CAPÍTULO 23

En Pekín, Sadrac se aloja en el hotel Hundred Gates, en el viejo distrito de las embajadas junto a la Ciudad Prohibida, donde habían reinado Kublai Khan y Ch'ien-lung. Sadrac vuelve a detectar otra vez la corriente de información de Genghis Mao. Todavía está a unos mil doscientos o mil trescientos kilómetros de Ulan Bator, calcula Sadrac, más allá del alcance máximo de la telemedición; por lo tanto las ondas que recibe son borrosas y tenues. Después de estas dos semanas de separación, Sadrac ya no se adata a la transmisión del cuerpo de Genghis Mao como lo hacia antes, pero cuando permanece sentado sin moverse, y logra sintonizar su atención en la tarea, no tiene ninguna dificultad en leer la bioinformación del viejo líder con una claridad que se acentúa gradualmente.

Las funciones generales son las que percibe con más nitidez, desde luego: los latidos del corazón, la presión sanguínea, la respiración, la temperatura. Los sistemas principales del Khan retumban, como siempre, con una irreprimible vitalidad. Las funciones hepática y renal funcionan normalmente. El sistema metabólico basal, normal. Las respuestas neuromusculares, normales. Sadrac se maravilla, como de costumbre, por la buena salud, por la fortaleza del anciano, y siente al mismo tiempo una especie de orgullo vicario por la heroica resistencia y longevidad de Genghis Mao.

A medida que se acerca a Ulan Bator, Sadrac comienza a captar información más sutil y detallada, y percibe algunas anormalidades que no esperaba. Realmente es confuso, ya que estas percepciones se contradicen con las indicaciones generales. La descomposición de fosfato no es normal, la actividad enzímica es reducida. El nivel de viscosidad sanguínea es menor al normal y el potencial de hidrógeno de la sangre tiende a alcalinizarse. También se observan disminuciones en el nivel de absorción intestinal y en el nivel de transpiración.

En realidad todas estas indicaciones no son motivo de alarma en un hombre de la edad del presidente, que acaba de ser sometido a intervenciones quirúrgicas de envergadura — es apenas razonable esperar que goce de un perfecto estado de salud—, pero lo extraño es la combinación de los factores. Sadrac supone que tal vez estas lecturas sean sólo producto de la distancia de los ruidos que interfieren la línea: se está forzando para captar la información que recibe del Khan, y es probable que no la interprete correctamente. Sin embargo, las anormalidades, si es que son anormalidades, son notablemente uniformes. Las lecturas de todos los sensores coinciden.

Poco a poco; Sadrac comienza a elaborar una hipótesis.

Determinar un diagnóstico a más de mil kilómetros de distancia es bastante complicado. Sadrac echa de menos su bibliografía médica y sus computadoras, pero tiene una idea de qué tipo de problema puede llegara ser, y sabe qué información necesita para confirmar su teoría. Lo que Sadrac no sabe es si el sistema ideado por Buckmaster es lo suficientemente eficaz como para transmitir a tanta distancia los análogos de fenómenos de tan pequeña escala.

Si la viscosidad de la sangre es reducida y el potencial de hidrógeno sanguíneo es alcalino, es probable que los niveles de proteínas plasmáticas sean inferiores a los normales, y que la presión osmótica, que lleva los líquidos de los tejidos a los capilares, sea baja. Si la presión sanguínea hidrostática es normal, como lo indica el modulador de las funciones generales, y la presión sanguínea osmótica es reducida, es probable que los tejidos de Genghis Mao estén acumulando un exceso de líquidos. No es un problema serio ni peligroso por ahora, pero la acumulación de tejido puede provocar eventualmente un edema, una hinchazón por exceso de agua, lo cual puede constituir un síntoma de futuras fallasen la función renal, en la función hepática o en el sistema cardíaco. Sadrac se concentra entonces, y recorre el cuerpo de Genghis Mao, tratando de distinguir señales que indiquen exceso de líquido. El nivel del sistema linfático, sin embargo, es normal, según lo indican los puntos de referencia correspondientes. La función del pericardio, la pleura y el peritoneo son normales. La acción renal y hepática, perfectas, tal cómo lo había comprobado antes. Aparentemente todo es normal. Sadrac comienza a abandonar su hipótesis. Es probable que el Khan no tenga dificultades, y que aquellas indicaciones negativas fueran simplemente interferencias en la línea, y entonces…

Sin embargo, Sadrac advierte que algo no anda del todo bien en el cráneo del presidente: la presión intracraneal es más alta que de costumbre.

