CAPÍTULO 22

Unos días más tarde, Sadrac está en Estambul. Aquí está solo, sin guía, caminando confundido por esta intrincada ciudad de distintos relieves, deseando encontrar a un Mesach Yakov o a un Bhishma Das, pero no aparece nadie que pueda ayudarlo. El mapa que le dieron en el hotel no le sirve, porque indica el nombre de muy pocas calles, y cada vez que se aleja de un bulevar termina perdido en un laberinto de callejuelas anónimas. El turismo ha muerto en Estambul después de la Guerra del Virus, y los taxistas no hablan otra cosa que turco, y sólo entienden las instrucciones evidentes: "Santa Sofía", "Santa Teodosia", pero cuando Sadrac quiere ir a visitar el antiguo muro bizantino en las afueras de la ciudad, no encuentra manera de hacérselo entender al taxista, y finalmente, como último recurso, le pide que lo lleve a la mezquita de Kariya, en las afueras de la ciudad, y de ahí caminará hasta el primer muro que encuentre. Tendrá que jugar a las adivinanzas, ya que no sabe exactamente en donde queda el muro que busca.

Estambul es una ciudad arenosa, sucia, arcaica, extraña e irritante. Sadrac está fascinado por la mezcla de estilos arquitectónicos, los opulentos palacios otomanos y las gloriosas mezquitas coronadas de alminares y las casas de madera del siglo XVIII y las inmensas avenidas del siglo XX y los deteriorados fragmentos de la vieja Constantinopla que sobresalen de la tierra como dientes rotos, restos de acueductos y cisternas y basílicas y estadios. Este lugar, sin embargo, es demasiado caótico para él. A pesar de su poderosa atracción histórica, de su pasado tan rico y complejo, esta ciudad le resulta deprimente y repulsiva.

Además, Sadrac no puede soportar semejante densidad humana, ya que aún ahora hay mas de un millón de habitantes en este lugar. Como en todas partes, la tragedia de, la descomposición orgánica se hace visible en toda su magnitud, un sin fin de niños vagabundos, algunos no más de tres o cuatro años, se apiñan en las calles como animalitos desesperados, y en todos los rincones se ven policías al acecho, caminando de a dos. Sadrac sabe que lo vigilan a él. No, no es paranoia, lo persiguen a él. Genghis Mao, no muy conforme por haberle dado piedra libre a su médico para que salga a vagar por el mundo, lo mantiene bajo control, de manera que, cuando al Khan se le ocurra, lo pueden llevar de vuelta a Ulan Bator. Sadrac no pensó en desaparecer, en ningún momento —por el contrario, volver a Ulan Bator constituye un factor esencial para llevar a cabo el plan de acción que está preparando, aunque todavía no sabe cuándo será el momento apropiado para regresar—, pero la idea de que lo estén espiando no le atrae en absoluto. Después de dos días en Estambul, un paseo a la ligera que solo le permitió ver las atracciones turísticas más conocidas, vuela a Roma, donde permanece una semana.

