CAPÍTULO 6

—Le explicaré la técnica de nuestro rito, si así lo desea —dice el transtemporalista. La voz, grave y compleja, característica de los mogoles; el rostro, macizo, todo nariz y pómulos; los ojos, ocultos en sombras.

—No es necesario —le explica Mordecai— Ya estuve aquí antes.

—Ah, claro, claro —se inclina en una reverencia obsecuente—. No estaba seguro de ello, doctor Mordecai.

Sadrac está acostumbrado a que lo reconozcan, ya que si bien en Mongolia hay muchos extranjeros, casi todos son blancos. Por lo tanto, no se sorprende al oír su nombre. Sin embargo, le hubiera gustado pasar desapercibido en este lugar. El transtemporalista se arrodilla y Sadrac, siguiendo sus indicaciones, lo imita. La carpa es enorme, apenas iluminada. Sadrac y el transtemporalista están en una pequeña alcoba privada, de piso de tierra, formada por gruesas alfombras que cuelgan de sogas. Sobre el piso hay una capa de peltre que contiene un velón amarillo. La llama titilante se interpone entre ellos, formando una espesa espiral de humo ácido y oscuro que se eleva para perderse en la oscuridad de la carpa. Toda la gama de olores mogoles, prístinos, que inunda el, lugar, envuelve a Sadrac: el hedor de las paredes de piel de cabra, y de los que probablemente sean humo de estiércol ardiendo. El piso está cubierto de virutas de madera blanda, un lujo en esta tierra de pocos árboles. El transtemporalista está concentrado en la mezcla de los líquidos sagrados. En un recipiente alargado de peltre, vierte un líquido aceitoso de color azul y otro liviano de color escarlata, los mezcla con una varilla de marfil que dibuja divertidos remolinos. Finalmente agrega una pizca de polvo verde y amarillo. Sadrac sabe bien que todo esto es ficticio: de todas estás sustancias, una sola es la verdadera droga, mientras que todo lo demás es decorativo, pero los ritos requieren misterio y color, y estos enigmáticos sacerdotes, dueños del tiempo y del espacio, tienen que hacer todo lo posible para aumentar los efectos. Sadrac se pregunta dónde estará Nikki. Cuando llegaron a este oscuro laberinto, dos acólitos silenciosos los separaron, llevándolos entre las sombras por caminos distintos, ya que el viaje a través del tiempo no puede hacerse en compañía.

La etapa de la mezcla química ya está concluida. El transtemporalista toma la copa entre las manos y, con suavidad, se la pasa a Mordecai por sobre la vela ardiente.

—Beba —le dice. Sadrac, sintiéndose Tristán, bebe. Devuelve la copa y espera sentado.

—Deme las manos —murmura el transtemporalista. Mordecai obedece.

El mogol cubre las palmas de Mordecai con sus manos anchas, de dedos cortos, al tiempo que entona una plegaria sin sentido, palabras ininteligibles, con excepción de algunos vocablos mogoles que carecen de coherencia contextual. Mordecai comienza a sentir un leve mareo. Esta será su tercera experiencia transtemporal, la primera después de casi un año. Una vez visitó la corte del rey Balwin de Jerusalén, haciéndose pasar por un príncipe negro de Etiopía, un moro cristiano en los descomunales festines de los cruzados. Otra vez apareció en Méjico en la cúspide de una pirámide de piedra, vestido con una túnica blanca, acuchillando a un español que se revolcaba frente al altar de sacrificios de Huitzilopóchtli. ¿Qué pasará esta vez? No tendrá la posibilidad de elegir su destino: el transtemporalista lo hará por él, a través de alguna fantasía indefinible, le dirá una o dos palabras, sólo algunos indicios, mientras la droga libera a Mordecai de sus amarras y lo deja flotar a la deriva, hacia el pasado viviente. Todo lo demás quedará en manos de su imaginación y sus conocimientos históricos, unido a… ¿unido a qué? El cuerpo de Sadrac, ya bajo el efecto de la droga, está tendido en el piso de la carpa recibiendo las claves que murmura el transtemporalista. Mordecai se balancea, todo gira a su alrededor. El transtemporalista se le acerca y le habla, es casi imposible comprenderlo, que le dice, pero Sadrac debe comprender, necesita comprender…

—Es la noche del Cotopaxi —murmura el mogol—. El cielo amarillo, el sol rojo.