Los nódulos que le trasmiten datos del cráneo del presidente no incluyen tanta información como aquellos que corresponden a otras partes del cuerpo. Genghis Mao nunca ha tenido ataques cerebrales ni ningún otro problema cerebrovascular. Por lo tanto, nunca hubo necesidad de invadir el cráneo imperial, y dado que la mayor parte del equipo de telemedición implantado en el cuerpo de Genghis Mao ha sido instalado en el transcurso de intervenciones quirúrgicas rutinarias, la información que Sadrac recibe no incluye muchos datos acerca del estado del cerebro del presidente. Pero sí tiene un sensor que le proporciona información acerca de la presión intracraneal, cuyo aumento Sadrac advierte al realizar el examen general del cuerpo de Genghis Mao. Probablemente sea en el cráneo, entonces, donde se esta produciendo la acumulación de líquidos.

Sadrac hace todo lo posible para obtener los datos necesarios basándose en todo tipo de información correlativa que esté a su alcance. ¿Presión osmótica en los capilares craneales? Baja. ¿Presión hidrostática? Normal. ¿Distensión meníngea? Alta. ¿Estado de los ventrículos cerebrales? Congestionados. Es obvio que hay alguna falla en el sistema que transporta el líquido cerebroespinal desde el interior del cerebro de Genghis Mao al espacio subaracnoideo, cerca de la pared craneal, desde donde normalmente pasa a la sangre.

Esto significa, entonces, que probablemente Genghis Mao haya sufrido fuertes dolores de cabeza en estos últimos días, que los dolores aumentarán su intensidad si Sadrac Mordecai no regresa de inmediato a Ulan Bator, y que tal vez surjan complicaciones cerebrales —posiblemente fatales— si no se trata el problema cuanto antes. Significa, además, que las vacaciones de Sadrac han terminado, que no podrá hacer turismo en Pekín, no. No visitará la Ciudad Prohibida, el museo histórico, las tumbas de los Ming, la Gran Muralla, el templo de Confucio, el Palacio de Cultura de los trabajadores. Esas cosas ya no tienen importancia para él: llegó el momento que ha estado esperando durante sus viajes de continente a continente. Durante la ausencia del devoto médico del Khan, el sistema inestable que constituye Genghis II Mao IV Khan ha comenzado a decaer, señal de que el doctor Mordecai es indispensable, de que su presencia se requiere de inmediato. Por lo tanto, Sadrac debe cumplir con sus obligaciones hipocráticas: acudir a su paciente y tomar las medidas necesarias.

Además, tiene que pensar en su propia salvación…

Sadrac baja al hall del hotel y reserva un pasaje para el próximo vuelo con destino a Ulan Bator, que saldrá esa noche dentro de dos horas. Luego anuncia en conserjería que dejará la habitación. El conserje, un chino joven y delgado, que, sin poder disimular su admiración por el color de la piel de Sadrac, lo mira y lo mira con ojeadas subrepticias, hace un comentario con respecto a su breve estada en Pekín.

—Cambio de planes —declara Sadrac con voz resonante—. Asuntos urgentes. Debo regresar de inmediato.

Sadrac recorre con la mirada el hall del hotel —un salón perfumado, de poca iluminación, como el vestíbulo de un enorme restaurante chino colmado de biombos de caoba y jarrones de porcelana e inmensos potes de laca sobre pedestales de palo de rosa— y distingue a unos pocos metros la figura robusta y pesada de Avogadro. Se miran y Avogadro sonríe, mueve la cabeza a modo de saludo y agita la mano. Aparentemente acaba de llegar al hotel. Sadrac no se sorprende en absoluto al descubrir la presencia del jefe de seguridad: era inevitable que tarde o temprano apareciera Avogadro para arrestarlo en persona.

Ninguno de los dos hace comentarios acerca de la coincidencia de sus visitas a este exótico lugar. Avogadro pregunta en tono amable:

—¿Cómo le fue en su viaje, doctor?

—Conocí muchísimos lugares del mundo. Muy interesante.

