CAPÍTULO 13

Por lo general, Sadrac pasa sus noches libres con Nikki Crowfoot, pero no siempre: no son marido y mujer, no están casados. Sadrac ama a Nikki, o cree que la ama, lo cual significa exactamente lo mismo para él. Esto, sin embargo, no quita la posibilidad de que Sadrac salga con otras mueres, como por ejemplo esta noche, que ha ido a Karakorum con Katya Lindman, a quien nunca ha logrado evadir por un período prolongado. Hoy, entonces, es Katya quien está en ascensión como un maligno Saturno que se eleva hacia la casa de Acuario. Nikki está en otra parte; Sadrac no sabe en dónde y, por lo tanto, está libre, disponible y vulnerable. Hoy es Katya la dueña de la noche.

—¿Vendrás conmigo a la carpa de la muerte onírica, Sadrac? —pregunta Katya. Su voz es tan grave y potente que anula la voluntad de Sadrac, quien decide finalmente entregarse a los misterios de la muerte onírica. ¿Por qué no? La respuesta afirmativa de Mordecai ilumina los ojos oscuros de Katya con alegría salvaje y diabólica.

El pabellón de la muerte onírica es una enorme carpa negra con franjas anaranjadas, sostenida por una cantidad innumerable de postes. A la entrada, se alza la imagen de la cabeza de un carnero, una figura pesada, tétrica, agresiva, que hace sangrar el aire fresco de la primavera con sus cuernos enroscados, macizos y descollantes. Sadrac sabe que el carnero es Amón-Ra, el dios del miedo, el rey del sol, el patrono de la muerte onírica. Según dicen, este culto tiene sus orígenes en los ritos secretos que se practicaban durante la Quinta Dinastía del Egipto faraónico, a orillas del río Nilo, río lento y abrumador. Sadrac, que recuerda la atmósfera tétrica de la carpa de los transtemporalistas, se sorprende al comprobar que el interior del pabellón de la muerte onírica resplandece con una intensa luminosidad que brota de los distintos accesorios distribuidos por todo el lugar: arañas que cuelgan del cielo raso, lámparas de pie, reflectores; una esplendorosa cascada de cuentas refulgentes que hacen arder el aire con un brillo enceguecedor, azul blanquecino, desterrando las sombras del reino de AmónRa, el rey del sol.

Se les acerca una figura enmascarada, la de una esbelta joven oriental, cuya única vestimenta es un lienzo de color blanco que le rodeó las caderas, y una inmensa máscara dorada, la imagen de una leona, que descansa sobre los hombros delgados. Entre los delicados pechos desnudos, reposa un colgante de oro refulgente, la crux ansata. La joven no habla, pero, con gestos expresivos, conduce a Katya y a Sadrac a través de la carpa entre hombres y mujeres que duermen sobre mullidos colchones de algodón blanco, rodeados por altas barreras de. soga dorada entrelazada en barras de ébano. AL llegar a un compartimiento vacío, el que ocuparán Mordecai y la doctora Lindman, se detienen. En el interior del cubículo hay dos colchones ubicados uno al lado del otro junto con la indumentaria ritual prolijamente doblada, y un baúl de madera trabajada donde, según las indicaciones de la guía, guardarán la ropa de calle. Katya comienza a desvestirse sin rodeos, y después de un momento Sadrac la imita. Es obvio que la guía no tiene interés alguno en la desnudez de la pareja, puesto que permanece de pie en un costado. Sadrac se siente ridículo vistiendo la indumentaria del rito: una pieza de lienzo, del tamaño de un pañuelo, que le cubre las nalgas y los muslos, sujetada al cuerpo por un cordón que rodea las caderas. En el pecho, lleva dos tiras angostas, una de color verde y otra azul, dispuestas en forma de cruz, que Sadrac sujeta con la ayuda de la joven guía.