Se aloja en un antiguo hotel, suntuoso y decadente, a unas pocas cuadras de las Termas de Diocleciano. También en Roma hay una gran densidad de habitantes y el ritmo urbano es enérgico y frenético, pero por alguna razón esta ciudad no soporta muchas heridas de la Guerra del Virus y de toda la pesadilla que siguió a la guerra. Sadrac logra relajarse en este, lugar, y tranquilizarse en un agradable ritmo de vida mediterráneo pasea por las espléndidas calles, saborea aperitivos en los cafés de las aceras, se deleita hasta hastiarse con pastas y vino blanco en trattorias alejadas del centro, y todos los traumas de la Bala de Traumas se vuelven insignificantes. Es cierto que ésta es una Ciudad Eterna capaz de absorber los daños más fuertes de todos los tiempos, y de no abandonar nunca su resistencia. ¿Los monumentos imperiales? Desde luego, cómo iba a dejar de verlos; el Arco de Tito, símbolo de invasión romana a Jerusalén, los templos y palacios del Capitolino y Palatino, la magnífica maraña que es el Foro, la ruina encantada del Coliseo. Visita la basílica de San Pedro, y al mirar hacia el Vaticano recuerda la voz burlona y agitada de Genghis Mao cuando le ofreció elegirlo Papa. Visita la Capilla Sixtina, la colección Etrusca en Villa Giulia, la galería Borghese, y una docena de iglesias más, las mejores iglesias barrocas. A medida que descubre las infinitas antigüedades de Roma, Sadrac siente que sus energías aumentan en lugar de flaquear. Lo curioso es que no responde con intensa alegría a los famosos monumentos clásicos, sino a aquellos viejos edificios de color gris, altos y angostos que ve en Trastevere y en el barrio judío. ¿Son acaso los mismos edificios de la época del Cesar, edificios que una vez fueron mansiones y que ahora son conventillos? ¿Es posible que aún estén habitados, después de dos mil años? ¿Por qué no? Los antiguos romanos sabían construir edificios de seis pisos de alto y aún más altos, y los hacían de material muy resistente. No hubiera sido difícil, a pesar de los saqueos, de los incendios y de las revoluciones. mantener estos edificios intactos, reconstruirlos, volver a revocarlos, enmendar lo viejo y renovarlo, retocarlo y restaurarlo constantemente. Es probable, por lo tanto, que estas torres grises hayan alojado alguna vez a los súbditos de Calígula, y Tiberio, y un agradable escalofrío lo estremece a Sadrac, al pensar que estos edificios han estado continuamente habitados a través de los siglos. Pensándolo bien, sin embargo, es posible que no haya sido así, recapacita Sadrac, porque no hay nada de uso cotidiano que pueda durar tanto tiempo. Lo más probable es que sean edificios del siglo XII, o del XIV, o aun del XVII. Si, son viejos, pero no son tan antiguos, aunque lo serían si se tiene en cuenta el concepto de que todo lo que antedata a la llegada de Genghis Mao, que haya sobrevivido alas penurias de la Guerra del Virus, al mundo prediluviano, es antiguo.

Desearía quedarse en Roma para siempre. Es una lástima, piensa Sadrac, que lo de nombrarlo Papa fuera una broma. Después de una semana, sin embargo, decide seguir viaje: es demasiado agradable este lugar, demasiado tranquilo. Además, la otra noche, una noche cálida y húmeda, mientras saboreaba un Strega en su café favorito, advirtió a dos policías sentados en una mesa del café de enfrente, que lo único que hacían era mirarlo, no conversaban ni bebían. ¿Acaso lo están cercando, están ajustando las redes? ¿Acaso lo atraparán mañana o pasado y le dirán que debe volver a Ulan Bator,? Compra un pasaje a Londres, lo cancela a último momento, y sube a bordo de un avión que lo llevará a California, en el otro extremo del mundo.

En un abrir y cerrar de ojos está en San Francisco, una ciudad de juguete, blanca y delicada, elevada sobre formidables colmas y ceñida por una bahía rutílame. Sadrac nunca había estado aquí antes, y se sorprende al descubrir que San Francisco, como Jerusalén, es una ciudad pequeña. ¿Por qué siempre espera que las ciudades famosas sean gigantescas? Tan pequeña es San Francisco, que si se la trasladara a Roma, a Nairobi, o a la despareja y frenética Estambul, se esfumaría por completo. También el clima frío es sorprendente. Sadrac siempre pensó que California era un lugar de piscinas y palmeras, de partidos de fútbol bajo el cálido sol de espléndidas tardes de enero, pero la California de sus sueños probablemente este en otra parte, más al sur, en Los Ángeles: en el mes de junio, la ciudad de San Francisco tiene esa atmósfera triste de fines de invierno, cargada de neblinas grises y espesas, y vientos intensos y penetrantes. Aun al atardecer, cuando la niebla se consume y la ciudad se ilumina de luz brillante bajo un cielo límpido y claro, el aire conserva todavía el frío de la brisa marina, y Sadrac se acurruca en su chaqueta de verano, muy poco apropiada para este clima.

