CAPÍTULO 20

Esta mañana no hay vuelos con destino a Jerusalén, ni a Roma, ni a Estambul, ni a ningún otro punto en donde Sadrac pueda trasbordar a otro avión que lo lleve a alguna de esas ciudades. Hay un vuelo a Pekín, que saldrá en unos minutos, pero Pekín está demasiado cerca de Ulan Bator y los chinos se parecen mucho a los mogoles, y lo que Sadrac necesita es, precisamente, un cambio de escenario. Más tarde, partirá un avión con destino a San Francisco, pero San Francisco queda muy a trasmano con respecto a los demás puntos del itinerario. Y hay un vuelo a Nairobi, que parte casi inmediatamente. En ningún momento se le había ocurrido a Sadrac viajar a Nairobi, ni a ninguna de las ciudades de africanos negros, a pesar de los lazos ancestrales. Pero la espontaneidad, piensa Sadrac, reconforta el alma, y en este preciso instante la idea de viajar a Nairobi resulta curiosamente atractiva. Así pues, todo impulso y decisión, Sadrac sube a bordo del avión.

Hacía dos años y medio que Sadrac no salía de Ulan Bator. La última vez fue cuando Genghis Mao decidió, de pronto, presidir en persona un ridículo congreso mundial del Comité, celebrado en la ya vieja y descuidada sede de las Naciones Unidas en Nueva York. En ese entonces, Sadrac no era aún el médico personal del Khan, dicha función era desempeñada por un portugués, astuto y diplomático, llamado Texeira, que se especializaba en medicina interna, pero como a Texeira le quedaba poco tiempo de vida ya que padecía de leucemia, Sadrac se preparaba poco a poco para reemplazarlo El trabajo de Sadrac era, aparentemente, el de médico auxiliar, un simple escolta en el numeroso séquito que acompañaba a Genghis Mao, pero cuando el Khan tuvo un ataque de presión después de pronunciar un discurso de seis horas desde el estrado de lo que entonces era la sala de Asamblea General, fue Sadrac quien tuvo que hacerse cargo del problema mientras Texeira yacía, dopado e inútil, en su habitación. Como consecuencia de este penoso viaje, Genghis Mao inventó a Mangú para que se encargara de dirigir ceremonias tales como congresos del Comité, y desde entonces, no se alejó más de Ulan Bator. Y Sadrac tampoco. Sin embargo, hoy, después de tanto tiempo, mirando a través de la ventanilla de este avión supersónico, se despide de la desierta estepa de Mongolia, que ya casi no alcanza a divisar. Dentro de muy pocas horas estará en África.

¡África! Las señales telemetradas de Genghis Mao ya comienzan a esfumarse y a perder intensidad, a medida que Sadrac se acerca al límite de los mil kilómetros. Todavía recibe información, unos tenues golpecitos y ruiditos y cosquilleos del sistema de nódulos, pero a medida que el avión avanza vertiginoso en dirección Sudoeste, a Sadrac le resulta cada vez más difícil interpretar los equivalentes analógicos de los procesos físicos del Khan: Genghis Mao, sus riñones, el hígado y el páncreas, el corazón y los pulmones, las arterias y los intestinos, se han transformado en algo remoto, han dejado de ser reales. Muy pronto, las señales desaparecen por completo, ya están por debajo del umbral de percepción. Sadrac queda solo en su cuerpo. ¡Qué extraño y súbito estallido de silencio! ¡La ausencia de percepción subconsciente! Se ha olvidado qué sensación se experimentaba, sin esas pulsaciones de información constante que le inunda la conciencia, y en los primeros momentos después de superar el límite del alcance de la telemedición, se siente despojado de algo esencial, como si hubiera perdido uno de los sentidos principales. Poco a poco se acostumbra al silencio interior y se relaja.

El avión es confortable, los asientos son mullidos, enormes, mucho espacio para las piernas. Probablemente tenga unos veinte años. Sin duda ha sido construido antes de la guerra del Virus. Muchas industrias han desaparecido después de la Guerra, y la industria aeronáutica es una de ellas. Como consecuencia de la Guerra, el número de habitantes del mundo ha disminuido tan notablemente, que para la población actual, dado un programa de mantenimiento adecuado, bastan los aviones heredados del mundo populoso y agitado de la década del ochenta, cuando la industria economice pasaba por su último período de expansión convulsiva, a pesar de la terrible escasez y desorden general. Esto no significa, sin embargo, que la Guerra y la descomposición orgánica marcaran el fin del progreso tecnológico: en la época de Sadrac, la energía de fusión ha salvado al mundo de la crisis energética, por medio de taladros subterráneos se ha creado un sistema totalmente nuevo de túneles para tránsito masivo en casi todas las áreas urbanas, se han ideado sistemas de comunicación de los más sofisticados, la aplicación de computadoras ya está casi totalmente difundida, etcétera. El progreso continúa. Las cosas han cambiado, pero no completamente: aún perduran las sociedades mercantiles y las bolsas de cambio, no hubo una ruptura absoluta con respecto al pasado, simplemente porque un tercio de la población de antaño ha muerto y una estructura política cuasi dictatorial se ha impuesto sobre el resto. Pero ésta es una sociedad decreciente, que disminuye día tras día con el flagelo de la descomposición orgánica, oprimida por un cierto sentido de estancamiento e ineficacia, que el régimen de Genghis Mao no logra disipar. Una sociedad semejante, por consiguiente, no necesita nuevos jets de pasajeros, habiendo aviones antiguos que todavía funcionan.


