El jefe de seguridad, un hombre de huesos macizos, corpulento, perspicaz, de ojos grandes e inexpresivos y boca singular, esta de pie en el pasillo, esperando que Mordecai salga de la habitación del Khan. Mangú ha, muerto, sí; pero, ¿fue realmente un asesinato? Avogadro no está tan seguro de ello.
Por fin, Sadrac sale del aposento imperial y Avogadro, retirándolo hacia un costado le pregunta con voz muy suave:
—¿El Khan está tomando algún medicamento que pueda ocasionarle trastornos mentales?
—No precisamente. ¿Por qué?
—Es la primera vez que lo veo tan alterado.
—Y también es la primera vez que asesinan al virrey.
—¿Qué le hace pensar que se trata de un asesinato, y no un suicidio?
—Bueno… porque… Ionigylakis lo dijo… porque… —Sadrac se detiene confundido—. ¿Acaso no fue un asesinato?
—¿Quién puede saberlo? Horthy vio a Mangú precipitarse en el vacío. Punto. No vio a nadie que lo empujara. Ya hemos hecho todas las pruebas de los monitores de los radares del personal y no se ha registrado la entrada o salida de ningún individuo desautorizado y no hay evidencias de que alguien haya subido al piso setenta y cinco.
—Tal vez se trate de alguien que permaneció oculto toda la noche —sugiere Sadrac.
Avogadro suspira. Parece un poco sorprendido por el comentario de Sadrac.
—Deje que sea yo quien cumpla la función de detective, doctor. De mas está decir que también verificamos las actividades del día de ayer.
—Siento haberlo…
—No quise ser sarcástico. Lo que quiero decir simplemente es que hemos considerado casi todas las posibilidades, las mas obvias al menos. No es fácil para un asesino entrar al edificio, y dudo mucho de que alguien lo haya hecho. Eso no descarta, desde luego, la posibilidad de que el asesino de Mangú haya sido una persona cuya presencia en el edificio no llame la atención, como por ejemplo, el general Gonchidorge, o usted o yo…
—O Genghis Mao —interrumpe Sadrac— Pudo muy bien escurrirse inadvertido desde su habitación a la de Mangú y empujarlo por la ventana.
—Veo que interpreta mi idea. Lo que quiero decir es que cualquiera de los que están aquí arriba pudo haber sido el asesoro de Mangú. Sin embargo no. hay ninguna evidencia. Como usted sabe, todas las puertas del edificio registran la entrada y salida de individuos. Nadie entró a la habitación de Mangú esta mañana, ni por el lado de la Interfaz ni por el ascensor. Los núcleos de localización están completamente en blanco. El último en entrar a la habitación fue Mangú, alrededor de la medianoche. De acuerdo con las investigaciones preliminares que se han llevado a cabo hasta el momento, no hay rastros de intrusos en la habitación, no hay huellas digitales extrañas, ni partículas de caspa, ni cabellos, ni hilachas. Tampoco hay señales de lucha. Mangú era un hombre fuerte, ¿se da cuenta? y hubiera ofrecido resistencia ante un ataque.
—¿Sugiere que se trata de un suicidio, tal vez? —pregunta Sadrac.
—Sí, exactamente. Al igual que todos mis hombres, considero que es la teoría mas aceptable con respecto a este punto. Pero, el presidente está seguro de que fue un asesinato. Tendría que haberlo visto antes de que usted llegara: estaba histérico, furioso, parecía un loco. Como usted comprenderá, el hecho de que el presidente crea que fue un asesinato, redunda en perjuicio de mis hombres y del mío también, ya que nuestra función aquí es, precisamente, evitar todo tipo de ataque. Pero hay algo mas importante aparte de la posibilidad de perder mi trabajo, doctor. Todo este plan ridículo que el Khan está organizando, la "depuración", los arrestos, los interrogatorios, las medidas de represión, todo, una empresa costosa, desagradable y muy complicada que, según mi opinión, carece absolutamente de sentido. Lo que quiero saber —continúa Avogadro— es si usted cree que hay alguna posibilidad de que el presidente, una vez recuperado, esté dispuesto a adoptar una actitud más sensata con respecto a la muerte de Mangú:
—No lo sé, pero no creo. Nunca cambia de idea una vez que ha tomado una determinación.