Katya sonríe. Su desnudez despierta el deseo en Sadrac, un deseo apagado, carente de amor y aun de alegría. El triángulo público una parva densa, oscura y rizada que se desparrama entre los muslos, ejerce una atracción terrible que exalta en Sadrac el anhelo de enterrar su sexo en medio de esa selva, de hundirse como un puñal en las profundidades implacables de Katya, y permanecer allí, inmóvil. La doctora Lindman lleva un taparrabos similar al de Sadrac y un colgante idéntico al de la guía, que, en lugar de cubrir su cuerpo desnudo, lo realza. Como siempre, Mordecai se siente perturbado por la figura de Katya, de caderas anchas y nalgas voluminosas. Parecen las formas de una campesina, el centro de gravedad bajo, el ombligo oculto entre los pliegues del vientre adiposo, y los pechos abundantes y alargados. Es un físico fuerte, corpulento y poderoso, aunque de ninguna manera atlético: una versión exagerada de la Venus, similar a los dibujos prehistóricos de las cavernas de Cro Magnon. Sadrac supone que lo que más lo incomoda es ese contraste entre la figura sensual, robusta y corpulenta, y los labios voraces y dientes filosos, amenazantes. La boca de Katya no corresponde al arquetipo que el resto de su cuerpo proyecta, y esta contradicción hace que Sadrac la vea como un ser extraño. Falsus in uno, falsus in omnibus, tal vez.

La guía los invita a arrodillarse sobre el colchón y les entrega a cada uno un talismán de metal lustrado que, a primera vista, parece un simple espejo: una plancha lisa y brillante, en cuyo contorno hay pequeños grabados de motivos egipcios, el Horus, escarabajos, serpientes, escorpiones, abejas, el ibis de Thot, entremezclados con diminutos jeroglíficos agoreros; pero, a medida que Sadrac observa el amuleto con más detenimiento, advierte unas líneas punteadas, casi invisibles, que forman dibujos extraños, girando en el centro de la planchuela. También comprueba que estas líneas se hacen visibles sólo cuando sostiene el amuleto de tal manera que quede en ángulo recto con respecto a una lámpara que brilla sobre el compartimiento; y que, moviendo apenas la planchuela, hace que las líneas se muevan, que giren de izquierda a derecha formando un remolino, un torbellino que…

…lo atrae hacia el centro del disco.

Entonces aquí recurren al hipnotismo en lugar de las drogas, piensa Sadrac vanidoso, Sadrac el estudioso, el científico, el observador de los fenómenos humanos. De pronto se siente atrapado, no puede resistirse, algo lo envuelve, lo atrae y él está impotente, es un punto en el espacio cósmico, un átomo, un fantasma…

…hace sólo un momento, se maravillaba por el ingenio del mecanismo y ahora algo lo apresa, lo retiene, lo atrae, y no es capaz de elaborar un razonamiento objetivo, animula vagula blandula, hospes comesgue corporis…

A medida que Sadrac se sumerge en el inconsciente. La sacerdotisa —no sabe de qué otra manera llamarla— comienza a entonar una canción rítmica, incompleta y evasiva, una amalgama de palabras inglesas y mogoles y de lo que probablemente sea egipcio faraónico; invocaciones a Set, Athor, Isis, Anubis, Bast. Lo rodean figuras místicas envueltas en sombras repentinas, el dios con cabeza de halcón, el gran chacal, el simio con cara de perro, el escarabajo enorme e inquieto, deidades disecadas que intercambiara comentarios sagaces en lenguas oscuras, que mueven la cabeza en gestos de aprobación, que señalan. Aquí está Padre Amón llamándolo ardiente como la luz solar, turbulento como la piel del sol. Aquí está la bestia sin rostro, irradiando torrentes de flama estelar. Aquí está el dios enano, el bufón, el defensor de los muertos corcoveando, ahogado en carcajadas. Aquí está la diosa con cuerpo de mujer y tres cabezas de serpiente. Los dioses bailan, ríen, beben, escupen, lloran, aplauden. La sacerdotisa sigue cantando, y sus palabras, que se deslizan una tras otra en la mente de Sadrac, se han apoderado de él, lo dominan. Mordecai apenas las comprende, todas las estructuras se han disuelto, han perdido sus formas, pero, de alguna manera remota, sabe que algo lo maneja, lo atrae, que esta joven amarilla, desnuda y esbelta, lo entrega a un mundo desconocido, a través de una melodía imperturbable que describe determinadas actitudes hacia la vida y la muerte, que da forma a la experiencia que Sadrac vivirá en las próximas horas.