La carpa desaparece y Sadrac queda solo.

¿En donde está? Es una ciudad, pero no es Karakorum: es una ciudad que no conoce, un lugar subtropical, de calles angostas, colinas empinadas, portones de rejas, viñedos de flores carmín, aire claro y fresco, plazas despejadas con fuentes, fuentes majestuosas, casas blancas con balcones de hierro forjado. Una ciudad latina, intensa, vivaz, activa.

—¡Barato aquí! ¡Barato!

—Yo tengo un hambre canina.

Bocinas estridentes, ladridos de perros, alegría de niños, gritos de vendedores ambulantes, mujeres que asan trozos de carne en braseros de carbón de leña sobre las calles empedradas, un sinfín de ruidos inunda el aire. ¿Dónde está esta ciudad tan vigorosa? ¿Por qué nadie muestra signos de descomposición orgánica? Todos son sanos en este lugar, hasta los mendigos, la gente pobre. Ciudades como éstas ya no existen mas, ya no existen. Pero, claro, esto es un sueno, un sueño de una ciudad ya desaparecida, una ciudad del ayer.

—Le telefonearé un día de éstos.

—Hasta la semana que viene.

A pesar de que Sadrac nunca habló el español, reconoce las palabras, las entiende.

—¿Dónde está el teléfono?

—¡Vaya de prisa! ¡Tenga cuidado!

—¡Maricón!

—No es verdad.

Mordecai, de pie en medio del tumulto en la cima de una extensa colina, observa, impactado, el paisaje. ¡Montañas! Picos nevados que coronan la ciudad, relucientes bajo el sol del mediodía. Hace muchos años que vive en la meseta de Mongolia, y este paisaje montañoso es, por lo tanto, una cosa extraña y foco común para él. Presa de la fascinación, contempla las inmensas crestas níveas, tan colosales que parecen que fueran a desplomarse sobre el bullicio de la ciudad. ¿Qué es aquello que brota de aquel pico, la más majestuosa de las montañas? ¿Es acaso un penacho de humo? Pero no es posible distinguir humo a tanta distancia, son casi cincuenta kilómetros. Sin embargo, es humo. Sí, sí, es humo. Sadrac, entonces, recuerda las ultimas palabras que oyó antes de perder el conocimiento: "Es la noche del le Cielo amarillo, sol rojo". El Cotopaxi, el gran volcán. ¿Es aquel el Cotopaxi…? Un cono perfecto, envuelto en nieve y pumita, la base oculta entre las nubes, la cúspide enmarcada en escalofriante majestuosidad por el cielo ahora oscurecido. Sadrac nunca ha visto una montaña semejante.

Detiene a un niño que pasa corriendo a su lado.

Por favor.

El niño está despavorido y aterrado. Sin embargo, se para y lo mira.

—Cómo se llama esa montaña? —Sadrac señala el volcán, nevado y colosal.

El niño sonríe, ya más calmado. Es evidente que le agrada la idea de saber algo que este extraño negro y alto no sabe.

—Cotopaxi —responde el niño.

