CAPÍTULO 17

Nikki está pálida y demacrada. Aunque todavía no está totalmente repuesta del malestar de ayer, es obvio que ya se siente algo mejor. Se comporta como si supiera la razón de la visita de Sadrac, a quien le bastan unas pocas expresiones rudas para obtener la respuesta que no quiere escuchar. Sí, es verdad. Sí. Sí. Nikki balbucea una confesión perdida entre rodeos y evasiones. Sadrac la escucha y luego le reprocha sereno:

—Podrías habérmelo dicho antes —sus ojos se clavan en los de Nikki, quien esta vez no aparta la mirada: ya no hay secretos entre los dos, ya ha admitido la monstruosa verdad; por lo tanto, puede mirarlo de frente otra vez.

—Pudiste habérmelo dicho —dice Sadrac—. ¿Por qué no me lo dijiste, Nikki?

—No pude. Era imposible.

—¿Era imposible? ¿Era imposible? No, no era imposible: todo lo que tenías que hacer era abrir la boca y dejar que brotaran las palabras. "Sadrac, creo que debo prevenirte…"

—Basta —estalla Nikki—. A mí no me parecía tan fácil.

—¿Cuándo lo decidieron?

—El día que enviaron a Buckmaster al depósito de órganos.

—¿Tuviste algo que ver con la selección?

—¿Eso es lo que crees, Sadrac?

—Hace tiempo aprendí que los culpables suelen responder a preguntas comprometedoras con otra pregunta.

Nikki se disculpa de inmediato, sin sentirse dolida por este ataque de Sadrac. Es una mujer fuerte, y, ahora que Sadrac la ha desenmascarado, mantiene la calma y la serenidad.

—Genghis Mao te eligió. Ni siquiera me consultó —dice Nikki en tono aplomado.

—Muy bien.

—Debes creerlo.

Sadrac afirma con la cabeza.

—Lo creo.

—¿Y bien?

—¿Intentaste hacerle cambiar de idea, cuando supiste que me había elegido a mí?

—¿Conoces a alguien que haya podido cambiar una determinación de Genghis Mao?

—¿Te das cuenta, Nikki, que frenas mis preguntas con las tuyas?

Esta vez, la puñalada se clava en la serenidad que Nikki acababa de recuperar. Aparta su mirada de Sadrac y dice, con indiferencia:

—Está bien. No traté de discutir con él, no.

Sadrac permanece en silencio unos minutos y luego dice:

—Pense que te conocía muy bien, Nikki, pero estaba equivocado.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pensé que eras la clase de persona que ve al ser humano como un fin, no como un medio. Nunca creí que fueras capaz de permitir que destruyeran a tu… eh… a un buen amigo…, sin mover un dedo para salvarlo, sin ni siquiera decirle una palabra de lo que sabías, ni insinuarle la verdad, tratando, incluso, de eludirlo, como si desde el momento que fue elegido, hubiera dejado de existir para ti, como si temieras contagiarte de su mala suerte.

—¿A qué se debe este sermón, Sadrac?

—Se debe a que todo esto me duele en el alma, a que alguien que yo amaba me traicionó, a que no puedo herirte como me heriste tú a mí.

—¿Qué hubieras querido que hiciera?

—Lo correcto.

—¿Y qué es lo correcto?

—Pudiste haberte enfrentado a Genghis Mao. Pudiste haberle dicho que no ibas a participar de la matanza del hombre que amabas. Pudiste haberle hablado de nuestra relación y decirle que no eras capaz de… ¡Por Dios, Nikki, no tendría que explicarte todo esto!

—Estoy segura de que Genghis Mao está bien enterado de nuestra relación.

—¿Y me eligió a mí, deliberadamente, para poner a prueba tu lealtad? ¿Para ver cómo reaccionarías si tenías que elegir entre el hombre que amabas y tu laboratorio? ¿Acaso fue uno de sus jueguitos psicológicos?

Nikki se encoge de hombros:

—Es perfectamente concebible.

