Para Mordecai, su oficina es una isla de paz en medio de la vida intensa y agitada que se lleva a cabo en la Gran Torre del Khan. La habitación, una esfera de diez metros de diámetro, tiene muchas entradas; pero están programadas para abrir paso al Khan y a Mordecai, solamente. Una es la puerta por la que acaba de entrar, que lo comunica con el Vector de Comité Uno, otra lleva al comedor privado del Khan, y otra, más alejada, lo comunica con una habitación de aislamiento hermético, que casi nunca se usa, conocida con el nombre de Refugio del Khan. La última puerta es la Interfaz Cinco, que comunica la oficina del doctor con la Sala de Cirugía, de dos pisos de alto, que ocupa una de las cuñas externas de la torre.
Recluido en su oficina, Sadrac Mordecai disfruta de unos pocos momentos de paz antes de emprender su viaje a través del trajín diario. Aunque el Khan ya se ha levantado, no hay necesidad de apurarse. Los nódulos le dicen que los lacayos imperiales entraron al dormitorio de Genghis Mao, lo ayudaron a levantarse, y ahora caminan a su lado mientras el anciano hace, como todas las mañanas, los ejercicios de pecho y balanceo de brazos, tal como se leí aconsejó Mordecai (Sadrac va es capaz de relacionar las más insignificantes de las señales internas con cualquier etapa concreta de las actividades del Khan). Luego lo bañarán, después lo vestirán, y finalmente lo traerán a la Sala de Cirugía. Aunque esta mañana Genghis Mao no pueda tomar el desayuno por la operación, Sadrac Mordecai tiene una hora, por lo menos, antes de atender al Khan.
El solo hecho de estar en su oficina le levanta el ánimo. El panel oscuro y complejo, la luz mortecina, el impecable escritorio de líneas curvas y maderas exóticas, la espléndida estantería de varillas cristalinas y planchuelas de travertino, donde guarda sus textos clásicos de medicina cuyo valor es imposible de estimar, el elegante armario que aloja su vasta colección de instrumentos de medicina antiguos, todo, configura un ambiente ideal para él, para el médico que le gustaría ser, y que a veces cree ser: el amo de las artes hipocráticas, el príncipe de los doctores, el que preserva y prolonga vidas. Sin embargo, esta habitación no es, de ningún modo, un lugar para la práctica de la medicina: los únicos utensilios médicos son las antigüedades, aparatos románticos, de un exquisito arcaísmo, antiguas probetas, escalpelos y lancetas, flebótomos y electrobisturíes, oftalmoscopios y desfibriladores, modelos anatómicos inadecuados y primitivos, sierras quirúrgicas, esfigniomanómetros, vigorizantes eléctricos, frascos con antitoxinas desactivadas, trépanos, micrótomos, todas reliquias de épocas más inocentes. Durante los últimos cinco años, Sadrac logró conseguir todos estos objetos, con el ferviente deseo de establecer un parentesco con los célebres médicos del ayer. Los libros, raros, difíciles de conseguir, hitos en la historia de la medicina, talismanes del progreso científico: Fabrica de Vesalius, De Motu Cordis de Harvey, Institutiones de Boerhaave, un libro sobre auscultación de Laënnec, otro sobre digestión de Beaumont. ¡Con qué entusiasmo los ha coleccionado, con qué veneración los ha alabado! Sin embargo, muchas veces se ha sentido culpable al mismo tiempo, ya que en esta era corrupta y desintegrada, los pocos que tienen poder y riqueza no tienen que esforzarse demasiado para aprovecharse de los débiles y los pobres. Y a Mordecai, precisamente, porque está tan cerca del trono, no le costó mucho acumular estos tesoros, se fue apoderando de ellos a medida que escapan de las manos de otros poseedores, más desafortunados, pero, tal vez, más dignos. No obstante, si todo esto no hubiera llegado a él, se hubiera perdido en el caos que inunda el mundo más allá de la Gran Torre del Khan.