—¿Eso es lo único que se le ocurre decir? Interesante? ¿No fue fantástico, esplendoroso, trascendental?

—Interesante —repite Sadrac deliberadamente—. Un viaje muy. interesante. ¿Y cómo se mantiene Genghis Mao durante mi ausencia?

—No del todo mal.

—Está bien cuidado. A él le gusta pensar que yo soy indispensable, pero el personal auxiliar puede perfectamente encargarse de cualquier tipo de dificultad que surja.

—Es probable.

—Pero tuvo dolores de cabeza en estos últimos días, ¿verdad?

Avogadro parece levemente alarmado.

—Ah, usted sabe eso, ¿no es así?

—Estoy aquí justo en el límite del alcance de la telemedición.

—¿Puede detectar los dolores de cabeza?

—Puedo captar determinados factores que me dan pistas —dice Sadrac—, de las cuales deduzco el dolor de cabeza.

—¡Qué sistema ingenioso! Usted y el Khan están conectados de tal manera que son una sola persona, ¿no es así? Él sufre los dolores y usted los siente en su cuerpo.

—Exactamente —dice Sadrac— En realidad, fue Nikki la primera que lo enfocó desde ese punto de vista. Genghis Mao y yo somos una persona, una sola unidad de procesamiento de datos, comparable al escultor y el mármol y el formón.

Avogadro no interpreta el sentido de la analogía. Continúa sonriendo con esa expresión de amabilidad rígida e impuesta con que lo saludó a Sadrac cuando se encontraron en el hall.

—Pero no es una unión excesivamente estrecha —continúa Sadrac— El vínculo podría ser aún más íntimo. Pienso hablar con los ingenieros para que modifiquen el sistema, cuando vuelva a Ulan Bator.

—¿Y cuándo regresará?

—Esta noche —le dice Sadrac— Reservé un pasaje para el próximo vuelo.

Avogadro levanta las cejas.

—¿Ah sí? Qué oportuno. Me evita el problema de…

—¿Pedirme que regrese?

—Sí.

—Me imaginé que usted había venido para eso.

—La verdad es que Genghis Mao lo echa de menos. Él me mandó hablar con usted.

—Por supuesto.

—Para pedirle que volviera.

—Él lo mandó para pedirme eso. No para traerme, sino para pedirme que volviera. Por mi propia voluntad.

—Para pedirle, sí.

Sadrac piensa en los policías que lo vigilaron por todo el mundo, que caminaban en grupitos, que consultaban, que le transmitían comunicados a sus colegas de ciudades lejanas. Sadrac sabe, y está seguro de que Avogadro sabe que él sabe que la verdadera situación no es tan casual como Avogadro le quiso hacer creer. El hecho de haber comprado un pasaje para el vuelo de esta noche, le evitó a Avogadro la violencia de tener que custodiarlo y hacerlo volver a Ulan Bator por la fuerza. Sadrac espera que Avogadro se sienta agradecido por eso.

—¿Son muy fuertes los dolores de cabeza del Khan?

—Muy fuertes, según me dijeron.

—¿No lo ha visto?

Avogadro menea la cabeza.

—Solo por el videoteléfono. Estaba ojeroso y cansado.

—¿Cuándo fue eso?

—Anteanoche, pero ya hace una semana que se habla de los dolores de cabeza del presidente.

—Entiendo —dice Sadrac— Yo me imaginé que sería algo así. Por eso decidí volver antes de lo planeado —la mirada de Sadrac se clava en los ojos de Avogadro— Usted entiende eso, ¿verdad? ¿Que compré el pasaje de vuelta al instante que advertí que Genghis Mao no se sentía bien? Porque esa es la responsabilidad que tengo para con mi paciente. Esa responsabilidad es siembre el factor que controla mis actividades. Siempre. Siempre. Usted es consciente de eso, ¿verdad?

—Desde luego —dice Avogadro.