1 de junio (continuación)

¿El hecho de que el gobernante del mundo sea esquizoide, no trae serias consecuencias en perjuicio de sus súbditos? Creo que no. Yo estudié historia muy detalladamente. A través de la historia, los pueblos tuvieron los gobernantes que merecieron, los gobernantes apropiados. Un soberano refleja el espíritu de su época y expresa los rasgos más característicos de su pueblo. Hitler, Napoleón, Atila, Augusto, Ch'in Shih Huang Ti, Genghis Khan, Robespierre: ninguno de ellos fue un accidente o una anomalía, todos fueron una consecuencia orgánica de las necesidades de la época. Aun cuando un gobernante impone su voluntad por medio de la conquista, que no es mi caso, rige el imperativo histórico: ese pueblo quería ser conquistado, necesitaba ser conquistado, de no ser así no se hubieran sometido al conquistador. Lo mismo sucede ahora. Una época esquizoide exige un gobierno esquizoide. Los habitantes del mundo padecen la muerte lenta de la descomposición orgánica; existe un antídoto, pero no lo distribuimos por todo el mundo; los habitantes del mundo aceptan esta situación, actitud que defino como locura. Un gobierno loco, pues, para ciudadanos locos, un gobierno que ofrece promesas de antídotos pero nunca cumple. Sí, claro, es cierto que las reservas del Antídoto no alcanzan para todos, pero algo podría repartirse. No le damos prioridad a la expansión de las provisiones. Ofrecemos esperanzas pero no inyecciones, y esto, de alguna manera, mantiene a nuestros súbditos. Locura. Un mundo que se destruye con un antígeno nacido de las nubes está loco; un mundo que se entrega a una oligarquía de extraños está loco; es perfectamente lógico, entonces, que los mismos oligarcas estén locos.

¿Pero estamos locos? ¿Estoy loco? Pasé toda la mañana investigando acerca de los síntomas de esquizofrenia, consultando los libros de medicina de Sadrac, aprovechando su ausencia. Aquí tengo un texto que dice que los dos síntomas más comunes de la esquizofrenia son los delirios y alucinaciones. "Un delirio", dice, es una convicción persistente, contraria a la realidad según la percibe la mayoría de la gente, que no se logra disipar con argumentos lógicos. Por lo general se trata de delirios de grandeza o persecución: un individuo puede sostener la convicción de que es Jesucristo o que es perseguido por una organización mundial supersecreta." Yo nunca sostuve la convicción de ser Jesucristo. Estoy convencido, sí, de que soy Genghis II Mao IV Khan. ¿Es eso una convicción delirante? Creo que esta convicción es congruente con la realidad según la percibe la mayoría de la gente. Creo que mi convicción de esta convicción está fundamentada en la realidad. Creo que realmente soy Genghis II Mao IV Khan, y que, por consiguiente, esta convicción no es esquizofrénica, no es delirante. Por otra parte, creo que corro el riesgo de que me asesinen, que hay una conspiración mundial que atenta contra mi vida. ¿Es eso un típico delirio esquizofrénico? Pero Mangú está realmente muerto, alguien lo empujó por una ventana del piso setenta y cinco de un edificio. ¿Acaso imagino la muerte de Mangú? Mangú está realmente muerto. ¿Acaso le doy una interpretación equivocada a la muerte de Mangú? Sé que hay quienes creen que se suicidó. Eso es un delirio. Mangú fue asesinado. Pueden atacarme a mí en cualquier momento, a pesar de mis precauciones. Si mis pensamientos son delirantes, pues acepto mis delirios, delirios que se adecuan a mi posición en la historia. ¡Y si el peligro es real, muy astuto de mi parte haberme protegido con las Interfaces!

Veamos ahora qué dice de las alucinaciones. "Una alucinación es una percepción visual, auditiva, olfativa o táctil que no es real. Las alucinaciones esquizofrénicas toman, por lo general, la forma de voces." ¡Aja! "Las voces pueden atormentar a un paciente ordenándole que salte por una ventana o acusándolo de haber perpetrado crímenes atroces" ¿Qué es esto de ventanas? ¿Es posible que Mangú haya sido esquizoide? No. No. Lo dudo, Mangú no era lo suficientemente inteligente como para ser esquizoide. Yo soy el que escucha voces, y mis voces no dicen locuras. "A veces, la alucinación consiste simplemente en ruidos o palabras aisladas, y otras veces, al paciente le parece oír sus pensamientos. Otras alucinaciones incluyen visiones aterradoras, olores raros o sensaciones físicas extrañas. "

Creo que puede aplicarse a mi caso, y si es así, lo acepto abiertamente. Aquí sigue: "los delirios y alucinaciones no son síntomas exclusivos de la esquizofrenia" dice, "ya que también pueden manifestarse cuando se producen trastornos orgánicos (ejemplo: infecciones de la sustancia cerebral o disminución de la corriente sanguínea que va al cerebro causada por la arterioesclerosis)—. ¿Es ésa la explicación? ¿Quiere decir, entonces que los murmullos del Padre Genghis no son más que un microbio en mi cerebelo? Debería hablar sobre esto con Sadrac, cuando regrese. Él siempre se preocupa por mis arterias, y tal vez quiera hacer otro transplante. Hay que tener en cuenta que todavía conservo algunos de mis vasos sanguíneos originales, y ya están envejeciendo. Tengo… ¿cuánto, ochenta y siete años? ¿Ochenta y nueve, noventa y tres? Sí, quizás noventa y tres. Me cuesta tanto recordar mi edad exacta, pero sé que soy viejo, muy viejo.