—Pero la operación…
—Sí, la operación lo debilitó, sin duda. Física. y psicológicamente, pero eso no significa que haya perdido la razón. El siempre ha tenido esta obsesión con los asesinos, y es obvio que, al dar por sentado que Mangú fue asesorada, Genghis Mao satisface una especie de necesidad interna; una suerte de proyección de la fantasía, algo muy oscuro y complejo. Creo que aun en perfecto estado de salud hubiera hecho la misma suposición. Por lo tanto, pienso que su recuperación per se no seca un factor que lo haga reconsiderar la muerte de Mangú. Todo lo que puedo sugerirle es que espere tres o cuatro días hasta que el presidente recupere las fuerzas necesarias fiara retomar sus actividades. Sólo entonces, usted podrá informarle acerca de los hallazgos de toda la investigación, y explicarle de manera terminante que no hay evidencia de asesinato. Confíe en que la sensatez básica del Khan lo ayudará a convencerse, por fin, de que Mangú se suicidó…
—¿Y si traigo el informe esta misma tarde?
—No. No está preparado para tantas tensiones. Además, ¿usted cree que la investigación podrá estar concluida para esta tarde? No. Le aconsejo que espere por lo menos tres días. Cuatro o cinco si es posible.
—Y mientras tanto —dice Avogadro—, habrá que reunir a todos los sospechosos, investigar, interrogar, castigar a inocentes, y tras hombres gastarán energías en la estúpida persecución de un asesino que no existe.
—¿Y no puede suspender la "depuración" por unos días?
—El Khan dio la orden de empezar de inmediato; doctor.
—Sí, lo sé, pero…
—Él Khan dio la orden de empezar de inmediato y así lo hicimos.
—¿Ya?
—Sí. Ya hace diez minutos que comenzaron con los arrestos. Yo se lo que significa una orden del presidente. Podría dilatar el proceso del interrogatorio para evitar en lo posible que se castigue a los prisioneros hasta tanto el Khan no esté enterado de todas mis averiguaciones sobre la muerte de Mangú, pero no tengo autoridad para ignorar las instrucciones —y agrega con voz serena—: ni lo intentaría siquiera.
—Habrá "depuración" entonces dice Sadrac, encogiéndose de hombros—. Lo siento tanto como usted, supongo. Pero no hay manera de evitarlo, ¿no es así? Y si el Khan se empecina en creer que Mangú fue asesinado, hay muy pocas esperanzas de que usted lo convenza de que fue un suicidio, ni esta tarde, ni mañana, ni la semana que viene. Lo siento.
—Yo también —dice Avogadro—. Bien, gracias por haberme escuchado, doctor.
Avogadro se aleja, pero luego se detiene, vuelve la cabeza, la mirada calculadora y penetrante.
—Ah, algo más doctor —dice— ¿Usted no sabe, por casualidad, si Mangú tenía alguna razón para matarse?
Sadrac queda pensativo, analizando todo lo que sabe.
—No —responde después de un momento—, no. Ninguna… que yo sepa.
Una vez terminada su conversación con Avogadro, se dirige al Vector de Vigilancia Uno. La sala está atestada de gente, todos miembros del personal jerárquico. Sadrac comienza a sentirse algo ridículo, paseándose por las oficinas con el pecho descubierto. El general Gonchigdorge está sentado en el ostentoso trono del presidente, palmoteando con sus manos regordetas el enorme tablero que controla todo el funcionamiento del aparato espía. A medida que el general oprime los botones, el Vector de Vigilancia Uno vibra con imágenes de la vida diaria de la Sala de Traumas, imágenes que aparecen y desaparecen, temblorosas. El desordenado despliegue de secuencias que ofrecen las pantallas es tan vertiginoso como cuando la máquina funciona a su antojo. Tiene que suceder, ya que Gonchigdorge maneja los controles sin orden ni concierto, con impaciencia ofuscada, como si esperara descubrir un complot revolucionario, escarbando el mundo aquí y allá con palas descontroladas y enloquecidas hasta encontrar un grupo de desesperados enarbolando un estandarte que diga "SOMOS CONSPIRADORES". Pero las pantallas se limitan a reflejar la historia humana de siempre: gente que pelea, que trabaja, que sufre, que muere.
Horthy se acerca silencioso a Mordecai y le dice casi con alegría: —Ya comenzaron los arrestos.
—Ya sé. Me lo dijo Avogadro.
—¿Le dijo que tienen un sospechoso?
—¿Quién?