23 de junio de 2012

¿Qué pasaría si muriera antes de cumplir con mi labor en esta tierra? No es en absoluto una pregunta vana. Yo soy importante para la historia de la humanidad. Soy uno de los grandes reorganizadores de la sociedad. Si no hubiera estado en escena en el año 1995, en 1998 y aun en 2001, todo se hubiera hundido en el caos. Soy para esta sociedad lo que fue Augusto para el mundo romano, lo que fue Ch'in Shih Huan Ti para la China. ¿Cómo sería el mundo de hoy si yo hubiera muerto hace diez años? Miles y miles de principados en constante guerra, sin duda, cada uno con su patético ejército, con su propia legislatura, moneda, pasaportes, guardias de frontera, derechos de aduana Millones y millones de pequeñas aristocracias, señores feudales, conspiraciones secretas, revoluciones constantes… caos, caos, caos. Seguramente estallarían nuevas guerras del virus. Y finalmente la extinción de la humanidad. Todo eso hubiera sucedido si Genghis Mao no hubiera estado presente en los momentos críticos de la historia. Soy el salvador del mundo.

Suena realmente jactancioso. ¡El salvador del mundo! El héroe de la civilización, el mito, yo, Krishna, yo, Quetzalcoatl, yo Genghis Mao. Y, sin embargo, es la verdad: yo soy un salvador, más de lo que lo fue cualquiera de ellos, porque sin mí la humanidad toda estaría muerta, y eso no tiene precedente en la historia de los salvadores. Yo puse fin a la lucha, yo sofoqué el virus, yo fomenté la labor de Roncevic… sí, ya no cabe duda, esto serla un planeta muerto si yo me hubiera ido a la tumba hacia diez anos. Y la historia lo reconocerá. Y sin embargo, y sin embargo, ¿qué importa? Nadie olvidará a Genghis Mao después de mi muerte, nunca me olvidarán, pero moriré. Tarde o temprano se agotarán mis subterfugios. Ni Tatos ni Fénix ni Avatar podrán sostenerme indefinidamente. Algo fracasará, o tal vez me invada el aburrimiento y sea yo quien ponga fin a mis propios sistemas, y moriré. ¿Qué sentido tendrá, entonces, haber sido el salvador del mundo? Todo lo que he hecho finalmente carece de sentido para mí. Finalmente, el poder que he adquirido es vacío. Finalmente, no inmediatamente, porque aquí estoy, rodeado de esplendor y bienestar, ¿o no? Yo me engaño pensando que mi imperio tiene sentido, pero no lo tiene. Esta es una filosofía que siguen los jóvenes, y también los viejos, supongo. Tengo que fingir, tengo que demostrar que el poder es importante para mí, tengo que pensar que la historia será el mayor consuelo, pero todo eso ya me frene sin cuidado, ya soy demasiado viejo. Ya me he olvidado qué sentido tuvo para mí hacer todo lo que hice. Estoy jugando un juego tonto, me resisto a que ese juego llegue a su fin, pero tengo dudas con respecto a la naturaleza del gambito que me dará la victoria. Y entonces sigo, sigo, y sigo. Yo, Genghis II Mao IV Khan, salvador del mundo, tratando de ocultar ante los que me rodean ese vacío profundo y paralizador que yace en lo más recóndito de mi espíritu. Creo que he perdido la hebra de la trama de mi propia vida. Estoy agotado. Estoy aburrido. Me estalla la cabeza.

Me estalla la cabeza.


—¡Sadrac! —ruge Genghis Mao— ¡Este maldito dolor de cabeza! ¡Cúrame, Sadrac!

El viejo bucanero esboza una sonrisa forzada. Recostado sobre una pila de tres almohadas, se lo ve fatigado, desgastado. Una sonrisa pétrea le endurece la expresión, y sus ojos, iluminados por un brillo áspero, oscilan en las órbitas como si lucharan desesperadamente por centrar la mirada. Ahora que está cerca del Khan, Sadrac puede detectar fácilmente diversos síntomas que indican una acumulación de líquidos en las cavidades del cerebro del presidente. Ya se observan distintas señales de deterioro en las funciones cerebrales de Genghis Mao. No cabe duda con respecto al diagnóstico. No cabe duda.

—Estuvo mucho tiempo lejos de aquí —murmura el presidente—. ¿Disfrutó su viaje? Sí, pero el dolor de cabeza, Sadrac, este horrible y maldito dolor de cabeza… no tendría que haberlo dejado ir. Su lugar es aquí, a mi lado. Su función es controlarme, curarme. Fue dejar que mi mano derecha se fuera de viaje a recorrer el mundo. No volverá a irse, ¿verdad, Sadrac? ¿Y hará que mi cabeza se cure? Me asusta. Siento un latido, como si algo tratara de escaparse de mi cerebro.