Sadrac se mece en la brisa escatológica: la joven sacerdotisa es su dueña, lo guía, lo conduce, lo (leva hacia caminos desconocidos. Una fuerza suave y mansa lo separa de su ser. Nunca había sentido algo semejante, ni en la carpa de los transtemporalistas, ni con ninguna de las drogas psicodélicas tradicionales, ni con kot, ni con yipka. Esto es nuevo, único, un desprendimiento de masas, un desarraigamiento de la carne, una liberación, un alivio. Sabe que se está… ¿muriendo?

Sí, se está muriendo. Esto es lo que ofrecen en este rito: la muerte, la experiencia de alejarse de la vida, de hacer que la vida se aleje de él. Siente como si su cuerpo no existiera, ya ha pasado la barrera de sensaciones externas. Ésta es la muerte verdadera, la separación inevitable hacia la que se encaminó su vida a través de todos sus días. No es un simulacro, no hay trucos de hipnotismo: ésta es la muerte, la muerte verdadera; Sadrac se va, se va para siempre, aunque un recóndito lugar de su mente está consciente, por supuesto, de que se trata de un sueño, un pasatiempo nocturno. Sin embargo, más allá de esa conciencia yace una noción que considera la posibilidad de que Sadrac esté soñando que está soñando en el amuleto, en la carpa y en la joven oriental, de que haya caído en la ilusión de una ilusión y de que realmente se esté muriendo, aquí, ahora. Pero eso no importa.

¡Qué fácil es morir Una bruma gris, fresca y húmeda rodea la figura de Sadrac, una niebla en la que todo desaparece, Anubis y Thot, Katya y la sacerdotisa, la carpa, el amuleto; una niebla que invade y penetra el cuerpo de Sadrac hasta transformarlo en aire gris. Sadrac ya es parte dé la bruma y flota en el vacío. ¿Y a esto le teme tanto Genghis Mao? ¿A ser un globo y nada más que un globo, a ser una figura de helio rodeada por una piel que no existe, a ignorar responsabilidades, a liberarse y flotar, flotar? Genghis Mao es tan pesado que debe ser difícil transformarlo en aire. Sadrac no tiene problemas: atraviesa el centro del vacío y vuelve a emerger entre la niebla en el extremo opuesto. Ya ha recuperado su forma humana y está completamente desnudo, sin trapos ajustados a la cintura. Lo acompaña Katya, que también está totalmente desnuda. A sus pies, yacen los cadáveres desechados, relajados, inertes, como si durmieran, como si respiraran lenta y rítmicamente. Pero no, no es así: están realmente muertos, completamente muertos, muertos. Sadrac Mordecai contempla su cadáver.

—Qué tranquilo que es este lugar dice Katya.

—Y limpio. Han purificado el mundo para nosotros.

—¿Adónde vamos?

—A cualquier parte.

—¿Al circo? ¿A la plaza de toros? ¿Al mercado? ¿A cualquier parte?