Una aureola psicodélica revolotea aún en torno a Horthy, quien, en una expresión de cansancio, se frota delicadamente los ojos saltones y enrojecidos.
—Buckmaster —dice—. El dé microingemería.¿Lo conoce?
—Sí. Lo conozco. Trabajé con él.
—Anoche, en Karakorum, lo escucharon hacer unas declaraciones terribles. Gritaba a los cuatro vientos que derrocaran a Genghis Mao, pronunciándose en favor de la subversión. Finalmente, lo arrestaron, pero después lo dejaron en libertad porque llegaron a la conclusión de que estaba borracho.
—¿A usted le sucedió lo mismo? —pregunta Sadrac en voz baja.
—¿Yo? ¿A mí? No entiendo.
—En la estación del subterráneo. ¿Recuerda que estuvimos juntos mientras transmitían el discurso de Mangú? Usted hizo algunos comentarios acerca del programa de distribución del antídoto y después los policías…
—No —dice Horthy—. Debe estar equivocado, doctor. —Su mirada se fija en Sadrac y no se aparta de él. Es una mirada intimidatoria, fría y hostil, a pesar de los ojos consumidos y empañados.— La persona con la que usted estuvo anoche en Karakorum no era yo, doctor Mordecai —dice finalmente, en tono categórico.
—Pero, ¿usted no estuvo allí anoche?
—No era yo.
Mordecai acepta la grotesca indirecta y decide no insistir más en la cuestión.
—Mil disculpas. Hablemos de Buckmaster. ¿Por qué creen que él es el culpable?
—Por la forma extraña en que se comportó anoche.
—¿Eso es todo?
—Si desea más información deberá preguntarle a la gente de seguridad.
—¿Lo vieron cerca de la habitación de Mangú cuando sucedió el asesinato?
—No sabría decirle, doctor Mordecai.
—Muy bien.
En una de las pantallas se refleja, en repulsivo primer plano, la imagen de una niña vomitando. Es el vómito causado por la descomposición orgánica de color rojo, vivo y brillante.
Horthy parece regocijarse con el panorama, como si esa horrenda escena no tuviera nada de extraño para él.
—Algo más —dice Sadrac— ¿Usted vio a Mangú precipitarse en el vacío, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y luego le avisó a Genghis Mao?
—Primero le avisé a los guardias que estaban en el vestíbulo de entrada.
—Por supuesto.
—Y luego subí al piso setenta y cinco. La gente de seguridad ya había clausurado la entrada, pero logré entrar lo mismo.
—¿Fue directamente a la habitación del Khan?
—Que estaba bajo custodia triple —dice Horthy haciendo un gesto afirmativo con la cabeza—. Para que me dejaran pasar tuve que insistir en mis privilegios ministeriales.
—¿Genghis Mao estaba despierto?
—Sí. Leyendo los informes del CRP.
—¿Cómo calificaría usted el estado general de salud del presidente en ese momento?
—Muy bueno. Estaba pálido y débil, pero eso es normal si se tiene en cuenta que estaba recién operado. Me— saludó y por la expresión de mi rostro se dio cuenta de que algo andaba mal. Me preguntó qué ocurría y yo le dije todo lo que había pasado.
—¿Qué le dijo?
—¿Y qué cree usted que pude haberle dicho? —dice Horthy impetuoso—. Que Mangú había caído de la ventana de su cuarto, naturalmente.
—¿De esa forma se lo dijo? ¿"Mangú ha caído de la ventana de su cuarto"?
—Algo así.
—¿No hizo ningún comentario acerca de la posibilidad de que lo hubieran empujado?
—¿Por qué todas estas preguntas, doctor Mordecai? —Por favor. Esto es, importante. Necesito saber si fue por sus propias conjeturas que el Khan llegó a la conclusión de que lo de Mangú fue un asesinato, o si se lo insinuó usted sin darse cuenta.
Horthy mira a Sadrac Mordecai con ojos siniestros.
—Me limité a decirle lo que vi—: a Mangú que caía en el vacío. Eso es todo. No saqué ninguna conclusión acerca de cómo había sucedido. Supongamos que alguien lo haya empujado, ¿usted cree que yo hubiera podido distinguirlo a cuatrocientos metros de altura? Ni siquiera distinguí a Mangú, que no era más que un puntito flotando en el cielo, un muñeco. Me di cuenta que era él cuando ya casi había llegado al piso —un brillo desconcertante ilumina los ojos de Horthy, quien, acercándose a Mordecai dice, en un tono casi melodioso—: ¡Tenía una expresión tan serena, doctor Mordecai! Flotaba en el aire, los ojos enormes, los cabellos revoloteando en el viento, en sus labios una sonrisa. Sí, creo que sonreía. ¡Sonreía! Luego el impacto.