—No hay razón para preocuparse, señor. Pronto mejorará.

Los ojos de Genghis Mao vibran de angustia.

—¿Como? ¿Me agujerearán el cráneo? ¿Liberarán el demonio, dejando que escape como un soplo de gas nocivo?

—No estamos en el neolítico dice Sadrac— El trépano es obsoleto. Tenemos métodos mejores —Sadrac toca las mejillas del Khan con la yema de los dedos, palpando los pómulos compactos, salientes—. Relájese, señor. Afloje los músculos —ya es muy tarde y Sadrac está agotado: en un solo día voló de San Francisco a Pekín, de Pekín a Ulan Bator. En cuanto llegó fue a visitar al Khan, sin refrescarse siquiera ni cambiarse de ropa. Su mente confundida ha perdido noción del tiempo, no sabe si es sábado, domingo o viernes, pero en lo más profundo de su espíritu hay una nítida esfera de transparente claridad—. Relájese —dice en tono melodioso—. Relájese. Despeje la tensión del cuello, de los hombros, de la espalda. Tranquilo, tranquilo… —No me va a curar con masajes y con palabras sedantes, supongo —dice Genghis Mao en tono burlón.

—Pero podemos aliviar los síntomas, mitigarlos, señor.

—¿Y después?

—Si es necesario, podemos recurrir a una intervención quirúrgica.

—¿Se da cuenta? ¡Me agujerearán el cráneo! ¡Como yo dije!

—Será algo muy simple, lo prometo —Sadrac se aparta de Genghis Mao y se ubica a sus espaldas, de manera de no distraerse con la necesidad de enfrentar la mirada de este feroz anciano y se concentra en las percepciones para elaborar el diagnóstico definitivo. Desequilibrio hidrostático, sí; congestión meníngea, sí; acumulación de desperdicios metabólicos en el cerebro, sí. La situación no es crítica, de ninguna manera. La operación podría postergarse durante semanas, e incluso meses, y no se correría ningún riesgo, pero Sadrac piensa tratar el problema lo antes posible. Y no sólo por el bien de Genghis Mao.

—Me alegra que haya vuelto —le dice Genghis Mao.

—Gracias, señor.

—Tendría que haber estado en el funeral. Hubiera ocupado un lugar de honor. Fue magnífico, Sadrac… ¿Vio el funeral por televisión?

—Desde luego —miente Sadrac— En… eh… en Jerusalén. Creo que fue en Jerusalén. Sí. Magnífico. Sí.

—Magnífico —dice el Khan, regodeándose en cada sílaba—. Nunca lo olvidaran. Fue uno de los grandes espectáculos de la historia. Yo estaba orgulloso. Ni los asirios hubieran hecho algo mejor para Sardanápalo —el Khan echa a reír—. Ya que no podemos asistir a nuestro propio funeral, por lo menos podemos satisfacer el deseo organizando un espléndido funeral para otra persona. ¿Eh, Sadrac? ¿Eh?

—Ojalá hubiera estado, señor.

—Pero estaba en Jerusalén. ¿O era Estambul?

—Creo que era Jerusalén, señor —Sadrac palpa las sienes de Genghis Mao, haciendo una presión leve pero firme. Una expresión de dolor se dibuja en el rostro del presidente.

Cuando Sadrac oprime los costados del cuello, debajo de las orejas, Genghis Mao, emite un quejido.

—Despacito ahí —dice el Khan.

—Sí.

—¿Es un problema grave?

—No hay peligro inmediato, pero el problema está, evidentemente.

—Explíquemelo.

Sadrac se para donde Genghis Mao pueda verlo. —El cerebro y la médula espinal —dice Sadrac— flotan, sí, flotad, en lo que llamamos liquido cerebroespinal, que se elabora en unas cavidades del cerebro conocidas como ventrículos. Este líquido protege y nutre al cerebro, y al pasar a los espacios que rodean el cerebro, lleva consigo los desperdicios metabólicos resultantes de la actividad cerebral. Cuando, por determinadas circunstancias, el pasaje de los ventrículos a estos espacios meníngeos se bloquea, el líquido cerebroespinal se acumula en los ventrículos.