Se alejan en el vacío. La joven oriental los saluda. Se pierden, flotan en el aire apacible y fragante. Los árboles están florecidos de capullos de fuego, chispitas inquietas que adornan las ramas, que se desprenden y navegan ala deriva, que giran y giran hasta llegar a Katya y Sadrac, y rozar su piel y hundirse plácidamente en sus figuras incorpóreas. Sadrac contempla una llamita encarnada que atraviesa el pecho de Katya y luego vuelve a emerger por entre sus hombros, cae lentamente, se agota y se renueva en un diminuto retoño que restalla en una llamarada florida. Katya y Sadrac ríen como niños, se desplazan por todo el continente. Las arenas del Gobi relucen chispeantes y la Gran Muralla se extiende frente a ellos como una serpiente ondulante, una serpiente de piedra.

—¡Pero si son el Negro Jim y la pequeña Nell!-grita Ch'in Shih Huang Ti que está de pie sobre la Gran Muralla. Al verlos llegar, baila de alegría y se quita el sombrero. Las trenzas largas y elaboradas revolotean al son de la danza.

—Chop chop —dice Sadrac— ¡Kung po chi ding!

—¿Dónde queda la salida? —pregunta Katya.

—Por allí —le explica el Primer Emperador—. Pasando las cadenas y las barreras de hierro.

Cruzan el portón. Del otro lado de la Gran Muralla hay inmensos arrozales que resplandecen bajo el sol rosado. Mujeres campesinas vestidas con trajes negros y anchos sombreros de culí, trabajan laboriosas, se agachan, siembran, se agachan, siembran; el agua les llega a los tobillos. Se escucha un coro invisible: melódico crescendo de voces celestiales. Katya hace un bollo de barro amarillo que toma del suelo y se lo tira a Sadrac. ¡Glop! Mordecai la imita. ¡Glip! Se embadurnan con barro, uno al otro, se abrazan, se deslizan, flamean. ¡Dulce lodo! Ríen, juegan, caen, ruedan hasta zambullirse en los arrozales, acompañados por la danza de las jornaleras. ¡Huang! ¡Ho! Katya se acerca a Sadrac y abre las piernas, que, como tenazas, oprimen las caderas de Mordecai. Hacen el amor en el barro como dos búfalos en cela. Se abrazan, ruedan y ruedan, braman, se revuelcan en el lodo primitivo: un baño gratificante, un baño de nostalgia. Vientre contra vientre. Sadrac siente que su rígido órgano no le pertenece, que es algo compartido, un nexo independiente que se desliza hacia atrás y hacia adelante en un movimiento ligero y recíproco que une los dos cuerpos entrelazados. Sin alcanzar el orgasmo, se levantan, se bañan y se van a Nueva York. Un viento cálido sopla en la ciudad de los rascacielos, una lluvia de confites los baña, una lluvia que quema y lastima. Los habitantes les dan la bienvenida. Todos sufren de descomposición orgánica aquí, pero lo toman como algo natural, nadie se alarma. Los cuerpos de los neoyorkinos son transparentes, una. transparencia que le permite ver a Sadrac los órganos lesionados, las zonas corruptas y putrefactas, las erupciones y erosiones y supuraciones de los intestinos, pulmones, tejido vascular, peritoneo, pericardio, bazo, hígado, páncreas. La enfermedad se anuncia a través de ondas que irradian pulsaciones electromagnéticas, que golpean en el alma de Sadrac. Rojo rojo rojo. La gente de esta ciudad está totalmente enferma, de pies a cabeza, y, sin embargo, están felices, como si no tuvieran motivos para no estarlo. Sadrac y Katya pasean por la quinta Avenida. La piel de Sadrac se ha vuelto blanca y tos labios delgados. El pelo lacio y largo le cubre la cara y no lo deja ver. Luego se aparta el cabello de los ojos y comprueba que Katya es negra, qué tiene la nariz ancha y gruesa, nalgas esteatópigas, un manto interminable de piel chocolate, labios de rubí, de miel.

—¡Pun! —grita Katya.

—¡Tang! —contesta Sadrac.

—¡Hop!

—¡Cha!

Bailan entre espadas y ananás. Sadrac la vende a Katya como esclava y la rescata con su primogénito.

—¿Estamos realmente muertos? —le pregunta Sadrac.