—Qué extraño —interrumpe Ionigylakis, que, evidentemente; ha estado escuchando la conversación—. Si alguien lo hubiera empujado por la ventana, ¿creen ustedes que hubiera tenido una expresión tan alegre?
Sadrac hace un gesto de desacuerdo.
—No creo que Mangú estuviera consciente aún, cuando Horthy lo reconoció. La expresión serena era probablemente debida al atontamiento provocado por la aceleración de la caída.
—Tal vez —dice Horthy en tono enérgico.
—Siga —le dice Sadrac—. Le dijo —al Khan que Mangú había caído por la ventana. ¿Qué pasó después?
—Se incorporó tan bruscamente que pensé que se rompería todo el instrumental médico que lo rodeaba. Su rostro se enrojeció, y empezó A transpirar y a jadear. Ah, fue terrible, doctor Mordecai. Estaba tan sobreexcitado que pensé que se moría. Agitaba los brazos, hablaba de asesinos… de pronto, volvió a hundirse en la almohada, se llevó las manos al pecho…
—Estaba tan sobreexcitado que usted pensó que se moría —dice Sadrac—, pero no se le ocurrió en ningún momento que, en el estado de salud del presidente, no era prudente, importunarlo con noticias de ese tipo.
—Uno no piensa con lucidez en momentos así.
—Pero cuando uno ocupa un puesto que involucra mucha responsabilidad…
—No siempre nuestra decisión es la más sensata —replica Horthy—. Especialmente en un caso como el mío. Nadie hubiera podido pensar con claridad cuando estuvo a punto de morir aplastado por un cuerpo que se desplomaba desde las alturas y cuando se da cuenta de que el cadáver que acaba de caer es el de una importante figura del gobierno, de hecho el virrey, y cuando uno sospecha que esa muerte es un asesinato, el comienzo de una revolución y cuando…
—Está bien —dice Sadrac— Está bien. El Khan logró sobrevivir este shock innecesario, pero lo que usted hizo, Horthy, es muy peligroso. Peor aún, es una torpeza, una gran torpeza. —Sadrac frunce el ceño.— ¿Así que usted cree que se trata de una conspiración?
—No sé. No es más que una posibilidad.
—Tanto como lo es la hipótesis del suicidio.
—¿Usted cree, Sadrac? —dice Ionigylakis.
—Avogadro está convencido de ello.
—Sin embargo, los hombres de Avogadro han arrestado a Buckmaster.
—Ya lo sé. Ese pobre diablo enloquecido. Le tengo lástima —Conchigdorge sigue impaciente manipulando la botonera. En las pantallas, se reflejan imágenes horripilantes: rostros distorsionados, como si las lentes de los ojos espías los enfocaran muy de cerca. Horthy, respondiendo al llamado de Donna Labile, que le hace señas desde el otro extremo de la sala, se aleja con aire majestuoso, pero antes mira a Sadrac con ojos fríos, una mirada inexplicable. Sadrac ya no encuentra nada de lógico en todo el comportamiento de Horthy, pero de pronto eso no importa, ya nada importa. Esta sala es un manicomio este dinamismo frenético lo confunde. Él es demasiado cuerdo y demasiado humano para este ambiente. Sadrac ya comienza a sentir frío con el torso desnudo. De pronto, las imágenes desaparecen de las pantallas, que se iluminan con rayas zigzagueantes azules, verdes y rojas. El general Gonchigdorge, en su torpe persecución de conspiradores, ha roto algo.
—¡Ficifolia! grita el general— ¡Que suba Ficifolia! ¡Hay que reparar la maquina!
Ficifolia, que ya estaba en la sala, se dirige refunfuñando en voz baja hacia el general entronizado, abriéndose paso entre la multitud. AL pasar junto a Sadrac, se detiene y le dice en voz baja:
—En este momento, están interrogando a su amigo Buckmaster. Supongo que no llorará por eso.
—Al contrario. Anoche, Buckmaster no estaba en sus cabales y ahora pagará por su comportamiento.