—¿Y eso es lo que pasa en mi cabeza?

—Aparentemente, sí. ¿Por qué?

Sadrac se encoge de hombros y responde:

—Por lo general, la causa del bloqueo es una infección o un tumor en la base del cerebro. A veces, surge espontáneamente, sin lesiones que lo provoquen, como consecuencia de la edad, tal vez.

—¿Y cuáles son los efectos?

—En los niños, se agranda el cráneo y se inflaman los ventrículos, anormalidad conocida como hidrocefalia, ascua en el cerebro. Pero en los adultos, como el cráneo no tiene capacidad de extensión, el cerebro debe soportar toda la. presión. Los primeros síntomas son, naturalmente, fuertes dolores de cabeza. Luego se observan fallas en la coordinación física, vértigos, parálisis facial, pérdida gradual de la vista, períodos de coma, deficiencias generales en las funciones cerebrales, ataques de epilepsia…

—¿Y la muerte?

—Sí, eventualmente, la muerte.

—¿Inmediata?

—Depende de la magnitud del bloqueo, del vigor del, paciente y de muchísimos factores más. Algunos viven años con condiciones hidrocefálicas leves e incipientes sin saberlo. Incluso ocurren casos de enfermos agudos en los que durante años y años no se manifiestan los síntomas. Por otra parte, se dan casos de enfermos que mueren unos pocos meses después de la primera congestión, y si se produce, por ejemplo, un edema medular, o una inflamación intracranea que desbarate los sistemas autonómicos, la muerte puede ser aún más inmediata.

A Genghis Mao siempre le ha apasionado la narración de la sintomatología y el pronóstico, pero en este momento además del brillo de interés que le ilumina los ojos, Genghis Mao está como espantado, en su rostro se refleja una expresión de terror, que Sadrac nunca había observado en él.

—¿Y en mi caso? —pregunta el presidente.

Tendremos que hacer una serie completa de pruebas, naturalmente. Pero, basándome en la información que recibo de mis nódulos, sugiero que se realice la intervención quirúrgica cuanto antes.

—Nunca me han intervenido el cerebro.

—Lo sé, señor.

—No me gusta nada la idea. Un riñón o un pulmón es algo insignificante. No quiero el laser de Warhaftig en mi cabeza. No quiero que corten pedazos de mi mente.

—No habrá necesidad de hacerlo.

—¿Qué harán, entonces?

—Se trata estrictamente de terapia descompresora. Instalaremos conductos con válvulas para desviar el exceso de liquido directamente al sistema yugular. La operación es relativamente simple y mucho menos riesgosa que un transplante de órganos.

Una sonrisa gélida se dibuja en el rostro de Genghis Mao.

—Sin embargo, estoy acostumbrado a los transplantes de órganos. Hasta podría decir que me gustan los transplantes de órganos. La cirugía cerebral es algo nuevo para mí.

Mientras prepara el sedante para Genghis Mao, Sadrac dice en tono jovial:

Tal vez termine por gustarle la cirugía cerebral también, señor.

A la mañana siguiente, Sadrac va a verlo a Ficifolia al nexo principal de comunicaciones, en uno de los subsuelos de la torre.

—Me enteré de que había regresado —le dice Ficifolia—. No lo podía creer. Dios santo, ¿por qué volvió?

Sadrac mira sigiloso las pantallas y los monitores.

—¿Es peligroso hablar aquí?

—Por Dios, ¿qué cree, que instalo ojos espías en mi propia oficina?

—Alguien pudo haberlo hecho sin decírselo a usted.

—Hable —dice Ficifolia—. Aquí no hay peligro.

—Si usted lo dice.

—Yo lo digo. ¿Por qué no se quedó en donde estaba?

—La policía sabía en donde estaba. Me controlaban constantemente. El mismo Avogadro fue a buscarme a Pekín.

—¿Y qué esperaba? Si se la pasó viajando en transporte de uso público. Hay maneras de esconderse, pero… ¿entonces Avogadro lo hizo volver?

—Yo ya haba comprado el pasaje.

—Por Dios, ¿por qué?

—Volví porque vi una manera de salvarme.

—La única manera de salvarse es esconderse.