La actividad profesional de Mordecai se desarrolla en la Sala de Cirugía, separada de su oficina por la Interfaz Cinco, donde no solo se llevan a cabo intervenciones quirúrgicas, sino también otros servicios médicos que Genghis Mao requiera. La oficina de Mordecai es un lugar para investigar y meditar, solamente. A la derecha de su escritorio hay un tablero que le da acceso, al instante, al banco de memoria de textos de ciencia médica. Con sólo pulsar una tecla. o incluso decir una palabra codificada, o hacer referencia a determinada sintomatología, o al estado físico general, o a un diagnóstico presuntivo, tiene a su disposición fragmentos en forma de código de la sabiduría científica de los eones, la esencia fundamental de todos los descubrimientos, desde el Papiro de Smith, Hipócrates y Galeno hasta las últimas revelaciones de los microbiólogos e inmunólogos y endocrinólogos que trabajan en los laboratorios del Khan. Aquí está todo: encefalitis y endocarditis, gastritis y artritis, nefritis, nefrosis, neuroma, nistagmus, aspergilosis y bilharzia, uremia y xantocromía, las mil y una injurias de que la carne es heredera. ¡Qué épocas aquellas en que los médicos eran exorcistas que se vestían con plumas y se pintaban la cara y el cuerpo y alejaban los demonios batiendo tambores temerarios, y libraban solitarias batallas en contra de causas imposibles de revelar y significados indefinibles, y cortaban venas y desmenuzaban cráneos como si fuera un juego, y usaban raíces de poderes mágicos! Solos en contra de espíritus tenebrosos del mal, sin ninguna pista más que el bagaje de sabiduría sobrenatural y la intuición heredada de los antepasados. ¡Y; ahora, aquí, la máquina de las respuestas! Sólo una pulsación y ¡oh, maravilla!: etiología, patología, sintomatología; profilaxis, contraindicaciones, diagnósticos, farmacología, secuelas, la maravillosa espiral del diagnóstico y el tratamiento y la cura y la convalecencia se despliega con una sola orden. En momentos de calma, Sadrac Mordecai se divierte poniendo a prueba sus conocimientos: establece problemas hipotéticos, postula síntomas y elabora diagnósticos para luego compararlos con lo que ofrece la computadora. Hace once años que egresó de la Facultad de Medicina de Harvard y todavía sigue siendo un estudiante, siempre un estudiante.
El día de hoy no ofrece muchos momentos de calma. Hace girar su sillón hacia la izquierda y se comunica con el número telefónico de la Sala de Cirugía.
—Warhaftig —dice en tono categórico.
En un momento, la pantalla refleja el rostro plano y rústico de Nicholas Warhaftig, cirujano del Khan, veterano en cientos de transplantes cruciales. Detrás de él se ve claramente la sala de operaciones: tableros luminosos en donde funcionan cuadrantes de medición y paneles de control, el bisturí láser, la maraña ondulante del anestesiólogo, agujas, tubos y caños. Sólo. en parte se alcanza a ver la unidad quirúrgica principal, en donde tarimas y camillas y luces en instrumentos y lienzos blancos y aparatos de acero cromado aguardan al paciente imperial.
—El Khan ya se ha levantado —dice Mordecai.
—Estamos a horario, entonces —responde Warhaftig. Tiene sesenta años, el cabello cano e imperturbable. Mordecai era todavía un estudiante idólatra cuando Warhaftig ya era el máximo erudito en transplantes. Y ahora, a pesar de que Mordecai es su superior desde el punto de vista técnico, los dos saben perfectamente cuál es, en verdad, el que tiene más experiencia profesional. Esto hace que Mordecai se sienta incomodo en su relación con Warhaftig.
—¿Podrá traerlo a las nueve en punto? —pregunta Warhaftig.
—Trataré.
—Es indispensable que lo haga —responde Warhaftig fríamente, al tiempo que hace un gesto desagradable con la boca—. La perfusión comenzará a las 9.15. El hígado todavía está congelado, y el descongelamiento siempre trae complicaciones. ¿Cómo se siente?
—Como siempre, con la fuerza de diez hombres. —¿Puede darme una lectura rápida de la glucosa sanguínea y de la producción fibrinógena?
—Un momento, por favor —dice Mordecai. Estos son datos de los cuales no recibe telemedición directa. Sin embargo, ya está práctico en deducir las funciones físicas secundarias del presidente, de las claves que le ofrecen las respuestas metabólicas principales—. Los niveles de glucosa han disminuido a causa de la necrosis hepática general, pero es lo que se esperaba. No puedo deducir la producción fibrinógena con exactitud, pero creo que las proteínas plasmáticas han disminuido. El porcentaje de fibrinógeno, sin embargo, no es tan reducido como el de la heparina.
—¿Bilis?
—Se observa una disminución desde el viernes, acentuándose hoy. No obstante, no se evidencian trastornos demasiado graves.
—Bien —asiente Warhaftig. Hace un gesto brusco a alguien que está fuera de cámara. Las manos del cirujano son largas y musculosas. Los dedos, de extraordinario poder y delicadeza, se asemejan a varillas flexibles y alargadas. Las manos de Mordecai, si bien no son las de un cirujano, son fuertes y estilizadas, pero, al compararlas con las de Warhaftig, las ve grotescas y robustas, como las manos de un carnicero—. Todo marcha bien aquí. Lo espero a las nueve. ¿Algo más?
—Sólo quería avisarle que el Khan se ha levantado —contesta Mordecai en tono algo cortante. Inmediatamente corta la comunicación.