Aquí no hay palacios antiguos, ni gacelas y avestruces salvajes, ni muros medievales ni iglesias barrocas. Pero sí hay, en cambio, calles elegantes de casas victorianas, desde inmensas mansiones hasta bungalows de madera, todas ellas decoradas con adornos de voluta y cornisas y frisos y capiteles y aun con vidrios de colores. Casi todos los edificios están perfectamente conservados, todos han sobrevivido a los incendios, terremotos, rebeliones, a la guerra bioquímica, y a la decadencia de toda esta nación americana. Hay árboles y arbustos por todas partes, casi todos florecidos: esta ciudad, fría o no, se parece mucho a Nairobi en el colorido de sus flores. Sadrac se deleita mirando los árboles que arden con retoños colorados, y los gigantescos pinos y los cipreses que el aire ondula y modela con el viento, y las laderas de las colinas ocultas bajo fragantes arboledas de eucaliptos. Un día de sol generoso, Sadrac sale a caminar, atraviesa la ciudad desde la bahía hasta el mar, y, alejándose de esa exuberante vegetación de ensueño, se retira a la playa. De pie a orillas del Pacifico, contempla absorto el horizonte. A miles de kilómetros al Noroeste, en la lejana Mongolia, Genghis Mao acaba de despertarse y se dispone a cumplir con su gimnasia matutina. Sadrac piensa en las funciones renales del Khan, en el ritmo del pulso, en los niveles de fosfato y calcio, en el equilibrio endocrino, y en los miles y millones de datos que estaba tan acostumbrado a recibir. Advierte que ha comenzado a echar de menos la transmisión que le enviaba el cuerpo de. Genghis Mao. Extraña ese desafío cotidiano de mantener en funcionamiento los mecanismos internos de Genghis Mao, indómitos pero cada vez más vulnerables. Y aun es probable que eche de menos al mismo Genghis Mao. ¡Qué extraño, qué sombrío, qué misterioso! ¡Ah, las obligaciones hipocráticas!

¿Cómo está el Khan? El Khan sigue viviendo y prosperando a juzgar por el diario que compra Sadrac, —es la primera vez que se digna a leer un diario desde que salió de maje— repleto de fotografías del funeral de Mangú, celebrado la semana pasada con pompa y majestuosidad faraónica. Aquí está Genghis Mao, cabalgando en la inmensa procesión. Aquí está otra vez, dando su benévola bendición a los millones de súbditos agolpados en la plaza Sukhe Bator. (¿Millones? Bueno, eso es lo que dice. Miles, más bien.) Y otra vez, y otra vez, el Khan haciendo esto, el Khan haciendo aquello, el Khan combinando los restos de energía de este destrozado planeta en un despliegue de dolor mundial. Sadrac descubre que la ciudad de Ulan Bator ahora se llamará Altar Mangú, —Mangú Dorado". Para Sadrac, todo esto es ridículo y excesivo, pero supone que —ya se acostumbrará al nuevo nombre. El otro nombre, que significa "Héroe Rojo", ya era obsoleto desde la caída de la República Popular en 1995, y todos estos años Genghis Mao tenía en mente cambiar el nombre de la capital por otro más adecuado. Bueno, Altar Mangú, está bien, decide Sadrac:, un ruido en lugar de otro ruido.