—Entonces, es posible que hayas elegido mal. Quizás intentó medir tu sensibilidad de ser humano y no tu lealtad a Genghis Mao. Y ahora que ha comprobado lo fría, desalmada e insensible que eres, es probable que no quiera tener a alguien como tú a cargo de…

—Basta, Sadrac dice Nikki, casi vencida por este ataque constante, mesurado, sereno y despiadado de Sadrac. Con labios temblorosos, y conteniendo el llanto, dice—: Por favor. Basta. Basta. Has conseguido lo que querías.

—¿Crees que mi actitud es cruel? ¿Acaso no tengo derecho a estar indignado contigo?

—No había nada que hacer.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Y si amenazabas con renunciar?

—Me hubiera dejado renunciar. No soy indispensable. La redundancia es…

—Y tu sucesor hubiera seguido con el proyecto, utilizándome a mí como donante.

—Supongo que sí.

—Aun así, Nikki, aunque nada hubiera cambiado, ¿no te hubieras sentido con la conciencia más limpia, habiendo ofrecido resistencia?

—Quizás, pero nada hubiera cambiado.

—Al menos, hubieras podido prevenirme para que huyera de Ulan Bator. Hubiéramos huido juntos, si tu renuncia te traía problemas con Genghis Mao. Pero no valía la pena destruir tu carrera por mí, ¿no es así?

—¿Huir? ¿Adónde? ¿No piensas que Genghis Mao nos hubiera vigilado a través del Vector de Vigilancia Uno, o de algún otro aparato espía, y nos hubiera dado dos días de vacaciones, y después hubiera mandado a dos policías que nos trajeran de vuelta?

—Puede ser.

—No, puede ser que no. Yo hubiera terminado en el depósito de órganos y tú como donante de Avatar, igual que ahora.

—Por lo tanto —dice Sadrac, después de analizar las palabras de Nikki—, daba lo mismo decírmelo o no. ¿Es eso lo que me quieres decir?

—Daba lo mismo para ti —responde Nikki—, pero no para mí. De una manera perdía mi trabajo y mi pellejo; de la otra, puedo vivir unos anos más.

—Sea como fuere, hubiera preferido que me lo dijeras tú.

—En lugar de Katya.

—¿Cuándo te dije que fue Katya? Nikki sonríe.

—No fue necesario que me lo dijeras, querido.


19 de agosto de 2009

Es verano en Ulan Bator, y en la mitad del globo. Hoy es un hermoso día. En el Vector de Vigilancia Uno se reflejan distintas imágenes de amantes que caminan del brazo por las calles de París, Londres, San Francisco, Tokio. Miradas tiernas, besos cariñosos, golpeteo de cadera con cadera al caminar. Todos bailando la danza del amor, aun los que padecen de descomposición orgánica, aun los que se acercan, poco a poco, a la muerte. ¡Tontos! Yo conozco esa danza, la conozco desde hace cuarenta o cincuenta años. Sí, sí, los primeros encuentros, las tensiones y evaluaciones del comienzo: los amagos y rechazos, el calor del contacto, la disolución de barreras, el primer abrazo, las palabras tiernas, las promesas, la, sensación de complicidad, dos contra el mundo, la fe en que este amor durará para siempre, el descubrir que no, el fracaso, las discusiones, la separación, la herida que se cierra poco a poco, el olvido… Sí, sí, Genghis Mao ya bailó alguna vez la danza del amor, mucho antes de ser Genghis Mao, él ya conoce el juego. Hace tiempo o. ¿Y para qué? El amor es anestesia para calmar el dolor del ego. Un lubricante para las necesidades biológicas. Una diversión, una distracción, una tontería. Cuando me di cuenta de lo que era, renuncié a él, y no me arrepiento. Miren a esos enamorados paseando juntos. "Amor Eterno." Como si cualquier cosa pudiera ser eterna. ¿El amor eterno? ¿El amor? Pero si el amor es una sensación inestable, una tontería termodinámica, dos fuentes de energía, dos soles que tratan de establecer su órbita uno alrededor del otro, con el afán mutuo de entregarse calor y luz. ¡Qué bello, qué ilógico! Tarde o temprano el sistema se destruye por la fuerza de la gravitación, y uno de ellos aniquila al otro, o comienzan a girar en forma de espiral hasta que se produce el impacto, o se apartan uno del otro. Un desperdicio de energía, un desborde. inútil de fuerza vital. ¿Amor? ¡Hay que abolirlo! Si tan solo pudiera.