—Como estacas.

—¿Es siempre tan divertido morirse?

—¿Te estás divirtiendo? —le pregunta Katya.

Ahora están en Méjico. Vegetación exótica y perfumada. Es primavera y los cactos están en flor: tronquitos altos, verdes y espinosos coronados por agitados ramilletes de fragantes pétalos amarillos. Anillos y espirales vestidos de espinas que estallan en coloridos copetes de blanco y rojo. Katya y Sadrac se pasean entre las pitahayas, como sonámbulos, a paso lento y frenético al mismo tiempo. De tanto en tanto, se detienen a hacer el amor. Sadrac seguiría toda la noche bailando esta danza singular. Atraviesan los Pirineos y encuentran a Pancho Sánchez, regordete y grasiento, quien los baña de vino verde que brota de una cantimplora de cuero. Pancho ríe con carcajadas estridentes, al tiempo que bebe el vino que se derrama por los pechos de Katya, quien, también entre carcajadas, lo aleja de su lado. Luego, en un intrépido salto mortal, Pancho vuela a Andorra; Katya y Sadrac lo siguen. EL pueblo los recibe ardoroso, y en su honor acuñan monedas conmemorativas de alto valor.

—Yo creía que la muerte era: algo más serio, —dice Sadrac.

—Y lo es —replica Katya.

Están muertos, y aun así pueden ir a cualquier parte, pero el viaje es vacío. Están en un banquete, y comen hilos de aire, tan. sólo, que no tienen la dulzura de los copos de azúcar. Sadrac. quiere algo más sustancioso: y los sirvientes le traen piedras. El color de su piel vuelve a teñirse de negro. Genghis Mao, que está sentado en un trono de jade refulgente de diez metros de altura, también es negro. Todos son negros: Ficifolia, Buckmaster, Avogadro, Nikki Crow— foot. Mangú es el más negro de todos. Sí, son negros,-pero no tienen el color de los negros africanos: son negros-negros, negros como el ébano, negros como un cuarto oscuro, negros come el aire que separa los mundos. Negros como el carbón. Parecen seres de otra galaxia, y Sadrac se paseó entre ellos, batiendo palmas y rozando codos. Hablan el idioma de los negros mezclados con mogol, ríen y cantan, se arrastran y se sacuden. Ficifolia toca la guitarra, Buckmaster el birimbao, Avogadro el banjo, Sadrac el bongó y Katya la pandereta.

Despójate de tu cuerpo, hombre.

Olvídate de tus huesos.

Es tan… fácil morir.

Tan alegre… la muerte.

Hombre, hombre, hombre.

—Pensándolo bien —dice Sadrac—, esto no me gusta mucho. Estamos haciendo el ridículo.

—Todo tiene su esencia.

—No me siento cómodo. No puedo evitarlo.

—Ni aun estando muerto puedes despojarte de tu esencia, ¿no es así? —Katya lo toma de la mano y lo conduce a través de desiertos de arena resplandeciente, a través de un río de aguas blancas y encrespadas, a través de un espeso matorral de zarzas aromáticas. Finalmente, llegan al océano, a la gran madre salada, donde permanecen recostados, mirando el sol.

—¿Hasta cuándo dura esto? —pregunta Sadrac en tono sereno:

—Para siempre.

—¿Cuándo se acaba?

—Nunca.

—¿Hablas en serio?

—La naturaleza del ser. La muerte no es más que una sucesión de vida a través de distintas formas.

—No lo creo. Dopo la morte, nulla.

—¿Y en dónde estamos ahora, entonces?

—Soñando.