—No —dice Sadrac en tono categórico—. La manera de salvarme es regresar y continuar con mis funciones de médico del presidente. ¿Sabe que el presidente está enfermo?

—Me dijeron que tiene dolores de cabeza muy fuertes.

—Dolores de cabeza muy peligrosos. Tendremos que operarlo.

—¿Cirugía cerebral?

—Eso es.

Ficifolia comprime los labios y estudia el rostro de Sadrac como quien examina un mapa de El Dorado.

—Yo le dije una vez que usted no era lo suficientemente loco como para vivir en esta ciudad. Tal vez me haya equivocado. Tal vez, esté totalmente loco. Tiene que estar loco si piensa que puede estropear una operación intencionalmente sin que lo descubran. ¿No piensa que Warhaftig se dará cuenta y evitará que lo haga? ¿O que lo delatara si logra hacerlo? ¿Qué sentido tiene matar al Khan, si al final va a terminar en el depósito de órganos? ¿Cómo…

—Los médicos no matan a sus pacientes, Frank.

—Pero…

—Usted se adelantó a sacar conclusiones. Tal vez esté imaginando cosas. Le digo que lo único que haré será operar al Khan y curarle los dolores de cabeza, y ocuparme de que conserve su buen estado de salud —Sadrac sonríe—. No haga preguntas. Simplemente ayúdeme.

—¿Ayudarlo, cómo?

—Quiero que encuentre a Buckmaster. Necesitaré una pieza especia, y él es la persona adecuada para construida. Después necesitaré que usted arme los circuitos de telemedición para activarla.

—¿Buckmaster? ¿Por qué Buckmaster? Si aquí está lleno de gente experta en microingeniería.

—Yo lo quiero a Buckmaster para este trabajo: él es el mejor en su campo y, además, que— precisamente él quien construyó el equipo que llevo implantado. Por lo tanto, debe ser él quien construya la pieza adicional que necesito —la mirada de Sadrac es penetrante, inflexible—. ¿Me ayudará a encontrar a Buckmaster?

Después de un momento, Ficifolia afirma con la cabeza.

—Lo llevaré adonde está Buckmaster —dice—. ¿Cuándo quiere ir?

—Ahora.

—¿Ahora mismo? ¿En este preciso instante?

—Ahora —insiste Sadrac— ¿Está muy lejos de aquí?

—No muy lejos.

—¿En dónde está?

—Karakorum —responde Ficifolia—. Lo escondimos entre los transtemporalistas.


2 de enero de 2009

Insistí y finalmente me permitieron. experimentar una sesión transtemporalista. Decían que no era conveniente, por tos riesgos, por los efectos colaterales, por mis responsabilidades de soberano. Finalmente me impuse. No estoy acostumbrado a tener que insistir. Resulta extraño que hable de que "me permitieron". Pero fue una verdadera lucha, que gané, por supuesto, pero me dio trabajo. Visité Karakorum después de la media noche. Nevaba, pero era una nieve liviana. La carpa estaba despejada y los guardias estaban apostados en sus respectivos lugares. Antes de ir, Texeira me hizo una revisión completa, por las drogas que usan. Patente de sanidad limpia: puedo beber el más potente de los brebajes transtemporalistas. A la carpa entonces. Un lugar oscuro, un olor desagradable. Un olor que recuerdo de mi infancia, olor a estiércol quemado, a cuero de cabra sin curtir. Se me acerca un lama pequeño y encorvado. No está impresionado por mi presencia, no está aterrado. Por qué habría de sentir terror por Genghis Mao, si con sólo beber una droga puede visitar al César, a Buda, a Genghis Khan? Luego comienza a preparar la mezcla para ml. Aceites, polvos. Me da la copa y bebo: dulce, gomoso, no tiene sabor agradable. El transtemporalista me toma las manos, murmura algunas palabras y, de pronto, la carpa se transforma en una nube y desaparece, y me encuentro en otra carpa, ancha y baja. Banderas blancas y colgaduras de brocado, y allí está él ante mis ojos, un hombre de edad madura, corpulento, de baja estatura, de largos bigotes negros, ojos pequeños y labios carnosos. Su cuerpo despide olas de sudor como si no se hubiera bañado en años, y, por primera vez en mi vida, me invade el deseo de caer de rodillas frente a otro ser humano, porque este individuo es Temujin, el Gran Khan, sí, es él, el fundador, el conquistador.