El Cotopaxi, claro. El transtemporalista le dio la oportunidad de observar la gran catástrofe desde la primera fila. Esta es la ciudad de Quito, entonces, en la República del Ecuador, y aquella mole que arrastra nubes de humo hacia el Sudoeste, es el Cotopaxi, el volcán más célebre del mundo, y hoy es, seguramente, el 19 de agosto de 1991, un día que todos recuerdan. Sadrac sabe que en el atardecer de hoy, antes de que el sol se duerma en el Pacífico, el mundo temblará como nunca ha temblado en toda la historia de la humanidad. Un manto de fuego cubrirá a los hombres, marcando así el fin de una era. El es el único habitante de la Tierra que lo sabe, pero no puede hacer nada, más que permanecer en medio de la colina contemplando al gran Cotopaxi, temblando a sus pies. Él también será una de las tantas víctimas del desastre de esta noche. Pero, ¿acaso es posible morir en un viaje a través del tiempo?, se pregunta Mordecai. Si esto es solo un sueño, un sueno, un sueno, y los sueños no matan, ¿no es así? ¿Es posible morir aun cuando soñamos en una erupción, aun cuando soñamos que toneladas de lava y azufre bañan nuestro cuerpo hecho añicos?

El niño, que aún no se ha ido, no aparta sus ojos de Mordecai.

—Gracias, amigo.

—De nada señor.

El niño no se va. Tal vez espere una moneda, pero Sadrac no tiene nada para darle. Finalmente, decide irse y echa a correr a toda velocidad, se detiene después de unos metros, vuelve la cabeza, hace un gesto burlón con la lengua y reanuda la carrera para desaparecer en un callejón.

Unos minutos después, el gran Cotopaxi empieza a rugir. De uno de los cráteres secundarios comienza a brotar una columna blanca de unos cien metros de ancho.

La ciudad detiene su marcha, todo queda paralizado, excepto las miradas que giran en dirección al Cotopaxi. La columna blanca, torrente vertiginoso, ya se ha elevado a unos mil metros sobre la cúspide del Cotopaxi, y se despliega, ahora, como un gran penacho de plumas, cubriendo el cielo con un manto de vapor vivo. Mordecai alcanza a oír un zumbido bramador, como si un tren atravesara la ciudad, ero un tren para gigantes, un tren titánico, a cuyo paso se alancean los faroles y vibran las macetas de los balcones hasta precipitarse en el vacío. La nube de vapor se corona de gris y colorea sus bordes con tintes rojos y amarillos.

—¡Ay! ¡El fin del mundo!

—¡Madre de Dios! ¡La montaña!

—¡Ayuda!¡Ayuda!¡Ayuda!