—Me dijeron que es Avogadro el que interroga. Avogadro cree que fue un suicidio.
—Yo también —dice Ficifolia, y se va.
Sadrac, ya cansado de estar en este lugar, se dirige a la Interfaz. Vuelve la cabeza y contempla el espectáculo por última vez: un tumulto agitado, ondas multicolores vibrando en las pantallas, Gonchigdorge gritando como un niño enfierecido, Horthy y Labile absortos en una discusión intensa y misteriosa, enfatizada por agresivas gesticulaciones ítalohungaras, Ionigylakis destacándose entre la multitud y anunciando su confusión a gritos, Frank Ficifolia en cuclillas frente a un panel abierto insertando una llave larga y delgada en un turbulento espagueti de un circuito de burbuja. En este mismo momento, en algún recóndito lugar de este enorme edificio, Avogadro, que no cree que se haya cometido un asesinato, se prepara, sin embargo, para torturar a Roger Buckmaster, presunto de haber cometido el asesinato, aun cuando se sabe casi con seguridad que Buckmaster no pudo haber asesinado a nadie esta mañana. Y en el grandioso aposento del Khan, ya superado el estado casi fatal de shock de acuerdo con el tikiti-tak que vibra a través del cuerpo de Mordecai, el anciano presidente planea con calma devoción irracional la mejor manera de consagrar la memoria del virrey difunto y de destruir a los supuestos asesinos. Basta, basta ya. Esto es demasiado. Sadrac pide salida a la Interfaz, que se abre con deliciosa rapidez, dándole acceso a la cámara de retención y luego a su departamento.
¡Aquí sí reina la paz! Nikki, que ya se ha levantado acaba de salir de la ducha y ahora está secándose en medio de la habitación: desnudez, belleza, gotas de humedad que aún brillan en la piel suave y tersa, pezones tiesos y empequeñecidos por la frescura del aire.
—Hoy llegaré tardísimo al laboratorio —dice en tono casual—. ¿Qué pasó?
—Pregúntame que es lo que no pasó. Mangú ha muerto, el Khan estuvo a punto de morir de una apoplejía cuando se enteró, arrestaron a Buckmaster, se dispuso una "depuración" general de subversivos, Horthy está…
—Un momento grita Nikki azorada—. ¿Mangú muerto? ¿Cómo?
—Cayó. por la ventana. Lo empujaron o se tiró.
—Ah —dice en un suspiro—. Ay, Dios. ¿Cuándo sucedió eso?
—Hace una hora, aproximadamente.
Hace un bollo con la toalla y la tira en un rincón. Comienza a pasearse por la habitación como urja tigresa confundida. De pronto, se da media vuelta y pregunta:
—¿Qué ventana?
—La de su cuarto —responde Mordecai turbado por el impetuoso torrente de preguntas.
—¿Cayó desde el último piso? Se habrá hecho pedazos.
—Me imagino, pero ¿qué…?
—¡Ay, Sadrac! ¿Mi proyecto!
—¿Qué pasa con tu proyecto?
—Es una barbaridad, lo sé. Pero, ¿Qué pasará con mi proyecto ahora? Sin Mangú…
—Ah —dice Sadrac en tono grave—, no había pensado en eso.
—Él iba a…
—Sí, no lo digas.
—Mi reacción es horrible.
—Pero, ¿el proyecto contaba con Mangú como único receptor?
—…No necesariamente, pero… ¡oh, al diablo con el proyecto! —se agacha en el piso cubriéndose los pechos con los brazos. Tiembla—. No entiendo. ¿Quién habría querido matar a Mangú? ¿Qué es lo que pasa? ¿Se trata acaso de una revolución, Sadrac?
—Mangú pudo haber matado a Mangú —le dice Sadrac—. No se sabe todavía. Los hombres de Avogadro no han detectado aún señales de que alguien haya querido entrar por la fuerza a su departamento.
—¿Y para qué arrestaron a Buckmaster, entonces?
—Por las estupideces que dijo anoche en Karakorum, supongo. Pero no arrestaron a Horthy, y lo que él dijo fue tan subversivo como lo de Buckmaster. Horthy está aquí, en el Vector de Vigilancia Uno. El fue quien le dio la noticia de Mangú a Genghis Mao y el imbécil casi lo mata de un shock.
—Tal vez eso era lo que quería —dice Nikki con ojos sombríos.