—Sí, los dos en el mismo sueño. No seas tonto. De la superficie mansa del mar, brotan fauces dentadas de los tiburones. Sadrac no les teme: no lo dañarán, después de todo, él está muerto y además, es doctor en medicina. Sadrac se inunda de océano hasta que las aguas se retiran para dejar lugar a una orilla arenosa y brillante, en donde aletean los tiburones, tragándose cangrejos y estrellas de mar. Sadrac ríe. ¡Esta muerte es verdadera, real! El viento gélido del norte ruge en las laderas de los Himalayas, y Sadrac y Katya continúan incansables escalando la montaña por el cráter del norte, aferrándose a la superficie rocosa, pitón por pitón. Sus ojos no se apartan de la formidable cúspide cónica que se eleva sobre el valle como una gigantesca protuberancia; tiemblan a pesar de la indumentaria de abrigo; empuñan las hachas, ya casi heladas por el frío, con manos abatidas; los tanques de oxígeno oprimen implacables los hombros doloridos. Sin embargo, siguen ascendiendo hacia ese vertiginoso mundo a siete mil metros de altura, donde sólo los intrépidos hombres de las nieves se atreven a subir. La cima de la montaña ya se hace visible. Katya y Sadrac alcanzan a ver inmensas grietas, pero no se alarman, ya que aunque los pitones y espolones no sirvan de nada, no tendrán más que dar un brinco gigantesco para obviar las áreas peligrosas. Todo es muy fácil para ellos. Sadrac nunca se había imaginado que la muerte fuera un lugar tan frívolo. El cielo comienza a oscurecerse, y se oye una música solemne. Sadrac siente que avanza con más lentitud, que la energía que lo ha estimulado hasta el momento desaparece para transformarse en una serenidad glacial, en una inexistencia egipcia. Se fusiona con Ptah y Osiris. Se convierte en un melodioso Mammon erigido a orillas del poderoso Nilo, alejado del tiempo. Katya le hace un guiño que Sadrac devuelve con un gesto de desaprobación: la muerte es algo serio, no es para divertirse. Ya llegó… ya llegó el momento de la muerte, éste es el evento principal: Sadrac ya no se mueve, ya está imbuido por la muerte. La razón, nula; los signos vitales, muertos. Hic jacet. Nascentes morimur, finisque ab origine pendet. Mors omnia solvit. Trombones, por favor. Missa pro defunctis. Requiero aeternam dona eis, Domine. Este lugar es tranquilo. Cuando hablan, hablan en sánscrito, arameo, sumerio o latín, por supuesto. Thot habla en latín, y otros idiomas, desde luego, pero los dioses también tienen sus preferencias. ¡Qué dulce que es estar inmóvil y pensar, si es que se piensa, en idiomas que uno ya no entiende! Nullum est jamdictum quod poro dictum est prius. ¡Qué sonido tan melodioso! Por favor, podrían aumentar el volumen de los clarinetes:

Dies iráe, dies illa

Solvet saeculum in favilla

Teste David curo Sybilla

Las voces disminuyen gradualmente. La música se vuelve mortecina y abstracta a medida que se desvanece. Los instrumentos emiten sonidos huecos, una silueta de sonidos vacía por dentro; ya no son sonidos, sino que se han transformado en ideas de sonidos. A lo lejos, el coro reza palabras antiguas y terribles que crujen tenues, chirriantes, estilizadas, mordaces y penetrantes:

¡Quantus tremor est fúturus

Quando Judex est venturus

Cunda stricte discussurus!

De pronto reina el silencio. Sadrac está en paz: ha alcanzado la esencia de la muerte onírica, el final de la lucha y de la búsqueda. La carrera ha terminado. Si quisiera, podría ir a Bangkok, a Addis Abeba, a San Francisco, a Bagdad, a Jerusalén; pero, ¿para qué?, si todos los lugares se han fusionado en un solo universo. Es mejor permanecer aquí, en el punto estático e inmóvil, envuelto en el plumón dulce y suave de la tumba. Consummatum est. Sadrac está en perfecto equilibrio: ya ha muerto, por fin, y sabe que dormirá para siempre.