4 de enero de 1989

He completado el texto de mi doctrina, y, cuando llegue el momento adecuado, la presentaré ante el mundo. Hoy, cuando concluía los últimos párrafos, pensé en un nombre para mi teoría: se llamará depolarización centrípeta, que defino como la invención de una unanimidad de irreconciliables a través de la ilusión del logro de los objetivos exclusivos que todos tienen en común. Arrasará el mundo como lo hicieron alguna vez las hordas del Padre Genghis.


Sadrac decide buscar protección, aunque más no sea transitoria, en el culto de la carpintería. Hasta ahora, este rito de última moda no era más que un entretenimiento para él, una fuente de descanso y liberación, no un centro cuasi místicos como opinan muchos de sus adictos, pero ahora, consumido y desesperado perdidas la calma y serenidad que lo caracterizaban, se entrega por completo a la plena intensidad del rito. Se siente oprimido por el mundo que lo rodea. Aparentemente, todo sigue igual y nada cambiará: continuará con su rutina, con su actividad profesional, con sus ejercicios de gimnasia, con su colección y con sus viajes a Karakorum. En los últimos dos días, sin embargo, consciente del espantoso destino que Genghis Mao— ha preparado subrepticiamente para él, Sadrac ha descubierto que el ritmo cotidiano y agradable de la vida ya no le basta para mantener su aplomo. Su alma se ha imbuido de miedo y dolor, y sabe que el único antídoto es someterse a una fuerza superior a el, incluso superior a Genghis Mao, una especie de poder que lo envuelva todo. Tal vez logre ese sometimiento a través de la carpintería. Con martillo y clavos, entonces, con formón y azada, con garlopa, serrucho y lezna, intenta encontrar la salvación o, por lo menos, trata de liberarse temporariamente de esta angustia.

Esta vez, Sadrac no ira, como es su costumbre, a la inmensa y majestuosa capilla de carpintería de Karakorum, porque la característica atmósfera carnavalesca del lugar tiende a trivializar todo lo que allí hace, ya se trate de practicar el rito de la carpintería o de la muerte onírica o del transtemporalismo o simplemente de hacer el amor. Hoy, está realmente desmoralizado y, por lo tanto, no desea la capilla más suntuosa, sino la más accesible, la que le ayude, cuanto antes, a sofocar su dolor espiritual. Así pues, elige un lugar de Ulan Bator, a orillas del río Tuula, en una de las calles de imponentes edificios macizos de estuco blanco construidos en los últimos días de la República Popular de Mongolia.

Es una capilla austera y funcional, carente de todo tipo de iconografía religiosa o seudorreligiosa. Salas enormes, sin adornos, potentes tubos fluorescentes, olor a aserrín y a aceite de limón: todo conforma un ambiente que bien podría ser el de un taller de carpintería común y corriente, si no fuera por el silencio y la especial concentración con que trabajan los hombres y mujeres sentados en los bancos. Sadrac debe abonar a la entrada, pero lo que paga no es, de ninguna manera, el rito en sí, sino un cargo por servicios que cubre el costo del alquiler de las herramientas, madera y mantenimiento. Lo conducen hasta un armario donde intercambia la ropa de calle por un limpio overol. Luego elige un banco vacío, donde lo aguardan herramientas brillantes, perfectamente lubricadas, ordenadas con un sentido de la simetría y la prolijidad que es netamente japonés: formones de distintos tamaños dispuestos en una hilera definida, un surtido variado de martillos y mazos, un manojo de calibradores, taladros, tenazas, compases, falsas escuadras, limas, escuadras y reglas. Este despliegue premeditado de material, tan surtido y abundante, tiene como objeto impresionar al adorador con la esencia sacerdotal del oficio, su antiguo linaje, y su complejidad.