¡Soy viejo, Gran Padre Genghis!


El aire de Nairobi es claro, seco y fresco. No es un clima tropical a pesar de que está a sólo un grado aproximadamente del Ecuador, en la misma latitud que el ardiente Cotopaxi y la destruida ciudad de Quito. Por estar en un país de tierras altas y montañosas, la ciudad de Quito también era fresca, pero aquello fue sólo un sueño, una ilusión transtemporal, mientras que ahora Sadrac está realmente, según el concepto general de realidad, en Nairobi.

—Estamos a mucha altura sobre el nivel del mar —le explica el taxista—. Aquí nunca hace demasiado calor —el conductor del taxi, de enormes anteojos ahumados y viejísimo uniforme azul, es un hombre cordial, amable y conversador: pertenece a la tribu de los Kikuyu, dice. Tiene un aspecto saludable, a pesar de que Sadrac pensaba que fuera de Ulan Bator todos padecían de descomposición orgánica—. Hablo seis idiomas anuncia el taxista—: kikuyu, masai, swahili, alemán, francés e inglés. ¿Usted es ingles?

—Norteamericano —dice Sadrac. Le resulta extraño decirlo, pero, ¿qué otra cosa podría responder, que es mogol?

—¿Norteamericano? ¡Ah! ¿Nueva York? ¿Los Ángeles? En una época venían muchos norteamericanos aquí. Antes de la gran muerte, sabe. ¡Los aviones en que venían eran grandes, enormes, siempre venían repletos, ¡Cuantos norteamericanos! Venían a ver los animales, ¿sabe? Se internaban entre la vegetación, con cámaras. Después, nunca más. Hace tanto que no vienen los turistas norteamericanos. Ningún turista —se echa a reír—. Los tiempos cambiaron. Estamos mal, mal. Todos, menos los animales. Los animales la pasan bien. ¡Mire, mire, allí, al costado del camino! Una hiena. Ahí no más, al costado del camino. ¿Ve?

Sí, Sadrac ve: un animal siniestro y desagradable, como un oso pequeño y sin gracia, agazapado al borde de la carretera. El taxista le explica que ahora hay animales salvajes por todas partes, que las avestruces desfilan por las calles principales de Nairobi, que los leones y leopardos buscan sus presas en las granjas de los suburbios, que las gacelas se pasean en manadas enormes y revoltosas por los jardines de la universidad.

—Porque hay muy poca gente —dice el conductor del taxímetro—, y la mayoría está muy enferma. Se practica muy poca caza. La semana pasada un elefante inmenso arrancó un espino frente al hotel New Stanley. Un espino viejísimo, muy famoso. Un elefante inmenso, lógico, como el nivel de población mundial es tan bajo como a comienzos del siglo XIX, los animales han comenzado a reclamar su dominio. Ninguno de ellos ha sufrido las consecuencias de la Guerra, ni los simios más parecidos al hombre: sólo los pobres humanos fueron atacados por el virus de la descomposición.

En el trayecto del aeropuerto a la ciudad, Sadrac ve más animales, dos cebras bellísimas, algunos jabalíes, y un grupo de antílopes zanquilargos y jorobados.

—Esos son gnus —le informa el taxista. Sadrac se deleita ante este despliegue de naturaleza, pero al mismo tiempo una suerte de tristeza lo invade, ya que si los gnús pastan junto a las grandes carreteras y las hierbas crecen en las calles de la ciudad, es porque se aproxima el final de la era del hombre, y Sadrac no está preparado para enfrentarlo.

En realidad, no crecen tantas hierbas en las calles de Nairobi, por lo menos no las hay en el ancho y elegante bulevar por el que el taxi entra a la ciudad. Aquí y allá, arbustos florecidos restallan en belleza natural. En contraste con la monocromática Ulan Bator, Nairobi deleita la mirada con su colorida vegetación: cascadas de buganvilla roja y violeta y anaranjada adornan las paredes; también las plazoletas de la calle están cubiertas por una alfombra espesa y mullida de capullos de bungavilla color lavanda; áloes de espeso follaje pueblan las esquinas como centinelas pensativos. De todos estos árboles y arbustos que colman las calles con acuarelas multicolores, Sadrac sólo reconoce a los jaracandaes y a los hibiscos. El efecto. de todo el conjunto es alegre, chispeante y curiosamente conmovedor. ¿Quién puede sentir desesperación, piensa Sadrac, en un mundo que ofrece tanta belleza? Sin embargo, en el momento mismo de esta alegría trascendental creada por la ciudad florida, luminosa e impecable de Nairobi, surge la negación a esa alegría, puesto que Sadrac también se pregunta cómo es posible que, gozando de plena libertad en este bellísimo mundo, lo hayamos transformado en semejante calamidad. A pesar de todo, esta ciudad que le ofrece tantas maravillas desconocidas, lo colma de placer más que de melancolía.