¡Páginas y más páginas dedicadas a las ceremonias del funeral! Ni la muerte de un presidente de los Estados Unidos de América hubiera tenido tanta difusión. Y el funeral fue la semana pasada. ¿Quiere decir que desde entonces los diarios estuvieron publicando esta infinidad de fotografías? Es probable. Es probable. El funeral es el relato importante del mes, más importare aún que la muerte de Mangú, que fue demasiado repentina, que la faltó la extensión temporal necesaria para que una noticia sea realmente importante. En fin, ¿Que otras noticias hay? ¿Qué la gente se muere de descomposición orgánica? ¿Qué el Comité dedica sus nobles esfuerzos para aumentar a la mayor brevedad posible las reservas del Antídoto? ¿Que el médico personal del Khan está libre en un paseo sin rumbo alrededor del mundo, mientras en algún recóndito lugar de su mente, planea frustrar el proyecto que tiene el presidente de tomar posesión de su cuerpo? Las imágenes del funeral son mucho más interesantes que cualquiera de esas noticias.

Pensar que un diario norteamericano hace tanta alharaca por un funeral que tuvo lugar en Mongolia. Sadrac se acuerda del último presidente de los Estados Unidos de América — cree que se llamaba Williams, o tal vez Richards de todas maneras era un nombre transformado en un apellido—, y del funeral que ese presidente tuvo. Seguro que el entierro fue en un día lluvioso y que la tumba estaba embarrada y que no había más de siete personas en el funeral. (¿Roberts? ¿Edwards? El nombre se le ha borrado por competo de la memoria y no logró recordarlo). Todavía había presidentes cuando Sadrac era niño, incluso quedaban con vida uno o dos ex presidentes en ese entonces. Trata de recordar quién era el presidente cuando él nació. Era un individuo llamado Ford, ¿no es así? Sí, Ford. Sadrac recuerda que a la mayoría de la gente le gustaba Ford. Antes de él había otro llamado Nixon, que a la gente no le gustaba, y uno llamado Kennedy, que fue asesinado, y Truman, Eisenhower, Johnson, Roosevelt… nombres de resonancia, nombres que tienen esencia norteamericana. Nuestros líderes, nuestros grandes hombres. ¿Cómo se llama nuestro líder actual? Genghis II Mao IV Khan. ¿Quién hubiera creído semejante cosa, en los Estados Unidos de América, antes de que estallara la Guerra del Virus? ¿Lo hubiera creído Jorge Washington? ¿Y Lincoln? El último año antes de que el CRP asumiera el poder, hubo siete presidentes, algunos de ellos ocupando el cargo simultáneamente. Pensar que antes tenían que pasar treinta o cuarenta años para que el país tuviera siete presidentes, y en 1995 hubo siete presidentes en un ano. También había emperadores en Roma, y Augusto o Adriano probablemente se hubieran sorprendido ante la calidad y el origen racial de algunos de ellos hacia fines de la era imperial, de los emperadores que eran godos, de los que eran niños, de los que eran locos y de los que gobernaban sólo seis días hasta que los guardias de su propio palacio los estrangulaban, llenos de odio y repugnancia. Bueno, Lincoln se hubiera sorprendido al ver que los norteamericanos aceptaban como líder a alguien llamado Genghis II Mao IV Khan. O tal vez no. Quizá hubiera dicho que la gente tiene el gobierno que merece, y que Genghis Mao era lo que nosotros merecíamos. incluso es probable que a Lincoln le hubiera gustado ese vejo monstruo astuto.

San Francisco es una linda ciudad para caminar. El lugar es pequeño y de características muy humanas, de una textura urbana agradable, que varía constantemente. En un paseo corto y rápido Sadrac va de un barro a otro, de las mansiones del Pacific Heights al soleado Marina, del Russian Hill al Warf, del Mission al Hight. Ni el viento, ni la neblina, ni las colinas empinadas constituyen un obstáculo grave en este ambiente tan agradable. En esta ciudad hay vida, hay negocios, restaurantes, cafés; en los distritos de la ribera hay caedlas de carpintería de distintas sectas, una cueva de transtemporalistas, un local en donde se practica el rito de la muerte onírica; la gente que camina por las calles da la ilusión de salud y alegría, y a pesar de que Sadrac sabe que es sólo una ilusión, es una imagen convincente. El único defecto de San Francisco es la gran cantidad de policías.