Nadie le dirige la palabra. Nadie lo mira, ni tampoco lo harán: toda persona que entra en esta sala, debe permanecer aislada con sus herramientas y madera. A medida que Sadrac se prepara para entrar en el estado inicial de meditación, una extraña solemnidad lo embarga. Antes venía a la capilla tan sólo para relajarse un par de horas, cortando y uniendo madera, y consideraba esta experiencia como un mero entretenimiento, al mismo nivel que un partido de golf o de billar. Así, lograba concentrarse en la primera etapa de la ceremonia de una manera casual y agradable, aceptándolo como parte de la tradición, en la misma medida que un jugador de golf, para entrar en ambiente, revolea el palo antes de pegarle a la pelotita, o un jugador de billar apunta cuidadosamente el taco de billar antes de tirar. Esta vez, en cambio, respetuoso del rito, concentrado en la reflexión, circunspecto y meditabundo, oprime las palmas contra la mesa de trabajo e inclina la cabeza, consciente de la esencia sagrada que lo rodea y que poco a poco se filtra en su alma.

Lo primero que debe considerarse en esta etapa son las herramientas, su forma y su esencia divina. Lo fundamental es visualizarlas y nombrarlas: ésta es una sierra común, ésta una sierra para juntas, ésta una barrena de mano, éste un punzón para clavos. Luego el adorador debe abstraerse pura y exclusivamente en la función de las herramientas, para lo cual es necesario imaginarlas en acción, lo que, a su vez, requiere la concentración en determinadas técnicas básicas de carpintería y ebanistería: la confección de cajas y espigas, la construcción de vigas y marcos, el ensamblaje de láminas de madera, ajuste de riostras, codales y cuñas. Esta etapa de la meditación es la más prolongada y la más intensa. Sadrac ha oído decir que algunos adictos al culto dedican toda la energía de su adoración a esta etapa, y que nunca utilizan, de hecho, las herramientas y la madera, sino que simplemente practican una comunión mental que los satisface plenamente. Nunca le fue posible entender cómo podían lograr semejante cosa, pero ahora, que está aquí sentado, empalmando espigas y cajas imaginarias, lengüetas y ranuras, tallando e ingleteando, descubre que puede prescindir perfectamente del trabajo manual verdadero, si uno logra compenetrarse de lleno con la meditación.

Sadrac es consciente de todo eso, pero de todas maneras se dispone a llevar a cabo la etapa terminal de la meditación, que consiste en penetrar en la madera, la esencia madre. Se trata, también, de un ejercicio con estructura propia, cuyo primer paso es imaginar árboles, no cualquier árbol, sino árboles de un determinado tipo de madera, lo cual será elección del adorador. Sadrac, por ejemplo, elige pino o abeto, por lo general, aunque a veces se le antojan maderas más exóticas como ébano, caoba, teca, palisandro. Es indispensable ver el árbol, imaginarlo desmontado, llevarlo al aserradero, esperar que se estacione y contemplar, finalmente, el trozo de madera acabada, las vetas, la textura, la humedad, la vulnerabilidad de contracción y abaleo, y todas sus características y bellezas particulares. Y entonces, sólo entonces, cuando se siente el sabor de la madera, cuando la herramienta imaginaria arde en las manos, llega el momento de ponerse de pie, ir al depósito, elegir una madera y comenzar, por fin, a trabajar.

Ya en esta etapa, Sadrac sabe cuáles serán las características de la ceremonia que hoy practicará. No hará un trabajo de ebanistería ornamentada, sino de carpintería pura, sencilla y austera, un trabajo que afecte la esencia de la forma: construirá la cimbra para una bóveda de material, que ya se ha dibujado en su mente con nervaduras y ligamentos, puntales y apoyaderos, listones y cuñas; ha calculado la curvatura, el tramo, la altura del empino, la línea de imposte, todo en un súbito arranque de visión mental, y ahora sólo tiene que cortar, limar y martillar, y cuando haya terminado, desarmará todo, quemará el aserrín como culminación de la ceremonia, y luego se marchará, ya sereno y despejado.

