esta oficina, entre el escritorio y los ficheros, harán el amor, sí, aquí, ahora, en la oficina de la doctora Crowfoot, y será el ultimo acto de amor enloquecido y frenético. Luego piensa en Eis y los demás miembros del laboratorio, que corren de un lado a otro, detrás de esa puerta cerrada, ocupados con sus computadoras y sus chimpancés, haciendo transferencias simuladas de la persona de Genghis Mao a la corteza física de Sadrac Mordecai. Este pensamiento sofoca apenas la pasión que lo invade, pero sólo apenas.

Nikki echa a reír.

—¿Qué es lo que te causa gracia? —pregunta Sadrac. —¿Te acuerdas —dice Nikki— de la vez que hablamos sobre el concepto de que tú y Genghis Mao eran un sólo sistema de vida, una unidad de procedimiento de datos autocorrectiva? Fue antes de que sucediera todo esto. Mangú estaba vivo aún, creo. Yo decía que el mazo y el formón y la piedra eran aspectos del escultor, o para ser más precisa, que el escultor y sus herramientas y materiales forman en conjunto una única entidad de pensamiento y acción, una sola persona, y que tú y Genghis Mao…

—Sí. Me acuerdo.

—Ahora se ajustará más aún a la realidad, ¿no es así? En su sentido más literal. Me parece una horrible ironía. Tu sistema nervioso y el de él entrelazados, unidos, indivisibles. Cuando hablamos aquella vez, tú me decías que no, que no era una analogía verdadera, que Genghis Mao podía enviarte información a ti pero no tu a él, de manera que hay una limitación en la corriente de información, un límite que separa a los dos individuos. Eso cambiará ahora. Resultará imposible decir dónde termina uno y dónde empieza el otro.

Pero aun aquella vez, yo intentaba explicarte que no habías captado la idea, que el mármol no puede diseñar la escultura pero, sin embargo, es parte de todo el sistema involucrado en la realización de la escultura, y que aunque tú no puedas transmitirle información metabólica a Genghis Mao eres parte de todo el sistema que constituye Genghis Mao. Hay interacción, hay una relación de realimentación que los une, hay… — Nikki detiene de pronto este veloz torrente de palabras. En un tono de voz completamente distinto dice—: ¿Ay, Sadrac, por qué no quieres esconderte?

—Ya te lo dije. Es inútil. Ya lo repetí hasta el cansancio, pero parece que no me quieren creer.

Sadrac piensa en su persona como parte de todo el sistema que constituye Genghis Mao. Analiza las analogías.

No cabe duda de que sus sensores y sus nódulos lo unen al Khan de una manera muy especial, pero él no es ni más ni menos importante para el sistema que constituye Genghis Mao que lo es el trozo de mármol de Miguel Ángel para todo el sistema involucrado en la realización de la estatua. Si Miguel Angel hubiera considerado que un trozo de mármol dejaba de ser necesario para el sistema, lo hubiera descartado y hubiera introducido otro.

Nikki tiembla.

—Si tú no tratas de salvarte —le dice—, entonces nadie podrá hacer nada por ti.

Una vez que el y Genghis Mao compartan el mismo cuerpo, serán verdaderamente una unidad integrada de procesamiento de datos. Desde luego, una unidad semejante necesitará una sola biocomputadora, un cerebro, una mente, un individuo, y ese individuo no será Sadrac Mordecai. —Ya lo sé —dice Sadrac— Eso ya lo hablamos. Yo soy el único responsable.

—¿No te importa?

—Tal vez no. Ya no. No sé.

—Sadrac…

Nikki hace un gesto de acercamiento, un gesto tentativo, tal vez erótico, o tal vez simplemente sea un gesto de ayuda a un hombre cuya vida está al borde del colapso. Sadrac se echa hacia atrás. Un muro invisible los separa, una barrera impermeable de palabras y temores y dudas y titubeos y culpas. Pero a Sadrac no le importa, se refugia detrás de ese muro. Sin embargo, la atracción sexual perdura, esa línea rígida e incandescente de tensión erótica, una línea que los une, que atraviesa la barrera, la perfora, la quema, la res quebraja hasta hacerla desaparecer. Sadrac ama a Nikki, odia, la desea, la detesta. Hace un ademán tentativo de acercamiento, pero se detiene. Parecen dos adolescentes inseguros de ellos mismos, una inseguridad absurda, llenos de prejuicios, jugándose tretas ridículas, acercándose con ímpetu y luego retrocediendo nerviosos. Los dos sonríen tensos. Los dos están perfectamente conscientes de los súbitos cambios de equilibrio que ocurren dentro de ellos y entre ellos. Es como si fueran viajeros a bordo de un vapor qué navega en un mar de aguas turbulentas y agitadas. Están atrapados en un diminuto camarote, donde un cofre de metal macizo se desliza de un lado a otro con el vaivén convulsiva de las olas, estrellándose contra la pared, amenazando con golpearlos si no logran esquivarlo mientras se balancea a sus pies. Hay una suerte de comicidad innegable en esta situación, pero el peligro existe y no es de ninguna manera divertido. ¿Cuánto tiempo más podrán resistir? El cofre es tan pesado, el mar está tan embravecido el camarote, es tan pequeño, ellos ya están agotados…