Y así, Sadrac Mordecai pasea por esta ciudad africana amada del sol y las flores, en un taxi viejo y lento que lo lleva a su hotel, el Hilton, un lugar cavernoso y añejo donde probablemente sea el único huésped. El personal del hotel lo trata con extraordinaria deferencia, como si fuera un príncipe que ha venido de visita a Nairobi. De alguna manera, lo es para esta gente, que sabe que Sadrac vive en la capital y que maja con un pasaporte del CRP, por lo cual deben pensar, seguramente, que está sentado a la diestra de Genghis Mao, lo que de hecho es verdad, aunque no está en absoluto vinculado con el gobierno en sí. No obstante, aun la gente que no ha visto su pasaporte se dirige a él como si fuera alguien superior. El trato que recibe le recuerda algo que muchas veces olvida: que es un hombre de mucha presencia y dignidad, un hombre capaz, seguro de sí mismo y de aspecto atractivo, que irradia una aureola que impulsa a los demás a tratarlo con amabilidad. Viviendo a la sombra de Genghis Mao, es difícil recordar que uno es una persona, una persona considerable y no una simple extensión del presidente. Nairobi, vuelve a confirmárselo.

Media hora después de registrarse en el hotel, Sadrac sale a caminar por la ciudad y hace otro descubrimiento de algo que es obviamente natural: todos los habitantes de Nairobi son negros. Casi todos, bueno. Hay unos pocos comerciantes chinos, un par de indios, algunos blancos de edad ya avanzada, pero son las excepciones, y resaltan con la misma notoriedad que él en Ulan Bator. ¿Por qué habría de sorprenderse por las, caras negras que ve en este lugar? Esto es África, y en África la gente es negra, como lo era en Filadelfia donde vivió su infancia: los blancos muy pocas veces se atrevían a ir a su vecindario, y siempre pensaba, o al menos lo pensaba cuando era muy pequeño, que el ghetto era el mundo, que los negros eran la norma y que esas criaturas de caras rosadas, ojos azules y cabellos lacios y sueltos, que se veían de tanto en tanto, eran seres raros y extravagantes como las jirafas que aparecían en su libro de lectura. Pero esto no es el ghetto. Esto es una nación, un universo, en donde los policías y los maestros y los delegados de Comité dos bomberos son negros, los ingenieros de la planta de fusión son negros, los neurocirujanos y los optometristas son negros, negros de pies a cabeza. Hermanos y hermanas por todas partes, y, sin embargo, Sadrac está alejado de ellos, no siente el parentesco, sino que se sorprende ante la universalidad de la raza negra. Lo que ocurre, es, posiblemente, que habiendo vivido tanto tiempo en Mongolia como parte de esa amalgama políglota y multirracial que rodea a Genghis Mao, ha perdido en cierta medida su identidad racial. Por otra parte, el hecho de vivir entre millones de mogoles ha creado en él la sensación de ser un observador, un extraño, lo cual lo aliena aun entre los de su propia especie, si es que se puede decir que esta gente que habla el swahili, que vive entre avestruces y leopardos, gente de sangre puramente negra, son hombres y mujeres de su misma especie.

Hay algo más que Sadrac descubre, algo que es también obvio: Nairobi no es solamente espléndidos bulevares, aire claro y vibrante, glorietas de buganvilla e hibiscos. Este lugar, por encantador que sea, es también parte de la Sala de Traumas, y Sadrac no necesita alejarse mucho de las inmediaciones del hotel para encontrar a las víctimas del flagelo mundial, que vagan por las calles de la ciudad. Todas ellas ofrecen un panorama de las distintas fases de la enfermedad; en algunos individuos sólo se reflejan los primeros síntomas de deterioro físico, caras pálidas y paso lento; otros se estremecen de dolor, inclinándose aturdidos, y algunos, ya al borde de la muerte, con sus rostros con manchas de sudor brillante, se tambalean vomitando torrentes de sangre, y caminan en órbitas solitarias, sólo Dios sabe por qué, luchando con incomprensible determinación para llegara algún destino inalcanzable antes del desenlace final. A veces se detienen y clavan los ojos en Sadrac, como si supieran que es inmune y esperaran de él una dádiva de fortaleza, una especie de infusión carismática que les proporcione esa inmunidad, que cure sus lesiones y reintegre sus cuerpos. Sin embargo, no hay nada de reproche ni de envidia en esos ojos perdidos: es una mirada serena, inalterable y persistente, como la del ganado en las praderas, una mirada insondable, pero que no amenaza, que no nos carga de culpa por su muerte.