Una especie de energía ardiente lo inunda: trabaja a toda prisa, del depósito al banco, del depósito al banco; en la boca, un manojo de clavos de seis tamaños diferentes; no se detiene ni por un instante, y aun así, no hay nada de violento en su tarea, ya que el objeto de esta sesión es, precisamente, lograr la paz espiritual. Por lo tanto, el trabajo debe realizarse con ligereza, pero sin atropellos. Sadrac construye sereno. El propósito de la obra está contenido en su propia esencia sin extenderse más allá de su función espiritual, ya que nadie usa lo que construye, nadie se lleva consigo lo que ha armado en la capilla de carpintería, en la misma medida en que nadie trabada con herramientas propias. Después de todo, no se trata de sustituir el trabajo manual que no se ha hecho en casa, sino de ejercitar la habilidad para unir, y experimentar así la conexión del universo. El trabajo que se hace en la capilla es, de hecho, algo incidental, un. medio para un fin, y de ninguna manera se lo debe considerar como una meta en sí. Esta es la primera vez que Sadrac logra entender la naturaleza de este rito, ya que hasta ahora se deleitaba ante el trabajo como elemento físico, martillando y uniendo, apreciaba la obra como recompensa estética, como algo macizo y atractivo que tomaba forma entre sus manos, y siempre lamentó tener que desarmarlo, como lo exige la ceremonia. Lo que ocurre es que la carpintería era para Sadrac algo tan superficial como un partido de tenis o de golf o un paseo en bicicleta, y nunca había experimentado los alcances más profundos del espíritu, que según había oído, alcanzaban los demás adictos. Ahora sí, logra esos alcances o, por lo menos, se aproxima a ellos, penetrando en dimensiones inesperadas que disipan sus temores y resentimientos y lo purifican. Lo mismo, probablemente, haya sentido el Creador, cuando le daba forma al mundo en un tranquilo atardecer, experimentando una sensación de plena identificación con la tarea, una sensación de absoluta impersonalidad, la sensación de ser tan sólo el portador de la gran fuerza hacedora que flota a través del universo. No cabe duda, sin embargo, de que se alcanza el mismo estado de paz a través de un partido de tenis o de golf o de un paseo en bicicleta. La forma de lograrlo es lo de menos: lo mas importante es el estado mental hacia el cual se encaminan los pensamientos. Sadrac observa el arco, que va tomando forma. No es su arco, sino el arco, el prototipo de todos los arcos, el arco donde descansa la bóveda de los cielos, y él y el arco se han vuelto un solo ser, y Sadrac Mordecai de Ulan Bator, soporta todo el peso del cosmos, Pero no siente la carga. ¿Acaso un arco se queja por el peso que sostiene? El arco, si es un arco bien construido, transmite el peso a la tierra y la tierra tampoco se queja, sino que imparte la presión de su carga a las estrellas, que la aceptan complacientes, puesto que ni la carga ni el peso existen, sólo se siente el flujo y reflujo de la sustancia entre los miembros enlazados de esa gran y única entidad que es la matriz de todo. ¿Si uno es capaz de percibir esa sensación, entonces, es acaso tan grave el hecho de que el cuerpo de un individuo, que aloja en ese momento un patrón de respuestas llamado "Sadrac Mordecai—, aloje dentro de poco tiempo otro patrón de respuestas llamado "Genghis Mao-? Ese tipo de transformaciones carecen de significado, ya que no ocurre ningún cambio: se trata simplemente de transferencias y no de transformaciones. La única realidad es la realidad del flujo eterno. Sadrac flota en la pureza de la armonía y la paz.

El arco esta terminado. Sadrac admira ligeramente la perfección de su estructura; luego, en un mar de serenidad, lo derriba de un golpe y lleva los pedazos al depósito de material sobrante.