No me arrodillo, sino en mi alma. En mi alma caigo tendido —a sus pies, le ofrezco la mano, inclino la cabeza.

Padre Genghis —digo—, he viajado a través del tiempo, a través de novecientos años para rendirte homenaje.

Me mira sin mucho interés. Después de un momento me ofrece una vasija.

—Bebe airag, anciano.

Compartimos la vasija. Yo bebo primero, después el Gran Khan. La indumentaria del Padre Genghis es simple: no viste una túnica de color escarlata, ni ribetes de armiño, ni corona, sino ropas de guerrero. El cabello le llega a los hombros, pero nace desde la nuca. La parte superior de la cabeza está afeitada.

—¿Qué quieres? pregunta.

—Verte.

—Me estás viendo. ¿Qué. más?

Decirte que vivirás para siempre.

—Moriré como todos los hombres, anciano.

—Tu cuerpo morirá, Padre Genghis. Tu nombre vivirá por tos siglos de los siglos.

Genghis Khan piensa en lo que acabo de decir.

—¿Y mi imperio? ¿Qué será de mi imperio? ¿Acaso mis hijos gobernaran después de mi muerte?

—Tus hijos gobernarán la mitad del mundo.

—La mitad del mundo —dice Genghis Khan con voz suave—. ¿Sólo la mitad? ¿Es cierto eso, anciano?

—Serán dueños de Catay…

—Catay ya es mía.

—Sí, pero ellos serán los dueños de toda Catay, de las junglas, de las montañas, de Rusia, de Turkestan, de Afganistán, de Persia. ¡De la mitad del mundo, Padre Genghis!

El Khan de los Khanes gruñe.

Algo más, Padre Genghis. Dentro de novecientos años un khan llamado Genghis gobernará el mundo entero, de polo a polo y todas las almas de esta tierra lo reconocerán como amo del mundo:

—¿Un khan de mi sangre?

—Un verdadero tártaro —aseguró.

Genghis Khan permanece en silencio un largo rato. Es imposible leerle la mirada. Es más pequeño que lo que me hubiera imaginado, y su cuerpo emana un olor desagradable, pero es un hombre de tanta fortaleza y determinación que me siento humillado, porque yo pensaba que era como el; de alguna manera lo soy, y, sin embargo, él es mucho más grandioso que yo. Genghis Khan no sabe de dudas: es un hombre firme, decidido, un hombre que vive el presente, un hombre que, seguramente, nunca se ha detenido a reconsiderar una determinación, y cuya primera determinación ha sido siempre la correcta. Él es más que un príncipe bárbaro, un impetuoso jinete del Gobi, para quien las características de mi vida cotidiana serían un destello de magia esplendorosa. Sin embargo, si Genghis Khan llegara a Ulan Bator sería capaz de entender el funcionamiento del Vector de Vigilancia Uno en tres horas. Un bárbaro, sí, es un bárbaro, pero no simplemente un bárbaro, nada de su personalidad merece ser subestimado, y, a pesar de que en algunos aspectos yo soy superior a él, a pesar de que mi vida y mi poder están más allá de su comprensión, yo soy inferior a él desde todo punto de vista. Me aterra e infunde el respeto que yo esperaba. Al verlo, me invade el deseo de renunciar a la autoridad que ejerzo sobre la humanidad, porque, a su lado, no soy digno. No soy digno.

—Novecientos años —dice finalmente. La sombró de una sonrisa se proyecta en su rostro—. Bien. Bien —llama a un sirviente batiendo las palmas—. ¡Más airag! —grita. Volvemos a compartir la bebida y luego él dice que debe partir: es hora de dejar Karakorum y cabalgar hasta las tierras de su hijo Chagadai, donde la familia real celebrará un torneo. No me invita. No tiene interés en mí. a pesar de que vengo de tiempo lejanos, a pesar de que le traigo bellas historias del imperio mogol del futuro. No soy importante para él. Ya le conté todo lo que le interesa saber; ahora he pasado al olvido. Lo único que importa es el torneo. Monta la yegua y echa a cabalgar, seguido por los guerreros de su corte. Todos se han ido, excepto el sirviente y yo.

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