Al principio, Sadrac no puede enfrentar esa mirada continua. Hace mucho tiempo le enseñaron que un médico no debe sentirse culpable ante un paciente por gozar de buena salud, pero este caso es distinto: estos individuos no son sus pacientes, y él goza de buena salud sólo porque sus conexiones políticas le dan acceso a una protección de la que ellos no pueden gozar. A Sadrac le interesa indagar todo lo que se relacione con la descomposición orgánica; y, cada vez que se le presenta la oportunidad, analiza las características de esta enfermedad, el gran fenómeno médico de esta era, como lo fue en su momento la Peste Negra, la plaga más terrible de la historia, pero ni su interés ni la frialdad que, por ser médico, lo caracteriza, le bastan para mirar a estos individuos de frente. De tanto en tanto los mira de reojo hasta que se da cuenta de que sus sentimientos de culpa carecen de significado para estas débiles ruinas humanas a quienes no les importa si Sadrac los mira o no. Ya no les importa nada. Se están muriendo, aquí mismo, en la vía pública, presas de un mal que les quema las entrañas y les nubla la mente: ¿Qué importancia tiene la mirada de un extraño? Sadrac enfrenta, entonces, esos ojos extraviados. Barreras invisibles lo separan de esas víctimas.

Luego, las barreras desaparecen. Sadrac se aparta momentáneamente de la procesión de enfermos, para investigar la vidriera de un negocio de curiosidades: grotescos tallados en maderas, tambores de piel de cebra, ceniceros de pata de elefante, escudos y lanzas de Masa¡, todo tipo de artículos regionales producidos en serie para los turistas que ya han dejado de venir. De pronto, un golpe fuerte y doloroso en el codo lo hace girar. Sadrac se pone en guardia. ¿Quién fue? Un anciano enjuto, pálido, harapiento, cadavérico, de cabellos canos, se tambalea a su lado emitiendo un ronquido grave y profundo.

Un caso en la etapa terminal: los ojos turbios y manchados, el vientre distendido. La enfermedad perfora de a poco el tejido epitelial, llagando indiscriminadamente todo cuanto encuentra a su paso. Los más afortunados son aquellos cuyos órganos vitales se ulceran rápido, pero son los menos. Han pasado dieciocho años desde que la Guerra del Virus lanzó a la humanidad en manos de la descomposición orgánica. Sadrac leyó que muchos de los que fueron atacados por la enfermedad en los primeros anos de su difusión; todavía están esperando el final. Este hombre parece ser uno de ellos, pero su aspecto indica que no tendrá que esperar mucho más. Todos los mecanismos internos de su organismo deben estar quemados y corroídos, una masa de agujeros unidos por debites jirones de carne. La próxima erosión, cualquiera sea el lugar que afecte, seguramente será fatal.

El anciano quiere llamar la atención de Sadrac, pero no logra mantenerse en equilibrio y ubicarse en el lugar exacto.

Como un robot oxidado, se encamina hacia Sadrac entre convulsiones y sacudidas, pero pasa de largo; luego se detiene, acciona los cambios internos, gira con un bamboleo de brazos flojos y débiles, vuelve atrás para un nuevo intento. Finalmente, en una embestida desesperada, alcanza el brazo de Sadrac, apoya la mano, y permanece en esa posición meciéndose suavemente.

Sadrac no lo aparta de su lado. ¿Cómo habría de negarle su apoyo a esta criatura desfigurada, si eso es lo único que puede hacer por ella?

Con una voz que parece un graznido apocalíptico, un murmullo chillón, el anciano dice algo que aparentemente es muy importante.

—Perdón —dice Sadrac—. No lo entiendo.

El anciano se acerca un poco más, tratando de alcanzar el oído de Sadrac, y repite las palabras en un tono más apremiante aún.

—Pero yo no hablo swahili —dice Sadrac con expresión triste—. ¿Me está hablando en swahili? No entiendo.

El anciano piensa, tratando de encontrar una palabra. Se concentra, frunciendo la cara y articulando los labios curtidos. Un aroma dulce y seco lo envuelve, el aroma de lirios marchitos. En la mejilla tiene una lesión que le atraviesa la carne: podría muy bien sacar la lengua por el agujerito.

—Muerte —dice el anciano finalmente. Pronuncia la palabra con una fuerza monstruosa que se desploma a los pies de Sadrac.

—¿Muerte?

—Muerte. Usted… provoca… mi… muerte.

Las palabras brotan de esa garganta destruida, una detrás de otra, sin expresión, sin inflexión, sin énfasis. Usted. Provoca. Mi. Muerte. ¿Lo está acusando de haberle transmitido la enfermedad, se pregunta Sadrac, o le está pidiendo que lo sacrifique?

—¡Muerte! ¡Usted! ¡Provoca! ¡Mi muerte! —después más swahili. Después una tos áspera y espesa. Lágrimas abundantes que le inundan las mejillas cadavéricas. La mano del anciano oprime el brazo de Sadrac con fuerza súbita e increíble, estrujándole los huesos con tal intensidad que le causa dolor. Luego, la presión inesperada desaparece y el anciano permanece de pie, tambaleándose sin sostén. Emite un ruido ronco, un castañeteo, es el temblor de la muerte. La vida lo abandona tan de pronto que a Sadrac le parece ver el cráneo y los huesos del anciano dentro de las ropas andrajosas. Cuando el cuerpo cae, Sadrac lo levanta en los brazos y lo deposita en la vereda. No debe pesar más de cuarenta kilos, piensa Sadrac.

¿Y ahora qué? ¿Hay que notificar a las autoridades? ¿Qué autoridades? Sadrac busca un policía pero, qué curioso, la ciudad, que estaba tan activa hace sólo unos minutos, ahora está totalmente desierta. Se siente responsable de ese cadáver, no puede dejarlo tendido en la calle. Entra al negocio de curiosidades en busca de un teléfono.