¿Acaso el solo hecho de que los componentes del arco se hayan desintegrado significa que el arco ya no existe? No. El arco existe, y brilla en la mente de Sadrac con la misma intensidad que cuando acababa de concebirlo. El. arco existirá siempre. El arco es indestructible. Sadrac vuelve a colocar las herramientas en el orden impecable en que las encontró, recoge el aserrín, y para concluir el rito, lo quema en la urna. Una vez que el banco queda totalmente limpio, se arrodilla, inclina la cabeza, y permanece en esta posición durante un minuto o dos. Ya ha alejado toda turbación y pena, tiene la mente en blanco, una tabula rasa, y está totalmente recuperado. Finalmente, se va.

Por todas partes hay imágenes de Mangú, la cara del apuesto mogol estampada en las fachadas de los edificios y reflejada en grandes estandartes que, atados a los postes de luz, se elevan imponentes sobre las calles. En la intersección de tres avenidas importantes, se ven hombres que trabajan activos, levantando la armadura de lo que, sin duda, será una inmensa estatua del virrey desaparecido. El proceso de la canonización ha avanzado considerablemente. Es evidente que día a día la memoria dé Mangú se impone en la conciencia de los ciudadanos de la capital mundial, y, sin duda, de los ciudadanos del resto del mundo. El recuerdo de Mangú, ahora que ha muerto, ha adquirido un poder y una presencia, de la cual Mangú nunca había gozado en vida: se ha transformado, indudablemente, en un semidiós aniquilado, en Balder, en Adonis, en Osiris, la promesa desangrada de la primavera que pronto volverá a surgir.

Sadrac, recuperada su frescura y agilidad vivaz, camina hacia el río, silbando una deliciosa musiquita romántica que, según cree, es una melodía de Rachmaninov. Mientras camina, advierte que alguien lo sigue: es un hombre que salió de la capilla de carpintería después de él. Pero Sadrac no se preocupa. Por ahora, nada lo preocupa, al contrario, se deleita con todo lo que lo rodea; la llanura, las colinas, el aire fresco y suave de la primavera, la idea de que un individuo lo está siguiendo, aun con la ridícula ubicuidad de Mangú, cuyos rasgos suaves y simétricos están presentes en todas partes, en buzones, en los cestos de residuos, en el pequeño muro blanco del bulevar que bordea el río, en banderas y banderines. Todo está hecho en tonos de amarillo, el color de luto de los mogoles, que ofrece una curiosa característica de brillo y festividad, como si estuviera por comenzar un desfile en honor a Mangú, seguido por la segunda llegada del glorioso virrey. Sadrac sonríe. Apoya su figura longilínea contra el muro del bulevar para apreciar la belleza del río, la corriente turbulenta, que, acelerada por la creciente de primavera, avanza con intensa energía entre un vaivén de remolinos. Sadrac imagina los filamentos y zarcillos de los arroyos tributarios que se extienden alrededor del canal que baila a sus pies, aunando estas tierras áridas, trayendo alegres el agua de la montaña, entregándosela al río y luego al mar, un inmenso sistema arterial que abastece a esa entidad viva y palpitante que es la tierra. La imagen reconforta su alma de médico, y hasta le parece escuchar la respiración del planeta, y aun los latidos del corazón terrestre, tam— tom, tam-tom, tam-tom.

El individuo que lo ha estado siguiendo aparece ahora en el bulevar y se ubica a la izquierda de Mordecai. Los dos, uno al lado del otro, contemplan el río en silencio. Después de un momento, Sadrac arriesga una mirada furtiva y descubre que el hombre es Frank Ficifolia, el experto en comunicaciones, el diseñador del Vector de Vigilancia Uno. Ficifolia es bajo, de rasgos y líneas redondeadas, un hombre capaz, de unos cincuenta años aproximadamente, sociable y conversador, y, por lo tanto, este silencio poco característico en él resulta significativo. Al entrar a la capilla de carpintería, a Sadrac le pareció ver a alguien que podía ser Ficifolia, pero, cumpliendo con las normas del culto, no volvió a mirarlo para comprobar de quién se trataba. Ahora. confirma su suposición, pero, cumpliendo también con ciertas normas, aunque de otra índole, no le dirige la palabra a Ficifolia: en este mundo vigilado y enloquecido de Genghis Mao, a menudo ocurren situaciones como éstas, en las que alguien se acerca con el deseo de hablar sin que adviertan que mantiene una conversación. Muchas veces, Sadrac ha mantenido largos diálogos con personas que ni siquiera lo miraban y aun con personas que le daban la espalda para disimular. Por lo tanto, ignora la presencia de Ficifolia, continúa contemplando el río embravecido y espera.