De pronto se abrazan, se fusionan uno con el otro, bocas, que se buscan, dedos que se entierran en la carne. Sadrac está aterrado por el poder de esa fuerza ciega e irracional que se ha descargado sobre él y que él ha descargado.

—No —murmura. Sin embargo se aferra a las ropas de Nikki, la abraza apasionado, busca la plenitud de sus pechos. por debajo del delantal tan poco erótico.

—No —dice Nikki en un quejido, aparentemente tan aterrorizada como Sadrac. Sin embargo, ninguno de los dos resiste. Se tambalean de una manera casi cómica, se balancean, hasta caer en el piso alfombrado, entre el escritorio y los ficheros.

Ninguno de los dos se desviste: Sadrac se baja el cierre del pantalón y Nikki se sube la pollera. Esto no es un acto de amor tierno, de ninguna manera, ni siquiera un despliegue de atletismo sexual, es un acoplamiento salvaje, una unión de carne, desesperada y poco sofisticada. Sadrac desliza los dedos por los muslos de Nikki hasta encontrar y palpar esa ranura secreta, ya humean y caliente, oculta entre sus piernas. Nikki jadea y empuja la pelvis hacia Sadrac, quien la penetra en una embestida ciega y violenta. Apenas tienen lugar para moverse: Nikki se inclina hacia arriba, los pies apuntando el cielo raso, y Sadrac la toma por las nalgas para sostenerla. Los cuerpos se oprimen con frenético vigor. Nikki alcanza el orgasmo casi inmediatamente, entre convulsiones y risitas poco características en ella; después de unos minutos, Sadrac la sigue, entre espasmos nerviosos y descontrolados que le arrancan un grito grotesco y esforzado. Luego en grosera culminación, se hunde, agotado, en los pechos de Nikki, que lo aprieta entre sus manos con paciencia tierna y maternal, como si estuviera dispuesta a tenerlo entre sus brazos durante horas o semanas. AL cabo de dos o tres minutos, sin embargo, él se aparta, aturdido, confundido, sin poder creer lo que acaba de suceder.

Se miran. Sadrac hace un guiño y Nikki le devuelve el gesto. La perturbación se refleja en sus sonrisas débiles y tenues.

Sadrac se pone de pie y Nikki permanece tendida en el piso con las piernas extendidas sobre la alfombra, la pollera plegada le rodea las caderas, la cara le brilla con gotas de sudor, la mirada, enrojecida y divagarte. Sadrac, curiosamente fastidiado, aparta la mirada del cuerpo de Nikki: no es que ese pubis descubierto le parezca repulsivo, pero, por alguna razón que no logra entender, no tiene deseos de merarlo. Tal vez lo asuste el poder que esa caverna oscura y húmeda ejerce sobre él, ese primitivo abismo femenino, irresistible, arrollador. Finalmente, se arregla la ropa, tose como para darse seguridad y se inclina para ayudar a Nikki a levantarse, pero ella lo aparta suavemente y se pone de pie, prescindiendo de la mano de Sadrac. Se miran de rente, él no tiene nada que decir; y Nikki, salvando este momento de tensión, lo toma de la mano, y, con una sonrisa dulce y cariñosa, le sella los labios en un beso suave e inocente, un beso de bocas que se acarician, un beso que, al tiempo que agradece la intensidad de lo que acaba de ocurrir lo cancela en el pasado. Sadrac, entonces, se prepara para irse.

—Sálvate —murmura Nikki—. Nadie puede hacerlo por ti.

—Todavía tengo mucho que analizar.

—Vete, entonces, y piensa. Te amo, Sadrac.

Sadrac sabe que debe responder, pero, a falta de palabras, oprime la mano de Nikki con todas sus fuerzas y se retira.

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