El propietario es un indio rollizo y de aspecto saludable, ojos grandes y brillantes, cabellos negros, abundantes, sombreados de plateado. La indumentaria de trabajo que lleva puesta le da un aire elegante y próspero. Es obvio que ha observado el pequeño melodrama que acaba de tener lugar en el cordón de la vereda, porque al verlo entrar a Sadrac, se apresura hacia él con las palmas unidas y los labios comprimidos en una expresión de "qué barbaridad".

—¡Qué lamentable! —declara el indio—. ¡Que le hayan ocasionado esta molestia! ¡No tienen decencia, no tienen sentido de…

—No fue ninguna molestia —dice Sadrac tranquilo—. El pobre hombre se estaba muriendo. Ni tiempo de pensar en decencia tuvo.

—Aun así. Importunar a un extraño, a un visitante…

Sadrac menea la cabeza.

—No es nada. Si es que algo quería de mí, no se lo pude dar. Ya está muerto. Me hubiera gustado hacer algo por él. Soy médico —confiesa Sadrac, esperando que esta revelación surta el efecto apropiado.

Surte el efecto que Sadrac espera:

—¡Ah! —grita el propietario—. Entonces. entiende de estas cosas —la susceptibilidad de un médico no es igual a la de un individuo comente. Por lo tanto, el vendedor del negocio ya no se siente incómodo porque uno de sus andrajosos compatriotas haya afligido a un turista con su muerte.

—¿Qué haremos con el cuerpo? —pregunta Sadrac.

—Vendrán los policías. Se corre la voz.

—Pensé que podríamos telefonear a alguien.

El propietario se encoge de hombros.

—Vendrán los policías. No tiene importancia. Según me dijeron, la enfermedad no es contagiosa. Mejor dicho, estamos todos infectados desde la época de la Guerra, pero no tenemos nada que temer de aqueas personas que manifiestan síntomas reales, o de sus cuerpos. ¿Es verdad eso?

—Es verdad, sí —responde Sadrac. Mira inquieto el pequeño cadáver tendido afuera, frente al negocio, como una vieja frazada en desuso—. Tal vez, tendríamos que llamar, de todas maneras.

—Los policías vienen en seguida —repite el vendedor, como dejando de lado el tema—. ¿Quiere tomar una taza de té conmigo? Rara vez tengo oportunidad de atender a un visitante. Soy Bhishma Das. ¿Usted es norteamericano?

—Nací allá, sí. Ahora vivo en el exterior.

—Ah.

Bhishma se mueve detrás del mostrador, donde hay un calentador y algunos paquetes de té. Sadrac sigue angustiado por la indiferencia de este individuo ante el cuerpo tendido en la calle, pero aparentemente Das no es un hombre insensible o ignorante. Tal vez aquí, en la Sala de Traumas, la costumbre sea prestarle la menor atención posible a estos recordativos de la mortalidad mundial.

De todas maneras, Das tiene razón: los policías llegan de inmediato, en un automóvil largo y sombrío similar a un coche fúnebre. Son tres individuos negros que visten el típico uniforme policial. Dos de ellos cargan el cuerpo en el automóvil y el tercero espía a través de la vidriera; clavando su mirada en Sadrac, haciendo gestos de afirmación, de una manera incomprensible y perturbadora. Finalmente se va.

—Tarde o temprano todos moriremos de descomposición orgánica ¿no es cierto? — pregunta Das—. ¿Nosotros y nuestros hijos, también? Estamos todos infectados, dicen. ¿Es cierto?

—Cierto, sí —responde Sadrac. Aun él lleva el DNA en sus genes. Aun Genghis Mao— Está el antídoto…

—El antídoto, ¡ah! ¿Usted cree que en realidad hay un antídoto?

Sadrac pestañea… —¿Lo duda?

—Yo no sé nada de eso a ciencia cierta. El presidente dice que hay un antídoto que pronto será distribuido por el mundo, pero el mundo sigue muriéndose. ¡Ah, el té está listo! ¿Hay un antídoto, entonces? Yo no tengo idea… No sé qué creer.

—Hay un antídoto —dice Sadrac, aceptando la delicada taza de té de porcelana que le ofrece el comerciante—. Sí, hay, y un día será repartido a todo el mundo.

—¿Acaso usted sabe que eso es un hecho?

—Lo sé, sí.

—Y, claro, usted debe saberlo porque es médico.

—Sí.

—Ah —dice Bhishma Das. Toma un sorbito de té, y después de una larga pausa dice—: Claro que muchos de nosotros moriremos de descomposición antes de que se reparta el antídoto. No sólo los que vivieron durante la Guerra, sino también nuestros hilos. ¿Cómo puede ser? Nunca lo pude entender. Mi salud es perfecta, mis hijos son fuertes, y ¿sin embargo, llevamos la plaga dentro nuestro? ¿Duerme en nuestro cuerpo, esperando el momento de entrar en acción? Duerme en el cuerpo de todos?