Y así comienza la huida de los habitantes de Quito. No ha pasado nada aún, nada excepto un rugido y un silbido y una columna de vapor que se eleva hacia el cielo. Sin embargo, la gente de la ciudad abandona sus hogares, dejando todo o casi todo. Algunos llevan sólo un crucifijo o un gato o un niño o un manojo de ropa; se agolpan en las calles: un torrente de hombres y mujeres presas del pánico, que corren enajenados cuesta abajo, hacia el Norte, lejos de la ciudad. Nadie vuelve la cabeza para mirar, todos huyen, huyen del Cotopaxi, huyen de la aterradora nube carmín que brota de la montaña, huyen de la muerte que pronto se apoderará de la ciudad de Quito. Son inteligentes, a nadie le interesa quedarse a contemplar el espectáculo. La marea humana arrastra a Sadrac: su figura, una torre que se eleva sobre los habitantes de Quito, como el volcán sobre la ciudad. Unos lo miran extrañados, otros se aferran a él como si buscaran ayuda, como si pensaran que es un mesías negro que ha venido a guiarlos hacia la salvación. Pero Sadrac no guía a nadie: corre detrás de la multitud, huye impotente como todos los demás, con la diferencia que, de tanto en tanto, vuelve la cabeza para mirar. Cuando puede, cuando manos desahuciadas no acuden en busca de su ayuda, se detiene para contemplar el espectáculo. El volcán estalla furioso, despidiendo pumita y ceniza que el viento desparrama. El aire cambia de color, se tiñe de amarillo, y el sol se pinta con matices rojos y naranjas. La tierra parece gemir, la ciudad entera tiembla. Los habitantes de las clases más altas tratan de huir en sus automóviles, que marchan a paso lento a través de las calles, tratando de abrirse camino entre el caótico tropel de peatones: hay choques, gritos, peleas. Los autos se detienen, finalmente, y sus pasajeros se unen, despreciativos, a las filas de los humildes. Ya hace una hora o dos, o tal vez tres, que Sadrac camina como un autómata. abriéndose paso entre la multitud. El aire, ya enrarecido y frío, está impregnado de azufre, y a pesar de que la tarde no ha promediado aún, la ciudad ya esta iluminada por los faroles de la calle, ya que la lluvia de cenizas oculta la luz del sol. Las calles están cubiertas por un manto gris, como en invierno por la nieve, que llega hasta los tobillos, y el Cotopaxi sigue rugiendo y silbando, y la gente sigue su huida hacia el Norte. Mordecai sabe el destino de todos ellos, ya que con la misteriosa clarividencia del ayer y de hoy, característica de los viajantes del tiempo, recuerda el futuro. Faltan pocas horas para que estalle la explosión que se escuchará a miles de kilómetros, el terremoto, las nubes de las venenoso, el enardecido torrente de cenizas volcánicas que empañarán la luz del sol en todo el mundo, y en esta noche del Cotopaxi, los dioses del pasado vagarán por toda la Tierra y los imperios sucumbirán. Sadrac vivió esta noche alguna vez, pero sin saber lo que hoy sabe. En algún lugar, lejos de aquí, Sadrac Mordecai, el joven de quince anos, de ojos grandes, brazos y piernas robustos, está estudiando sus lecciones, soñando en la escuela de medicina, y oirá la explosión, como un ruido sordo y lejano, ya que el estruendo tendrá que atravesar todo el planeta desde Quito a Filadelfia. Tal vez piense que es una bomba terrorista, pero a la mañana siguiente, verá el cielo teñido de amarillo, y el sol transformado en un círculo rojo. Durante días y días caerá un polvo fino que adelantará los atardeceres en estos días de verano, y de Sudamérica, llegarán noticias de la terrible erupción y de los cientos de miles de vidas perdidas. Lo que Sadrac, el joven de quince años, no sabe, lo que nadie sabe, excepto este extraño que camina tranco a tranco por los suburbios del Nortede la ciudad de Quito, bajo una nube turbia y encarnada, es que la erupción del Cotopaxi es más que un evento natural: señala un apocalipsis político, el ocaso de las naciones, la víspera de la llegada de Genghis Mao.

—¡El fin del mundo!

Sí, sí, el fin del mundo.

Luego, la explosión…

Se produce en etapas: primero, cinco estampidos como cañonazos; luego, una larga pausa de silencio total, aun el rugido que ha retumbado durante horas y horas cesa de repente; después, un temblor de la tierra y un estruendo monstruoso, un estruendo como Sadrac nunca ha oído, un estruendo que rompe ventanas y destruye paredes; vuelve el silencio; vuelve el rugido; mas cañonazos, bang, bang, bang, abruptos, cortantes; inmediatamente, un segundo estrépito, cinco veces más poderoso que el primero, la gente se desploma de rodillas en el piso, las manos tapando los oídos; vuelve a reinar el silencio, un silencio nefasto, siniestro, enervante; finalmente, el ruido cumbre, un ruido que raja la tierra y quiebra el eje del planeta, una avalancha grotesca e interminable de ruidos que se estrellan contra la nuca y hacen sacudir los brazos en alocado desvarío, un ruido que arrolla la ciudad de Quito como el pie atropellador de un dios enardecido. El cielo se tiñe de negro entonces, y un torrente de fuego rojo mana del Cotopaxi y arde en terrorífico esplendor sobre el horizonte. La montaña parece desgarrarse: la cúspide se desintegra, grandes bloques de roca remontándose en las alturas, sobrevolando la ciudad. El cono perfecto, que alguna vez tuvo la gracia y belleza del Monte Fuji, ahora es una ruina, una mole hecha pedazos, apenas visible a través de las espesas nubes de ceniza y los bloques de pumita que se desplazan por el aire. Éstos son los restos del gran Cotopaxi, ya cadavérico y deformado. El aire mismo arde, la gente sigue su marcha, lenta, cada vez más lenta, arrastrándose abatida hacia una salvación que nunca alcanzará. Vomitan, las manos a la garganta, jadean, se ahogan, caen.