Se despierta al instante: la mente clara y alerta, como un retintín de campanas penetrantes. El pene, excitado por el deseo tal vez, o por ese poder ciego que atrapa a los hombres en los sueños, Corma una pequeña pirámide en la falda del taparrabo. Katya, que está tendida en el piso apoyada sobre los codos, lo mira. Una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios delgados. La espalda desnuda, ancha y corpulenta, las nalgas compactas y robustas atraen a Sadrac: la tranquilidad de la muerte onírica. desaparece para dar lugar a —un ferviente deseo, un deseo que lo domina…

—Vamos —dice en tono áspero.

—Bien, vamos —dice Katya.

—Estamos cerca del refugio para amantes.

—No. No vayamos allí —dice mientras se viste. La guía enmascarada está en el otro extremo del pasillo, recibiendo á los recién llegados. El resplandor del aire encandila a Sadrac, que aún tiene la sensación de ver a Thot y Anubis acechando en las cercanías. Trata de recuperar el equilibrio ya esfumado, de regresar al punto estático de la muerte, pero sabe que para poder lograrlo par sus propios medios; tendrá que participar en muchas sesiones de la muerte onírica.

—¿Adónde, entonces? —pregunta.

—A la torre. Odio hacer el amor en hoteles. ¿No lo sabías?

Pues entonces Sadrac tendrá que sofocar sus deseos una o dos horas más. Tal vez eso sea el mensaje que le deja la muerte— onírica: postergar el placer, purificar el espíritu. O tal vez no. El contraste entre el ambiente luminoso. de la carpa de la muerte onírica y la oscuridad de la calle estremece a Sadrac. Es una noche fría, demasiado fría para esta época del año: indicios de nieve en el aire, copitos que lastiman la brisa. Apenas se dirigen la palabra en el viaje de vuelta, pero, ya cerca dé la estación de Ulan Bator, Sadrac dice:

—¿Estabas allí realmente?

—¿En tu sueño?

—Sí. Cuando encontramos a Pancho Sánchez. Y al Primer Emperador. Y cuando fuimos a Méjico.

—Eso lo soñaste tú —dice Katya—. Yo soñé otra cosa. —Ah. Ah. Yo no estaba seguro, pero todo parecía tan real: estabas conmigo y me hablabas.

—Sí, siempre pasa lo mismo en los sueños.

—Pero, sabes, me sorprende que haya sido tan divertido. Casi frívolo.

—¿Esa es la impresión que tuviste?

—Sí. Sólo al final todo tomó un tono solemne y calmo.

Pero hasta entonces me pareció…

—¿Frívolo?

—Muy frívolo, Katya.

—Mi sueño fue solemne todo el tiempo. Sereno. —¿Cada uno tiene una experiencia distinta?

—Por supuesto —responde Katya—. ¿Qué creías?

—¿Creías que yo estaba contigo en el sueño, que te hablaba, que compartíamos las mismas experiencias?

—Confieso que sí.

—No. No estuve allí.

—Claro, me imagino —Sadrac se ríe—. Estaba inconsciente. Ahora dime: ¿el hecho de que tu sueño haya sido solemne y el mío divertido, dice algo de tu personalidad, de mi personalidad?

—No, Sadrac.

—¿Nada?

—En absoluto.

—¿Acaso no expresamos algo de nuestras caracteres en los sueños que elegimos?

—No —responde Katya.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Nosotros no elegimos los sueños. Los elige un extraño. Eso es todo lo que sé. La joven de la máscara nos dice lo que tenemos que soñar, nos da las pautas generales, el tono.

—¿Y el contenido? ¿No lo elegimos nosotros?

—Sólo en parte. Las instrucciones de la guía se infiltran en nuestra razón. Sin embargo… sin embargo…

—¿El sueño es siempre el mismo?

—¿En cuanto al contenido? ¿En cuanto al tono?

—En cuanto al tono.

—El sueño es siempre diferente —explica Katya—. La sensación que se experimenta, sin embargo, es siempre la misma, porque la muerte es siempre igual. En cada sueño pasan cosas diferentes, pero al final todas te llevan al mismo lugar, de la misma manera.