En esta ciudad hay más policías que en todos los demás lugares que visitó, aun más que en Ulan Bator. Es como si uno de cada nueve habitantes se hubieran matriculado en la Brigada de la paz. Tal vez sea sólo un delirio de su mente confundida, tal vez la extraordinaria vitalidad de la ciudad requiera un extraordinario número de policías: sea como fuere, por todas partes se ven los típicos uniformes grises y azules, por todas partes; por lo general se los ve de a dos, pero muchas veces están en grupos de tres, cuatro o cinco. La mayoría tiene ese aspecto mecánico, esa apariencia de bicho raro, muy característica en ellos, que le hace pensar que los policías no son seres humanos que nacen y se entrenan pan cumplir su función, sino que se los fabrica en serie en algún horrible lugar en las profundidades del Cáucaso. Y todos lo miran a él. Lo miran, lo miran, lo miran… no puede ser paranoia. ¿O sí? ¿Qué significan esas miradas opacas, grises, acechantes, rígidas, estúpidas, intencionadas, que lo estudian desde distintas perspectivas mientras camina por la ciudad? ¿por qué lo miran con tanta atención? ¿Qué es lo que quieren saber?

"Pronto me arrestarán", piensa Sadrac.

Está seguro de que lo han estado vigilando desde que partió de Ulan Bator, como así también de que Avogadro recibe día a día información completa de todos sus movimientos, información que le transmite al Khan. La intensidad de la vigilancia parece haber aumentado, de Nairobi a Jerusalén, de Jerusalén a Estambul, de Estambul a Roma. ¿Es acaso su propia tensión que aumenta gradualmente que le hace ver las cosas de esa manera, o es la tensión de Genghis Mao? Primero se veía uno o dos policías de tanto en tanto que lo miraban impensadamente, después el escrutinio se hizo más evidente, y a medida que pasa el tiempo aumenta el número de policías que lo siguen, que revolotean a su alrededor, que. lo miran, que conversan entre ellos, que controlan sus movimientos, hasta que, tal vez en San Francisco, o tal vez cuando llegue a Pekín, reciban la orden de la capital para dar el paso final. Será entonces cuando uno de ellos se le acerque y le diga: "Bueno Mordecai, venga tranquilo que no le haremos daño", mientras los demás vigilen ocultos desde sus puestos de umbrales, techos y esquinas.

Luego, cuando esta en Broadway y Grant, a punto de doblar en dirección al populoso Barro Chino, pensando preocupado en un grupo de policías parados en la acera de enfrente en la puerta de un almacén oriental, escucha una voz que lo llama desde el otro extremo de Broadway:

—¿Mordecai? ¡Hey, Sadrac Mordecai!

Al oír su nombre, se le hiela la sangre: al fin ha llegado el momento que tanto temía. Se siente rodeado, sabe que el juego ha terminado.

Sin embargo, el hombre que se le acerca, tambaleándose lentamente entre la gente, no es un policía, no. Es un hombre robusto, calvo, de rostro abatido y agrietado, barba gris, espesa y desgreñada; viste un overol verde desgastado, una gruesa camisa escocesa y una capa roja desteñida.

Cuando llega junto a Sadrac, lo toma del brazo como si, además de querer llamar su atención, buscara apoyo. Acerca su cara a la de Sadrac con tanta intimidad y desfachatez que Sadrac no puede resistir el abuso. Los ojos del hombre están húmedos e hinchados, uno de los síntomas de la descomposición orgánica. Pero sin embargo sonríe:

—Doctor —dice. Su voz es suave, apacible, insinuante— ¿Qué tal, doctor, cómo van las cosas?

Un borracho. Probablemente no sea peligroso, aunque su voz sugiere un dejo de amenaza.

—No sabía que era tan conocido aquí.