A continuación, llama a la habitación del presidente y mantiene un diálogo breve con uno de los valets del Khan. Sí, Genghis Mao ya se ha levantado. Se bañó, y ahora se está preparando para la operación. En un instante comenzará su meditación matutina, pero si el doctor desea hablar con él antes, puede hacerlo. Sí, el doctor quiere tener unas palabras con el presidente. La imagen desaparece de la pantalla, y se produce una larga pausa durante la cual Mordecai siente que el nivel de adrenalina de su cuerpo comienza a elevarse. A pesar de que hace muchos anos que Mordecai está en contacto con el Khan, el miedo y el pavor que Genghis Mao le inspira no ha mermado aún. Trata de calmarse con unos ejercicios de relajación, pero ya es tarde: en ese mismo instante, la cabeza y hombros de Genghis II Mao IV Khan se refleja abruptamente en la pantalla del videoteléfono.
El presidente es un hombre delgado, de piel curtida y cráneo triangular. Tiene los pómulos salientes, las cejas espesas, la mirada impetuosa, los labios toscos y delgados. Su tez es marrón más que amarilla, y su cabellera, negra y espesa, está peinada hacia atrás: desciende desde la frente y le llega casi a los hombros. El rostro del Khan inspira, paradójicamente, pavor y confianza al mismo tiempo. Es omniperceptivo y omnicompetente, capaz de asumir todo los problemas del mundo sin emitir la mínima queja, seguro de que los solucionará. En su aspecto, se reflejan los trastornos que su hígado sufrió en los últimos tiempos: la piel ha tomado un color amarillo intenso, aparte de su matiz natural, los pómulos están cubiertos de manchones, y los ojos tienen un brillo poco común. Sin embargo, siempre mantiene su porte de rey y su fuerza inagotable, la de un hombre ideado por la naturaleza para resistir y gobernar.
—Sadrac —dice. Su voz es grave, desafinada, de poco alcance dinámico. No es en realidad la voz de un demagogo—, ¿cómo estoy esta mañana?
Esta broma es una vieja costumbre entre ambos. El Khan festeja la gracia, no así Mordecai, quien logra sonreír, pero su sonrisa no es sincera.
—Fuerte y descansado. El nivel de glucosa sanguínea es un poco bajo, pero dentro de lo previsible. Warhaftig lo está esperando. Quisiera que usted esté en la Sala de Cirugía a las nueve. Mangú está en el escritorio de comando del Vector de Comité Uno. Hasta ahora, es un día tranquilo.
—Éste será mi cuarto hígado.
—El tercero, señor —responde Mordecai, amable—. He estado consultando la historia clínica: el primer transplante fue en el año 2005, el segundo en el año 2010, y ahora…
—Recuerde, Sadrac, que nací con un hígado. Debemos tomar en cuenta eso, porque no debemos olvidarnos que soy humano, ¿no es así? Tenemos que tener presentes los órganos con los que nací.
Esta respuesta incomoda a Mordecai, que no puede eludir la mirada de Genghis Mao. Claro, es humano, nunca nos debemos olvidar de que el presidente es humano. Humano, a pesar de que el páncreas es un diminuto disco plástico, y el corazón está constantemente estimulado, a través de finísimas agujas de plata, por bombeos eléctricos, y los riñones pertenecen a otro ser humano y los pulmones y las córneas y el colon y el esófago y la faringe y el timo y la arteria pulmonar y el estómago y el… claro, claro, es humano, sí, humano, pero a veces cuesta tanto recordarlo. Y a veces, al mirar esos ojos fríos, aterradores e irresistibles, en lugar de ver la luz providencial de la autoridad suprema, se ve una figura opaca sumergida en la fatiga, o tal vez en el terror, una figura que, al tiempo que revela un temor espeluznante por la muerte, le ofrece una cálida bienvenida. Genghis Mao está obsesionado con la muerte, por cierto. Un hombre tan aferrado a la vida, después de nueve décadas, que es capaz de someterse a cualquier tormento físico con tal de comprar otro mes, otro año. Sus ojos reflejan a gritos el enfermizo pavor que siente por la muerte. Sin embargo, al mismo tiempo, ama a la muerte, obsesionado con un final que constantemente trata de posponer, en la misma medida que un hombre obsesionado con el orgasmo lucha con gran vehemencia para retrasarlo. Mordecai ha escuchado a Genghis Mao hablar de la pureza de no ser. No es que Genghis Mao espere la llegada de la süsser Tod, no, nunca… y, sin embargo, con qué placer saborea la dulzura tentadora al tiempo que aleja sus labios de ella. Mordecai piensa que sólo un hombre como él, obsesionado por la muerte, encantado por la muerte, puede desear ser el dueño y señor del corrupto mundo de hoy. Pero, ¿cómo es posible que Genghis Mao, que se cobija como en sueños bajo la exquisita belleza de la muerte, desee con tanto fervor vivir para siempre?
—Venga a buscarme a las nueve —le dice el presidente. Mordecai asiente con la cabeza a una imagen sin vida.