—Todos —dice Sadrac ¿Cómo le puedo explicar? —¿Si le habla de las similitudes estructurales entre el virus de la descomposición orgánica y el material genético humano normal, si le explica cómo el virus liberado en la guerra pudo integrarse al ácido nucleico y al germen plasmático y entrelazarse tan íntimamente con el sistema genético humano que pasó de generación en generación como un gen celular normal, una masa mortífera de DNA que puede entrar en acción en cualquier momento, cuánto puede llegar a entender Bhishma Das de todo esto? ¿Puede hablar acaso de la inextrincabilidad del material genético letal, de la manera implacable en que se incorpora a las características genéticas de cualquier niño concebido desde la Guerra del Virus y lograr que Das lo interprete? El gene de la descomposición orgánica es un intruso, pero está tan íntimamente ligado a la herencia humana como lo está el gene que hace crecer el cabello en el cuero cabelludo o el que proporciona calcio a los huesos: ya desde nuestro nacimiento los tejidos están programados para deteriorarse y morirse cuando se da una determinada señal interna desconocida. Pero para Bhishma Das esto puede llegar a ser tan desconcertante como los sueños de Brahma. Después de un momento de silencio, Sadrac continúa: Todo individuo que estaba con vida cuando se liberó el virus, lo absorbió a su cuerpo, a la parte de su cuerpo que determina lo que ese individuo transmite a sus hilos. Una vez que el virus entra en esa parte, no se puede erradicar, por lo tanto se transmite de generación en generación, como el color de la piel, el color de los ojos, la textura del pelo…

—Linda herencia. ¡Que triste! ¿Y el antídoto, doctor? ¿Nos liberaría de esa herencia?

—El antídoto que tienen ahora —dice Sadrac— evita que el virus afecte al cuerpo. Lo neutraliza, lo estabiliza, lo mantiene en estado latente. ¿Entiende?

—Sí, sí, entiendo. ¡Lo congela!

—Algo así. Los que reciben el antídoto deben renovar la dosis cada seis meses, para controlar el virus, para evitar que estalle la descomposición orgánica.

—¿Un poco más de té, doctor?

—Por favor.

—¿Y usted? ¿Recibió el antídoto?

La pregunta lo incomoda a Sadrac. Sin embargo, después de un momento responde:

—Sí.

—Ah. Porque es médico, y a los médicos debemos mantenerlos vivos. Entiendo. Ya me parecía que usted había recibido el antídoto. Hay algo especial en usted, como si no fuera uno de nosotros. Usted no se levanta cada día preguntándose si ése es el día en que su cuerpo comenzará a descomponerse. ¡Ah! Algún día también nosotros recibiremos el antídoto.

—Sí. Algún día. El gobierno hace todo lo posible para aumentar las reservas —la mentira le amarga la boca—. Ojalá pudieran hoy mismo recibir la primera dosis.

—Por mí no importa dice Das sereno—. Soy viejo y siempre gocé de buena salud, y fui muy feliz toda mi vida, aun en los momentos más difíciles. Estoy preparado para enfermarme mañana mismo, pero no quema que sufran mis hijos y los hijos de mis hijos. ¿Qué significado tienen para ellos las guerras del pasado? ¿Por que habrían de padecer muertes horribles por naciones que ya habían caído en el olvido antes que ellos nacieran? Quiero que vivan. Mi familia ha estado en Kenya durante ciento cincuenta años, desde que nos fuimos de Bombay, y nuestra vida aquí fue muy feliz. ¿Por qué habríamos de morirnos ahora? Triste, doctor, triste. Una maldición para la humanidad. ¿Podremos alguna vez erradicar la putrefacción que nosotros mismos creamos?

Sadrac se encoge de hombros. No hay manera de eliminar el nuevo gen asesino del sistema genético, pero, en teoría, un antídoto permanente es posible, un DNA híbrido que puede integrarse a los genes contaminados para absorber y detoxificar el material genético letal. Sadrac ha oído decir que algunos miembros del gobierno están trabajando sobre ese antídoto. Claro que los rumores pueden ser falsos, y que el grupo de investigación sea sólo un mito y que, incluso el mismo antídoto permanente sea sólo un mito.

—Creo que estos últimos veinte años. fueron una depuración que la humanidad tenía que sufrir necesariamente —dice Sadrac— Tal vez haya sido un castigo por las estupideces y tonterías acumuladas. Toda la historia del siglo XX es como una flecha que apunta derecho a la Guerra del Virus y sus consecuencias. Pero creo que sobreviviremos a la prueba.

—¿Y todo volverá a ser como antes?

Sadrac sonríe.

—Espero que no. Si volvemos a donde estábamos antes, todo se repetirá y finalmente terminaremos en el lugar donde estamos ahora, y no creo que sobrevivamos a la próxima versión de la Guerra del Virus. No, pienso que, de las ruinas, construiremos un mundo mejor, más tranquilo, menos ambicioso. Llevará tiempo y no sé bien cómo lo lograremos. Primero sucederán cosas desagradables. Millones de hombres y mujeres padecerán muertes horribles e innecesarias. Pero finalmente, finalmente, el sufrimiento terminará, y no habrá más muertes, y los que queden volverán a mar en un mundo feliz.

—¡qué reconfortante es oír palabras tan optimistas!

—¿Yo soy optimista? Nunca me vi como un optimista. Realista, quizá, pero no optimista. ¡Qué extraño descubrir de pronto que uno es un apóstol de la fe y la buena esperanza!