—Ayuda, ayuda.

Todos en busca de la ayuda que nunca llegará. Mueren uno a uno en esta tarde de sol brillante, que ya ha dejado de brillar.

Sadrac, también sofocado por este aire impregnado de cenizas y monóxido de carbón, cae, se levanta, vuelve a caer, y, finalmente, logra levantarse otra vez. Recuerda, entonces, que es médico, y se arrodilla junto a una mujer tendida en el piso. Es una niña, cuyo rostro distorsionado se ha oscurecido por la asfixia, tomando un color negro, casi tan negro como el de él.

—Soy médico.

—Gracias, señor. Gracias.

Sus ojos, clavados en Mordecai, vibran en busca de ayuda, de medicamentos, de agua, de algo, de lo que sea. Pero, ¿hay algo que él pueda hacer por ella? Sí, claro, él es médico, pero, ¿es posible enseñarle a una moribunda a respirar el aire envenenado? La niña tiembla, está a punto de vomitar, pero —curiosamente— bosteza. Se duerme en brazos de Sadrac, pero es un sueño mortífero del cual no despertará jamás. Mordecai sabe que no puede hacer nada para salvarla. Por lo tanto la deja y se va, tapándose la nariz y la boca con el pañuelo, pero es inútil, inútil. Vuelve a caer, pero esta vez sin levantarse: es una víctima más entre otras tantas ahogadas en lágrimas y murmullos.

…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi, noche de cenizas de huida y de muerte. Aquel niño insolente, aquellas mujeres que asaban trozos de carne en la calle, los comerciantes y los banqueros, los taxistas y los policías, aquel extraño, alto, de piel carbón, todos, unidos por la muerte.

¿Qué sentido tuvo la huida frenética? La sarna ciencia cenicienta del Cotopaxi inunda los cielos, dándole al mundo un atardecer sangriento. El fin del mundo, sí. Sadrac aparta la ceniza de su boca con manos violentas. Se oye otra explosión, esta vez más suave, porque, ¿hay, acaso, algo que pueda igualar aquel último estruendo apocalíptico e inimaginable? Otra explosión, otra más, y Sadrac sabe que continuarán durante horas y horas, tal vez durante días, disminuyendo, su intensidad. Esta noche, Ecuador no dormirá, ni tampoco Colombia, ni Venezuela, ni toda Centroamérica, ni siquiera Méjico: el trueno mortal de Cotopaxi resonará en Canadá, en la Patagonia, atravesará los mares, y al amanecer, un amanecer oscuro y polvoriento que no aceptará la luz del sol, estallará la primera revolución, el putsch en Brasil, y los insurrectos aprovecharán la extraña oscuridad y el terror universal para dar el golpe, anhelado y esperado golpe. Luego se producirá la reacción en cadena estimulada por los brasileños: la sublevación en la Argentina, en Nicaragua, en Algeria, en Indonesia, una rebelión sangrienta surgida del Cotopaxi, cada gota, una clave que inundará nación tras nación; el gran cataclismo volcánico, un símbolo: la crisis económica de la década del setenta, las represiones y escasez y decadencia en la década del ochenta, que lleva, inexorablemente, al caos mundial de 1991, la revolución total, la larga Walpurgisnacht desencadenada, en grado inmensurable, por la erupción.

…Y ésta fue, entonces, la noche del Cotopaxi. Los dioses enardecidos sacudieron el mundo y destruyeron las naciones. Mordecai baja la cabeza, cierra los ojos, se entrega a la nube de cenizas, fragante y cálida, que flota sobre su cuerpo. Esta es la noche del Cotopaxi, sí, el fin del mundo, el pitar del último clarinete, la apertura de la séptima brecha, y Mordecai fue parte de todo esto, sintió el sabor del volcán y ahora… ahora duerme.

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