Finalmente, Ficrfolia dice, a propósito de nada y sin mirar a Sadrac:

—No puedo entender cómo es que todavía está aquí.

—¿Cómo?

—En Ulan Bator. Esperando la guillotina. Yo en su lugar me escondería, Sadrac.

—Entonces, sabe…

—Lo sé, sí. Varias personas lo saben. ¿Qué piensa hacer?

—No sé. Seguramente me quede donde estoy para pensar un poco. Tengo que evaluar una serie de cosas.

—¿Evaluar? ¿Evaluar? ¡Era de suponer que usted diría algo así! —Ficifolia trata de no mostrarse agresivo, pero no puede controlar sus emociones. Levanta la voz y gesticula exaltado—. ¿Quiere que le diga una cosa? Usted nunca perteneció a esta ciudad, porque no reúne ¡os requisitos necesarios, no es lo suficientemente loco. Es tan sereno, tan racional, analiza demasiado las cosas, y ahora quiere detenerse a hacer evaluaciones cuando están a punto de eliminarlo. Dígame, ¿cómo aterrizó aquí? Éste es un lugar para dementes. Lo digo en serio, Sadrac. Es un manicomio dirigido por lunáticos, y el lunático que preside es el más loco de todos, y usted está fuera de lugar aquí. ¿Puede haber algo más loco que un mundo podrido gobernado por burócratas ahogados en Antídoto y dirigido por un líder mogol que piensa vivir para siempre? ¿Hay algo de cuerdo en eso? ¿Es, acaso, el resultado lógico de quinientos años de imperialismo occidental? ¿Y los ojos espías por todas partes? ¿Eh? ¿Los vectores de vigilancia que están grabando mis palabras en este mismo momento y transmitiéndolas a Dios sabe qué clase de máquina para que tal vez nadie las recopile ni las analice de aquí a tres mil años? ¿Y los policías robot? ¿Y los depósitos dé órganos? Cualquiera que tome este mundo en serio tiene que ser un loco, y eso es lo que somos, todos, absolutamente todos, Avogadro, Horthy, Lindman, Labile, yo, toda la pandilla. Menos usted, tan solemne, tan controlado, tan complaciente, cumpliendo con su trabajo, usted y Warhaftig, cosiéndole el nuevo hígado al Khan, nunca una sonrisa, ninguno de los dos le dice al otro "Esta forma de vida es una locura", no, ni siquiera perciben la locura porque son básicamente cuerdos. No, Warhaftig no, él es un robot o un lunático, pero usted, Sadrac, nunca se inmuta, está lleno de horribles aparatitos microscópicos y ni siquiera eso lo altera. ¿Nunca tiene anos de gritar y patalear? ¿Por qué tiene que aceptar todo, asta la idea de que Genghis Mao lo expulsará de su propio cuerpo? ¿Por qué… —Ficifolia se contiene de pronto. Le tiemblan los músculos faciales en una serie de tics convulsivos. Logra controlarse y recuperar la calma. Cambiando el tono de voz dice—: Realmente, Sadrac, tiene un problema muy grande. Tiene que huir mientras pueda hacerlo.

Sadrac menea la cabeza. —Esconderme iría contra mis principios.

—¿Y cuáles son sus principios? ¿Morirse?

—No, pero no me esconderé. No está de acuerdo con mi forma de ser. Mi gente pasó la vida escondiéndose. La época del subterráneo terminó para siempre.