—Conocido. Conocido. Es famosísimo. Por lo menos para mí. Lo vengo siguiendo desde que dobló por Broadway. No cambió mucho —este hombre está borracho, decididamente borracho. Su voz es excesivamente cálida, insinuante. Prácticamente, está colgado del brazo de Sadrac—. ¿No me reconoces, eh?

—¿Acaso debería reconocerlo?

—Depende. Hace mucho tiempo fuimos muy amigos. Sadrac estudia ese rostro deteriorado y robusto, que le resulta remotamente familiar, pero no logra recordar ningún nombre.

—Harvard —adivina—. Tiene que ser de Harvard. ¿Sí?

—Dos puntos. Sigue.

—¿De la escuela de medicina?

—Dime qué facultad.

—Eso es más difícil. Ya pasaron más de quince años.

—Sácame quince años, unos veinte kilos y la barba. Caramba, tú no has cambiado para nada. Lógico, llevas una vida tranquila. Sé a qué te dedicas —el hombre restrega los pies en el suelo, y sin soltar el brazo de Sadrac, vuelve la cabeza, tose y escupe un esputo lleno de sangre—. Ahí tienes un pedazo de mis tripas —dice con una sonrisa—. Todos los días pierdo un poquito más. No me reconoces realmente. ¡Qué cosa, estos blancos somos todos iguales!

—¿Por qué no me da más pistas?

—Ahí va una grande. Estábamos en el mismo equipo de atletismo.

—Lanzamiento de peso —dice Sadrac instantáneamente, como si la palabra surgiera de sólo Dios sabe qué recóndito lugar de su banco de memoria. Está seguro de que acertó.

—Dos puntos. Ahora el nombre.

—Todavía no. Estoy tratando de recordar —Sadrac transforma esta ruina humana en un joven sin barba, musculoso, de shorts y remera, levantando una brillante esfera de metal, preparado para el lanzamiento…

—El torneo NCAA, Boston, 1995. Estábamos en segundo año. Tú ganaste la carrera de sesenta metros. La hiciste en seis segundos. —Muy bueno. Y yo gané el lanzamiento, veintiún metros. Nuestras fotografías en todos los diarios. ¿Recuerdas? El primer encuentro de atletismo después de la Guerra del Virus, una señal de que las cosas se estaban normalizando. Ja, normalizando. Eras una bala corriendo, Sadrac. Apuesto que todavía lo eres. Caramba, yo ni siquiera podría levantar el peso. ¿Como me llamo?

—Ehrenreich —responde Sadrac inmediatamente—. Eres Jim Ehrenreich.

—¡Seis puntos! Y tú eres el médico del hombre de los hombres. Recuerdo que decías que serías útil a la humanidad, que no te dedicarías a la medicina para llenarte los bolsillos, ¿eh? Y así lo hiciste. Sirves a la humanidad, mantienes con vida a nuestro glorioso líder. ¿Por qué estás tan sorprendido? ¿Crees que nadie conoce el nombre del médico del presidente?

—Trato de evitar la publicidad —dice Sadrac.

—Cierto. Pero nosotros nos enteramos de algunas cosas que pasan en Ulan Bator. Yo estaba en el Comité, sabes. Hasta el año pasado. ¿Ibas al barrio Chino? Vayamos juntos. No puedo quedarme parado mucho tiempo, me hace mal a las várices. Estaba en el Comité de California del Norte, ocupaba un cargo encumbrado y tenía acceso al antídoto. De mas está decir que me sacaron. Pero no te preocupes: no tendrás problemas si hablas conmigo, aun con esos policías Que nos están mirando. No soy un paria, sabes. Soy sólo un ex miembro del Comité y puedo hablar con quien quiera.

—¿Qué pasó?