—¿Al punto estático?

—Podríamos llamarlo así. Sí. Sí.

—¿Y el significado de mi sueño…?

—No —interrumpe Katya—. No se puede hablar de significados. En la muerte onírica no hay palabras del oráculo. El sueño no tiene significado —el tren subterráneo llega a la estación de Ulan Bator. Vamos —dice Katya.

Suben al departamento de Katya, dos pisos más abajo que el de Nikki. Es un lugar oscuro: tres habitaciones pequeñas en donde cortinados pesados y tiesos bloquean la entrada de luz. Una vez más, están desnudos uno frente al otro, una vez más, Sadrac siente la atracción irresistible que ejerce el cuerpo macizo y corpulento de Katya. Se acerca rígido hacia ella, la abraza, hunde los dedos en los hombros y la espalda rolliza, pero una fuerza irreprimible lo aleja de esa boca aterradora. Sadrac se acuerda del sueño, de la alegría que experimentaba cuando hacía el amor con Katya en los arrozales, en las fragantes noches de Méjico. Caen en la cama. pero, a pesar de que él le acaricia los pechos, a pesar de que hunde la cara entre los muslos fríos y suaves, y a pesar de que se abalanza hacia ella con aparente frenesí, la presencia física de Katya lo castra, lo aniquila, lo debilita. o es la primera vez que esto sucede: cada vez que hacen el amor — muy esporádicamente—, surgen este tipo de dificultades, dificultades que Sadrac rara vez experimenta con otras mujeres. Katya no se incomoda en absoluto por esta situación: con un leve puñetazo, lo aparta a Sadrac de su lado y luego, inclinándose hacia adelante, comienza a besarlo con su boca siniestra, salvaje y filosa, lo envuelve con astucia. Sadrac se relaja, ya no le aterran los dientes de Katya, sólo siente labios y lengua, labios y lengua, cálidos y húmedos, que, por fin, logran excitarlo. Katya, entonces, se incorpora deslizándose sobre el cuerpo de Sadrac —se trata, evidentemente, de una maniobra que practica con frecuencia—, para luego descender sobre él, en una embestida súbita e inesperada: un jinete poderoso que se agazapa sobre Sadrac meciendo su cuerpo en apasionado vaivén, con las rodillas flexionadas y las nalgas tensas. Los primeros espasmos del éxtasis laten en la nariz de Katya, distorsionando su rostro. Sadrac la observa, contemplando los párpados comprimidos y la sonrisa feroz que se dibuja en sus labios, y luego, cerrando los ojos, se entrega por completo a la unión sexual. Una energía pavorosa recorre el cuerpo de Katya, que cabalga enardecida irguiendo la espalda de manera que el único punto de contacto entre los dos cuerpos es el pubis. Luego, extendiendo las piernas hacia atrás, oprime su cuerpo contra el de Sadrac. Sí, Katya domina, Katya avasalla a Sadrac entre sus piernas, pero él no se siente en absoluto disminuido. Finalmente, Katya da la señal, una carcajada grotesca, que los une en el clímax culminante.

Después de un breve sueño, Sadrac se despierta y. la encuentra a Katya llorando. ¿Katya llorando? ¡Qué extraño! Nunca se había imaginado que Katya fuera capaz de llorar.

—¿Qué pasa?

Katya menea la cabeza.

—¿Katya…?

—Déjame. Por favor.

—¿Qué te pasa?

—Tengo miedo por ti —dice entre sollozos con la cabeza hundida en la almohada.

—¿Miedo? ¿Por qué? ¿De qué?

Lo mira y menea la cabeza. Se muerde los labios, y su boca se transforma de pronto en la boca de un niño, una boca mansa. Está realmente asustada.

—¿Katya?

—Por favor, Sadrac.

—No entiendo.

Permanece callada. Menea la cabeza. Menea la cabeza.

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