—"Mi gente pasó la vida escondiéndose" —Ficifolia hace la mímica en tono agudo y grotesco—. ¡Dios! ¡Dios! Quizá lo subestimé. Quizás es tan loco como el resto de nosotros. Genghis Mao lo ha sentenciado a muerte, lo agregó a la lista negra, y para usted es más importante su orgullo racial que su vida. ¡Bravo, Sadrac! Muy noble de su parte. Muy estúpido.

—¿En dónde me voy a esconder? Los aparatos espías del Khan me encontrarían en cualquier parte. Aparatos que usted ayudó a inventar.

—Hay formas.

—¿Disfrazarme? ¿Pintarme la piel de blanco? ¿Usar una peluca rubia?

—Podría desaparecer como lo hizo Buckmaster.

Sadrac tose.

—No estoy para bromas pesadas, Frank.

—No me refiero a los depósitos de órganos. Estoy hablando de desaparecer. Nosotros lo hicimos desaparecer a Buckmaster y podríamos hacer lo mismo con usted.

—¿Buckmaster no está muerto?

—Vivito y coleando. Alteramos el sistema de la computadora maestra del registro de personal. Transpusimos seis dígitos binarios y los registros marcaron que Roger Buckmaster había sido enviado al depósito de órganos tal y tal día y que había sido debidamente descuartizado. Y si eso está registrado, es más real que la realidad. La realidad de las máquinas es una realidad más fidedigna que la realidad real. Si Buckmaster aparece en alguno de los rasares del Khan, la computadora rechazará la información, porque los registros indican que Buckmaster ha muerto, y, por consiguiente, es imposible encontrar a un muerto caminando.

—¿En dónde está?

—Eso no importa ahora. Lo importante es que nosotros lo salvamos y podemos salvarlo a usted.

—¿Nosotros? ¿Quiénes son nosotros?

—Eso tampoco importa.

—No sé si debo creer todo esto, Frank.

—No, no. No me crea. Son todas mentiras. La verdad es que soy espía del Khan, y le estoy haciendo hablar para que caiga en la trampa. ¡Por Dios, Sadrac, use la cabeza! ¿Qué cree? ¿Que quiero ocasionarle problemas? Usted ya tiene problemas. Me estoy jugando el pellejo para…

—Está bien. Déjeme pensar, Frank.

—Y bueno, piense.

—Ustedes arreglan todo y yo desparezco. Ahora bien, me transformo en una persona sin identidad y sin profesión. ¿Usted cree que podré practicar la medicina escondido en un sótano? Estudie para ser médico. Quizás, no para ser el médico de Genghis Mao, pero el médico de alguna otra persona… Frank. Si no me dedico a eso, no soy nadar sino un desperdicio de habilidad y talento. Yo mismo voy a sentir que no soy nadie. ¿(qué sentido tiene desaparecer para llevar una vida de ese tipo? ¿Y cuánto tiempo tendría que estar bajo tierra? Pasar el resto de mi vida encerrado en un sótano no es mucho mejor que dejar que Genghis Mao me use para Avatar. En realidad, no se que prefiero.

—Tendría que, estar escondido mientras Genghis Mao viva, pero después…

—¿Después? ¿Qué después? Genghis Mao puede llegar a vivir cien años más. Yo no.

—El tampoco —la voz de Ficifolia sugiere un tono de amenaza.

Sadrac está atónito. Ni siquiera sabe si creer una palabra de todo esto. ¿Buckmaster vivo? ¿Ficifolia subversivo? ¿Una conspiración para eliminar al Khan? Necesita calmar su intriga, saber las respuestas de las mil y una preguntas que se agolpan en su mente, pero, por el rabillo del ojo, alcanza a ver a dos individuos vestidos de gris y azul: son policías que están haciendo la ronda. Por lo tanto, no habrá respuestas ahora. Ficifolia también los ve y, asintiendo con la cabeza más disimuladamente que nunca, dice:

—Piénselo. Haga sus evaluaciones y después dígame qué piensa hacer.

—Está bien.

—¿Ha visto alguna vez el río tan crecido como hoy?

—Este invierno nevó más que lo acostumbrado —dice Sadrac, al tiempo que pasan los policías.

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