—Fui un estúpido. Tenía una amiga que también estaba en el Comité, ocupaba un puesto bajo… al hermano lo había atacado la descomposición y me pidió que hiciera un cambio en la computadora, que aumentara el pedido del antídoto para salvar al hermano. Cómo no, le dije, lo hago por ti. Yo conocía al tipo de la computadora y le hedí que cambiara las cifras. Y lo hizo, al menos yo pensé que lo hacía, pero era una trampa, me engañaron como a un tonto. Un día aparecieron los policías y me hicieron justificar la cuota extra que yo había pedido —el rostro de Ehrenreich se ilumina—. A ella la mandaron al depósito de órganos. El hermano murió, y a mi me sacaron del Convite, ése fue el único castro. Tuve suerte. Lo hicieron por todos los años de servicio que yo había dedicado a la Revolución Permanente. Incluso recibo un pequeño sueldo, que para el vodka me alcanza. Pero fue un desperdigo, Sadrac, un estúpido desperdicio. Tendrían que haberme mandado al depósito de órganos a mí también, mientras estaba sano. Porque ahora me estoy muriendo. Tú lo sabes. ¿verdad?

—Sí.

—Dicen que si uno ha recibido el antídoto y después lo deja, la enfermedad ataca casi en seguida. Es como si el virus acorralado reventara y conquistara el cuerpo.

—Sí, eso es lo que escuché —dice Sadrac.

—¿Cuánto tiempo me queda? Tú puedes decírmelo ¿verdad?

—Tendría que examinarte primero. Y aun así no sé si lo sabría porque no soy experto en casos de descomposición orgánica.

—Me imagino. En Ulan Bator nadie se enferma de descomposición. Yo hace seis meses que me enfermé. En ese entonces tenía la barba negra y la cabellera espesa. Mírame ahora. Me voy a morir, Sadrac.

—Todos vamos a morir. Excepto Genghis Mao, quizás.

—Tú me entiendes. Ni siquiera tengo treinta y siete años y, me voy a morir. A pudrir. Y a morar. Porque fui un estúpido, porque quise ayudar al hermano de una amiga. Yo ya estaba seguro para siempre, estaba tranquilo en mi casa, cada seis meses una dosis de antídoto…

—Realmente fuiste un estúpido —le dice Sadrac—, porque nada de lo que hubieras hecho habría ayudado al hermano de tu amiga:

—¿Eh?

—El antídoto no cura. Inmuniza. Una vez que el virus entra en la etapa letal, no hay nada que se pueda hacer. No se puede invertir el proceso de la enfermedad. Yo pensé que todos sabían eso.

—No. No.

—Arruinaste tu carrera por nada. Perdiste la vida por nada.

—No —dice Ehrenreich aturdido. No puede ser, no lo puedo creer.

—Averígualo.

—No —dice— Quiero que tú me salves, Sadrac. Quiero que me des el antídoto.

—Ya te dije… —Sabías lo que te iba a pedir y te atajaste de antemano.

—Por favor, Jim…

Tú puedes conseguir el remedio. Seguramente llevas cientos de ampollas en tu valijita negra. ¡Pero, hombre, eres el médico de Genghis Mao! Puedes hacer cualquier cosa. No es lo mismo que tener un cargo encumbrado en el Comité regional. Oye, estábamos en el mismo equipo, ganamos, trofeos juntos, publicaron nuestras fotografías en los diarios…

—Sería inútil, Jim.

—Tienes miedo de ayudarme.

—Tendría que tener miedo, después de lo que me contaste. Dices que te echaron por distribución ilegal del antídoto y ahora me pides a mí que haga lo mismo.

—Es distinto. Tú eres el médico de…

—Aun así. No tiene sentido darte el antídoto por las razones que acabo de explicarte. Y aunque tuviera sentido, no podría dártelo. Sería mi perdición.

—No quieres arríes arriesgar tu pellejo, ni por un viejo amigo.

—No, no quiero. Y no quiero que me hagan sentir culpable por algo que no tiene ningún sentido —la voz de Sadrac no es en absoluto amable—. El antídoto no te servirá de nada ahora. De nada. Entiéndelo de una vez por todas… —¿Ni siguiera lo intentarías? ¿Tan sólo para probar?