Los ojos le brillaban. Parecía que estaba viviendo en ese mundo mejor mientras hablaba.

—¿Quiere retractarse de su profecía? No lo haga, por favor. Usted cree que ese mundo mejor llegará.

—Espero que llegue —dice Sadrac con voz grave.

—Usted sabe que sí.

—No estoy seguro. Tal vez parecía seguro hace un momento, pero… —Sadrac menea la cabeza. Trata de recuperar el optimismo de esas palabras tan alentadoras e inesperadas que dijo hace un momento—. Sí —dice—, no me cabe duda de que todo será mejor —ya no habla con tanta naturalidad, pero sin embargo continúa—. La decadencia no será eterna. Podemos vencer a la descomposición orgánica. La reducida población actual podrá vivir más cómodamente en un mundo incapaz de contener a los millones y millones de habitantes que vivían antes de la guerra. una depuración, una prueba de fuego, un castigo necesario por los abusos del pasado, todo en pos de un mundo mejor. El amanecer después de la larga oscuridad.

—¡Ah! ¡Es optimista!

—Tal vez sí. A veces.

—Me gustaría que un hombre como usted fuera el líder de ese mundo nuevo —dice Bhishma Das como embelesado.

Sadrac rechaza la idea:

—No, yo no. Déjeme vivir en ese mundo, sí. Pero no me pida que lo gobierne.

—Cambiara de idea cuando llegue el momento. Le ofrecerán el gobierno, doctor, porque usted es inteligente y bueno, y usted lo aceptará. Porque es inteligente y bueno —Das sirve más té. Esta fe ingenua es conmovedora. Sadrac toma un sorbo de té y, de pronto, se imagina el grito de sorpresa y felicidad de Das Bhishma cuando, dentro de uno o dos años, vea reflejada en la pantalla de su televisor la figura del nuevo presidente del Comité Revolucionario Permanente, y descubra que el rostro del presidente es el rostro negro y de bellos rasgos de aquel médico norteamericano, bueno e inteligente, que una vez visitó su negocio. Sadrac tose y se atora y casi vuelca el té de su tasa. Ese rostro será el rostro del doctor Mordecai, sí, pero la mente alojada detrás de esa mirada cálida y penetrante será la mente fría y oscura de Genghis. Desde que llegó a Nairobi, Sadrac casi ha logrado olvidarse del Proyecto Avatar. Casi.

—Debo irme —dice Sadrac—. Ya es tarde, y usted seguramente quiere cerrar el negocio.

—Quédese un rato más. No hay apuro. Lo invito a cenar a mi casa esta noche.

—Creo que no puedo…

—¿Otro compromiso? ¡Ay, qué lamentable! Prepararíamos un exquisito curry en su honor y abriríamos una botella devino bueno. Algunos amigos íntimos, lo mejor de la comunidad hindú, profesionales, profesores, filósofos. Temas de conversación muy interesantes… ¡ah, sí, sí, sería una noche espléndida, si nos honrara con su presencia!

Una tentación: si no acepta la invitación, cenará solo en el hotel, un extraño en esta extraña ciudad, solitario y en peligro. Pero no, imposible. Uno de esos profesionales de la comunidad hindú le preguntará seguramente dónde vive, qué clase de medicina practica, y tendrá que mentir, lo cual le repugna, o bien tendrá que decir la verdad, que es miembro de la privilegiada élite dictatorial, médico del aterrador Genghis Mao, y todo lo demás. Eso afectará su nueva reputación de benefactor humanitario: su verdadera identidad asqueará a los amigos de Bhishma Das y humillará al mismo Das. Sadrac se lamenta no poder aceptar la invitación con excusas que parecen sinceras. Mientras se dirige a la puerta, Bhishma lo sigue, diciendo:

—Por lo menos acepte un obsequio de mi parte, un recuerdo de esta hora tan agradable —el comerciante recorre los estantes con la mirada, buscando entre las lanzas, los collares de cuentas, las estatuitas de madera, todo aparentemente demasiado crudo, demasiado insignificante, demasiado barato, o demasiado grande, para ofrecérselo a tan distinguido huésped, y por un momento parece que Sadrac se irá sin recibir ningún regalo. Pero, finamente, Das arrebata de una de las repisas un pequeño cuerno de antílope en cuyo vértice hay un orificio taponado con cera. Es un cuerno para ventosas, explica Das, que usaba una tribu de la frontera del sur para echar los dolores y los espíritus malos del cuerpo de los enfermos: se apoya la ventosa sobre la piel, se succiona, se crea un vaco y luego se sella con el tapón de cera. Se lo entrega a Sadrac, diciéndole que es un regalo agro fiado para un médico. Al principio, Sadrac se niega a regirlo por puro convencionalismo, pero después lo acepte gustoso: en su colección no tiene utensilios médicos de África Oriental.

Todavía lo usan —le informa Das—. Lo usan mucho ahora, para ahuyentar el espíritu de la descomposición orgánica —se despide de Sadrac con una reverencia, diciéndole una y otra vez lo honrado que se siente por su visita, lo agradable que fue haber escuchado aquellas palabras de esperanza del doctor…

En las siete cuadras que camina para volver al hotel, Sadrac cuenta cuatro cuerpos muertos, y uno a punto de morir.

Загрузка...