—Es inútil. Inútil.

Después de una larga pausa, Ehrenreich dice:

—¿Sabes lo que te deseo, viejo? Que alguna vez te veas en apuros, que estés a punto de caerte a un precipicio, que estés colgado del acantilado, y que pase un viejo camarada y le pidas a gritos que te salve, y que el te pise las manos, que son tu único sostén y que siga caminando. Eso es lo que deseo, así te das cuenta de lo que se siente. Eso es lo que deseo.

Sadrac se encoge de hombros. No puede indignarse con un hombre que está al borde de la muerte, ni tampoco tiene interés de hablar de sus propios problemas. Simplemente dice:

—Si pudiera curarte, lo haría, pero no puedo.

—Ni siquiera eres capaz de intentarlo.

—No puedo hacer nada. ¿No me crees?

—Yo estaba seguro de que tú serías mi salvación. Ni siquiera te acordabas de mí. No harás nada por ayudarme. —¿Has hecho carpintería alguna vez, Jim? —pregunta Sadrac.

—¿Te refieres a las capillas? Nunca me interesó.

—Podría ayudarte. No te curará, pero te ayudará a superar tu enfermedad anímicamente. La carpintería te muestra pautas que no puedes llegar a ver solo. Te ayuda a diferenciar lo realmente importante de lo insignificante.

—¿Entonces eres un adicto fanático?

—Voy de tanto en tanto, cuando los problemas se complican demasiado. Hay algunas capillas en Fisherman's Wharf. No tendría inconveniente en ir ahora. ¿Qué te parece si vienes conmigo? Te haría bien.

—Hay un bar en Washington y Stockton. Siempre voy. ¿Qué te parece si vamos allí? ¿Qué te parece si pagas unos tragos con tu tarjeta del CRP? Eso me haría mucho mejor todavía.

—¿Primero al bar, después a la capilla?

—Vamos a ver —dice Ehrenreich.

El bar es un lugar triste, oscuro, abandonado. Sadrac coloca la tarjeta en la ranura de la máquina de servicio automático, oprime la placa de identificación y pide dos martinis. Después del segundo trago, la ferocidad de Ehrenreich parece disiparse para dar lugar a la nostalgia y al sentimentaismo. Con voz mas calmada, murmura:

—Perdóname por lo que te dije hoy.

—No es nada.

—Realmente pensé que tú serías mi salvación.

—Ojalá pudiera.

—No quiero que tengas problemas.

—Ya los tengo —dice Sadrac— Estoy a punto de caer a un precipicio —echa a reír. Otra vuelta de martinis. Levanta la copa—. No importa. Salud, amigo.

—Salud, viejo.

—Después de esta vamos a la capilla, ¿eh?

Ehrenreich niega con la cabeza:

—Yo no. Esas cosas no son para mí, ¿sabes? Ahora no, en este momento no. Ve solo. No insistas. Ve sin mí.

—Está bien —dice Sadrac.

Sadrac termina el martini y toca ligeramente el brazo de su ex camarada a modo de despedida. Ehrenreich tiene la mirada perdida, está tan abatido que ni siquiera tiene fuerzas para hablar. Sadrac sale y toma un taxi que lo lleva al Wharf, pero esta vez, no logra tranquilizarse en la capilla de carpintería: las manos le tiemblan, no puede centrar la mirada se siente incapaz de alcanzar la etapa de meditación. Después de media hora se va de la capilla. Al salir ve un automóvil lleno de policías. Todavía lo siguen vigilando. Entre los policías alcanza a distinguir a un hombre de barba vestido de civil, ¿Ehrenreich? ¿Es posible? A esa distancia no puede divisar las caras, pero la espalda corpulenta y el cabello ralo le resultan familiar. Sadrac frunce el ceño, llama un taxi, vuelve al hotel, empaca y se va al aeropuerto. Tres horas más tarde está en el avión, camino a Pekín.

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